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¿Por qué la Reforma aún importa?: Conociendo el pasado, para reflexionar sobre el presente y dar forma al futuro
¿Por qué la Reforma aún importa?: Conociendo el pasado, para reflexionar sobre el presente y dar forma al futuro
¿Por qué la Reforma aún importa?: Conociendo el pasado, para reflexionar sobre el presente y dar forma al futuro
Libro electrónico253 páginas4 horas

¿Por qué la Reforma aún importa?: Conociendo el pasado, para reflexionar sobre el presente y dar forma al futuro

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¿Sigue importando la Reforma?

En 1517, un monje alemán clavó un cartel a la puerta de una iglesia, en el que se impugnaban las doctrinas prioritarias que enseñaba la iglesia católico romana en aquellos días. Ese momento inició un movimiento que cambió toda la trayectoria de la historia de la iglesia. Pero, ¿tienen aún los reformadores algo que enseñarnos?

En este accesible manual básico, Tim Chester y Michael Reeves responden a once preguntas clave suscitadas por los reformadores, preguntas que siguen siendo críticamente importantes para la iglesia de hoy.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 may 2017
ISBN9788494683060
¿Por qué la Reforma aún importa?: Conociendo el pasado, para reflexionar sobre el presente y dar forma al futuro
Autor

Tim Chester

Tim Chester is a senior faculty member of Crosslands in the UK. He leads on Doctrine, Pastoral Studies and Advanced Biblical Studies for Crosslands Seminary and oversees the Crosslands Foundation curriculum. Tim has written over 50 books including, You Can Change, A Meal with Jesus and Enjoying God.

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    ¿Por qué la Reforma aún importa? - Tim Chester

    1:xix.

    1. JUSTIFICACIÓN

    ¿Cómo podemos ser salvos?

    La historia de Lutero y la justificación

    La primera biografía de Lutero fue obra de su amigo Philip Melanchton en 1549. Este nos dice que, después de graduarse, Lutero comenzó a estudiar derecho. Su familia y amigos esperaban con confianza que el brillante joven hiciera una importante contribución al Estado, pero en su lugar se unió a los monjes agustinos.

    En su entrada allí, no solo se aplicó con la mayor diligencia en los estudios eclesiásticos, sino que también, con la disciplina más severa, ejerció el gobierno de sí mismo y sobrepasó de largo a todos los demás en el amplio espectro de la lectura y el debate con una observancia celosa del ayuno y la oración.¹

    Sin embargo, todas sus empresas religiosas no podían dar ninguna seguridad a Lutero. Cuando un amigo íntimo murió, se aterrorizó ante el pensamiento del juicio de Dios. Y la teología del momento lo empeoraba todo.

    La teología medieval veía el pecado como un problema del ser que necesitaba curación y esta tenía lugar a través de los sacramentos. En esta vida, el cristiano se halla suspendido entre la gracia de Dios (mediada a través de los sacramentos) y su juicio. La teología medieval, pues, añadía una distinción entre gracia real y gracia habitual. La primera otorgaba el perdón de los pecados, siempre y cuando fueran confesados. La segunda cambiaba a las personas en lo profundo, en su mismo ser, superando el problema del pecado original.

    El problema de Lutero era que como solo los pecados reales confesados eran perdonados, estaba obsesionado con no omitir ninguno de ellos. Pasaba horas confesándose ante su superior en la orden agustina y después volvía apresuradamente con alguna falta que había recordado. Un día, su superior le dijo: Mire, hermano Martín, si va a confesar tanto, ¿por qué no hace algo que merezca la pena confesar? ¡Mate a su madre o a su padre! ¡Cometa adulterio! ¡Deje de venir aquí con tanta farsa y falsos pecados!.²

    En 1512, a la edad de veintiséis años, su orden lo envía como profesor de estudios bíblicos a la nueva universidad en Wittenberg. Fue aquí, estudiando a Agustín de Hipona y enseñando sobre Salmos, Romanos y Gálatas, donde Lutero llegó a un entendimiento radicalmente fresco del evangelio.

