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Garrote vil
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Libro electrónico358 páginas2 horas

Garrote vil

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El garrote vil, de origen medieval, fue el único método de ejecución civil desde 1832. Hasta 1900 las ejecuciones eran públicas, después hasta 1974 se ejecutaban en el interior de las prisiones. Geniales verdugos, famosos reos, frecuentes delitos, errores judiciales, morbosos ajusticiamientos pregonados por la prensa… "Garrote Vil" refleja gráficamente los hechos, anecdotario, morbo y crueldad de cómo se muere con un collarín en el cuello.
El garrote vil constituyó el único método de ejecución establecido por la jurisdicción civil española desde 1832, aunque también lo empleara en ocasiones la jurisdicción militar. Hasta 1900, las ejecuciones fueron públicas, lo que daba lugar a espectáculos particularmente interesantes y curiosos desde el punto de vista sociológico, que la prensa divulgaba de forma muy explícita y detallada. Desde esa misma fecha y hasta 1974, la pena de garrote se aplicaría en el interior de las prisiones, aunque la prensa siguió narrando religiosamente los detalles más morbosos de cada ajusticiamiento. La figura del verdugo, el celo que mostraba (o dejaba de mostrar) a la hora de llevar a cabo su tarea; los últimos momentos de los reos; las opiniones de los ciudadanos sobre cada ejecución; el tipo de delitos que con más frecuencia llevaban al cadalso. Todo ello es analizado en este texto, a partir de una serie de ejemplos escogidos por su relevancia o curiosidad.
IdiomaEspañol
EditorialNowtilus
Fecha de lanzamiento6 oct 2014
ISBN9788499675985
Garrote vil

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    Garrote vil - Eladio Romero

    Capítulo 1

    Sobre el garrote vil

    UNA FORMA MUY ESPAÑOLA DE EJECUTAR

    El garrote vil ha sido en la España contemporánea el método tradicional de ajusticiamiento de los condenados a muerte, si exceptuamos el fusilamiento, aplicado esencialmente a los sentenciados por la jurisdicción militar, aunque, como veremos a lo largo de estas páginas, incluso algunos de estos reos también sufrieron pena de garrote al tener potestad dicha jurisdicción para decidir sobre ello. Dando por supuesto que desconocemos cuándo comenzó a emplearse en nuestro país, sí podemos decir que los dos últimos ejecutados mediante este método fueron el anarquista catalán Salvador Puig Antich y el alemán oriental Georg Michael Welzel. Ambos murieron la mañana del 2 de marzo de 1974 con una diferencia de escasos minutos, tras ser sentenciados meses atrás precisamente en sendos consejos de guerra. Más de año y medio después, el 27 de septiembre de 1975, eran fusilados los cinco últimos condenados a muerte de la historia de España que no habían logrado el indulto. Nuevamente fueron tribunales militares los que sentenciaron a la última pena a once terroristas de ETA y FRAP, seis de los cuales lograrían su conmutación por penas de reclusión mayor en grado máximo. Por fin, la pena de muerte, que ya había sido suspendida durante la Segunda República (aunque sólo entre 1932 y 1934) para ser restaurada en el Código Penal común por la ley del 5 de julio de 1938, quedó definitivamente suprimida por la Constitución de 1978 (salvo algún matiz conservado en el Código de Justicia Militar para momentos de guerra, anulado en 1995 por una ley orgánica).

    La etimología de la palabra «garrote» no está del todo resuelta. Comúnmente se suele decir que procede del francés garrot (‘palo grande’), aunque otros hablan de un origen germánico. En el siglo XII, apretar con cuerdas se decía, en el centro de Europa, garoquier o waroquier, de donde procede el sustantivo waroc, que podría ser la fuente de nuestro vocablo «garrote». Guerotier es una palabra algo más tardía que en la misma zona significaba ‘agarrotar’, en el sentido de «estrangular». «Garrote», pues, originalmente sería el trozo de madera o la rama con cuyo concurso se apretaban las cuerdas del torniquete.

