Accidente nocturno
Por Patrick Modiano
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«Los libros de Patrick Modiano no lo explican todo, su fuerza les viene de aquello que callan... Una novela elegante, perfecta» (Libération).
«Accidente nocturno sigue profundizando en el malestar de una generación, la de los niños nacidos de la guerra y que cumplieron veinte años en la década de los sesenta. A Modiano hay que leerlo como un espejo engañoso. En el corazón de sus frases nocturnas, se percibe el eco de su propia juventud» (Laurence Liban, L’Express).
«Si no el más hermoso, sí el más estimulante de sus libros» (Bertrand Leclair, La Quinzaine Littéraire).
«Una novela excepcional» (Gérard de Cortanze).
Entrada la noche, en un día ya lejano en que estaba a punto de cumplir la mayoría de edad, cruzaba la plaza de Les Pyramides en dirección a la plaza de La Concorde cuando salió un coche de entre las sombras. Primero pensé que me había rozado; luego noté un dolor agudo del tobillo a la rodilla. Había caído desplomado a la acera. Pero conseguí levantarme. El coche dio un bandazo y chocó contra uno de los arcos de los soportales de la plaza con ruido de cristales rotos. Se abrió la puerta y salió tambaleándose una mujer.» Así, con un joven atropellado en el centro de París por un Fiat verde, arranca Accidente nocturno. La policía toma declaración a los implicados y después el joven es enviado a una clínica para que le curen la pierna. Mientras convalece, ese accidente le trae el recuerdo de otro vivido en la infancia y no logra quitarse de la cabeza a la mujer que lo ha atropellado. Al salir de la clínica decide emprender la búsqueda de la conductora, sobre la que tiene algunas pistas: un nombre, Jacqueline Beausergent, y una dirección, glorieta de Alboni. Y de este modo, en ese París convertido en territorio modianesco –esa ciudad trazada a la vez sobre un mapa real y sobre otro que pertenece al territorio de la ficción, del mito–, se desarrolla una doble pesquisa: seguir el rastro de una mujer elusiva y rebuscar en el pasado del protagonista, a quien el accidente le ha avivado ciertos recuerdos. La novela se estructura, pues, como una indagación detectivesca en la que no se investiga un crimen sino las incertidumbres de la juventud y la memoria que forja el relato de nuestras vidas, y en la que no se persigue a un criminal sino a una figura femenina que proyecta rasgos de otras mujeres... Accidente nocturno es una muestra del poder evocador de la prosa de Patrick Modiano y de su portentoso manejo de la ambigüedad y la incerteza como ejes vertebradores de una obra literaria insobornable y esencial.
Patrick Modiano
PATRICK MODIANO was born in 1945 in a suburb of Paris and grew up in various locations throughout France. In 1967, he published his first novel, La Place de l'étoile, to great acclaim. Since then, he has published over twenty novels—including the Goncourt Prize−winning Rue des boutiques obscures (translated as Missing Person), Dora Bruder, and Les Boulevards des ceintures (translated as Ring Roads)—as well as the memoir Un Pedigree and a children's book, Catherine Certitude. He collaborated with Louis Malle on the screenplay for the film Lacombe Lucien. In 2014, he was awarded the Nobel Prize in Literature. The Swedish Academy cited “the art of memory with which he has evoked the most ungraspable human destinies and uncovered the life-world of the Occupation,” calling him “a Marcel Proust of our time.”
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Accidente nocturno - María Teresa Gallego Urrutia
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Accidente nocturno
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Para Douglas
Entrada la noche, en un día ya lejano en que estaba a punto de cumplir la mayoría de edad, cruzaba la plaza de Les Pyramides en dirección a la plaza de La Concorde cuando salió un coche de entre las sombras. Primero pensé que me había rozado; luego noté un dolor agudo del tobillo a la rodilla. Había caído desplomado en la acera. Pero conseguí levantarme. El coche dio un bandazo y chocó contra uno de los arcos de los soportales de la plaza con ruido de cristales rotos. Se abrió la puerta y salió tambaleándose una mujer. Un hombre que estaba a la puerta del hotel, bajo los soportales, nos acompañó al vestíbulo. Nos quedamos esperando, la mujer y yo, en un sofá de cuero rojo mientras él llamaba por teléfono en el mostrador de recepción. La mujer tenía heridas en la mejilla, en el pómulo y en la frente, y sangraba. Un individuo moreno y robusto con el pelo muy corto entró en el vestíbulo y se nos acercó.