    Explicar el desarrollo del pensamiento de Lutero es notablemente difícil. Formar sus nuevas convicciones llevó su tiempo. Existe mucho debate entre los expertos acerca de lo que creía y cuándo lo creyó. Por tanto, lo presentaremos de forma simplificada como un movimiento doble. Es más complejo que esto, con solapamientos significativos, pero esta forma nos ayudará a entender qué estaba ocurriendo en términos teológicos.

    El primer paso de Lutero: la justicia como un don

    Un momento clave es lo que se conoce como la experiencia de la torre de Lutero. Su fecha es discutida y puede tener un proceso más largo que un momento eureka. Lutero describió su experiencia de la siguiente forma:

    Entretanto, en ese mismo año, 1519, había comenzado a interpretar los Salmos una vez más. Confiaba en que tenía más experiencia ahora, ya que había lidiado en cursos universitarios con las epístolas de San Pablo a los Romanos, los Gálatas y la carta a los Hebreos. Había concebido un deseo ardiente de entender lo que Pablo quería decir en su Epístola a los Romanos, pero hasta ese momento se había interpuesto en mi camino, no la sangre fría alrededor de mi corazón, sino esa palabra que aparece en el capítulo uno: En el evangelio la justicia de Dios se revela. Odiaba esa palabra, justicia de Dios (iustitia Dei), que, por su uso y costumbre, me enseñaron todos mis maestros a entender filosóficamente como algo referente a una justicia formal o activa, como la llaman, esto es, esa justicia por la que Dios es justo y por la que castiga a los pecadores y los impíos.

    Pero yo, el monje intachable que era, sentía delante de Dios que era un pecador con una conciencia extremadamente turbada. No podía estar seguro de que mi satisfacción aplacara a Dios. No amaba, no; más bien, odiaba al Dios justo que castiga a los pecadores. En silencio, si no blasfemé, sin duda me quejé vehementemente y me enojé con Dios. Dije: ¿No es suficiente que nosotros, pecadores miserables, perdidos por toda la eternidad debido al pecado original, estemos oprimidos por todo tipo de calamidades a través de los diez mandamientos? ¿Por qué amontona Dios aflicción tras aflicción y a través del Evangelio nos amenaza con su justicia y su ira?. Así es como me enfurecía con una conciencia salvaje y perturbada. Atosigaba constantemente a San Pablo sobre ese punto en Romanos 1 y quería saber ansiosamente que quería decir.

    Medité noche y día sobre esas palabras hasta que, por fin, por la misericordia de Dios, presté atención a su contexto: Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe; como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá. Empecé a entender que en este versículo la justicia de Dios es aquello por lo que la persona justa vive por un don de Dios, esto es por fe. Empecé a entender que este versículo significa que la justicia de Dios se revela por medio del Evangelio, pero es una justicia pasiva, esto es, aquello por medio de lo cual el Dios misericordioso nos justifica por fe, como está escrito: El justo por la fe vivirá. De inmediato sentí que había nacido de nuevo y entrado en el propio paraíso a través de unas puertas abiertas. Inmediatamente vi la totalidad de las Escrituras bajo una luz diferente. Di un repaso a las mismas de memoria y encontré que otros términos tenían significados análogos; por ejemplo, la obra de Dios, esto es, lo que Dios obra en nosotros; su poder, por medio del cual nos hace poderosos; su sabiduría, por medio de la cual nos hace sabios; su fuerza, su salvación, su gloria.

    Ensalcé esta dulcísima palabra mía, la justicia de Dios, con tanto amor como la había aborrecido antes con odio. Esta frase de Pablo fue para mí la misma puerta del paraíso. Después leí Del Espíritu y de la letra de Agustín de Hipona, donde encontré lo que no me había atrevido a esperar. Descubrí que él también interpretaba la justicia de Dios de una forma parecida, concretamente como aquello con lo que Dios nos viste cuando nos justifica. Aunque Agustín lo había dicho de forma imperfecta y no explicó en detalle cómo nos imputa Dios la justicia, me siguió agradando que él enseñara la justicia de Dios por la cual somos justificados.³