    El garrote, nacido en el mundo romano o acaso antes, fue empleado en muchos países, incluida China (los misioneros jesuitas ya tuvieron constancia de ello al menos desde el siglo XVIII; de hecho, la segunda esposa de Mao Zedong, Yang Kaihui, fue ejecutada mediante garrote por las autoridades del Kuomintang el 14 de noviembre de 1930 en Changsha), aunque al final donde más acabó arraigando fue en España y sus colonias (en Bolivia, por ejemplo, se mantuvo hasta la abolición de la pena de muerte en la Constitución de 1967; lo mismo en Puerto Rico, hasta su última ejecución acaecida en 1926, Cuba o Filipinas). También en nuestra vecina Andorra, aunque a su último condenado a muerte, ejecutado el 18 de octubre de 1943, se acabara fusilándolo por falta de verdugo. Se trataba de un individuo llamado Pedro Areny, sentenciado por fratricidio. En Austria o Italia también llegó a emplearse en el pasado.

    Hablando de Italia, en la localidad de Senigallia (región de las Marcas) morirían ejecutados, la noche del 31 de diciembre de 1502 y mediante garrote, dos mercenarios enemigos de César Borgia llamados Oliverotto da Fermo y Vitelozzo Vitelli. El verdugo no fue otro que el valenciano Miguel Corella, fiel servidor de los Borgia.

    1

    Ejecución llevada a cabo en Manila en 1899, cuando Filipinas ya no pertenecía a España. Probablemente se trate de una falsa escenificación.

    Centrándonos en el territorio español, ya en el siglo XIII, el rey Alfonso X relataba en su Crónica de los reyes de Castilla una ejecución por «ahogamiento» aplicada a su hermano el infante Fadrique, aunque desconozcamos el motivo (se ha especulado sobre una posible conspiración o incluso prácticas homosexuales con su yerno Simón Ruiz de los Cameros, que acabó quemado).

    2

    Auto de fe presidido por Santo Domingo de Guzmán, tabla de Pedro de Berruguete (h. 1495). Museo del Prado, Madrid. Uno de los condenados aparece ya estrangulado sobre el cadalso.

    La Inquisición española y los tribunales civiles ya lo usaban con asiduidad en el siglo XVI, parece que al principio como elemento de tortura, o bien para ejecutar antes de que el condenado fuera quemado. De hecho, en la Europa de finales del siglo XVIII se hablaba del «garrote español». En la tabla de Pedro Berruguete, datada en torno a 1495 y titulada Auto de fe presidido por santo Domingo de Guzmán, uno de los dos condenados a la hoguera aparece ya agarrotado, cuando el garrote constituía un simple torniquete de cuerda aplicado al cuello. Los historiadores suponen que hacia el 1600 funcionaban ya garrotes metálicos, que dejaban atrás las simples cuerdas combinadas con un palo.

    En aquellos tiempos siempre se consideró el garrote como una forma más humana de ejecución, frente a la lista de crueles maneras de matar que comenzaba con la hoguera y podía concluir con el descuartizamiento. Los artilugios solían fabricarlos herreros o cerrajeros, que podían dejar incluso su firma en los hierros. Así, el fabricado por «Joseph Tejada, año de 1777», por encargo de la Audiencia de Granada, incluía esa fruta grabada en el metal. Con él fue estrangulada en 1831 Mariana Pineda, y aún se mantuvo en uso por lo menos hasta 1892.

    MÉTODOS Y VERDUGOS

    En estas épocas, el método del garrote era muy sencillo: una cuerda o correa atada a un palo, o una argolla de hierro que permitía al verdugo estrangular mediante un torniquete a su víctima, la cual podía estar sentada o de pie, aunque siempre atada directamente al poste o a una suerte de silla adosada a ese mismo poste. Cuando en el siglo xix se generalizó su uso sustituyendo la horca, la otra forma de matar más utilizada, ya se usaba el collar de hierro asido a un tornillo. Gracias a la fuerza del verdugo, el reo moría entonces de forma teóricamente instantánea por rotura de cuello o fractura de la columna cervical, lo que esencialmente constituía una dislocación de la apófisis de la vértebra axis. Una fractura que provocaba el inmediato coma cerebral, y consecuentemente el rápido fallecimiento.