Fuera, había gente alrededor del coche, que tenía las puertas abiertas, y uno tomaba notas como para levantar un atestado. Cuando nos estábamos subiendo al furgón de emergencias de la policía me di cuenta de que había perdido el zapato izquierdo. La mujer y yo estábamos sentados juntos en el banco corrido de madera. El individuo moreno y robusto iba en el otro banco, enfrente de nosotros. Fumaba y nos echaba de vez en cuando una mirada fría. Por la ventanilla con rejas vi que íbamos por el muelle de Les Tuileries. No me habían dejado buscar el zapato y pensé que se quedaría allí toda la noche, en plena acera. No tenía ya muy claro si era un zapato o un animal lo que acababa de dejar abandonado, aquel perro de mi infancia al que atropelló un coche cuando vivía en las inmediaciones de París, en una calle que se llamaba Docteur-Kurzenne. Estaba hecho un lío, a lo mejor me había dado un golpe en la cabeza al caerme. Me volví hacia la mujer. Me extrañaba que llevase un abrigo de pieles.
Me acordé de que estábamos en invierno. Por cierto que el hombre que llevábamos enfrente también iba con abrigo; y yo, con una de esas cazadoras viejas forradas de piel que se encuentran en el mercadillo de Les Puces. El abrigo de pieles seguro que la mujer no lo había comprado en un mercadillo. ¿Visón? ¿Marta cebellina? Iba muy arreglada, lo que contrastaba con las heridas de la cara. En mi cazadora, algo más arriba de los bolsillos, me fijé en que había manchas de sangre. Tenía una rozadura grande en la palma de la mano izquierda y de ahí debían de venir las manchas de sangre que había en el paño de la cazadora. La mujer iba erguida, pero con la cabeza agachada, como si estuviera mirando fijamente algo en el suelo. A lo mejor mi pie sin zapato. Llevaba melena corta y me había parecido rubia a la luz del vestíbulo.
El furgón de la policía se paró en el semáforo en rojo, en el muelle, a la altura de Saint-Germainl’Auxerrois. El hombre seguía mirándonos por turnos, en silencio, con aquella mirada fría. Yo estaba empezando a sentirme culpable de algo.
El semáforo no se ponía verde. Todavía había luz en el café de la esquina del muelle con la plaza de Saint-Germain-l’Auxerrois donde había quedado muchas veces con mi padre. Era el momento de salir huyendo. A lo mejor bastaba con decirle al individuo aquel del banco que nos dejase marcharnos. Pero me sentía incapaz de decir ni una palabra. Tosió, una tos gargajosa de fumador, y me asombró oír un sonido. Desde que había ocurrido el accidente, reinaba un hondo silencio a mi alrededor, como si hubiera perdido el oído. Íbamos a lo largo del muelle. Cuando el furgón policial estaba entrando en el puente sentí que la mano de ella me apretaba la muñeca. Me sonreía como si quisiera tranquilizarme, pero yo no sentía ningún temor. Me parecía incluso que nos habíamos conocido antes los dos en otras circunstancias y que seguía teniendo la sonrisa de entonces. ¿Dónde la había visto antes? Me recordaba a alguien a quien había conocido hacía mucho. El hombre que teníamos enfrente se había quedado dormido y llevaba la cabeza caída sobre el pecho. Ella me apretaba muy fuerte la muñeca y al cabo de un rato, cuando nos bajásemos del furgón, nos esposarían juntos.
