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El Eco
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Libro electrónico221 páginas3 horas

El Eco

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Información de este libro electrónico

«Henry James nunca deja que se le escape una frase. Sus frases no son nunca aburridas, ni nunca demasiado brillantes.» Willa Cather

«Bueno, intento darle a la gente lo que quiere. Es un trabajo duro.» «Lo que quiere la gente es justo lo que no se cuenta, y yo voy a contarlo.» Así define George Flack –representante de la prensa, «la gran institución de nuestro tiempo»– su profesión, y el papel que está determinado a desempeñar en ella. Frente a este elocuente cazador de lo que hoy llamaríamos noticias del corazón, se alza un cuadro internacional típicamente jamesiano: un rico viudo norteamericano alojado en un hotel de París con sus dos hijas, una de ellas prometida a un joven de una familia también norteamericana, pero ya tan afrancesada que «el sentido de la familia no era entre ellos una tiranía sino una religión». Disparidades de cultura y de modales, de sinceridad y de aspiraciones, tendrán que ser delicadamente vencidas para consolidar el compromiso entre los dos jóvenes... antes de que el voraz periodismo se inmiscuya dispuesto a airear «todo lo que es privado y espantoso». En El Eco (1888) Henry James anticipa el tráfico de intimidades que será característico de nuestra época con una novela sagaz y formalmente ligera que él mismo definió como un jeu d’esprit, pero donde el aire de comedia incuba disyuntivas espinosas y decisiones formidables.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 jul 2016
ISBN9788490651575
El Eco
Autor

Henry James

Tras dos estancias en Europa, Henry James (Nueva York, 1843 –Sussex, Inglaterra, 1916) publicó en 1875, su primera novela, Roderick Hudston. Más tarde, vivió durante dos años en París, donse conoció a alagunos de los grandes maestros europeos de la época (Turgenev, Flaubert y Zola), que influyeron decisivamente en su estilo. En 1876, tras escribir El americano, se estableció en Inglaterra, donde publicó sus obras más conocidas: Daisy Miller (1879), Washington Square (1880), El sitio de Londres (1883), Los papeles de Aspern (1888), Lo que Maisie sabía (1897) y Otra vuelta de tuerca (1898), en las que demostró su habilidad para mostrar la lucha entre deseo y convención, y aportó una visión crítica de la moral americana. Para muchos Henry James es el precursor de la novela psicológica moderna y la principal influencia de autores tan importantes como James Joyce o Virginia Woolf

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    El Eco - Henry James

    NOTA AL TEXTO

    El Eco se publicó en Macmillan’s Magazine de febrero a julio de 1888. Antes de que apareciera la serie completa, Macmillan’s publicó en mayo una edición en dos volúmenes, ligeramente revisada. Sobre este texto se basa nuestra traducción.

    I

    –Supongo que mi hija estará aquí –dijo el anciano, indicando el camino que llevaba al pequeño salon de lecture. No es que fuese de edad harto avanzada, pero así lo consideraba George Flack y, ciertamente, parecía más viejo de lo que era. George Flack lo había encontrado sentado en el patio del hotel (se sentaba a menudo en el patio del hotel), y, tras acercarse a él con su característica llaneza, le había preguntado por la señorita Francina. El pobre señor Dosson se había aprestado con suma docilidad a atender al joven: levantándose como si fuera la cosa más normal del mundo, se había abierto camino a través del patio para anunciar al personaje en cuestión que tenía visita. Ofrecía un aspecto sumiso, casi servil, mientras en su búsqueda precedía al visitante estirando la cabeza; pero no era propio del señor Flack advertir este tipo de cosas. Aceptaba los buenos oficios del anciano como habría aceptado los de un camarero, sin el menor murmullo de protesta, con el fin de dar a entender que había venido a verle también a él. Un observador de estas dos personas se habría convencido de que la medida en que al señor Dosson se le antojaba natural que alguien quisiera ver a su hija sólo era igualada por la medida en que al joven se le antojaba natural que su padre tuviese que ir a buscarla. A la entrada del salon de lecture había un cortinaje superfluo que el señor Dosson retiró mientras George Flack entraba tras él.

    La sala de lectura del Hôtel de l’Univers et de Cheltenham no tenía grandes dimensiones, y al señor Dosson le había parecido desde el primer momento que consistía sobre todo en un suelo sin alfombrar y muy bruñido en el que era fácil que resbalase un americano relajado y de cierta edad. Estaba además compuesta, según la percibía él, de una mesa con un gran tapete de terciopelo verde, de una chimenea con un montón de orlas y nada de fuego, de una ventana con un montón de cortinas y nada de luz, y del Figaro, que era incapaz de leer, y el New York Herald, que ya había leído. Justo ahora había una sola persona en posesión de todas estas comodidades: una joven que, sentada de espaldas a la ventana, miraba hacia la convencional habitación. Iba vestida como para salir a la calle; sus manos vacías descansaban sobre los brazos de la silla (se había quitado los largos guantes, que yacían en su regazo), y parecía dedicada en cuerpo y alma a no hacer nada. Su rostro estaba tan a la sombra que apenas se podía distinguir; con todo, nada más verla el joven exclamó:

    –¡Vaya, pero si no es la señorita Francie…! ¡Es la señorita Delia!