    Al collar metálico se le añadiría con el tiempo una pieza posterior de hierro que, al incrustarse por atrás en el cuello del condenado, remataba la rotura de vértebras y del bulbo raquídeo y hacía, siempre de forma teórica, todavía más rápida la muerte (aunque, al parecer, sucedía todo lo contrario). Es lo que algunos llamaron «el garrote catalán», por comenzar a emplearse sobre todo en ese territorio por obra del verdugo de la Audiencia de Barcelona Nicomedes Méndez López (1842-1912), aunque según otros fue una supuesta mejora introducida por Gregorio Mayoral Sendino, el verdugo de la Audiencia de Burgos entre 1892 y 1928, que mantenía una manifiesta rivalidad con Méndez en lo que a su oficio se refería. De hecho, cada ejecutor de la justicia, encargado de custodiar los hierros en un enorme maletín dividido en compartimentos (acompañados de trapos empapados en aceite o grasa, o incluso, en los últimos tiempos, de una llave inglesa destinada a ajustar las piezas), procuraba innovar o introducir alguna variante en sus instrumentos, ya que siempre quedó manifiesto que la muerte casi nunca era instantánea, y generalmente solía llegar por estrangulación más que por otra causa, tras una agonía más o menos larga, que podía durar hasta los veinte minutos. Además, en muchas ocasiones, los verdugos de las diversas audiencias que durante el siglo XX tenían que desplazarse a distintas prisiones, solían llevar sus propios hierros porque no se fiaban de los que pudieran encontrar allí, en ocasiones viejos, oxidados o inservibles. En este sentido, los citados Nicomedes Méndez y Gregorio Mayoral acabaron convirtiéndose en unos diestros ejecutores de la justicia, genios de su profesión y acaso verdaderos innovadores sobre los que se afirmaba que apenas hacían sufrir a sus víctimas.

    Los historiadores suelen afirmar que el verdugo decimonónico con más sentencias cumplidas fue el zaragozano José González Irigoyen, hijo, primo y hermano de verdugos, a quien se le atribuyen casi doscientas muertes. Su última actuación se produciría nada menos que con ochenta años (y cincuenta y seis de servicio) en la plaza de Zaragoza, cuando el 20 de enero de 1893 acabó con la vida, de forma bastante chapucera y cruel, del soldado Juan Chinchurreta. Ante el desagradable espectáculo que provocó, se le tuvo que expedientar y retirar del oficio sin ningún tipo de contemplación.

    Se sabe también que alguno de estos verdugos también murió en venganza por su oficio, como ocurrió con Rogelio Pérez Vicario, burgalés, ejecutor de la Audiencia de Barcelona, tenido por poco profesional y acribillado a balazos por unos anarquistas. Murió en la capital catalana el 28 de mayo de 1924.

    El caso de Florencio Fuentes Estébanez, humilde campesino palentino, también resulta significativo. Verdugo de la Audiencia de Valladolid, su última ejecución fue la de un joven zapatero de Sodupe (Vizcaya) llamado Juan José Trespalacios, al que dio garrote en la cárcel de Vitoria en junio de 1953 cuando este había protagonizado una espectacular conversión religiosa y que se verá en la segunda parte de esta obra. Posteriormente se negó a ejecutar a otro condenado, por lo que fue procesado. Acabó suicidándose en 1970 colgándose de un árbol.

