El horizonte
Por Patrick Modiano
3.5/5
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El primer encuentro entre Jean Bosmans, un aprendiz de escritor, y Margaret Le Coz se produce por azar. Años después el protagonista de la novela se pregunta si las palabras que dos personas han intercambiado durante su primer encuentro se han disipado en la nada... ¿Y si todas esas palabras quedaran suspendidas en el aire y bastase tan sólo un poco de atención para captar sus ecos? Bosmans se busca entonces en un pasado sólo recuperable a partir de fragmentos de vida. Anotando uno a uno los recuerdos, avanza Bosman tras los pasos no sólo de sí mismo, sino de Margaret Le Coz. Pronto descubriremos que Margaret se esconde en los suburbios de París y huye de Boyaval, una sombra amenazante que se cierne sobre los amantes. Treinta años más tarde Bosmans redibuja el mapa de su relación con Margaret, motivado por el luminoso horizonte del título y no por la melancolía. Y es ese horizonte esperanzado lo que hace de esta hermosísima novela una obra peculiar dentro del hipnótico universo literario de Modiano. «Una prolongación, y al mismo tiempo una variación sutilmente nueva dentro de la obra admirable de Patrick Modiano» (Nathalie Crom, Télérama); «Mejor que un volumen de la Pléiade, que un lugar en el Panteón, que su mesa reservada en Flore, el escritor francés es consagrado por el neologismo que ha suscitado: “modianesco”» (Pierre Assouline, Le Monde).
Patrick Modiano
PATRICK MODIANO was born in 1945 in a suburb of Paris and grew up in various locations throughout France. In 1967, he published his first novel, La Place de l'étoile, to great acclaim. Since then, he has published over twenty novels—including the Goncourt Prize−winning Rue des boutiques obscures (translated as Missing Person), Dora Bruder, and Les Boulevards des ceintures (translated as Ring Roads)—as well as the memoir Un Pedigree and a children's book, Catherine Certitude. He collaborated with Louis Malle on the screenplay for the film Lacombe Lucien. In 2014, he was awarded the Nobel Prize in Literature. The Swedish Academy cited “the art of memory with which he has evoked the most ungraspable human destinies and uncovered the life-world of the Occupation,” calling him “a Marcel Proust of our time.”
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Comentarios para El horizonte
45 clasificaciones3 comentarios
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5A fantastic book - read it twice within a week of buying it. All Modiano's usual themes: identity, passage of time; fantomes du passe, paths crossing but not quite crossing; sinister aspects of sudden departures, mysterious stalkers and followers, fear of being able to cross frontiers, time passing, raids, night trains, remorseless change, brilliant names - Bosmans, Margaret Le Coz - shady dealings, possibly a hint of a happy ending - and of couse Paris. Superb.
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5The second short novel by Patrick Modiano I read did not improve my assessment of him. Again, a wave of boredom (“ennui”) of bland characters lost in their small worlds in the streets of Paris. The horizon hangs low and seconds extend into eternity. I am not tempted to read a third novel by the author even though the newly reprinted novels decorate the Xmas bookstores.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5A recommendation on the Uitgelezen book event in Ghent last month. OK, it is a nice novel elaborating on memories, ideas, imaginations, and it depicts very good the atmosphere in Paris, all the quarters with their own characters and it wanders around, from past to future, from present time to the past .... very Modiano i was told.
Beautifully written but not gripping, i loved to read it and in the end it takes a nice turn towards something that could evolve in a happy ending and for me it spoils a bit the darker and gloomier side of the story. A dramatic end would have been more suitable, i like to think.
Happy that i read my first of this author but in great doubt if i will read another one. Maybe one, to give it one more try.
But then again, maybe not...... There is so much to read. :)
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El horizonte - María Teresa Gallego Urrutia
Índice
Portada
El horizonte
Notas
Créditos
Para Akako
Bosmans llevaba tiempo pensando en algunos episodios de su juventud, episodios sin ilación, que se interrumpían en seco, rostros sin nombre, encuentros fugitivos. Todo pertenecía a un pasado remoto, pero, como esas breves secuencias no tenían relación con el resto de su vida, se quedaban en el aire, en un presente eterno. No iba a dejar de hacerse preguntas al respecto y nunca hallaría respuestas. Esos retazos siempre seguirían siendo enigmáticos. Empezó a hacer una lista, intentando pese a todo encontrar puntos de referencia: una fecha, un sitio concreto, un nombre con cuya ortografía no daba. Se compró una libreta Moleskine negra, que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta, con lo cual podía tomar notas en cualquier momento del día, siempre que uno de aquellos recuerdos con eclipses le pasaba por la cabeza. Tenía la sensación de estar haciendo un rompecabezas. Pero, según iba remontando la corriente del tiempo, a veces se arrepentía: ¿por qué tiró por ese camino mejor que por aquel otro? ¿Por qué dejó que este rostro, o aquella silueta tocada con un curioso gorro de piel y que llevaba un perrito atado con una correa, se perdiera en lo desconocido? Le entraban mareos al pensar en lo que habría podido ser y no había sido.
