Pierre y Jean
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Guy de Maupassant
Guy de Maupassant was a nineteenth-century French author, remembered as a master of the short story form, who depicted human lives, destinies, and social forces in disillusioned and often pessimistic terms. He was a protégé of Gustave Flaubert, and his stories are characterized by economy of style and efficient, seemingly effortless dénouements. Born in 1850 at the late–sixteenth century Château de Miromesnil, de Maupassant was the first son of Laure Le Poittevin and Gustave de Maupassant, who both came from prosperous bourgeois families. Until the age of thirteen, de Maupassant lived with his mother at Étretat in Normandy. The Franco-Prussian War broke out soon after his graduation from college in 1870, and he enlisted as a volunteer. In his later years he developed a constant desire for solitude, an obsession for self-preservation, and a fear of death and paranoia of persecution. In 1892, de Maupassant attempted suicide. He was committed to the private asylum of Esprit Blanche at Passy, in Paris, where he died in 1893.
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Pierre y Jean - Guy de Maupassant
Guy de Maupassant
Pierre y Jean
Traducción
María Teresa Gallego Urrutia y
Amaya García Gallego
ALBA
Nota al texto
Pierre y Jean se publicó por primera vez por entregas, del 1 de diciembre de 1887 al 1 de enero de 1889 en La Nouvelle Revue. Con el prólogo titulado «La Novela», un clásico de los textos teóricos sobre el realismo, se publicó en forma de libro en 1888 (Paul Ollendorf Éditeur, París).
La Novela
No tengo intención de abogar aquí por la novelita que viene a continuación. Antes bien, las ideas que voy a intentar que se entiendan más traerían consigo una crítica del tipo de estudio psicológico que he emprendido en Pierre y Jean.
Quiero tratar de la novela en general.
No soy el único a quien los mismos críticos le hayan dirigido el mismo reproche siempre que aparece un libro nuevo.
Entre frases elogiosas, no dejo nunca de encontrar esta, fruto de las mismas plumas:
–El mayor defecto de esta obra es que no es una novela propiamente dicha.
Sería posible contestar con el mismo argumento:
–El mayor defecto del escritor que me hace el honor de juzgarme es que no es un crítico.
¿Cuáles son, efectivamente, los caracteres esenciales del crítico?
Debe, sin prevenciones, sin opiniones preconcebidas, sin pensar en escuelas, sin vinculación con ninguna familia de artistas, entender, distinguir y explicar todas las tendencias más opuestas y los temperamentos más contrarios y admitir, en el arte, las investigaciones más diversas.
Ahora bien, el crítico que, después de Manon Lescaut, Paul y Virginie, Don Quijote, Las amistades peligrosas, Werther, Las afinidades electivas, Clarissa Harlowe, Émile, Candide, Cinq-Mars, René, Los tres mosqueteros, Mauprat, El pobre Goriot, La prima Bette, Colomba, Rojo y negro, La señorita de Maupin, Notre-Dame de París, Salammbô, La señora Bovary, Adolphe, El señor de Camors, La taberna, Sapho, etcétera, se atreva aún a escribir: «Esto es una novela y esto otro no lo es» me parece dotado de una perspicacia que se parece mucho a la incompetencia.
Por lo general, ese crítico entiende por novela una aventura más o menos verosímil, dispuesta como una obra de teatro en tres actos, en el primero de los cuales se halla la exposición, en el segundo, la acción y, en el tercero, el desenlace.
Este tipo de composición es completamente admisible con la condición de que se acepten también todas las demás.
¿Existen normas para componer una novela al margen de las cuales una historia escrita debería llevar otro nombre?
Si Don Quijote es una novela, ¿Rojo y negro es otra? Si Montecristo es una novela, ¿lo es La taberna? ¿Pueden compararse Las afinidades electivas de Goethe, Los tres mosqueteros de Dumas, La señora Bovary de Flaubert, El señor de Camors de O. Feuillet y Germinal de Zola? ¿Cuál de esas obras es una novela? ¿Cuáles son esas famosas reglas? ¿De dónde salen? ¿Quién las puso? ¿En virtud de qué principio, de qué autoridad y de qué razonamientos?