    El Boletín Oficial del Estado del 7 de octubre de 1948 recogía la convocatoria para cubrir cinco plazas de ejecutores de sentencias. Entre la llamada promoción del 48 se encontraba Vicente López Copete, antiguo trilero, estraperlista, maletilla, legionario y falangista en Marruecos, nacido en Badajoz en 1914. Llegó a ser el verdugo de la Audiencia de Barcelona, con catorce ejecuciones a cuestas, aunque fue expulsado en 1973 mientras cumplía una condena de cárcel por estupro. «Yo las cosas de este oficio no las había visto nunca…, pero una vez que se hace…, es decir, la primera y la segunda vez, es un trago, pero luego ya no. A todo se acostumbra uno». En cierta ocasión fue detenido al ser confundido con un maqui. El juez le dijo que lo iba a encarcelar para evitar que siguiera matando. Copete le espetó: «Con todos mis respetos, señor juez, yo sólo mato a los que me manda su señoría […]. Esto del garrote es por asfixia y estrangulación, todo junto. A mí me pueden venir sueltos o esposados, con la cara cubierta o descubierta…, me da igual. La cosa es rápida haciéndolo bien […]. Se sientan, les pongo el asunto y ya no se mueven». En 1954 agarrotó a Enrique Sánchez, apodado el Mula, que había asesinado a un policía y a un taxista. En ese momento, el reo le dijo: «Tú con ese aparato matando y yo con mi pistola, nos hubiéramos quedado solos en España». La última ejecución realizada por Copete fue en 1966; luego vendría una época de indultos que al parecer no gustó al verdugo: «Lo que pasa es que, como el caudillo es tan benévolo y tan noble, ¿eh?, pues mira, no quiere ejecutar a nadie en España, pero hay que ejecutarlos». Entre sus compañeros, Copete tenía fama de ser el más frío, el más entero, no en vano su frase preferida era: «El que la haga, que la pague». En 1974, el destino le tenía preparado ser el último verdugo español, al corresponderle ejecutar al anarquista catalán Salvador Puig Antich, pero su encontronazo con la justicia se lo impidió. Cuando salió de la cárcel de Sevilla, entró a trabajar en la fábrica de caramelos Damel de Elche. El historiador Juan Eslava Galán recoge todas estas frases en su libro Verdugos y torturadores.

    3

    Garrote clásico empleado en el siglo XIX. Se conserva en el museo de tortura de Freiburg im Breisgau, Alemania.

    Pedro Oliver, en su estudio titulado La pena de muerte en España, resume de forma muy gráfica la esencia de este método de ejecución:

    Al margen de detalles más o menos escabrosos […], el garrote fue desde siempre entendido en España como un sencillo instrumento de ejecución, muy fácil de fabricar y sobre todo muy cómodo para ser transportado y guardado por los propios ejecutores de la justicia, para dejarlo cómodamente apartado en las audiencias o visiblemente expuesto en las prisiones, en un lugar que se reservaba en exclusiva para él mientras proyectaba hacia los presos su impactante presencia (sin ir más lejos, en la madrileña cárcel de Carabanchel durante la dictadura franquista).

    También aclara su funcionamiento durante los siglos XIX y XX de forma muy expresiva:

    Sentados y con el tronco y la cabeza adosados a un palo, cualquier agarrotado moría por asfixia y estrangulamiento (e incluso por aplastamiento de la zona cervical). Se lo provocaba el verdugo cuando accionaba un tornillo o manivela dándole vueltas para que el collar de hierro de una forma u otra apretara mortalmente el pescuezo del reo, o bien presionando desde delante del cuello y hacia el palo (como siempre se hizo en los garrotes antiguos), o bien juntando fuertemente dos placas de hierro convexas (un sistema más moderno).

    UNA TORTURA NOBLE

    El adjetivo de «vil» se relaciona con el estamento social al que, en un principio, estaba destinado el garrote. El 23 de febrero de 1734, mediante una real pragmática firmada en el palacio de El Pardo, Felipe V aprobó el garrote como pena de ejecución de nobles en sustitución del cuchillo (para la decapitación o el degüello). La horca, considerada infamante, quedaba reservada a los plebeyos. Estaba claro que morir sentado resultaba más digno que hacerlo suspendido en el aire.

    En esta época ilustrada, y siguiendo la tradición anterior, se mantuvo la costumbre de trocear al ejecutado una vez muerto. Veamos algunos ejemplos de lo acontecido en la ciudad de Pamplona. Así, a un habitante de Elizondo agarrotado en 1744 por matar a dos vecinos, se le dio muerte y se le cortó la mano derecha. Lo mismo le sucedió a Juan Irigoien en 1772, aunque en 1750, a Fermín Iriarte llegaron a hacerle cuartos, se le cortó la cabeza y se expusieron sus miembros por diversos lugares de la ciudad.