    –Bueno, supongo que eso podemos arreglarlo –dijo el señor Dosson, entrando con paso deambulante en la sala y arrastrando los pies por el suelo, sin alzarlos. Hiciera lo que hiciese, siempre parecía que deambulaba: tenía cierto aspecto pasajero, cierto aspecto de no llegar, cansina y sin embargo pacientemente, incluso cuando se sentaba (pues era capaz de pasarse horas enteras sentado) en el patio de la posada. Dirigiendo una mirada a los dos periódicos que estaban en el desierto de terciopelo verde, se acercó al ojo un monóculo imposible e indiferente.

    –Delia, querida, ¿dónde está tu hermana?

    Delia no hizo el menor movimiento, y, por lo que cupo observar, tampoco la menor expresión cruzó su rostro grande y joven. Solamente exclamó:

    –Vaya, señor Flack, ¿de dónde sale usted?

    –Bueno, éste es un buen sitio para encontrarse –observó su padre, como si quisiera suavemente, a modo de mera sugerencia de pasada, dejar de lado las explicaciones.

    –Cualquier sitio es bueno cuando uno se encuentra con viejos amigos –dijo George Flack, mirando también los periódicos. Inspeccionó la fecha del ejemplar americano y volvió a dejarlo en su sitio.

    –Y bien, ¿qué le parece París? –continuó, dirigiéndose a la joven.

    –Lo estamos disfrutando mucho; pero, por supuesto, ya nos es familiar.

    –Vaya, tenía la esperanza de que podría enseñarles algo –dijo el señor Flack.

    –Me malicio que ya lo han visto casi todo –observó el señor Dosson.

    –¡Bueno, más que tú sí que hemos visto! –exclamó su hija.

    –Bueno, yo he visto un montón…, simplemente, sentándome ahí.

    Una persona de oído fino podría haber sospechado que el señor Dosson había dicho «asentándome»¹; pero es que solía pronunciar la misma palabra de manera distinta en ocasiones distintas.

    –En fin, en París se puede ver de todo –dijo el joven–. Estoy francamente entusiasmado con París.

    –¿No había estado aquí antes? –preguntó la señorita Delia.

    –Sí, claro, pero siempre es nuevo. Y ¿qué tal está la señorita Francie?

    –Está bien. Ha subido a coger no sé qué; vamos a salir otra vez.

    –París tiene mucho atractivo para los jóvenes –dijo el señor Dosson al visitante.

    –Bueno, pues yo me cuento entre los jóvenes. ¿Le importa que vaya con ustedes? –continuó el señor Flack, dirigiéndose a la muchacha.

    –Será como en los viejos tiempos, en la cubierta –contestó ella–. Vamos a ir al Bon Marché.

    –¿Por qué no van al Louvre? Es mucho mejor.

    –Acabamos de volver de allí: ¡vaya mañanita!

    –Pues el sitio está bien.

    –Tiene algunas cosas que están bien, pero para mí que en otras se queda corto.

    –Ah, lo han visto todo –dijo el señor Dosson. Luego añadió–: En fin, voy a avisar a Francie.

    –Bueno, dile que se dé prisa –dijo a su vez la señorita Delia, balanceando un guante en cada mano.

    –Ella ya conoce mi ritmo –comentó el señor Flack.

    –¡Faltaría más, con aquellas carreras que se pegaba usted! –prorrumpió la muchacha, recordando la Umbría–. Espero que no esté pensando en ir con esas prisas por París.

    –Siempre voy con prisas. Vivo con prisas. Es el único modo de llegar a algo.

    –Yo he llegado a las últimas, supongo –dijo el señor Dosson, filosóficamente.

    –¡Bueno, pues yo no! –anunció su hija con decisión.

    –En fin, pásese por aquí a menudo –siguió el anciano caballero, a modo de despedida.

    –¡Ah, me pasaré! Tendré que ir con prisas, pero lo haré.

    –Haré bajar a Francie –y el padre de Francie salió sigilosamente.

    –¡Y por favor dale algo más de dinero! –gritó su hermana.

    –¿Es ella la que guarda el dinero? –se interesó George Flack.

    ¿Guardarlo? –el señor Dosson se detuvo mientras empujaba la portière. ¡Ah, es usted un joven inocente!