Parece ser, sin embargo, que esos críticos saben con certidumbre y sin lugar a dudas lo que constituye una novela y lo que la diferencia de otra que no lo sea. Y eso, sencillamente, significa que, sin ser productores, militan en las filas de una escuela y rechazan, como los propios novelistas, todas las obras concebidas y ejecutadas al margen de su estética.
Un crítico inteligente debería, antes bien, buscar cuanto menos se parezca a las novelas hechas ya e impulsar a los jóvenes para que prueben nuevas vías.
Todos los escritores, tanto Victor Hugo cuanto Zola, han reclamado persistentemente el derecho absoluto, un derecho indiscutible, a componer, es decir, a imaginar y a observar según su concepto personal del arte. El talento procede de la originalidad, que es una forma particular de pensar, de ver, de entender y de juzgar. Ahora bien, el crítico que pretenda definir la Novela según la idea que de ella se hace basándose en las novelas que le gustan y establecer unas cuantas reglas invariables de composición estará siempre en lucha contra un temperamento de artista que aporte una forma nueva. Un crítico que mereciera por completo ese nombre no debería ser sino un analista sin tendencias, sin preferencias, sin pasiones y, como un experto en pintura, no apreciar sino el valor artístico de la obra de arte que le están presentando. Su comprensión, abierta a todo, debe absorberle casi por completo la personalidad para que pueda descubrir y alabar incluso los libros que no le gusten como hombre y que debe entender como juez.
Pero la mayoría de los críticos no son, en resumidas cuentas, sino lectores, y el resultado es que casi siempre nos riñen en falso o nos elogian sin reservas y sin tasa.
El lector que solo busca en un libro satisfacer la tendencia natural de su pensamiento le pide al escritor que responda a su gusto predominante y califica invariablemente de notable o bien escrita la obra o la parte de esa obra que resulta grata a su imaginación idealista, alegre, picante, triste, soñadora o positiva.
En resumidas cuentas, el público se compone de grupos nutridos que nos gritan:
–Consuéleme.
–Diviértame.
–Apéneme.
–Enternézcame.
–Hágame soñar.
–Hágame reír.
–Hágame estremecer.
–Hágame llorar.
–Hágame pensar.
Solo algunas cabezas de elite le piden al artista:
–Hágame algo hermoso en la forma, lo que mejor le venga a usted según su temperamento.
El artista prueba, lo logra o fracasa.
El crítico no debe valorar el resultado más que ateniéndose a la naturaleza del esfuerzo; y no tiene derecho a ocuparse de las tendencias.
Esto es algo que se ha escrito ya miles de veces. Habrá que seguirlo repitiendo.
Así pues, después de las escuelas literarias que quisieron darnos una visión deformada, sobrehumana, poética, enternecedora, deliciosa o soberbia de la vida, llegó una escuela realista o naturalista que pretendió mostrarnos la verdad, nada más que la verdad y toda la verdad.
Hay que admitir con interés parigual estas teorías artísticas tan diferentes y juzgar las obras que producen solo desde el punto de vista de su valor artístico, aceptando a priori las ideas generales.
Poner en entredicho el derecho de un escritor a crear una obra poética o una obra realista es querer obligarlo a que modifique su temperamento, recusar su originalidad, no permitirle que use los ojos y la inteligencia que le dio la naturaleza.
Reprocharle que vea las cosas hermosas o feas, pequeñas o épicas, encantadoras o lóbregas es reprocharle que esté constituido de esta o de aquella forma y no tenga un punto de vista que coincida con el nuestro.
Dejémosle la libertad de entender, de observar, de concebir como guste, con tal de que sea un artista. Convirtámonos en exaltados poéticos para juzgar a un idealista y demostrémosle que su sueño es mediocre, trivial, no suficientemente enajenado o espléndido. Pero, si estamos juzgando a un naturalista, indiquémosle en qué difiere la verdad en la vida de la verdad en su libro.
