Las culturas fracasadas: El talento y la estupidez de las sociedades
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Este peculiar libro arranca con una fábula protagonizada por hormigas. Los hormigueros son sociedades perfectas, porque cada miembro se sacrifica por la perpetuación del bien común. Pero un día las hormigas se volvieron inteligentes y libres, y esto desbarató su convivencia. «Repetimos alegremente –dice el autor– que nuestra identidad depende de nuestra pertenencia a un pueblo, una religión, una cultura. ¿Qué ocurre si esa cultura se encanalla? ¿Qué sucede si esa sociedad se vuelve estúpida? La cultura resuelve los problemas básicos de la convivencia, uno de los cuales es la relación del individuo con la colectividad. Se han dado múltiples soluciones, que van desde pasar al individuo por la trituradora ideológica y convertirlo en masa hasta inocularle el virus tribal o la hiperindividualización narcisista. ¿Cómo liberarse de la presión social sin caer en el autismo ético? Debemos evaluar las culturas, someter a las sociedades a un “test de inteligencia”. La capacidad creadora de nuestra inteligencia nos mantiene en permanente riesgo, y sólo una poderosa creatividad compartida puede ponernos a salvo.»
José Antonio Marina
José Antonio Marina ha publicado en Anagrama Elogio y refutación del ingenio, Teoría de la inteligencia creadora, Ética para náufragos, El laberinto sentimental, El misterio de la voluntad perdida, La selva del lenguaje, Diccionario de los sentimientos (con Marisa López Penas), Crónicas de la ultramodernidad, La lucha por la dignidad (con María de la Válgoma), Dictamen sobre Dios, El rompecabezas de la sexualidad, Los sueños de la razón, Ensayo sobre la experiencia política, La inteligencia fracasada, Por qué soy cristiano, Anatomía del miedo, Las arquitecturas del deseo, La pasión del poder y La conspiración de las lectoras. Ha recibido, entre otros muchos galardones, el Premio Anagrama y el Nacional de Ensayo.
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Las culturas fracasadas - José Antonio Marina
Índice
PORTADA
PRÓLOGO
I. LA INTELIGENCIA COMPARTIDA, UN TEMA URGENTE
II. ANALIZANDO LOS MODOS DE LA INTELIGENCIA COMPARTIDA
III. EL ORDEN EXTENSO Y LA CULTURA
IV. SOCIEDADES INTELIGENTES Y SOCIEDADES FRACASADAS
V. EL APRENDIZAJE DE LA CULTURA
VI. PERSONALIZAR O DESPERSONALIZAR
VII. LA INVENCIÓN DE LAS NORMAS
VIII. LA EVALUACIÓN DE LAS NORMAS
EPÍLOGO: ¿QUIERE USTED SER PROTAGONISTA DE ESTE LIBRO?
AUTOBIOBIBLIOGRAFÍA
NOTAS
Créditos
A María
¿Quiere usted ser el protagonista de este libro? Por favor, respóndame al final.
PRÓLOGO
El hombre ocasionalmente se tropieza con la verdad, pero en la mayor parte de las ocasiones se levanta y sigue su camino.
WINSTON CHURCHILL
Este libro va a comenzar con una fábula que, como casi todas las fábulas, está protagonizada por animales. En este caso, por hormigas. Los hormigueros son sociedades perfectas, porque cada miembro se sacrifica por el bien común: la perpetuación del hormiguero. Están regidos por una misteriosa inteligencia colectiva que funciona con sorprendente eficacia. Cada hormiga es una estúpida partícula que, sin saber por qué ni para qué, hace lo que tiene que hacer «estupendamente». Esta relación entre estúpido y estupendo me deja estupefacto. El lenguaje no deja de sorprenderme. Pero un día las hormigas se volvieron inteligentes, reflexivas, autónomas y libres. Se volvieron kantianas, y esto, que debería haber elevado la calidad de vida del hormiguero, desbarató su convivencia. Bergson, que también se ocupó de las hormigas, sacó una conclusión desconsolada: «La inteligencia tiene un poder disolvente.»¹ En efecto, provocó un conflicto irremediable. La hormiga capaz de pensar por sí misma no quiso ya diluirse en el hormiguero. Su inteligencia individual se enfrentó a la inteligencia colectiva. Estableció sus propios fines. Cada hormiga descubrió que lo que era bueno para el hormiguero, tal vez no lo fuera para ella. Y viceversa. Se encontró desgarrada entre la lógica del hormiguero –que dice que vivan para él y mueran por ély la lógica individual –que recomienda el «sálvese quien pueda»–. La primera generación de hormigas kantianas todavía oyó resonar en su interior la antigua voz del hormiguero, diciéndole que debía respetar la ley colectiva impresa en su interior, pero poco a poco esa voz se debilitó. La razón autónoma de la hormiga se encerró en su argumento. «Si quiero ser libre, no tengo que escuchar la ley del hormiguero sino mi propia ley. Y ésta me dice que no tengo más que una vida, y que no sería racional cambiar mi bien por el bien ajeno, aunque éste sea la salvación de la comunidad.» El ideal de la inteligencia privada es convertirse en un gorrón con éxito.
