LA BRISA DE ENERO ERA TAN PUNZANTE COMO MI PENA. Un sol de invierno mortecino se reflejaba en las montañas cubiertas de nieve que acunan la ciudad natal de mi madre, al norte del Líbano, mientras se abrían las puertas del cementerio y yo colocaba su retrato junto a sus antepasados. Mi madre estaba en casa, al menos simbólicamente. Había fallecido inesperadamente en noviembre, la mañana de un jueves cualquiera en Australia, donde vivía desde hacía muchos años.
El final de mi madre estaba marcado desde el comienzo de su vida, en una patria que nunca abandonó del todo. Hay partes de este país que llevamos con nosotros, aunque, como yo, no hayamos nacido aquí. Las llevamos en nuestros nombres, la comida, nuestras historias y en los lazos familiares que trascienden el tiempo, la distancia y las generaciones, atrayéndonos de vuelta.
Hay una canción de Fairouz, nuestra querida icono nacional y una de las cantantes árabes más célebres de todos los tiempos, que formó parte de la banda sonora de mi infancia en Nueva Zelanda y Australia durante la guerra civil en Líbano, que asoló al país de 1975 a 1990. Comprendí el poder de las palabras que hacían llorar a mis padres antes de conocer su significado. En “Nassam Alayna al Hawa”, Fairouz le implora a la brisa que la lleve a casa antes de envejecer tanto en un lugar extranjero que su patria ya no pueda reconocerla.
Mi madre no había cambiado desde su último viaje a Líbano en el verano de 2019, pero la madre patria ahora estaba casi irreconocible. Era un lugar devastado. Desolado, deprimido, desesperado, su tan celebrado espíritu indomable herido por un colapso económico tan ruinoso que el Banco Mundial lo calificó como uno de los peores del mundo desde la década de 1850.
El Líbano de los almuerzos dominicales abundantes y tranquilos, y de los embotellamientos de verano, cuando la gente escapaba del calor de Beirut hacia las verdes y frescas montañas o el mar Mediterráneo, se había convertido en un Líbano de desnutrición infantil creciente e inseguridad alimentaria. El combustible, cuando se podía encontrar, era ahora prohibitivamente caro para muchos, lo que dificultaba ir al trabajo o la escuela; ni hablar de las salidas de fin de semana. Un modo de vida se había desvanecido, despojado de la vitalidad que un par de décadas atrás me hizo regresar como periodista a la tierra de mi cultura.
Volví para vivir en un país que conocía en gran parte por los recuerdos color de rosa de mi madre y de mi padre, pero también por mis viajes de la infancia a un Líbano