Morir quizá no sea lo peor
Por Pascal Dessaint
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Detalles curiosos: el aire acondicionado está al máximo y el examen forense revelará la presencia de siete granos de arroz y de siete fragmentos de metal en el esófago de la víctima.
El encargado del caso, el capitán Félix Dutrey no tiene más remedio que investigar en el pasado de Jérômine Gartner. Bióloga de formación, trabajaba en los invernaderos municipales y vivía sola, aunque tenía amigos: su compañera de trabajo Élisa, pero sobre todo Cédric, Simon, Marthe y Suzanne. Y también su hermano Paul, escritor de éxito desaparecido misteriosamente en el mar durante una tormenta. Sus vidas tomaron caminos distintos, pero un secreto les unió para siempre y, detrás de ese secreto, quizá se encuentre la clave de la muerte de Jérômine.
A través de esta historia a cuatro voces en la que se avanza de revelación en revelación, Pascal Dessaint, con la mezcla de intensidad y de humanidad que le caracteriza, nos enfrenta a los retos más importantes de las próximas décadas.
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Morir quizá no sea lo peor - Pascal Dessaint
Título original: Mourir n’est peut-être pas la pire des choses
2003, 2005, Editions Payot & Rivages
© 2005 Pascal Dessaint
© María Llopis Freixas, de la traducción
Cubierta:
Diseño: Ediciones Versátil
© Shutterstock, de la fotografía de la cubierta
1.ª edición: enero 2018
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo y propiedad de la traducción:
© 2018: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
Para Florence
«Está bien el mundo que hemos fabricado. Nos toca vivir en él».
T.C. Boyle
«Se dice que algunos nacen para ser felices y que la felicidad cae por casualidad encima de los demás».
Jack London
Prólogo: Flores negras
A menudo me preguntan cuál es el criterio que seguimos a la hora de seleccionar las novelas que forman la colección Off Versátil. En un alarde de sinceridad, dejo claro que este sello es fruto del trabajo en equipo, y que ni mis editoras ni yo mismo tratamos de seguir ningún criterio rígido. De hecho así es: nos gusta dejarnos sorprender, experimentar, aceptar propuestas diferentes, incluso contradictorias entre sí. Es la única manera de no repetirnos, de no mimetizarnos con el trabajo ajeno, de no cerrar ninguna posibilidad. Aunque bien mirado, todas las novelas del sello tienen algo en común. Desde Cien años de perdón, de Claudio Cerdán, hasta Tan tuyo como tu muerte, de Emili Bayo, todas presentan una voz narrativa propia, una apuesta personal, un empeño radical en su ejecución. Son flores negras, posiblemente en algún sentido imperfectas, como debe serlo cualquier obra literaria, pero bellas, estremecedoras y únicas, como lo son las mejores novelas negras.
Tras formar una colección que resulta fácilmente reconocible y que ha conseguido fidelizar a los lectores, vemos compensado el trabajo de estos años hasta el punto de que nos proponemos una nueva meta: ampliar nuestro campo de actuación, sumando autores foráneos a los escritores españoles. Comenzamos con un aclamado autor francés, Pascal Dessaint, reconocido por la crítica y galardonado con el Grand prix de littérature policière, entre otros premios.
Morir quizá no sea lo peor es nuestra nueva flor negra, una novela inusual, que para encontrar la lógica que explica una muerte trágica necesita confrontar diferentes voces, que propone un juego de contrastes entre la sordidez del crimen y temas ecológicos, filosóficos y espirituales. Transcurre, de hecho, entre la ciudad de Toulouse —terreno conocido, terreno conquistado— y las zonas más agrestes de Indonesia y Filipinas.