Las hormigas de la fábula representan a los seres humanos, y la moraleja es una pregunta. ¿Es posible que individuos inteligentes y libres, orgullosos de su autonomía, puedan convivir armoniosamente? La historia nos da respuestas contradictorias, por eso, la idea del progreso de la humanidad ha entrado en crisis. Avanzamos pero con fracasos terribles. El siglo XX fue el más sangriento, pero también el más benéfico de la humanidad. ¿Cómo es posible esta trágica contradicción? Nos acercamos al corazón enigmático de nuestra especie. ¿Por qué las sociedades toman decisiones que llevan a su destrucción? Ésa es la pregunta que se hace Jared Diamond en su obra Colapso.² La misma que se había hecho Joseph Tainter en The Collapse of Complex Societies,³ y que ha sido uno de los temas estrella del Instituto de Santa Fe para el estudio de la complejidad y de los problemas extraños. ¿Cómo es posible que sucediera el horror nazi en una nación culta, desarrollada y refinada? ¿Cómo es posible que Stalin impusiera un régimen de terror, aplaudido por intelectuales europeos sinceramente demócratas?, se pregunta todo el mundo. ¿Cómo es posible que hubiera una guerra civil en España?, me pregunto yo. ¿Por qué si somos tan inteligentes hacemos tantas estupideces?, se pregunta Robert Sternberg, una de las máximas autoridades mundiales en temas de inteligencia. ¿Por qué se cometen tantos disparates en la toma de decisiones políticas?, se pregunta Barbara Tuchman en The March of Folly?⁴ ¿Por qué ese entusiasmo bélico que acomete periódicamente a las masas?, se pregunta Philip Larkin, quien describe en un poema las eufóricas colas para alistarse al comienzo de la Primera Guerra Mundial:
Las coronas de sombreros y el sol
sobre arcaicos bigotudos rostros
que gesticulan divertidos como si todo
fuera una fiesta nacional (bank holiday) de agosto.
Pierre Goubert, en su Initiation à l’histoire de France, dice acerca del dinamismo de la historia: «Lo esencial puede ser económico (los ferrocarriles), epidémico (la peste negra), puramente político (depender de la fantasía de un monarca). Quizá lo más habitual es la guerra (generalmente mal estudiada). Pero también este gran motor que es la estupidez, o su encarnación, la vanidad: la que empujó a Carlos VIII a jugar con Italia; a Colbert y a su amo, con Holanda; a Luis XVI, adulto apenas, a suprimir las notables y últimas reformas de Luis XV; a la Revolución a atacar Europa; a Napoleón a ahogarse en España y en Rusia, y a los Estados Mayores a no comprender prácticamente nada entre 1870 y 1940. ¿Quién se atreverá a un Ensayo sobre la Estupidez como motor de la Historia?»⁵ Estas preguntas están en el origen de este libro. Sólo quiero añadir otra, que me parece la más importante: ¿cómo podríamos liberarnos de la estupidez colectiva y llegar a ser sociedades más inteligentes?
Las preguntas nos lanzan a la piscina, pero lo importante es saber nadar, es decir, intentar sobrevivir a ellas contestándolas.
I. LA INTELIGENCIA COMPARTIDA, UN TEMA URGENTE
La inteligencia humana no es un patrimonio de cada persona, sino que es un bien comunal, en cuanto que su despliegue y enriquecimiento dependen de la capacidad de cada cultura para ofrecer los instrumentos adecuados a tal efecto.
JEROME BRUNER,
Desarrollo cognitivo y educación
1. ¿VIVIMOS EN UNA SOCIEDAD INTELIGENTE?
