LA DUQUESA
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El castillo Belgrave se erigía en todo su esplendor en el centro de Hertfordshire, como había hecho a lo largo de once generaciones y casi trescientos años desde el siglo XVI. Aparte de algunos elementos más modernos añadidos con posterioridad y unos cuantos detalles decorativos, muy poco había cambiado en su historia. De hecho, sus dueños conservaban las mismas tradiciones desde hacía más de doscientos años, lo que para Phillip, duque de Westerfield, resultaba reconfortante. Era su hogar. La familia Latham había construido el castillo Belgrave, uno de los más grandes de Inglaterra y, gracias a la fortuna del duque, uno de los mejor conservados.
Estaba rodeado por vastas tierras que se extendían hasta donde alcanzaba la vista y que incluían bosques, un gran lago que los guardas mantenían bien provisto de peces, y granjas arrendadas, explotadas por agricultores cuyos antepasados habían sido siervos. El duque lo supervisaba todo desde que su padre murió en un accidente de caza en una hacienda aledaña, cuando él era joven. Y bajo su concienzuda dirección, Belgrave y todas sus tierras y propiedades no habían dejado de prosperar.
A sus setenta y cuatro años, llevaba mucho tiempo instruyendo a su primogénito, Tristan, sobre la administración de la hacienda. Phillip creía que su hijo estaba listo para encargarse de todo y hacerlo de forma responsable, pero abrigaba otras preocupaciones con respecto a él. Tristan tenía cuarenta y cinco años, estaba casado y era padre de dos hijas. El hijo menor del duque, Edward, de cuarenta y dos años, no se había casado y no tenía ningún hijo legítimo, aunque sí incontables ilegítimos. Nadie sabía cuántos exactamente, ni siquiera el propio Edward. También era propenso a darse al juego y
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