La señora Jourda no sabe qué hacer con la iguana que le confió su vecina Jérômine Gartner. La joven lleva un tiempo sin dar señales de vida. Cuando los policías se disponen a forzar la puerta de su piso, comprueban que ni siquiera está cerrada. En el interior, Jérômine está tumbada en un sillón. Estrangulada. Curiosamente, el aire acondicionado está al máximo y el examen forense revela la presencia de siete granos de arroz y de siete fragmentos de metal en el esófago de la víctima. El capitán Félix Dutrey tendrá que sumergirse en la vida de la difunta y hacer su uso de la intuición para reconstruir sus relaciones, marcadas todas ellas por la lucha ecologista.
En el magistral ensayo Cómo escribir una novela negra, Óscar Urra definía el género como «la negra flor del romanticismo», ya que, pese a su ambientación urbana y contemporánea, las novelas negras parten de personajes individualistas y románticos, luchadores enfrentados al sistema, que viven en sus márgenes… Esto se hace más evidente que nunca en Morir quizá no sea lo peor, donde la ambivalencia y los anhelos de sus protagonistas nos llevan a terrenos siempre sorprendentes. Quizás porque aquellos que defienden sus ideales con más vehemencia son los que más fácilmente caen en contradicciones.
David G. Panadero,
director de la colección Off Versátil
PRIMERA PARTE: ¿La naturaleza nos perdonará?
1. Félix
· Toulouse ·
Jérômine Gartner estaba sentada en el sillón, sus piernas abiertas indicaban una hora aproximada, las ocho y veinte, poco más o menos, estaba desnuda y muerta. «Gartner», ese nombre me sonaba.
Había recibido la llamada de madrugada. Germaine Jourda estaba preocupada por su vecina. Esta se había ido de fin de semana el viernes por la tarde. Como pasaba a menudo, le había confiado al pequeño Paul, al que recogería el lunes por la tarde como máximo. Ya era martes y Jérômine Gartner no había dado señales de vida.
—Entiendo que esté preocupada, señora Jourda, pero ¿no le parece prematuro? Quizá su vecina llegó ayer muy tarde y en estos momentos todavía esté durmiendo…
—Ya le ocurrió lo mismo una vez y me pasó una nota por debajo de la puerta. Así no me preocupo. Jérômine es una buena chica.
—Es posible que haya tenido un contratiempo, señora Jourda, y no haya podido avisarla.
—¿Y qué hacemos con el pequeño Paul?
Le aconsejé que tuviera paciencia, y, si Jérômine no regresaba ni daba señales de vida de un modo u otro antes del final del día, que me llamara de nuevo, que preguntara por el capitán Félix Dutrey, estaba a su disposición, pero le insistí muchas veces, todavía no había por qué preocuparse. Colgué. Era el 20 de junio de 2000, el sol ya pegaba fuerte, un viento intenso agitaba los plátanos en el canal de Midi y no sabía si salir a patrullar. Podía quedarme en el frescor del despacho ocupándome de algunos asuntos. El teléfono de mi escritorio volvió a sonar.
—Tiene que venir, capitán.
—Señora Jourda, se lo ruego…
—He subido a casa de Jérômine.
—¿Y?
—He llamado al timbre, he golpeado la puerta y nadie contesta.
—Quizá simplemente esté ausente —suspiré.
—La puerta está abierta.
—¿Cómo dice?
—He intentado abrirla y se ha abierto.
—¿Y ha entrado en el piso?
—¡No, por Dios!
Enseguida llamé a mi superior. A pocas horas de su jubilación, Claude Mousplède estaba dispuesto a concedérmelo todo, pero con la condición de que volviera puntual para su fiesta de despedida. Tenía la voz alegre, se le notaba un gran alivio y me pregunté cómo me sentiría yo en el momento de dejar mi arma. Como un niño, me dijo que había elegido un vino del Aude magnífico. Más en serio, me dijo que seguramente sería la última vez, si yo se lo permitía, que llamaría al procurador de la República. Me aconsejó que pidiera la ayuda de un cerrajero.