Tales fragmentos de recuerdos correspondían a esos años en que las encrucijadas nos salpican la vida y se nos abren tantas veredas que nos vemos en dificultades para decidirnos por una u otra. Las palabras con que llenaba la libreta le recordaban el artículo acerca de la «materia oscura» que había enviado a una revista de astronomía. Tras los acontecimientos concretos y los rostros familiares, era muy consciente de todo cuanto se había convertido en materia oscura: breves encuentros, citas fallidas, cartas perdidas, nombres y números de teléfono que aparecen en una agenda antigua y hemos olvidado, e incluso las personas con quienes nos cruzamos sin darnos cuenta siquiera. Igual que en astronomía, esa materia oscura era más dilatada que la parte visible de la vida de uno. Era infinita. Y él escribía en la libreta el repertorio de unos cuantos destellos en lo hondo de aquella oscuridad. Unos destellos tan débiles que cerraba los ojos y se concentraba, buscando un detalle evocador que le permitiese reconstruir el conjunto, pero no había conjunto, sólo fragmentos, partículas de polvo de estrellas. Le habría gustado sumergirse en esa materia oscura, empalmar uno a uno los hilos rotos, sí, ir hacia atrás para sujetar las sombras y saber más acerca de ellas. Imposible. Así que ya sólo le quedaba volver a dar con los apellidos. O incluso con los nombres. Hacían las veces de imanes. Traían a la superficie impresiones confusas que costaba ver con claridad. ¿Pertenecían al sueño o a la realidad?
Mérovée. ¿Nombre o mote? No debía concentrarse demasiado en eso por temor a que el destello se apagase del todo. No estaba ya nada mal el haberlo apuntado en la libreta. Mérovée. Hacer uno como si pensara en otra cosa, la única forma de que el recuerdo se concretase por sí solo, con naturalidad, sin forzarlo. Mérovée.
Bosmans iba caminando por la avenida de L’Opéra a eso de las siete de la tarde. ¿Era por la hora? ¿Por el barrio, cerca de Les Grands Boulevards y de la Bolsa? Ahora le veía la cara a Mérovée. Un joven de pelo rubio y rizado, con chaleco. Lo veía incluso vestido de botones, uno de esos botones que están a la entrada de los restaurantes o en la recepción de los grandes hoteles, con aspecto de niños prematuramente envejecidos. También éste, este Mérovée, tenía la cara ajada, aunque fuera joven. Por lo visto se nos olvidan las voces. Y, no obstante, oía aún el timbre de aquella voz –un timbre metálico–, una entonación afectada para decir insolencias que pretendían ser las de un niño arrabalero o un dandy. Y luego, de repente, una risa de viejo. Era cerca de la Bolsa, a eso de las siete de la tarde, la hora de salida de las oficinas. Los empleados iban pasando en grupos compactos, y eran tantos que daban empujones por la acera y lo arrastraban a uno en la corriente. El Mérovée aquel y otras dos o tres personas del mismo grupo salían del edificio. Un joven grueso de piel blanca, inseparable de Mérovée, bebía siempre sus palabras con expresión a la vez ofuscada y admirativa. Un rubio de cara huesuda llevaba gafas de cristales tintados y un anillo de sello; y guardaba silencio las más de las veces. El mayor de los tres debía de andar por los treinta y cinco años. Bosmans recordaba su cara con mayor nitidez aún que la de Mérovée: una cara abotagada y una nariz corta que, bajo el remate del pelo moreno pegado y peinado hacia atrás, le daban expresión de bulldog. No sonreía nunca y se comportaba de forma muy autoritaria. A Bosmans le había parecido entender que era, en la oficina, el jefe de los otros. Les hablaba con severidad, como si tuviera a su cargo educarlos; y ellos lo escuchaban como alumnos aplicados. Mérovée apenas si se permitía de vez en cuando un comentario insolente. Bosmans no recordaba a los demás miembros del grupo. Sombras. Notaba de nuevo el malestar que le causaba ese nombre, Mérovée, al volverle a la memoria dos palabras: la «Alegre Pandilla».
Un día en que, a última hora de la tarde, Bosmans estaba esperando como de costumbre a Margaret Le Coz delante del edificio, Mérovée, el jefe y el rubio de gafas con cristales tintados salieron antes que ella y se le acercaron. El jefe le preguntó a bocajarro:
–¿Quiere entrar en la Alegre Pandilla?
