SIN LÍMITES
El Divino Calvo

Un siglo antes del nacimiento de Cristo, Roma era la más grande y bella de las ciudades del continente, orgullosa capital de la potencia hegemónica de Occidente. En unas cuantas generaciones, había pasado de ser una agrupación de tribus bárbaras establecidas en las colinas del Tíber, dominadas por los etruscos, a convertirse en el motor de la historia. Muchas causas confluyeron en aquella transformación, sin embargo, la principal de todas fue su forma de gobierno. Desde finales del siglo VI a. C., cuando Tarquinio el Soberbio, último rey etrusco, fue derrocado, los romanos evolucionaron hacia una forma republicana de gobierno que habría de perdurar medio milenio. A efectos de perspectiva histórica, es como si en México estuviéramos viviendo en una República desde la caída de Tenochtitlan.
Pero nada es para siempre, y la República romana (Senatus Populusque Romanus) empezaba a mostrar síntomas claros de decadencia. Nunca faltaron problemas de toda clase, porque su propio crecimiento dificultaba cada vez más el gobernarla. Con altibajos, con mayor o menor dignidad, el sistema consiguió perdurar y sobreponerse a su propio éxito. No obstante, al llegar el siglo I a. C., el mar de fondo de la desigualdad social había fracturado tanto a la sociedad romana, que la estructura republicana se mantenía en pie de milagro.
La base de todos los problemas era la enconada resistencia de los opulentos aristócratas a ceder un palmo de sus privilegios, lo que había convertido al Senado, construido como el
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