Pasado el puente, el furgón entró por una portalada y se detuvo en el patio de urgencias del hospital de L’Hôtel-Dieu. Estábamos sentados en la sala de espera y nos seguía acompañando aquel hombre por cuyo cometido exacto me preguntaba yo. ¿Era un policía que tenía que vigilarnos? ¿Por qué? Me habría gustado preguntárselo, pero sabía de antemano que no me iba a oír. A partir de ahora yo tenía una VOZ APAGADA. Esas dos palabras se me habían venido a la cabeza en la luz demasiado cruda de la sala de espera. Estábamos sentados los dos en un banco corrido, enfrente de la recepción. El individuo fue a hablar con una de las empleadas de recepción. Yo estaba muy arrimado a la mujer, notaba su hombro pegado al mío. Él volvió a su sitio, alejado de nosotros, al filo del banco. Un hombre pelirrojo y descalzo que llevaba una cazadora de cuero y un pantalón de pijama andaba sin parar por la sala de espera increpando a las empleadas de recepción. Les echaba en cara que no le hicieran caso. Pasaba a intervalos regulares por delante de nosotros y me buscaba la mirada. Pero yo evitaba la suya porque temía que me dirigiera la palabra. Una de las empleadas de recepción se le acercó y lo empujó con suavidad hacia la salida. Él volvió a la sala de espera y ahora soltaba unos quejidos prolongados, como un perro que aullase a la muerte. De tarde en tarde, un hombre o una mujer en compañía de un agente del orden cruzaban deprisa por la sala de espera y se internaban en un pasillo que teníamos delante. Me preguntaba adónde podía conducir aquel pasillo y si también nos iban a meter por allí a nosotros al cabo de un rato. Dos mujeres cruzaron por la sala de espera; las rodeaban varios policías. Me di cuenta de que acababan de bajarse de un furgón de detenidos, a lo mejor del mismo que nos había traído a nosotros. Llevaban abrigos de pieles tan elegantes como el de mi compañera e iban igual de arregladas que ella. No tenían heridas en la cara. Pero las dos iban esposadas.
El individuo moreno y robusto nos hizo una seña para que nos levantásemos y nos llevó al fondo de la sala. Me resultaba molesto andar con un solo zapato y me dije que valdría más quitarme el otro. Notaba un dolor bastante fuerte en el tobillo del pie sin zapato.
Entramos detrás de una enfermera en una habitación pequeña donde había dos catres de campaña. Nos tendimos en esos catres. Entró un hombre joven. Llevaba una bata blanca y sotabarba. Iba leyendo una ficha y le preguntó a ella cómo se llamaba. Le contestó: Jacqueline Beausergent. A mí también me preguntó cómo me llamaba. Me examinó el pie sin zapato y, luego, la pierna, subiéndome el pantalón hasta la rodilla. A ella la ayudó la enfermera a quitarse el abrigo y le limpió con algodón las heridas que tenía en la cara. Luego se fueron, dejando encendida una luz de emergencia. La puerta estaba abierta de par en par y, en la luz del pasillo, el hombre paseaba arriba y abajo. Volvía a aparecer en el hueco de la puerta con la regularidad de un metrónomo. Ella estaba echada a mi lado, tapada con el abrigo de pieles como si fuera una manta. No habría cabido una mesilla de noche entre los dos catres. Alargó el brazo hacia mí y me apretó la muñeca. Me acordé de las esposas que llevaban hacía un rato las dos mujeres y volví a decirme que acabarían por esposarnos también a nosotros.
En el pasillo, el hombre dejó de andar arriba y abajo. Hablaba en voz baja con la enfermera. Ésta entró en la habitación seguida del joven de la sotabarba. Encendieron la luz. Estaban de pie a la cabecera de mi catre. Me volví hacia ella, quien, bajo el abrigo de piel, se encogió de hombros como si quisiera indicarme que estábamos cogidos en la trampa y ya no podíamos escaparnos. El individuo moreno y robusto se había quedado en el hueco de la puerta, algo abierto de piernas y con los brazos cruzados. No nos quitaba ojo. Seguramente se disponía a cerrarnos el paso si es que intentábamos salir de aquella habitación. Ella volvió a sonreírme con esa sonrisa algo irónica que había tenido al principio en la grillera. Esa sonrisa me intranquilizó no sé por qué. El de la sotabarba y la bata blanca se estaba inclinando