Está claro que unas escuelas tan diferentes tuvieron que emplear procedimientos de composición completamente opuestos.
El novelista que transforma la realidad constante, brutal e ingrata para sacar de ella una aventura excepcional y seductora debe, sin preocuparse en exceso por la verosimilitud, manipular a su aire los acontecimientos, prepararlos y arreglarlos para agradar al lector, conmoverlo o enternecerlo. El proyecto de su novela no es sino una serie de combinaciones ingeniosas que llevan hábilmente hasta el desenlace. Los incidentes van dispuestos y graduados hacia el punto culminante y el efecto final, un acontecimiento capital y decisivo que deja satisfechas todas las curiosidades que se despertaron al principio, poniéndole una barrera al interés y concluyendo de tal forma la historia referida que nadie desee saber ya qué será al día siguiente de los personajes más entrañables.
El novelista que, por el contrario, pretende darnos una imagen exacta de la vida tiene que evitar cuidadosamente cualquier cadena de acontecimientos que pudiera parecer excepcional. Lo que pretende no es referirnos una historia, entretenernos o enternecernos, sino obligarnos a pensar, a entender el sentido profundo y oculto de los acontecimientos. A fuerza de ver y de meditar, considera el universo, las cosas, los hechos y los hombres de determinada manera que le pertenece y es el resultado del conjunto de sus meditadas observaciones. Es esa visión personal del mundo la que intenta transmitirnos reproduciéndola en un libro. Para conmovernos de la misma forma que lo conmovió a él el espectáculo de la vida, debe reproducirla ante nuestra vista con un parecido escrupuloso. Tendrá, pues, que componer su obra de una forma tan hábil, tan disimulada y de apariencia tan sencilla que resulte imposible darse cuenta de ello, indicarnos cuál es el proyecto y descubrir sus intenciones.
En vez de maquinar una aventura y de desarrollarla de forma tal que resulte interesante hasta llegar al desenlace, tomará a su personaje o personajes en determinado período de su existencia y los irá llevando, mediante transiciones naturales, hasta el período siguiente. De esa forma mostrará ora cómo se modifican sus ideas por influencia de las circunstancias que los rodean, ora cómo se desarrollan los sentimientos y las pasiones, cómo se ama, cómo se odia, cómo se combate en todos los ambientes sociales, cómo luchan los intereses burgueses, los intereses del dinero, los intereses familiares, los intereses políticos.
La habilidad de su proyecto no consistirá, pues, en emocionarnos o en encantarnos, en un comienzo atractivo o en una catástrofe conmovedora, sino en la hábil agrupación de hechos menudos y constantes, de la que se desprenderá el sentido definitivo de la obra. Si mete en trescientas páginas diez años de una vida para mostrar cómo fue esa vida entre todas las personas de alrededor, cuál fue su significado particular y característico, tendrá que saber eliminar, entre los acontecimientos nimios, incontables y cotidianos, todos aquellos que le resulten inútiles y dar especial relevancia a los que les habrían pasado inadvertidos a observadores poco perspicaces y que le proporcionan al libro su alcance y su valor de conjunto.
Queda claro que esta manera de componer, tan diferente del antiguo procedimiento que quedaba a la vista de todos, desconcierte con frecuencia a los críticos y que estos no descubran todos los hilos, tan delgados, tan secretos, casi invisibles, que utilizan algunos artistas modernos en vez de ese artificio, de ese cordel único, que se llamaba la Intriga.
En resumidas cuentas, si el Novelista de ayer escogía y narraba las crisis de la vida, los estados críticos del alma y del corazón, el Novelista, hoy en día, escribe la historia del corazón, del alma y de la inteligencia en su estado normal. Para causar el efecto que pretende, es decir, la emoción de la realidad sin más, y para que de ello se desprenda la enseñanza artística que quiere conseguir, es decir, la revelación de lo que es realmente, según lo ve él, el hombre contemporáneo, no deberá recurrir sino a hechos de una verdad irrecusable y constante.