    En Romanos 1:17, Pablo escribe: Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe; como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá. Lutero no podía entender cómo podía ser evangelio —buenas nuevas— la justicia de Dios. Parecía ofrecer solamente la amenaza del juicio. La ley no solo nos condena, ¡también lo hace el evangelio!: "Porque en el evangelio se revela una justicia de Dios". Pero Lutero comenzó a ver la justicia de Dios revelada en el evangelio no solo como una cualidad de Dios, su justicia imparcial por la que juzga a los pecadores. En su lugar, la vio como un don de Dios. La justicia de Dios es la que él nos da para que podamos ser justicia delante de él. No es un atributo de Dios que se levanta ante nosotros, juzgándonos sobre la base del mérito. Es el don de Dios por el cual nos declara justos, aunque no lo seamos en nosotros mismos. Lutero dice:

    [Pablo] dice que todos son pecadores, incapaces de gloriarse en Dios. Sin embargo, deben ser justificados por medio de la fe en Cristo, que ha obtenido esto para nosotros por medio de su sangre y se ha hecho propiciatorio por nosotros [compárese con Éx. 25:17; Lv. 16:14—15; 1 Jn. 2:2] en la presencia de Dios, que nos perdona todos nuestros pecados anteriores. Al hacerlo, Dios demuestra que es solo su justicia, que él nos da por medio de la fe, la que nos ayuda, la justicia revelada en el momento indicado por medio del Evangelio y, antes de eso, atestiguada por la Ley y los profetas.

    Lutero dio el primer paso en su pensamiento desde una conciencia turbada, creada por la teología medieval, hasta un redescubrimiento de la visión de Agustín de Hipona, y su percepción del pecado. Lutero no llegó a considerar el pecado simplemente como una debilidad del ser o una carencia de bien, sino como una rebelión contra Dios. Era un problema relacional.

    Además, el hombre coram Deo (delante de Dios) no tenía recursos. Lutero dijo: Si cualquiera sintiera la grandeza del pecado, no sería capaz de seguir viviendo otro momento más; tan grande es el poder del pecado.

    Pero Lutero iría más allá que Agustín de Hipona. Este había dicho que cuando un pecador reconoce su necesidad de salvación, se vuelve a Dios con fe, quien le da el Espíritu Santo, que empieza a cambiarlo. En esta opinión de Agustín de Hipona, la justicia de Dios es el don de transformar la gracia dentro de nosotros. Y justificación es el proceso de curación que el Espíritu obra en nuestro interior. Dios nos cambia de una persona egoísta a una amorosa de forma que podemos obedecerlo desde el corazón. La justicia es un don, pero sigue exigiendo un proceso de cambio en nosotros como respuesta.

    El segundo paso de Lutero: justicia externa

    El segundo paso en el pensamiento de Lutero lo llevó desde la visión agustina a una posición evangélica distintiva. Si ese primer paso en su pensamiento fue un redescubrimiento de Agustín, el segundo puede verse como un redescubrimiento de Pablo. Lutero ve ahora que justificar no significa hacer justo o cambiar a una persona, sino contar como justo, declarar justo, absolver. La justificación tiene que ver con mi estatus delante de Dios, no con lo que Él hace dentro de mí.

    La teología medieval consideraba la gracia como una cualidad obrando dentro de nosotros. La justicia se nos daría para que pudiéramos ser justificados. La gracia de Dios nos curaría para que pudiéramos ser justos delante de él.

    Pero Lutero dijo que la gracia no era alguna cosa obrando en nosotros, sino el favor inmerecido de Dios hacia nosotros. La causa de la justificación es la justicia extraña de Cristo. No es extraña porque venga del espacio exterior (!), sino porque es externa a nosotros. No es inherente a las personas ni se dice en ningún sentido que les pertenezca. Es extrínseca en lugar de intrínseca. Lutero habló de la aceptación por parte de Dios de la justicia de Cristo como nuestra justicia aunque sea ajena a nuestra naturaleza. No se nos declara justos sobre la base de un proceso gradual futuro de curación, sino sobre la base de la obra terminada de Cristo.

