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Pasión en palacio
Pasión en palacio
Pasión en palacio
Libro electrónico194 páginas3 horas

Pasión en palacio

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Información de este libro electrónico

Esa plebeya le estaba vedada…

Cuando a Eve le ofrecieron ser la responsable de las caballerizas del reino de Chantaine, le pareció una oportunidad que no podía desperdiciar. Eran unos caballos impresionantes, como el entorno, aunque había un inconveniente: el príncipe Stefan, quien sería su apuesto, pero desquiciante jefe.
Stefan estaba decidido a ser un gobernante de verdad, no como los playboys que lo habían precedido. Sin embargo, la increíble texana que acababa de contratar conseguía que pensara todo el rato en otra cosa. Nunca había conocido a una mujer que le pusiera tanto a prueba… o que fuera tan irresistible.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 feb 2012
ISBN9788490104972
Pasión en palacio
Autor

Leanne Banks

Leanne Banks is a New York Times bestselling author with over sixty books to her credit. A book lover and romance fan from even before she learned to read, Leanne has always treasured the way that books allow us to go to new places and experience the lives of wonderful characters. Always ready for a trip to the beach, Leanne lives in Virginia with her family and her Pomeranian muse.

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    Pasión en palacio - Leanne Banks

    Capítulo 1

    AL segundo día de instrucciones, Eve no salía de su asombro.

    —Espere a que Su Alteza Real le hable primero. Espere a que Su Alteza Real le tienda la mano primero. Si está usando guantes cuando vaya a saludar a Su Alteza Real, tiene que quitárselos primero. Las mujeres no tienen que llevar sombrero antes de las seis y media de la tarde —el anciano consejero siguió en tono cansino—. Levántese cuando alguien de la familia real entre en la habitación. Nunca le dé la espalda a alguien de la familia real…

    —Jonathan, dale un respiro a la pobre chica —comentó una joven desde detrás de Eve.

    Eve giró la cabeza y vio a la princesa Bridget, a quien ya había conocido en su visita anterior a Chantaine. Recordaba el desasosiego que sintió cuando conoció a la princesa Bridget, una joven casi de su edad. Eve se levantó inmediatamente y fue a hacer una torpe reverencia. La princesa lo desdeñó con una mano y ladeó la cabeza en la que lucía una melena castaña y ondulada.

    —No lo hagas, por favor. ¿Me acompañarías a almorzar? Necesito un descanso de tanta realeza. Podemos comentar algunos programas de televisión americanos.

    —Alteza —dijo Eve para intentar seguir las reglas que acababan de dictarle.

    —Basta, basta —Bridget tomó a Eve de la mano y se alejó con ella—. Si se te ocurre llamarme «señora», gritaré. Por favor, llámame Bridget. Cuento con que te olvides de todo lo que has aprendido hoy para que podamos ser amigas. Gracias a Dios, tenemos a una americana entre nosotros. Eres exactamente lo que necesitamos.

    Eve sintió una mezcla de alivio por librarse de la interminable sesión de instrucción y de inquietud por lo que la princesa Bridget tenía pensado para ella.

    —La verdad es que no veo mucho la televisión.

    —Bueno, estoy segura de que se nos ocurrirá algo. Desde que Tina se quedó embarazada y se marchó de Chantaine, yo tengo que estar en casi todos los actos públicos —Bridget se detuvo y la miró a los ojos—. Tina nació y se crió para hacer ese trabajo. A mí, me desquicia.

    —En concreto, ¿qué te desquicia de tu trabajo? —preguntó Eve.

    —No lo había pensado —Bridget parpadeó y frunció el ceño—. Estaba muy enojada por haber tenido que venir a hacer todo esto cuando estaba pasándomelo muy bien en Italia.

    —Yo no soportaba mi trabajo anterior —Eve asintió con la cabeza—, pero lo pagaban muy bien. Después de trabajar en aquello, me di cuenta de que poder hacer todos los días algo que me apasiona es un privilegio, si no un lujo.

    —Qué profundo. Yo que esperaba que fueses una rebelde…

    —Soy una rebelde —confirmó Eve entre risas—. Solo intento ver la parte positiva.

    —Mmm… Es posible que pueda aprender de ti. Creo que deberíamos almorzar con champán para celebrar tu llegada. Si Stefan se entera, se quedará lívido. Me encanta hacer que se quede lívido.

    —Yo me ahorraré el champán. No quiero empezar mi segundo día de trabajo haciendo que mi jefe se quede lívido.

    —Tienes cierta razón —Bridget suspiró—. No estaría bien que te despidieran por mi culpa nada más empezar. ¿Vino blanco?

    —Y agua, por favor.

    Eve decidió que le convenía mantenerse sobria con los Devereaux. Bridget la llevó a una pequeña mesa en una terraza acristalada que daba a los jardines. Unos jardines llenos de flores que estaban rodeados por zonas de vegetación exuberante y árboles y que acababan en acantilados rocosos y playas de arena. El mar era de un azul cristalino.

    —Es una vista preciosa —afirmó Eve sacudiendo la cabeza—. Impresionante.

