La cobardía, escribía Goethe, sólo amenaza cuando está a salvo. Ser cobarde, aludiendo a la figura del animal que, ante una condición de vulnerabilidad, esconde su zona genital con su cola, es establecer una interposición, construir alguna suerte de barrera que defienda la fragilidad con la que se está ante el mundo. Poco importa, tal vez, de qué esté hecha, siempre y cuando ésta cumpla con su propósito. Pero me parece que la cobardía del animal encierra en su imagen una connotación aún más compleja: la evasión de una penetración violenta o, quizá, el gesto que protege la imposibilidad de reproducirse. En todo caso, la cobardía es un mecanismo útil para la supervivencia.
No es poco lo que hemos referido. Después de todo, es fácil volver los ojos hacia la escena política (sí, la escena) y desentrañar, a través de la percepción pública, a múltiples cobardes que se desempeñan como maestros de la ilusión. Algunos —por no errar y llamarlos ellos—se esconden y se muestran mágicamente a través de los fantasmas de su más ingeniosa invención. Señores del disfraz, tramadores de ficciones, aduladores y llorones, “¡sí, los cobardes son astutos!” —escribió Nietzsche—, aquellos que, en su más profunda ansiedad y delirio, pagan las bondades con daños encubiertos. Así habló Zaratustra.1
Pero la realidad es que esta expresión de lo cobarde no se reduce al político, sino que habita y atraviesa, tensamente, la figura de aquellos que —como ha escrito Tito Garza en su reciente libro (2023)—se desempeñan como abogados. Sin duda, las imágenes que se encierran en el estereotipo de estos operadores sugieren un múltiple juego de adjetivaciones que difícilmente pueden encerrarse en una metáfora.