    –Adivino que es la primera vez que le llaman inocente –observó Delia, una vez a solas con el visitante.

    –Bueno, lo era… antes de venir a París.

    –Pues a mí no me parece que París nos haya hecho ningún daño. No somos extravagantes.

    –¿Y no tendrían derecho a serlo?

    –No creo que nadie tenga derecho a serlo.

    El joven, que se había sentado, la miró un instante.

    –Así solía hablar usted.

    –Pues no he cambiado.

    –Y la señorita Francie…, ¿ha cambiado?

    –Bueno, ya lo verá –dijo Delia Dosson, empezando a ponerse los guantes.

    Su acompañante observó cómo se inclinaba hacia delante, con los codos apoyados en los brazos de la silla y las manos entrelazadas. Al fin dijo, con tono interrogador:

    –¿Bon Marché?

    –No, los compré en un lugarcito que conozco.

    –Bueno, en cualquier caso son París.

    –Por supuesto que son París. Pero en cualquier sitio se pueden comprar guantes.

    –De todos modos, tiene que enseñarme el lugarcito –siguió el señor Flack, afablemente. Y asimismo observó, con idéntica cordialidad–: Parece que el viejo caballero está en perfecta forma.

    –Ah, es un cielito.

    –Es un auténtico caballero… de la vieja estampa –dijo George Flack.

    –Vaya, ¿y qué otra cosa se pensaba que iba a ser nuestro padre?

    –¡Lo que pienso es que debe de estar encantado!

    –Pues sí que lo está, cuando llevamos a cabo nuestros planes.

    –¿Y en qué consisten… sus planes? –preguntó el joven.

    –Ah, nunca los cuento.

    –¿Y entonces cómo sabe él si los llevan a cabo?

    –Bueno, supongo que de no ser así lo sabría –dijo la muchacha.

    –Recuerdo lo reservada que era usted el año pasado. Se lo callaba todo.

    –Bueno, sé lo que quiero –prosiguió la joven.

    George Flack la observó mientras se abotonaba mañosamente uno de los guantes con una horquilla que liberó de cierta misteriosa función que cumplía bajo su sombrero. Hubo un momento de silencio, y luego alzaron los ojos y se miraron.

    –Me da la impresión de que a mí no me quiere –dijo George Flack.

    –Oh, claro que sí…, como amigo.

    –¡De todos los medios ruines para intentar desembarazarse de un hombre, ése es el más ruin! –exclamó.

    –¿Dónde está la ruindad, cuando no le supongo a usted tan raro como para desear ser algo más?

    –¿Más para su hermana, quiere decir… o para usted?

    –Mi hermana es mi misma persona…, no tengo otra –dijo Delia Dosson.

    –¿Otra hermana?

    –No sea necio. ¿Sigue dedicándose a lo mismo?

    –La verdad es que no recuerdo en qué andaba metido.

    –Vaya, era algo que tenía que ver con aquel periódico… ¿no se acuerda?

    –Sí, pero ya no es aquel periódico…, es otro distinto.

    –¿Todavía anda por ahí en pos de noticias… de la misma manera?

    –Bueno, intento darle a la gente lo que quiere. Es un trabajo duro –dijo el joven.

    –En fin, supongo que de no hacerlo usted lo haría otro. La gente consigue lo que quiere cueste lo que cueste, ¿no?

    –Sí, cueste lo que cueste –pero, al parecer, en ese momento las necesidades de la gente no le interesaban al señor Flack tanto como las suyas propias. Echó un vistazo a su reloj y comentó que no parecía que el anciano caballero tuviese demasiada autoridad.

    –¿Demasiada autoridad? –repitió la muchacha.

    –Con la señorita Francie, que se está tomando su tiempo o, mejor dicho, se está tomando el mío.

    –Bueno, si espera usted hacer algo en su compañía se lo tendrá que dar en grandes cantidades.

    –De acuerdo: le daré todo el que tengo –y el interlocutor de la señorita Dosson se reclinó en su silla con los brazos cruzados, como si quisiese hacer saber a su acompañante que tendría que contar con su paciencia. Pero ella siguió allí sentada con su inexpresiva placidez, sin dar la menor señal de alarma o de derrota. De hecho, él fue el primero en mostrar un síntoma de inquietud: al cabo de unos instantes preguntó a la joven si suponía que quizá su padre no le había dicho a su hermana de quién se trataba.

    –¿Cree usted que con eso basta? –quiso saber la señorita Dosson. Pero añadió, con más elegancia–: Probablemente sea ésa la razón. Es tan tímida…

    –Ah, sí…, eso parecía.

    –No, ésa es su rareza, que nunca lo parece y sin embargo lo es, y mucho.

    –Bueno, pues entonces usted la compensa, señorita Delia –se aventuró a afirmar el joven.

