El 6 de marzo de 1967, una mujer penetró en el edificio de la embajada estadounidense en Nueva Delhi. El marino de guardia de la recepción cruzó su mirada con la de aquella dama bien vestida y de mediana edad. Nada que le llamara especialmente la atención. Entonces no podía imaginar que esa mujer que le entregaba el pasaporte sin mediar palabra había traspasado el Telón de Acero en un viaje sin retorno posible. Que estaba enterrando su antigua vida y pagaría las consecuencias. Que trataba de dejar atrás la sombra de sus fantasmas, pero que jamás lo lograría. “Vaya donde vaya, ya sea a Australia o a alguna otra isla, siempre seré prisionera política del nombre de mi padre”.
Media hora después, Robert Rayle, segundo secretario de la representación diplomática y funcionario encargado de los desertores del bloque soviético, escuchaba atónito lo que aquella misteriosa mujer tenía que decirle: “Bueno, quizá no crea esto, pero soy la hija de Stalin”. Las primeras comprobaciones en la sede central de Washington arrojaron un inquietante resultado: ni