    —Lo es —confirmó Bridget mirando por el ventanal—, pero también puede ser un poco agobiante estar rodeada de tanta agua. No es fácil salir —una sirviente se acercó con una jarra de agua y llenó las dos copas—. Gracias, Claire. ¿Te importaría traernos también una botella de chardonnay? ¿Te parece bien pollo asado con limón y ensalada? —le preguntó a Eve.

    —Perfecto, gracias.

    —¿Qué te gusta aparte de los caballos, claro? —le preguntó Bridget mirándola a los ojos—. ¿Te gusta ir de compras? ¿Te gusta la música o el arte?

    —La música y el arte, sí. No soy muy aficionada a ir de compras. Con mi nuevo puesto aquí, me imagino que estaré bastante ocupada al principio y tendré que oír mi iPod. ¿Y tú? ¿Hay épocas del año más ajetreadas que otras?

    —Estoy siempre ocupada desde que Tina se marchó, pero estoy consiguiendo que mi hermana y mi hermano participen más en los actos públicos. No paro de darle la lata a Stefan para que me conceda unas vacaciones, pero creo que le da miedo que, si me deja salir de la isla, no vuelva.

    —Discúlpame por mi ignorancia, pero ¿hay museos en Chantaine? —preguntó Eve.

    —Dos —contestó Bridget sin disimular su disgusto—. He intentado que Stefan haga más, pero dice que el Parlamento y el pueblo los rechazarían cuando hay tantos ciudadanos que pasan apuros.

    Eve asintió pensativamente con la cabeza, como hacía muchas veces cuando alguien le planteaba un problema.

    —Podría ser ventajoso para todos si pudieseis hacer un museo infantil —comentó Eve dando un sorbo de agua.

    —Es una idea muy buena —Bridget la miró fijamente un instante—. Si todo lo haces igual de bien, no me extraña que Stefan quisiera tanto contratarte. Sin embargo, tienes razón en lo de empezar con mucho trabajo —comentó ella con cierta compasión—. Acabo de acordarme de que dentro de tres semanas hay un desfile y distintos consejeros y dirigentes montarán los caballos reales.

    —¿Tres semanas? —preguntó Eve atragantándose con el agua.

    —Sí. Además, me temo que los caballos están un poco broncos —Bridget se estremeció levemente—. No quiero ni imaginarme que tirara al conde Christo. Es un hombre encantador de ochenta y dos años y un poco chiflado. Siempre lleva una fusta cuando sale en el desfile.

    —¿Una fusta? —preguntó Eve aterrada.

    Bridget la miró con cautela.

    —En realidad, nunca la ha usado.

    —Pero la lleva —insistió Eve que hacía mucho tiempo que sabía que eran inútiles.

    —Es un anciano —susurró Bridget—. Le da la falsa sensación de dominio.

    Eve tomó una bocanada de aire y apretó los puños sobre su regazo. Quería ir a los establos y empezar a trabajar. El resto del protocolo palaciego y la instrucción le parecían inútiles. Miró a Bridget y comprendió que sería imposible abandonar a la princesa. Volvió a apretar los puños y los abrió. Decidió que iría a los establos en cuanto hubiese terminado el almuerzo.

    Unas horas después de zafarse de las sesiones de instrucción de la tarde, Eve trabajaba con uno de los muchos caballos del palacio. Era una yegua alazán y dócil que, como a los otros caballos, no la habían montado suficiente. Contuvo la furia por la falta de ejercicio de los caballos. Al mismo tiempo, sabía que Stefan había estado esperando a que ella ocupara el puesto. El remordimiento se mezcló con la furia. Puso las bridas al alazán y el caballo se sometió a ella, aunque notaba sus ganas de correr. Iba a tener que montar a casi todos los caballos, al menos, uno al día, si no dos. Además, ¿cómo conseguiría que el conde Christo no llevara la fusta?

    Eve devolvió a la yegua a su cajón y fue al otro edificio, donde estaba el semental. Black era un caballo árabe e iba a darle bastante trabajo. Se ocuparía de él a primera hora de la mañana siguiente. Se apoyó en la pared opuesta a su cajón, donde iba de un lado a otro con impaciencia. La buena noticia era que, al menos, no estaba coceando las paredes.

    Notó las pisadas antes de oírlas y sus terminaciones nerviosas se pusieron en alerta. Se dio la vuelta y vio la figura alta y fuerte de Stefan. Irradiaba una energía contenida que le recordó a la del semental. Llevaba unos pantalones de montar negros y una camisa medio desabrochada y la miró fijamente.

    —Yo soy el único que monta a Black.

    Eve no se dejó intimidar. Era su trabajo e iba a ejercerlo.

    —¿Con cuánta frecuencia los montas?

    —Dos o tres veces a la semana. A fondo —contestó él.

    —Necesita un mínimo de cinco veces a la semana.

    Mira lo inquieto que está.

    —Porque es un semental —replicó él—. ¿Estás dudando de mi forma de tratar al caballo?