El cerrajero al que llamábamos normalmente no estaba en la ciudad, debido a la defunción de su madre, así que recurrí a Jacques Labit, cuya empresa estaba situada en el barrio de Saint-Cyprien. Al principio, el hombre protestó, pero le amenacé un poco:
—Señor Labit, ¿tengo que recordarle que rechazar sin motivo legítimo o no responder a un requerimiento de un magistrado o de una autoridad de la policía judicial actuando en el ejercicio de sus funciones está castigado por el artículo R. 642-1 del nuevo Código Penal?
—Vaya… no suena muy bien.
—Se enfrenta a una multa de segunda clase.
Pocos momentos después, Marc Ventimiglia aparcaba el Peugeot 306 delante del Blacksmith. El inmueble de siete plantas estaba situado en la plaza de Fer à Cheval. La plaza era redonda y la fachada, entre las calles Sainte-Lucie y Henri-Lavigne, ocupaba buena parte de una de sus esquinas. Jérômine Gartner vivía en el séptimo piso, el último. Jacques Labit nos esperaba en el pasillo, con las manos en los bolsillos.
—No abriré esta puerta, ¿de acuerdo?
Por toda respuesta, Marc sacó el formulario adecuado para estos casos y tomé juramento al cerrajero. Jacques Labit suspiró al firmar al pie del documento, y después empezó a examinar la puerta, empezando por la cerradura. El examen duró unos minutos.
—La puerta no ha sido forzada —dijo.
—Ya me lo parecía.
—¿Aún me necesita?
—No.
—¿Qué cobro por esto?
—Nuestro agradecimiento…
—Pues, ¡muy bien!
—¿Podrá enviarme su informe esta tarde?
—Si tengo un hueco…
Jacques Labit se alejó arrastrando los pies. Miré a Marc y saqué un pañuelo de mi bolsillo.
Aunque el piso solo tuviera tres estancias, además del pasillo y el baño, era amplio, estimé que tenía una superficie de unos noventa metros cuadrados. Jérômine Gartner tenía unas proporciones más razonables, un metro setenta y cincuenta y seis kilos aproximadamente. Era rubia. Por las arrugas en su rostro, pensé que debía tener treinta y ocho o treinta y nueve años. Había muerto con los ojos cerrados o alguien le había bajado los párpados. En ambos casos, estaba muerta y bien muerta. El sillón en el que yacía se encontraba en el salón, frente a una estantería llena de cachivaches, lo que no habría resultado curioso de no ser porque el sillón no estaba situado perpendicularmente al sofá, ni de cara o espaldas a las ventanas, sino en paralelo. No era una posición normal.
Llamé al SRIJ. Serge Tubé me prometió que estaría aquí en un cuarto de hora y coloqué el móvil en mi cinturón. Miré un momento en dirección a Marc y me di cuenta de que apretaba los dientes.
—Puedes empezar por interrogar a los vecinos, Marc.
—Eh…
—¿Me oyes?
Marc consiguió apartar sus ojos del cadáver, retrocedió en el salón y acabó tropezando con las cajas de cartón que se amontonaban en el pasillo. Una contenía revistas viejas, y la otra, botes y botellas de cristal vacíos. Soltó una palabrota, se masajeó la pantorrilla y salió cerrando la puerta.
Marc era mi compañero desde hacía poco más de un año y nos entendíamos muy bien. Nos había llegado de Bergerac, donde había iniciado su carrera. Tenía treinta años. De italiano solo tenía el apellido. Ventimiglia era la traducción de Vintimille y fue suficiente para que los graciosos del servicio se burlaran de él, por lo menos durante los primeros meses. Le llamaban el Calaisien, en referencia a la línea de ferrocarril entre Calais y Vintimille. Cuando Marc llegaba tarde, le recordaban que los trenes llegaban puntuales, lo que, todo sea dicho, casi nunca pasaba. Incluso a veces decían chu-chu cuando pasaba por delante de ellos. Muy graciosos, sí.