Desde que escribí La inteligencia fracasada, he estudiado con perseverancia la inteligencia compartida, la que emerge de la interacción entre las inteligencias individuales, la que, en último término, dirige la historia. Y, como era lógico, me he preguntado si junto a una teoría de la estupidez individual habría que elaborar una teoría de la estupidez colectiva. Es asunto importante, porque vivimos en sociedad, pensamos a partir de una cultura, y el desarrollo de nuestra inteligencia depende de la riqueza del entorno. Permítanme una metáfora. Un punto es el lugar de intersección de infinitas líneas. No depende de ninguna y es formado por todas. Algo así es un individuo humano: el nodo de una red. Yo soy yo y mis relaciones. Formo parte de muchos grupos, asociaciones, comunidades, y, por lo tanto, la inteligencia de esos grupos que forman parte de mi entramado personal me afecta vitalmente. Estudiar esta interacción va más allá –o mejor dicho, más acá– de un mero tópico académico. No me lanza al mundo platónico, sino al barullo biográfico. Necesito esa urdimbre social para tejer sobre ella mi tapiz personal. Y la calidad de esos hilos influye profundamente en mí. Mi suerte va unida a la de mi circunstancia social. Por eso, tenía razón Antonio Machado al decir: «¡Qué difícil es no caer cuando todo cae!» ¡Qué difícil es actuar inteligentemente si la sociedad se vuelve estúpida! Estamos movidos, presionados, determinados por modas, estructuras políticas, medios de opinión, sistemas de propaganda, ideologías, y entre esas fuerzas determinantes aspiramos a que florezca la libertad individual como un milagro.
Pensamos a partir de una cultura. Las creencias culturales se nos presentan como poderosas evidencias. Mencionaré el ejemplo religioso porque es el más patente. El cristiano considera que las verdades en las que cree son absolutas. Y el musulmán cree lo mismo de las suyas. Nosotros estamos seguros de que los judíos, o los gitanos, o los enfermos, o los homosexuales son iguales en dignidad al resto de los humanos. Los nazis estaban seguros de lo contrario. Freud, en una carta decepcionada, escribe: «Durante toda mi vida he intentado ser honrado, no sé por qué lo he hecho.» Hayek explicó brillantemente que desconocemos el origen de las normas que respetamos, y David G. Myers, en su tratado de Psicología social,⁶ titula uno de sus capítulos: «Con frecuencia no sabemos por qué hacemos lo que hacemos». Todo esto me produce una enorme inquietud. Utilizamos como criterio de evaluación de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, unas creencias culturales cuya fiabilidad no hemos comprobado.
La actitud más sencilla es resignarse a un relativismo inevitable y dejarlo rodar. Pero mantener esa postura es más complicado de lo que parece, porque para convivir necesitamos algunos marcos comunes de entendimiento. En un chiste de The New Yorker se veía a personas de distintas culturas sentadas alrededor de una mesa de conferencias. El presidente dice: «Bien, como todos estamos de acuerdo en el valor de la vainilla, comencemos por ahí.» Sin embargo, el gusto por la vainilla no parece suficiente para asegurar una convivencia universal.
Las preguntas surgen a borbotones. ¿Cómo se originan los fenómenos sociales de los que dependemos? ¿Por qué adoptamos una posición política, religiosa o ética? La Bolsa de valores –económicos, estéticos o morales– ¿funciona racional o irracionalmente? ¿Es verdad que el pueblo tiene siempre razón? ¿Deben los sistemas jurídicos aceptar siempre la opinión de las mayorías? ¿Las iglesias aumentan o disminuyen las inteligencias individuales? ¿Cómo aparecen las costumbres? ¿Y las modas? Se trata, en resumen, de saber cómo somos influidos por los grupos a que pertenecemos, cómo se forman las culturas, si hay una inteligencia colectiva, si es más o menos potente que la individual, y si podemos esperar sensatamente un futuro acogedor.
Necesitamos de la sociedad para alcanzar nuestros objetivos personales, lo que nos exige descentrarnos para centrarnos, ser altruistas para ser sensatamente egoístas. Es una vinculación liberadora. Si recuerdan la geometría que estudiaron, se acordarán de que el círculo tiene un único centro, pero la elipse tiene dos. Nos parecemos más a la elipse. Cuando amamos a una persona, nuestro comportamiento tiene dos centros: mi felicidad y la felicidad de la otra persona. No soy ni egocéntrico ni heterocéntrico. La inteligencia personal es circular. La inteligencia social es elipsoide, depende de muchos centros. Estoy encantado con la metáfora.
Tener que actuar atendiendo a dos o más centros produce una inevitable esquizofrenia. Un problema de salud pública que tenemos que cuidar. Necesitamos organizar adecuadamente nuestra convivencia, pero la razón individual no es capaz de hacerlo, porque puede justificar racionalmente el egoísmo o incluso el egoísmo tribal. Lo que llamamos moral es una creación de la inteligencia compartida. Pero –y aquí surge el problema– la evolución de la inteligencia social, al menos en Occidente, ha puesto en la cima de los valores la autonomía, la libertad, la realización personal. Ha parido, pues, un vástago parricida.⁷ La apelación a la conciencia individual fragiliza el poder de la norma colectiva. Y en este momento nos encontramos desgarrados entre dos tipos de inteligencia: la inteligencia personal (o tribal) y la inteligencia compartida (o social). Y tenemos que saber cómo integrar ambas lógicas.