Y Mérovée rió con su risa de viejo. Bosmans no sabía qué responder. El otro, con la misma cara severa y ojos duros, le dijo: «La Alegre Pandilla somos nosotros», y a Bosmans le pareció más bien cómico porque había adoptado una entonación lúgubre. Pero, al mirarlos a los tres aquella tarde, se los imaginó con unos bastones gruesos en la mano, por los bulevares, golpeando de vez en cuando a un transeúnte por sorpresa. Y, en todas esas ocasiones, se habría oído la risa quebradiza de Mérovée. Les dijo:
–Eso de la Alegre Pandilla... dejen que me lo piense.
Ellos parecían chasqueados. En realidad, apenas si llegó a conocerlos. Sólo había estado a solas con ellos en cinco o seis ocasiones. Trabajaban en la misma oficina que Margaret Le Coz y ella era quien se los había presentado. El moreno con cara de bulldog era su superior y tenía que ser amable con él. Un sábado por la tarde se encontró en el bulevar de Les Capucines a Mérovée, al jefe y al rubio de gafas tintadas. Salían de un gimnasio. Mérovée se empeñó en que fuera a tomar con ellos «una copa y una pasta». Acabaron en la acera de enfrente del bulevar, en una mesa del salón de té La Marquise de Sévigné. Mérovée parecía encantado de la vida de habérselos llevado a ese local. Llamó a una de las camareras con tono de parroquiano y encargó con voz cortante «té y pastas». Los otros dos lo miraban con cierta indulgencia, lo que sorprendió a Bosmans en lo referido al jefe, tan severo habitualmente.
–¿Qué? ¿Y en lo de nuestra Alegre Pandilla..., ha tomado ya una decisión?
Mérovée le hizo la pregunta a Bosmans con tono seco. Y éste buscaba un pretexto para levantarse de la mesa. Por ejemplo, decirles que tenía que ir a llamar por teléfono. Y dejarlos plantados. Pero pensaba en Margaret Le Coz, que era compañera suya en la oficina. Corría el riesgo de volver a encontrarse con ellos todas las tardes cuando fuera a buscarla.
–¿Qué? ¿No le apetece ser miembro de nuestra Alegre Pandilla?
Mérovée insistía, cada vez más agresivo, como si quisiera provocar a Bosmans. Era como si los otros dos se estuvieran preparando para presenciar un combate de boxeo; el moreno de cara de bulldog con una leve sonrisa; y el rubio, impasible tras las gafas tintadas.
–¿Saben? –manifestó Bosmans con voz sosegada–. Desde que salí del internado y del cuartel no me entusiasman las pandillas.
A Mérovée lo desconcertó la respuesta y rió con su risa de viejo. Cambiaron de tema. El jefe, con voz circunspecta, le explicó a Bosmans que iban dos o tres veces por semana al gimnasio. Allí practicaban varias artes, entre ellas el boxeo francés y el judo. Y había incluso una sala de armas con un profesor de esgrima. Y los sábados se apuntaban a algún cross o a alguna carrera en pista de ceniza en el bosque de Vincennes.
–Debería venir a hacer deporte con nosotros...
A Bosmans le daba la impresión de que se lo estaban ordenando.
–Estoy seguro de que no hace suficiente deporte.
El jefe le clavaba la mirada en los ojos a Bosmans y a éste le costaba sostenérsela.
–¿Qué? ¿Va a venir a hacer deporte con nosotros?
Le iluminaba la gruesa cara de bulldog una sonrisa.
–Un día de la semana que viene, ¿le parece? ¿Lo apunto en la calle de Caumartin?
Esta vez Bosmans no sabía ya qué contestar. Sí, aquella insistencia le recordaba los lejanos tiempos del internado y del cuartel.
–Hace un rato me dijo que no le gustaban las pandillas, ¿no? –le preguntó Mérovée con voz chillona–. Seguramente prefiere la compañía de la señorita Le Coz.
A los otros dos pareció darles apuro ese comentario. Mérovée seguía sonriente, pero pese a todo era como si temiera la reacción de Bosmans.
–Desde luego. No cabe duda de que está usted en lo cierto –respondió con suavidad Bosmans.
Se separó de ellos en la acera. Se alejaron entre la muchedumbre; el jefe y el rubio de gafas tintadas caminaban juntos. Mérovée, algo más atrás, se volvía para hacerle un gesto de despedida. ¿Y si lo estuviera engañando la memoria? A lo mejor fue otra tarde, a las siete, delante del edificio de la oficina, cuando estaba esperando a que saliera