Pero, al adoptar esa misma perspectiva de los artistas realistas, es menester discutir y poner en entredicho su teoría, que parece poder resumirse con estas palabras: «Nada más que la verdad y toda la verdad».
Puesto que su intención es sacar a la luz la filosofía de ciertos hechos constantes y habituales, tendrán que enmendar con frecuencia los acontecimientos en provecho de la verosimilitud y en detrimento de la verdad, porque
no siempre la verdad resulta verosímil.¹
El realista, si es un artista, no intentará mostrarnos la fotografía trivial de la vida, sino darnos una visión más completa de ella, más sobrecogedora, más convincente que la mismísima realidad.
Referirlo todo resultaría imposible, pues sería preciso, en tal caso, al menos un tomo por día para enumerar los múltiples incidentes insignificantes que colman nuestra existencia.
Se impone, pues, una elección, lo cual es una primera vulneración de la teoría de toda la verdad.
Además, la vida se compone de las cosas más diversas, más imprevistas, más contrarias, más dispares; es brutal, sin ilación, sin encadenamientos, rebosante de catástrofes inexplicables, ilógicas y contradictorias que hay que clasificar en el capítulo de sucesos.
He aquí por qué el artista, tras escoger el tema, no va a tomar de esa vida atestada de azares y futilidades sino los detalles característicos útiles para lo que va a tratar y descartará todo lo demás, todo lo secundario.
Un ejemplo entre mil:
La cantidad de gente que muere a diario por accidente es considerable en este mundo. Pero ¿podemos hacer que le caiga una teja en la cabeza a uno de los personajes principales, o arrojarlo bajo las ruedas de un carruaje, en plena narración, so pretexto de que hay que tener en cuenta que existen accidentes?
La vida, además, lo deja todo en el mismo plano, apresura los hechos o los alarga por tiempo indefinido. El arte, por el contrario, consiste en utilizar precauciones y preparaciones, en arbitrar transiciones elaboradas y disimuladas, en colocar a plena luz, solo con la habilidad de la composición, los acontecimientos esenciales, y en conceder a todos los demás el grado de relieve que les convenga, a tenor de su importancia, para producir la profunda sensación de esa verdad esencial que se pretende mostrar.
Que algo resulte verdadero consiste, pues, en dar la ilusión completa de lo verdadero según la lógica ordinaria de los hechos, y no en transcribirlos servilmente según vayan ocurriendo, en revoltillo.
La conclusión a la que llego es que los Realistas con talento deberían llamarse más bien Ilusionistas.
Por lo demás, qué pueril es creer en la realidad si todos llevamos la nuestra en el pensamiento y en los órganos. Nuestros ojos, oídos, olfato y gusto, que son diferentes, crean verdades, tantas como hombres hay en el mundo. Y nuestra cabeza, que recibe las instrucciones de esos órganos, que recibe las impresiones de forma diferente, entiende, analiza y juzga como si cada uno de nosotros perteneciera a otra raza.
Así que todos y cada uno sencillamente nos hacemos una ilusión del mundo, ilusión poética, sentimental, alegre, melancólica, sucia o lúgubre, según nuestra forma de ser. Y el escritor no tiene otra misión que la de reproducir fielmente esa ilusión con todos los procedimientos artísticos que ha aprendido y de los que puede disponer.
¡La ilusión de lo hermoso, que es una convención humana! ¡La ilusión de lo feo, que es una opinión cambiante! ¡La ilusión de lo verdadero, nunca inmutable! ¡La ilusión de lo infame, que atrae a tantos! Los grandes artistas son aquellos que imponen a la humanidad su ilusión particular.
No nos enojemos, pues, contra ninguna teoría, puesto que todas son sencillamente la expresión generalizada de un temperamento que se está analizando.
Existen dos, sobre todo, que se han debatido con frecuencia oponiéndolas entre sí en lugar de admitirlas ambas, la de la novela de análisis puro y la de la novela objetiva. Los partidarios del análisis le piden