    –Sí, para todo lo que tenga que ver con ella no soy tímida…, nada, nada.

    –Si no fuera por usted, creo que me sería posible hacer algo –continuó el joven.

    –¡Entonces tendrá que matarme primero!

    –Me encargaré de usted, ya veré cómo, en El Eco –dijo George Flack.

    –Bah, no es eso lo que le interesa a la gente.

    –No, a la gente, por desgracia, mis asuntos no le importan nada.

    –Bueno, pues a nosotras sí: Francie y yo somos más amables –dijo la muchacha–. Pero deseamos que sigan siendo bien distintos a los nuestros.

    –Ah, los suyos, los suyos: ¡ojalá pudiera descubrir cuáles son! –exclamó el joven periodista. Y durante el resto del tiempo que estuvieron esperando intentó enterarse. Si por casualidad hubiese habido un oyente durante el cuarto de hora que transcurrió, y si se hubiese dignado prestar un poco de atención a estos vulgares jóvenes, tal vez le habrían asombrado tanto misterio por un lado y tanta curiosidad por el otro… Al menos se habría asombrado de la elaboración de proyectos inescrutables por parte de una muchacha que a un observador casual se le antojaría de una pasividad estólida. Fidelia Dosson, cuyo nombre había sido acortado, tenía veinticinco años y un rostro grande y blanco, con los ojos muy separados. Su frente era alta, pero pequeña su boca; tenía el cabello claro e incoloro, y cierto grosor inelegante de su figura la hacía parecer más baja de lo que era. Sin duda, la naturaleza no le había conferido elegancia, y el Bon Marché y otros establecimientos tenían que compensarlo. Unos ojos femeninos a duras penas habrían pensado que esos establecimientos habían cumplido con su cometido; pero ni siquiera una mujer habría adivinado lo poco que le importaba a Fidelia. Siempre tenía el mismo aspecto; ni todas las artimañas parisinas juntas habrían podido darle un aspecto distinto, y ella, por su parte, no las tenía en ninguna estima. Era un rostro feúcho e inexpresivo, que, además de carecer de movimiento, tenía, en su reposo, indicios de terquedad; y aun así, con todas sus limitaciones, no era ni estúpido ni desagradable. Había en él cierto aire de calma inteligente, una expresión atenta, ponderativa, que de alguna manera era superior a la inseguridad o a la ansiedad; además, la muchacha tenía una piel clara y una sonrisa tenue y apacible. De haber sido un joven (y tenía, un poco, la cabeza de uno) probablemente se habría pensado de ella que acariciaba sueños de eminencia en alguna actividad científica o incluso política.

    Un observador habría colegido, asimismo, que la relación del señor Flack con el señor Dosson y sus hijas se había originado cuando cruzó en su compañía el Atlántico rumbo al este hacía más de un año y con un ligero trato inmediatamente después de desembarcar, pero que ambas partes habían trajinado mucho desde entonces; habían trajinado, no obstante, sin volver a encontrarse. Había que inferir que en este intervalo la señorita Dosson había vuelto a llevar a su padre y a su hermana a su tierra natal y que después habían dirigido por segunda vez su rumbo a Europa. Ésta era una nueva partida, decía el señor Flack, o más bien una nueva llegada: entendía que no se trataba de la clásica visita de siempre, como decía él. Ella no recusó la acusación, lanzada por su acompañante como si fuese algo embarazoso, de que en casa se había quedado todo el tiempo en Boston, es más, en una zona residencial de las afueras: confesó que, en tanto que bostonianos, habían sido capaces de hacer semejante cosa. Pero ahora habían venido al extranjero a pasar más tiempo…, muchísimo más: el motivo de haber vuelto a casa había sido hacer preparativos para una estancia en Europa cuyos límites no podían conocerse. En la medida en que esta posibilidad entraba en sus planes, la reconocía con entera libertad. He aquí que contó con la aprobación de George Flack: también él se traía entre manos un asunto de envergadura por estos lares y podría durar años, así que sería agradable tener ahí mismo a sus amigos. Sabía cómo moverse por París –o por cualquier sitio semejante– mucho mejor que por Boston; si se hubieran encovado en una de aquellas coquetas zonas residenciales, no los habría encontrado nunca.

    –Bueno, nos verá todo lo que le plazca…, siempre que nos acepte de determinada manera –dijo Delia Dosson, lo cual llevó al joven a preguntar qué manera era ésa y a comentar que sólo conocía una manera de tomarse las cosas: simplemente, como vinieran–. Bueno, ya lo verá –replicó la muchacha; y por el momento se negó a dar más explicaciones sobre lo que había sido un discurso un tanto glacial. A pesar de ello manifestó interés por el «asunto» del señor Flack, interés que al parecer descansaba en un interés por el

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