Corría el año 793 de nuestro Señor cuando los hijos de Odín llegaron al monasterio de Lindisfarne, en Gran Bretaña. «El 8 de junio, la tierra de Northumbria se vio sacudida por terribles portentos que lamentablemente aterrorizaron a sus habitantes. Se sabe que hubo muchos relámpagos y torbellinos, y hasta algunos aseguraron ver fabulosos dragones que volaban por los cielos escupiendo fuego. Estos prodigios fueron seguidos de una gran hambruna. Y en ese mismo año, seis días antes de los idus de enero, las terribles incursiones de los Hombres del Norte destruyeron la bendita iglesia de Dios que se levantaba en la isla de Lindisfarne, robando y matando todo cuanto pudieron encontrar».
GUERREROS DEL NORTE
De esta manera narra la Crónica Anglosajona –colección de anales de la historia de Inglaterra compuestos en torno al siglo IX– una de las tantas «visitas de cortesía» que los vikingos solían hacer a las costas de toda Europa, dando comienzo así a lo que los expertos han denominado como «la época vikinga», que va desde el 793 d. C. hasta el 1100 aproximadamente. Periodo en el cual los piratas escandinavos cobraron fama por saquear y sembrar el pánico en la mayor parte de los puertos del hemisferio norte, así como por explorar las tierras allende los mares que todavía quedaban por descubrir.
La leyenda negra de los vikingos no es en absoluto ni leyenda ni ficción. Allá donde sus drakkar tocaban tierra, la población debía ponerse a salvo de una beligerancia inusitada que no hacía distinción entre hombres, mujeres y niños. Debido tanto a la orografía como al clima extremo de sus países natales, donde los viajes por tierra resultaban prácticamente imposibles, los Hombres del Norte no tuvieron más remedio que hacerse expertos en la navegación, dedicándose, entre otras «nobles tareas», al pillaje. Las incursiones vikingas llegaban con el buen tiempo y, como si les tomaran cariño a los lugares donde habían estado, gustaban de regresar cada cierto tiempo, por lo que no es de extrañar que muchos monarcas de la época prefirieran pagarles fuertes tributos para que no volvieran a acercarse nunca más a sus playas.
Allí donde los vikingos tocaban tierra, la