    Cuando Fernando VII estableció el garrote ya de forma definitiva de ejecución (exceptuando, como ya sabemos, en la jurisdicción militar), lo hizo mediante una real cédula firmada el 24 de abril de 1832 (curiosamente para celebrar el cumpleaños de su esposa María Cristina de Borbón). En dicho decreto se decía:

    Deseando conciliar el último e inevitable rigor de la justicia con la humanidad y la decencia en la ejecución de la pena capital, y que el suplicio en que los reos expían sus delitos no les irrogue infamia cuando por ellos no la mereciesen, he querido señalar con este beneficio la gran memoria del feliz cumpleaños de la Reina mi muy amada esposa, y vengo a abolir para siempre en todos mis dominios la pena de muerte por horca; mandando que en adelante se ejecute en garrote ordinario la que se imponga a personas de estado llano; en garrote vil la que castigue delitos infamantes sin distinción de clase; y que subsista, según las leyes vigentes, el garrote noble para los que correspondan a la de hijosdalgo.

    La forma de morir era la misma, y lo único que cambiaba era el uso de la palabra «vil», que implicaba una forma más degradante de trasladar al preso hasta el cadalso (en burro o arrastrado en un serón). El periodista Mariano José de Larra, en su artículo publicado en la Revista Española de 30 de mayo de 1835 y titulado «Un reo de muerte», aparte de criticar ya en esos años la pena capital y todo el ritual que se establecía en torno a las ejecuciones públicas, se burlaba del mismo concepto de «garrote vil»: «¿Qué quiere decir un reo noble? ¿Qué quiere decir garrote vil? Quiere decir indudablemente que no hay idea positiva ni sublime que el hombre no impregne de ridiculeces».

    4

    Grabado de Francisco de Goya titulado Muchos an acabado asi (1810-1811). Museo del Prado, Madrid. Representa una ejecución clásica a garrote.

    En 1836, el inglés George Borrow asistió a la ejecución de dos reos en Madrid, dejando manifiesta su perplejidad sobre lo que allí vio en su libro La Biblia en España:

    Fuimos a ver la ejecución, que no se me olvidará en mucho tiempo. Los reos eran dos jóvenes, dos hermanos, culpables de haber escalado de noche la casa de un anciano y asesinarle cruelmente para robarle. En España estrangulan a los reos de muerte contra un poste de madera en lugar de colgarlos, como en Inglaterra, o de guillotinarlos, como en Francia. Para ello, los sientan en una especie de banco, con un palo detrás, al que se fija un collar de hierro, provisto de un tornillo; con el collar se le abarca el cuello al reo, y a una señal dada, se aprieta con el tornillo hasta que el paciente expira. Mucho tiempo llevábamos ya esperando entre la multitud, cuando apareció el primer reo, montado en un asno, sin silla ni estribos, de modo que las piernas casi le arrastraban por el suelo. Vestía una túnica de color amarillo azufre, con un gorro encarnado, alto y puntiagudo, en la rapada cabeza. Sostenía entre las manos un pergamino, en el que había escrito algo, supongo que la confesión de su delito. Dos curas llevaban al borrico por el ramal; otros dos caminaban a cada lado, cantando letanías, en las que percibí palabras de paz y tranquilidad celestiales; el delincuente se había reconciliado con la Iglesia, confesado sus culpas y recibido la absolución, con promesa de ser admitido en el cielo. Sin mostrar el más leve temor, el reo se apeó y subió sin ayuda al cadalso, donde le sentaron en el banquillo y le echaron al cuello el corbatín fatal. Uno de los curas comenzó entonces a decir el credo en voz alta, y el reo repetía las palabras. De pronto, el ejecutor, colocado detrás de él, dio vueltas al tornillo, con prodigiosa fuerza, y casi instantáneamente aquel desdichado murió. Al tiempo que el tornillo giraba, el cura comenzó a gritar: «Pax et misericordia et tranquillitas», y gritando continuó, en voz cada vez más recia, hasta hacer retemblar los altos muros de Madrid. Luego se inclinó, puso la boca junto al oído del reo, y de nuevo clamó, como si quisiera perseguir a su alma en su marcha hacia la eternidad y consolarla en el camino. El efecto era tremendo. Yo mismo me excité tanto, que involuntariamente exclamé: «¡Misericordia!», y lo mismo hicieron otros muchos. Nadie pensaba allí en Dios ni en Cristo; todos los pensamientos se concentraban en el cura, que en tal momento parecía el más importante de todos los seres vivos, con poder suficiente para abrir y cerrar las puertas del cielo o del infierno, según lo tuviese a bien; pasmoso ejemplo del sistema papista imperante, cuyo principal designio fue siempre mantener el ánimo del pueblo todo lo apartado de Dios que podía, y en concentrar en el clero sus esperanzas y temores. La ejecución del segundo reo fue enteramente igual; subió al patíbulo a los pocos minutos de haber expirado su hermano.