Marc no era italiano ni tampoco de Calais. Sus abuelos se habían ido del Piamonte, donde se morían de hambre, para trabajar en Francia, en la Lorena, entre las dos guerras mundiales. Pronto sufrieron lo que sufrían todos los inmigrantes, fueran blancos o de cualquier otro color. Pero las humillaciones diarias no les bajaron la moral, al contrario, salieron reforzados. A pesar de todo, para poder integrarse en la patria que les acogía, decidieron abandonar su lengua materna, de modo que, alimentados por el biberón de la escuela laica y republicana, sus hijos, entre ellos el padre de Marc, nunca la hablaron.
Los padres de Marc trabajaron toda su vida en la siderurgia, hasta su jubilación, cuando se instalaron en las Corbières. El drama se había producido siete meses antes, durante las terribles inundaciones del canal de Midi. En un pueblo, Béatrice, la hermana de Marc, pensando quizá salvarse del agua, había salido de su coche. En un segundo, fue arrastrada por la corriente. Tuvo una muerte atroz. Encontraron su cuerpo atrapado en un desagüe. Marc seguía teniendo pesadillas, empezaba a sudar en cuanto el cielo se cargaba de nubes, pero los graciosos del servicio ya no decían chu-chu a su paso.
No se notaba el olor de la muerte. El aire acondicionado estaba puesto a 5 °C y el vello se me erizaba en los antebrazos. Me acostumbré al frío y al ruido de la máquina. Mientras seguía observando el salón, empecé a tomar medidas cautelares. Pedí refuerzos: necesitaba a un hombre en el pasillo y dos más en la entrada del edificio, unos auxiliares me bastaban. Acababa de exponer la situación a Claude Mousplède cuando Serge Turbé entró en el piso, seguido por Karim Tahir y Maxime Pons, con las manos cargadas de su material. En silencio, con unos pocos movimientos, Serge desplegó sus cosas. Me guiñó el ojo y Karim, tras observar toda la estancia, empezó a establecer el plan. Enseguida eligió como punto inamovible y referencia para toda la operación una de las dos esquinas que formaba la pared con el pasillo. Serge trazó un círculo con tiza en torno al sillón y Maxime empezó a ametrallar la habitación con su Nikon. Los tres hombres, actuando metódicamente y con minuciosidad, parecían moverse al ralentí, como astronautas, una impresión acentuada por el frío que reinaba en el piso y su traje: un mono blanco, unos guantes de látex y chanclas de caucho. Serge se distinguía del grupo porque llevaba la capucha echada hacia atrás. Interrumpí mi comunicación con Mousplède y Serge me preguntó:
—¿Has tocado algo, Félix?
—Solo con los ojos… Encontrarás huellas de Germaine Jourda en la puerta de entrada, mías no.
—Perfecto. Espero al forense, y después tomaré las de…
—Jérômine Gartner.
—Es bonita, Jérômine. Ten, ponte esto. Estarás más cómodo y nos facilitará el trabajo.
Me puse los guantes de látex que me tendía. Serge exigía que cualquier persona presente en la escena de un crimen, y durante todo el tiempo que durara la inspección, los llevara. Habría impuesto sus malditos guantes a las cucarachas de haber podido y no protesté, para guardar las formas. Karim Tahir y Maxime Pons no eran los mejores técnicos del servicio regional de identidad judicial para trabajar en silencio y sin prisas. Serge, sin embargo, les seguía en sus desplazamientos, les apoyaba si era necesario, controlando de forma sistemática las muestras que recogían y clasificaban. Germaine Jourda había llamado a las nueve horas treinta y dos minutos y a las once el equipo de Serge había terminado con el salón y la cocina, y todos nos preguntábamos qué estaba haciendo Eusèbe Cathala. En la cocina, Karim y Maxime no habían recogido muchos indicios. Como en el salón, unas plantas robustas en macetas caían en cascada aquí y allá. Parecía evidente que la estancia había sido limpiada recientemente. Los últimos platos usados aún estaban en el fregadero. El congelador estaba vacío, pero la nevera, sin estar llena, podía revelar algunos aspectos sobre la víctima. Abre mi nevera y sabrás quién soy. Contenía una botella de vino blanco de Charentes, unos yogures Pascal, otros de soja (bio), aceite de oliva virgen (primera prensada en frío), un pollo que, por el aspecto de su molleja, había sido criado en una granja, unos brócolis, otras buenas verduras como las que solo se encontraban en los mercados de Salin o de Saint-Aubin y, entre otros alimentos perecederos, un envase de fresas de Moissac. Aún estaban buenas y cedí a la gula, cogí una y me la comí mientras me dirigía hacia la habitación.
