Todos somos supersticiosos. Un cierto temor a todo lo desconocido ha-ce que no desechemos la posibilidad de alguna dosis de veracidad en todo lo que nos ha sido transmitido por la tradición oral o escrita. Si todos, a nuestro pesar, seguimos siendo un tanto supersticiosos, será porque ni hemos desechado del todo una serie de temores atávicos que acompañan al hombre desde su creación, ni llegado a encontrar una respuesta satisfactoria para muchos de los misterios que todavía nos rodean», afirmaba José Befan hace décadas en su libro Las supersticiones. Y estaba en lo cierto. Así lo atestiguan científicos y folkloristas de renombre como Eric Maple. En su obra Superstition and the Supertitious pone de relieve que, por mucho que vivamos en una época en la que prevalece el pensamiento científico sobre el mágico, este último no se ha erradicado: «Se ha dicho que el hombre es un animal religioso, pero se podría aseverar igualmente que es supersticioso. Las ceremonias menores que sobreviven en la actualidad en la forma de supersticiones son un recordatorio constante del hecho de que la mente humana apenas ha cambiado de la de sus ancestros primitivos».
Otros expertos, como el físico Robert L. Park (fallecido en 2020), profesor emérito de la Universidad de Maryland, era de semejante parecer. En su obra (2008) expresaba que «el cerebro que nos permite escribir sonetos y resolver ecuaciones diferenciales ha cambiado poco en 160.000 años. Desde el nacimiento de la ciencia con Tales de Mileto, hace más de dos milenios y medio, es probable que no haya cambiado en absoluto. La ciencia nos ha transportado a un mundo de viajes supersónicos y