    —Naturalmente. Por eso me contrataste.

    Él esbozó media sonrisa.

    —Trataremos a Black a mi manera.

    —Durante una semana —replicó ella—. Si sigue inquieto, habrá que montarlo más y lo haré yo.

    —¿Tú? —Stefan se rió—. No podrías dominarlo. Los dos hombres anteriores no pudieron.

    —Ya lo veremos.

    Ella tenía la certeza de que podría dominar a Black, pero no tenía la misma certeza sobre Stefan. Lo miró mientras se acercaba al semental, que pareció calmarse inmediatamente. Stefan lo ensilló y le puso las bridas, lo sacó de la cuadra, se montó y se alejó al galope. Ella sintió en escalofrío al verlos volar a la luz de la luna. Los dos tenían una conexión innegable. Sintió un arrebato de emoción e intentó sofocarlo. Stefan era un hombre poderoso, pero estaba muy ocupado. No podría montar a ese caballo todos los días. Pronto sería su sustituta para que Black liberara parte de su energía. Tardaría menos de una semana y estaría preparada.

    Exactamente una semana después, Stefan vio vacío el cajón de su semental y se asustó. ¿Dónde estaba Black? ¿Lo había soltado alguien? ¿Se había escapado? Entró en el cajón y miró fijamente las paredes. Cayó en la cuenta y el susto dejó paso a la ira. Eve se había llevado a Black. Le había contado sus intenciones, pero como él le había dicho que era el único que montaba a Black, dio por supuesto que lo obedecería. La desesperación se adueñó de él y miró el reloj. Esa vez había salido más tarde del despacho para cabalgar, pero ella no debería haber desobedecido sus órdenes. Fue de un lado al otro del establo y se enfureció más con cada paso. Oyó los cascos en el exterior y abrió la puerta corredera. Atónito, vio que Eve desmontaba y llevaba al semental al cercado para que se relajara. Black iba a su lado dócil como un corderillo. Oyó que le hablaba en voz baja y algo seductora, como si estuviese charlando con él.

    Entonces, Black levantó la cabeza. Debió de haberlo olido. Dejó escapar un leve relincho, se soltó de ella y se acercó trotando hasta él. Stefan se sintió muy satisfecho de que la hubiese abandonado tan fácilmente.

    —Bueno… —Stefan acarició el cuello del caballo—. Yo también te he echado de menos.

    Eve, con mechones que se le escapaban de la larga trenza que le colgaba por la espalda, también se acercó a Stefan y Black. Se quedó en jarras y con un gesto serio.

    —Te dije que no lo montaras —le recriminó él aunque en un tono suave.

    —Y yo te dije que hay que montarlo más a menudo. Si no lo haces, lo haré yo. Esta semana solo lo has montado dos veces. Estaba tan inquieto que es increíble que no haya tirado las paredes del establo a coces.

    —Me parece que no lo entiendes. Lo que digo también se aplica a Black.

    —Sin embargo, esperas que me ocupe de su salud, alimentación, bienestar… —replicó ella sin dejar de mirarlo a los ojos.

    —Sí —contestó él con alivio porque esa mujer tan impertinente estaba empezando a entender.

    —Muy bien, lo dejo —dijo ella antes de darse la vuelta para marcharse.

    Stefan la miró fijamente y sin salir de su asombro.

    —Maldita sea —farfulló él—. No puedes dejarlo.

    Ella se paró y lo miró por encima del hombro.

    —Claro que puedo. Convinimos que me dejarías al mando de las cuadras. Eso incluye a Black. Si vas a entrometerte en mi trabajo…

    —Entrometerme… —repitió él casi mudo por su falta de respeto—. Soy tu empleador y puedo no estar de acuerdo con tu forma de hacer tu trabajo. Sobre todo, en lo relativo a Black…

    —No si no lo haces por el bien del caballo —le interrumpió ella.

    Él no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. Aparte de su familia, muy pocas personas lo interrumpían.

    —En lo que se refiere a Black —siguió ella—, no eres racional. Tu empeño en ser el único que lo monta es absurdo. Estás muy ocupado, eres el soberano de un país y tienes responsabilidades más importantes que cerciorarte de que tu caballo favorito hace suficiente ejercicio.

    —No te necesito para que me recuerdes lo que tengo que hacer. Sacaré tiempo para montar a Black. Tanto por mí como por él —añadió Stefan desvelando más de lo que habría querido.

    —Entonces —ella lo miró fijamente un buen rato—, ¿se trata de tu vanidad o de que cabalgar a medianoche te libera de la locura de tu puesto? —preguntó ella con delicadeza.

    Él se sintió como si le hubiera clavado un puñal. ¿Qué derecho tenía a juzgarlo? Cuando cabalgaba con Black, eran los únicos momentos en los que se sentía libre de verdad.

    —No quiero fastidiarte ni relegarte ni negarte el placer de montarlo, pero Black es un caballo excepcional, inteligente, poderoso y veloz —siguió ella mirando al animal—. Sin embargo, está rebosante de energía y si no hace más ejercicio, se sentirá

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