La habitación era la estancia más grande. Una estantería repleta, sobre todo, de ensayos y libros de fotografía, la dividía por la mitad. A un lado, estaba la cama y una mesilla de noche donde había unos pañuelos de papel y el retrato de un hombre en un marco sobrio. Al otro lado, de cara a las ventanas, una silla y una mesa de despacho con un ordenador. El mobiliario, en este espacio, era de diseño elegante y caro. A través de las ventanas, podía contemplarse la avenida Dillon, el río Garona y, casi hasta Bazacle, los muelles de la ciudad. En esta época, a pesar de los edificios, el color dominante era el verde, tanto el verde incierto del río como el más tierno de los árboles, en su orilla, la pradera de Filtres, las palomas torcaces o los muelles.
Karim y Maxime estaban cada uno a un lado de la estantería. Karim barría la cama y la moqueta con una lámpara de luz monocromática, que permitía hacer visibles por fluorescencia los indicios no aparentes, como las huellas de dedos, de saliva o de esperma. Al otro lado de la habitación, Maxime extendía ninhidrina por la superficie de los muebles con ayuda de un pincel. Serge recorría incansablemente la distancia que separaba a los dos técnicos, escribía en su cuaderno cada observación, etiquetaba cada muestra. Observé el par de zapatillas que descansaban encima de la moqueta y el armario llenísimo de ropa. En voz alta, me pregunté si Jérômine había muerto desnuda o vestida.
—Huele a puesta en escena —observó Karim.
—Sí —admití, y me dirigí a Serge—. ¿Restos orgánicos?
—Restos de uñas. Pelos.
—¿De qué tipo?
—Pelos, pelos de brazo, pelos de culo, ¿qué quieres decir con tipos de pelos?
—Umm…
—Dicho esto, hay pelos morenos, y Jérômine Gartner es rubia, una rubia auténtica.
—Quizá son del tipo de la foto.
—Quizá sí, quizá no.
—Te quedas con lo aparente.
—Ya lo sé. Pero también hay manchas de esperma en las sábanas.
—Bien. ¿Y qué me dices de las huellas?
—Tendrás que esperar un poco, pero me parece que hay varias huellas papilares muy diferentes las unas de las otras. Consultaré nuestro fichero dactilar, y, si es preciso, me dirigiré al SCIJ, que me dará acceso al FAED…
Serge sonrió, se burlaba de las siglas. Resultaba que los servicios centrales de la subdirección de la policía técnica y científica se habían deslocalizado en 1996 a Écully, en la zona de Lyon.
Abarcaban, sobre todo, el Servicio Central de Identidad Judicial (SCIJ) que, por un lado, orientaba y controlaba la actividad de los servicios territoriales, y por el otro, gestionaba el Fichero Automatizado de las Huellas Digitales (FAED), una aplicación ya común en la policía y la gendarmería. Serge veía en el SCIJ no tanto una amenaza, sino más bien un obstáculo a sus propias prerrogativas. Pero era evidente que la creación de ese fichero nos facilitaba mucho el trabajo. Le devolví la sonrisa, como para decirle: «No te quejes», y volví al salón.
