La literatura sobre el tema es vasta. Sin embargo, hay al menos tres textos emblemáticos para entender los efectos que tiene este tipo de campañas en el electorado. El primero es un libro considerado clásico sobre las campañas negativas: Going Negative, de Stephen Ansolabehere y Shanto Iyengar (The Free Press, 1997). Los autores muestran suficiente evidencia empírica para aseverar que las campañas negativas tienen doble impacto sobre los electores. Por un lado, polarizan al electorado entre dos opciones. Por otro, constriñen la participación electoral.
El segundo es uno de los mejores libros que he tenido oportunidad de leer sobre este apasionante tópico, me refiero a In Defense of Negativity (The University of Chicago Press, 2006), del profesor de la Universidad de Vanderbilt John G. Geer, quien analiza la publicidad negativa utilizada en las campañas presidenciales norteamericanas entre 1960 y 2004, y prueba que los spots negativos enfatizan más en las características personales de los candidatos que en los temas de interés general. De acuerdo con Geer, y yo coincido, este tipo de spots contribuyen al proceso democrático, ya que ofrecen a los votantes información relevante y sustancial sobre quienes pretenden gobernarlos.
Y el tercer texto es un libro de publicación más reciente, El arte de ganar (Debate, 2010), cuyos autores son dos destacados consultores latinoamericanos, Jaime Durán Barba y Santiago Nieto, quienes hacen un repaso de cómo se ha usado el ataque en campañas electorales que han tenido un éxito destacado en la región, entre los que destaca, precisamente, la derrota de Andrés Manuel López Obrador hace 6 años.
En la más reciente elección presidencial, más allá de la campaña negativa de la que fue objeto el candidato presidencial del PRI, Enrique Peña Nieto fue victimario de sí mismo. Error tras error, un día sí y otro también, en diciembre 2011, Enrique Peña Nieto afectó su imagen de político con capacidad para gobernar, rayó su imagen impoluta de gobernante eficaz y debilitó su estilo de liderazgo. Y las encuestas publicadas así lo evidenciaron. No sólo en la intención de voto, sino en el incremento de sus negativos, incremento que refleja lo que John G. Geer advierte en su libro, a través de las campañas negativas (y peor aun cuando el propio candidato se autoinflige los golpes) aumentan las dudas entre los electores sobre la capacidad de liderazgo del candidato.
La reforma electoral aprobada en México en 2007 instaló a rango constitucional la prohibición de realizar campañas negativas en medios electrónicos. En 2012 las campañas de contraste no desaparecieron, y además de la radio y la televisión, se libraron cruentas batallas en diferentes arenas: de la electrónica pasaron a la digital y a la de tierra, y de ahí regresaron a la televisión y a la radio en forma de notas informativas a través de los noticiarios cuando éstos presentaron lo que estaba sucediendo en la Internet y en las calles.
En Estados Unidos se suele privilegiar la campaña negativa basada en evidenciar las contradicciones entre la vida pública y la vida privada de los candidatos. En ocasiones ha habido éxito. En el caso mexicano, los comicios más polarizados fueron los de hace seis años. En la elección presidencial de 2006 en México, la campaña negativa del PAN en contra del candidato de izquierda, Andrés Manuel López Obrador, se basó fundamentalmente en reforzar sus debilidades, errores y contradicciones a lo largo de su trayectoria pública, particularmente mientras fue Jefe de Gobierno del Distrito Federal. En 2012, el PAN nuevamente echó mano de la campaña negativa para disminuir las preferencias electorales del puntero en la carrera presidencial, Enrique Peña Nieto, pero ahora le resultó contraproducente. Y cuando se dio cuenta, su candidata presidencial ya estaba en tercer lugar.
Las campañas negativas no necesariamente son difundidas de forma abierta por los candidatos, sus equipos o los partidos, sino por grupos de interés que irrumpen en el escenario como terceros en discordia. En Estados Unidos es el caso de las PAC (Political Action Committee), cuyo mejor ejemplo de influencia en una elección se puede verificar en la carrera presidencial de 2004, cuando el “Swift Boat Veterans for Truth” mostró la debilidad de las cartas credenciales militares del entonces candidato demócrata, John Kerry. En México, un buen ejemplo es el papel que jugó el Consejo Coordinador Empresarial, una agrupación nacional de empresarios, en contra de Andrés Manuel López Obrador contratando espacio en la televisión para difundir spots que veladamente llamaban a no votar por un cambio que pusiera en riesgo la estabilidad económica lograda durante los gobiernos panistas.
Una campaña negativa también puede revertirse a su creador cuando se equivoca en el destinatario. Por ejemplo, en 2011, en la elección para renovar la gubernatura del Estado de México, el principal partido de izquierda, el PRD, lanzó una campaña en contra del gobernador de ese estado, Enrique Peña Nieto. Lo que los perredistas pasaron por alto fueron dos factores: uno, que el gobernador era muy bien evaluado por la mayoría de la población, motivo por el cual prácticamente cualquier crítica a su gestión era repelida por su popularidad; dos, que el gobernador no estaría en la boleta electoral, sino el candidato de su partido: Eruviel Ávila Villegas. El candidato del PRI ganó la elección con una ventaja y un número de votos históricos.
Finalmente, advertir que una campaña negativa no es el factor único por el que un candidato gana o pierde una elección. Por lo menos, yo no conozco un caso en el que así haya sido. Quien asegure, por ejemplo, que en 2006, López Obrador perdió la elección presidencial sólo por la campaña negativa del PAN en su contra, ignora u obvia que AMLO, como también se le conoce, desatendió las encuestas que le advertían que su más cercano competidor estaba a punto de alcanzarlo; que el único estratega de su campaña era él, que a nadie más escuchaba; que minimizó el efecto de no asistir al primer debate; que soslayó la fuerza de los medios de comunicación masiva; y que no quiso llegar a acuerdos políticos con actores al final contribuyeron a su derrota como lo fueron la líder del sindicato de maestros y algunos gobernadores priístas.
Asimismo, quisiera compartir una experiencia que viví en 2010 durante la elección de gobernador de un estado al norte del país. Mi experiencia muestra que públicamente los ciudadanos rechazan las campañas negativas, argumentando que prefieren campañas de propuestas para conocer cómo pretenden gobernar los candidatos. Sin embargo, hay evidencia empírica que revela que los ciudadanos toman en cuenta la información ofrecida por las campañas negativas para definir su voto. Retomando el caso de la elección de gobernador del mismo estado en el norte del país en 2010, les comparto que a mitad de la campaña realicé investigación cualitativa, cuyos resultados arrojaron que los participantes rechazaban la campaña negativa del principal candidato opositor en contra del candidato del partido oficial. Sin embargo, cuando realicé otra ronda de focus groups después de la elección para identificar las motivaciones del voto, me encontré con que la mayoría de los participantes que aseguraban haber votado por el candidato opositor, ciudadanos volátiles, sin identificación partidista, esgrimían como argumentos para votar en contra del candidato oficial los mismos argumentos que contenía la publicidad política de la campaña negativa difundida por la coalición opositora.
En suma, las campañas negativas son necesarias en el debate democrático, indispensables en el diseño de una campaña profesional y fundamentales como un elemento más de la constelación de factores que inciden en un triunfo electoral, pero no razón única del mismo.