    Al final, la denominación de «garrote vil» desapareció en el Código Penal de 1848, aunque se siguiera mencionando así por el común de las gentes.

    Sin embargo, algunas pervivencias del Antiguo Régimen, como el desmembramiento del cuerpo del reo, aún se mantuvieron tras la muerte de Fernando VII y los comienzos del régimen liberal. Así tenemos el caso de Miguel Pallejá, agarrotado el 24 de mayo de 1834 por bandolerismo. Tras su muerte, se le cortó la cabeza y la mano derecha, miembros enviados a Reus para ser expuestos en la entrada de la ciudad. Poco a poco, está práctica de exposición de miembros y cuerpos iría también desapareciendo.

    A lo dicho anteriormente añadamos que la primera implantación del garrote como forma de ajusticiamiento única en la jurisdicción ordinaria se la debemos a José Bonaparte, que la estableció por decreto el 19 de octubre de 1809. En el mismo decreto también se fijaba la estancia del reo en capilla en veinticuatro horas, y se establecía que si tuviera algún carácter o distinción eclesiástica, civil o militar, se consideraría degradado por la simple declaración de la sentencia. Una disposición que las Cortes de Cádiz también aprobaron en decreto de 24 de enero de 1812. Con el regreso de Fernando VII al trono, se derogaron estas normativas y se volvió a la horca para plebeyos y garrote para nobles. El Código Penal de los liberales, fechado en 1822 y primero en la historia de España, volvía a la exclusividad del garrote, aunque su duración fue exigua por la vuelta del absolutismo monárquico al año siguiente. Por fin, llegamos al real decreto de 1832, ya aludido, y la regularización del garrote como definitiva pena única en caso de condena a muerte en la jurisdicción ordinaria.

    EN EL SIGLO XIX, UN NUEVO RITUAL DE EJECUCIÓN

    Los Códigos Penales de 1848 y 1850 establecieron el ritual de ejecución, que se mantuvo prácticamente igual hasta comienzos del siglo xx. Así, en el último de los códigos mencionados se recogía lo siguiente:

    Art. 89: «La pena de muerte se ejecutará en garrote sobre un tablado. La ejecución se verificará de día y con publicidad en el lugar generalmente destinado para este efecto, o en el que el tribunal determine cuando haya causas especiales para ello. Esta pena no se ejecutará en días de fiesta religiosa o nacional».

    Art. 90: «El sentenciado a la pena de muerte será conducido al patíbulo con ropa negra, en caballería o carro. El pregonero publicará en alta voz la sentencia en los parajes del tránsito que el juez señale».

    Art. 91: «El regicida y el parricida serán conducidos al patíbulo con ropa amarilla y un birrete del mismo color; una y otro con manchas encarnadas».

    Art. 92: «El cadáver del ejecutado quedará expuesto en el patíbulo hasta una hora antes de oscurecer, en la que será sepultado, entregándolo a sus parientes o amigos para este efecto, si lo solicitaren. El entierro no podrá hacerse con pompa».

    Art. 93: «No se ejecutará la pena de muerte en la mujer que se halle encinta, ni se le notificará la sentencia en que se le imponga, hasta que hayan pasado cuarenta días después del alumbramiento».

    Los artículos 89 y 93 se mantendrán vigentes incluso durante la época franquista.

    La pena de muerte se aplicó en la España contemporánea con cierta profusión, debido

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