Si creen que este problema es difícil, es porque no saben lo que les espera.
2. ¿SOMOS RACIONALES O IRRACIONALES EN NUESTROS COMPORTAMIENTOS SOCIALES?
Parece que la solución es sencilla. Si cada uno de nosotros nos comportamos inteligentemente, el resultado será una deslumbrante inteligencia colectiva. Esto me recuerda lo que contaban de un político optimista que decía: «Arreglar el conflicto judío-palestino es muy sencillo. ¡Basta con que todos se comporten como buenos cristianos!» Los problemas son evidentemente más complejos. Un conjunto de grandes inteligencias individuales no tiene por qué producir una gran inteligencia social. Imagínense un coro de ópera compuesto de primadonnas y de barítonos estelares. Fijémonos en el mundo económico. La teoría de la «elección racional», según la cual somos agentes que actuamos racionalmente para maximizar nuestro interés personal, goza de gran predicamento teórico. Pero lo cierto es que visto de cerca el mundo de la economía no parece tan racional. Mario Bunge escribió:
Para ser un racionalista de hueso colorado –y, para ser más precisos, un racioempirista– mi visión acerca de las teorías de la elección racional es triste más que amarga. Aunque soy un entusiasta de la racionalidad práctica y conceptual, creo que la teoría de la elección racional ha fracasado rotundamente por ser simplista y estar alejada de la realidad.⁸
He encontrado casos de irracionalidad tan clamorosos, que he estado tentado de aparcar este proyecto y escribir una «Historia de la irracionalidad económica». Uno de los capítulos debería dedicarse a la explotación excesiva de los recursos, otro a la génesis de los desastres bursátiles, y un tercero –mi preferido– debería titularse: «Teoría de las burbujas». Las burbujas económicas –¡qué soberbio hallazgo lingüístico!– se repiten con pasmosa frecuencia. Como horticultor, me resulta especialmente atractiva la tulipomanía, que llevó a la ruina a miles de holandeses que se arriesgaron a especular locamente con bulbos de tulipán. Por un lote de cuatro tulipanes se llegó a pagar lo mismo que por La ronda de noche, de Rembrandt. Todas esas burbujas, incluida la inmobiliaria que ha aquejado a España, pueden explicarse por la «teoría del más tonto», que dice así: «Una burbuja crece porque siempre hay la esperanza de que alguien más tonto compre.» Sospecho que en el ser humano yace un oculto deseo de ser timado. La situación actual resulta interesante para nuestro tema, porque demuestra que la acción de muchas personas muy inteligentes resulta muy perniciosa para la sociedad. Las hormigas listas se han cargado el hormiguero.⁹
Pero, además, la toma individual de decisiones en muchas ocasiones no es racional. En un perspicaz libro escrito por George A. Akerlof, premio Nobel de Economía 2001, y Robert J. Shiller, catedrático de la Universidad de Yale, titulado Animal Spirits, se afirma que las crisis económicas aparecen cuando los valores reales son sustituidos por valores ficticios. En realidad, eso es lo que significa una maravillosa palabra castellana, especulación, claramente emparentada con espejismo. En ese libro, leo:
Estos valores intangibles son el motivo de que la gente haya pagado pequeñas fortunas por viviendas situadas entre cultivos de maíz; que otros les hayan financiado estas adquisiciones; que después de que la media del índice Dow Jones llegara a superar los 14.000 al cabo de poco más de un año hubiera caído por debajo de los 7.500; que la tasa de desempleo de EE.UU. haya subido un 2,4 % durante los últimos 24 meses sin que pueda además vislumbrarse el fin del incremento; que Bear Stearn, uno de los principales bancos de inversión del mundo, sólo se pudiera salvar (a duras penas) mediante un plan de rescate de la Reserva Federal; que, más tarde, Lehman Brothers se derrumbara por completo; que una gran parte de los bancos de todo el mundo disponga de provisiones insuficientes de fondos, y que, como hemos dicho antes, alguno de ellos, incluso después del rescate, aún se esté balanceando en el borde del abismo.¹⁰
¿Qué ha sucedido? John Maynard Keynes intentó explicar las malas decisiones de políticos y hombres de negocios: «La base de nuestros conocimientos para evaluar el rendimiento durante los próximos diez años de una línea de ferrocarril, una mina de cobre, una fábrica textil, los cánones de una patente médica, un transatlántico o un edificio de la ciudad de Londres, es bien poca e incluso a veces nula», escribió. Si