    Melanchthon en particular desarrolló la idea de la justicia extrínseca en la idea de la imputación (aunque Lutero, también, usa la frase en su descripción de su experiencia en la torre). La teología medieval (y el primer Lutero) hablaron de una impartición o infusión de justicia que hacía efectiva nuestra justificación. Pero Melanchthon habló de la justicia de Cristo imputada a nosotros, contada como nuestra por Dios. Nuestros pecados no son eliminados, pero no son contados contra nosotros. La justificación, pues, no trata de Dios haciéndonos justos, sino declarándonos justos. Es el lenguaje del tribunal en lugar del hospital. La justificación no es un proceso de curación, sino una declaración de que tenemos una posición correcta, positiva delante de Dios.

    Solo por fe

    De esta forma, somos declarados justos solo por fe. Lutero veía a las personas en un papel pasivo en el proceso de justificación. Nosotros no podemos iniciar el proceso. Estamos desamparados y esclavizados. No tenemos nada para contribuir a nuestra salvación. Y, por tanto, la justificación es —y solo puede ser— por fe y solo por fe. La fe, aquí, es fiducia, confianza o dependencia personal. En el período medieval, la fe se veía frecuentemente como una virtud (en el sentido de fidelidad o lealtad). Para Lutero, la fe es simplemente aferrarse a Cristo. Es recibir lo que Cristo ha hecho.

    Si alguien piensa que estas distinciones son sutiles o que la diferencia con el catolicismo es exagerada, que considere las declaraciones formuladas en el Concilio de Trento (1545—1563). Este fue la respuesta del catolicismo a la Reforma, una respuesta de la que nunca se ha retractado. El mismo fue bastante explícito en su condena de la justificación solo por fe:

    Si alguno dice que impíos son justificados solo por fe de una forma que signifique que no se requiere nada más que coopere con el fin de recibir la gracia de la justificación y que no es necesario para un hombre estar preparado y predispuesto por el movimiento de su propia voluntad, sea anatema. (Ses. 6, Canon 9).

    Si alguno dice que la fe justificadora no es otra cosa sino confianza en la misericordia divina que perdona los pecados por causa de Cristo; o que somos justificados por esta confianza solamente, sea anatema. (Ses. 6, Canon 12).

    El contraste con Lutero es destacado. Este dice: Si la fe no está desprovista de todas, incluso de las más pequeñas obras, no justifica; de hecho, ni siquiera es fe.⁶ Lutero, como veremos, dejó claro que la fe continúa produciendo buenas obras en la vida de una persona. Pero cualquier esperanza de salvación basada en las buenas obras, incluso en parte, niega la idoneidad de nuestra única esperanza verdadera, Jesucristo.

    Como en el catolicismo la salvación depende de la fe más las obras, el concilio niega la posibilidad de la seguridad. Para los reformadores, expresar seguridad era jactarse en Cristo y su obra terminada. Para el catolicismo, expresar seguridad era un alarde soberbio y presuntuoso en tus propias buenas obras.

    Si alguno dice que un hombre que ha nacido de nuevo y es justificado se ve obligado por la fe a creer que con seguridad se encuentra entre el número de los predestinados... y que tiene el don de la perseverancia hasta el final (a no ser que lo haya sabido por una revelación especial), sea anatema. (Ses. 6, Cánones 15—16).

    En años recientes, los colaboradores católicos en debates ecuménicos han hecho declaraciones sobre la justificación por fe que algunos evangélicos se han sentido capaces de confirmar. Pero habitualmente estas aseveraciones carecen de precisión sobre los asuntos fundamentales de la Reforma. Las mismas están lejos del repudio de los anatemas que el Concilio de Trento hizo contra la teología de la Reforma.

    Justo y pecador al mismo tiempo

    Al principio, Lutero pensaba en los cristianos como en parte pecadores y en parte justos. La frase en latín es simul iustus et peccator, al mismo tiempo justo y pecador. Lutero siguió empleando esta frase, pero la entendía de forma diferente. Añadió la palabra semper, siempre. El cristiano era siempre justo (en estatus) y siempre pecador (en estilo de vida). No estamos en un proceso gradual que va de una cosa a otra. Somos pecadores porque continuamos con nuestros viejos hábitos pecaminosos. Sin embargo, ya hemos aparecido delante del trono del juicio de Dios y hemos sido declarados

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