Mi mirada volvió a fijarse en Jérômine Gartner y luego me puse a estudiar los objetos colocados en los diferentes estantes. Lo que más llamaba la atención era una escultura de madera oscura de unos veinte centímetros de altura; quizá de origen africano. Representaba una rana, de pie, que llevaba a un niño en sus patas. La rana y el niño mostraban unas miradas inexpresivas pero curiosamente relajantes. No podía decirse lo mismo de la criatura, más bien espantosa, dibujada en papel de seda y puesta en un marco sin cristal. No se trataba de un animal, ni de un humano, una humana si acaso, sino de una mezcla de los dos algo grotesca. La cara era muy pálida. Los dientes recordaban a unos colmillos. El pelo, largo y enredado, bajaba hasta los tobillos. Mostraba unos senos fláccidos que le caían hasta las rodillas y, detalle particularmente horrible, unas largas piernas peludas acababan en unos pies girados hacia atrás. Observé durante un rato al monstruo y luego la gran cantidad de botellitas repartidas en torno a un gong, en el segundo estante. Las botellitas contenían arena, había de varios colores y, en cada una, una etiqueta indicaba su origen. Empecé a leer en silencio: Islas del Viento (Polinesia), Mostaganem (Argelia), Valparaíso (Chile), Arrecife (Brasil), Puerto Príncipe (Haití), Leffrinckouck (Francia), Vik (Islandia), Hydra (Grecia), Samarinda (Borneo), murmuré:
—Siquijor…
—Vengo de ahí…
Reconocí la voz antes de dirigir mi mirada hacia aquel hombre.
—Joder, qué frío hace aquí…
Cumplidos los cuarenta, entre rubio y pelirrojo, el pelo muy corto, el bigote rebelde, Eusèbe Cathala llevaba un polo deforme de color negro, unos pantalones cortos verdes y unas chanclas de un color dudoso. Parecía bronceado, pero solo lo parecía. Excepto en sus piernas blanquecinas, había tomado el sol, aunque más bien parecía que su piel había sufrido una verdadera agresión. Además, tenía los dedos de los pies llenos de ampollas, se le habían reventado y el Betadine las teñía de un color ocre.
Para acabar de completar el cuadro, el forense mostraba su carácter gruñón, estaba acatarrado y llevaba el brazo derecho en cabestrillo. No dijo nada más. Serge salió de la estancia.
—¿Qué coño hacías? —dijo sin más preámbulo.
—No he podido ir más rápido —le contestó Eusèbe, dejó su maletín y se arrodilló cerca del cadáver.
Serge enseguida le tendió unos guantes.
—No me jodas con los guantes, Turbé.
—Es el procedimiento.
—Tu procedimiento. ¿Acaso no conoces mis huellas? ¿Sabes deducir? Métete esos condones donde te quepan.
Serge suspiró e intervine, menos por curiosidad que por calmar el ambiente, y también con la idea de que aquello permitiría a Serge no quedar mal.
—Así que vienes de Siquijor…
—Sí —contestó—, es una isla de las Visayas, en el centro de las Filipinas.
—Y la arena es tan blanca como el mono de Serge, ¿no?
—Exactamente.
—¿Y qué cojones hacías ahí? —dijo Serge, y Eusèbe le lanzó una mirada entre ofendida y molesta.
—Solo tienes que mirar mi brazo… Y que no se te ocurra regalarme una moto para Navidad…
—Tranquilízate…
—Esos trastos no aguantan esos caminos, y menos una pista asquerosa que lleva a una playa asquerosa.
—A Stevenson le gustaba más el asno para ese tipo de terreno…
—¡Unas bonitas vacaciones bajo los cocoteros! —continuó Eusèbe, indiferente al sarcasmo. Mientras hablaba, palpaba el cuerpo con su mano buena.
—Una idea de mi compañero, ve demasiado Ushuaia TV.[1] Solo hemos visto a dos macacos en una jaula. Uno se te parecía, Serge.
—Seguro que era primo mío.
—En fin, mi