Niebla
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El título está cargado de significado, dado que el libro difumina la línea entre la ficción y la realidad. También son nebulosas las descripciones físicas de los personajes y lugares, y hasta pone en duda la naturaleza de la existencia humana.
Miguel de Unamuno
Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864 - Salamanca, 1936) fue un escritor, poeta, filósofo y uno de los principales exponentes de la Generación del 98. Estudió filosofía y letras en la Universidad de Madrid y se doctoró con la tesis Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca. Poco después accedió a la cátedra de lengua y literatura griega en la Universidad de Salamanca, en la que desde 1901 fue rector y catedrático de historia de la lengua castellana. Inicialmente sus preocupaciones intelectuales se centraron en la ética y los móviles de su fe. Desde el principio trató de articular su pensamiento sobre la base de la dialéctica hegeliana, y más tarde acabó buscando en las dispares intuiciones filosóficas de Herbert Spencer, Sören Kierkegaard, William James y Henri Bergson, entre otros, vías de salida a su crisis religiosa. Sin embargo, sus propias contradicciones personales y las paradojas que afloraban en su pensamiento le llevaron a recurrir a la literatura como alternativa. Entre su obra destaca Vida de don Quijote y Sancho (1905), Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos (1913), Niebla (1914), Abel Sánchez (1917), La tía Tula (1921) y San Manuel Bueno, Mártir (1933). Considerado el escritor más culto de su generación, y calificado por Antonio Machado de «donquijotesco» a raíz de la estrecha relación entre su vida y obra, Miguel de Unamuno fue, sobre todo, un intelectual inconformista que hizo de la polémica una forma de búsqueda.
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Niebla - Miguel de Unamuno
Niebla
Miguel De Unamuno
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Capítulo 1
Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el brazo derecho, con la mano palma abajo y abierta, y dirigiendo los ojos al cielo quedóse un momento parado en esta actitud estatuaria y augusta. No era que tomaba posesión del mundo exterior, sino era que observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de la mano el frescor del lento orvallo frunció el sobrecejo. Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto.
«Es una desgracia esto de tener que servirse uno de las cosas –pensó Augusto–; tener que usarlas, el use estropea y hasta destruye toda belleza. La función más noble de los objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de comida! Esto cambiará en el cielo cuando todo nuestro oficio se reduzca, o más bien se ensanche a contemplar a Dios y todas las cosas en Él. Aquí, en esta pobre vida, no nos cuidamos sino de servimos de Dios; pretendemos abrirlo, como a un paraguas, para que nos proteja de toda suerte de males.»
Díjose así y se agachó a recogerse los pantalones. Abrió el paraguas por fin y se quedó un momento suspenso y pensando: «y ahora, ¿hacia dónde voy?, ¿tiro a la derecha o a la izquierda?» Porque Augusto no era un caminante, sino un paseante de la vida. «Esperaré a que pase un perro –se dijo– y tomaré la dirección inicial que él tome.»
En esto pasó por la calle no un perro, sino una garrida moza, y tras de sus ojos se fue, como imantado y sin darse de ello cuenta, Augusto.
Y así una calle y otra y otra.
«Pero aquel chiquillo –iba diciéndose Augusto, que más bien que pensaba hablaba consigo mismo–, ¿qué hará allí, tirado de bruces en el suelo? ¡Contemplar a alguna hormiga, de seguro! ¡La hormiga, ¡bah!, uno de los animales más hipócritas! Apenas hace sino pasearse y hacernos creer que trabaja. Es como ese gandul que va ahí, a paso de carga, codeando a todos aquellos con quienes se cruza, y no me cabe duda de que no tiene nada que hacer. ¡Qué ha de tener que hacer, hombre, qué ha de tener que hacer! Es un vago, un vago como… ¡No, yo no soy un vago! Mi imaginación no descansa. Los vagos son ellos, los que dicen que trabajan y no hacen sino aturdirse y ahogar el pensamiento. Porque, vamos a ver, ese mamarracho de chocolatero que se pone ahí, detrás de esa vidriera, a darle al rollo majadero, para que le veamos, ese exhibicionista del trabajo, ¿qué es sino un vago? Y a nosotros ¿qué nos importa que trabaje o no? ¡El trabajo! ¡El trabajo! ¡Hipocresía! Para trabajo el de ese pobre paralítico que va ahí medio arrastrándose… Pero ¿y qué sé yo? ¡Perdone, hermano! –esto se lo dijo en voz alta–. ¿Hermano? ¿Hermano en qué? ¡En parálisis! Dicen que todos somos hijos de Adán. Y este, Joaquinito, ¿es también hijo de Adán? ¡Adiós, Joaquín! ¡Vaya, ya tenemos el inevitable automóvil, ruido y polvo! ¿Y qué se adelanta con suprimir así distancias? La manía de viajar viene de topofobía y no de filotopía; el que viaja mucho va huyendo de cada lugar que deja y no buscando cada lugar a que llega. Viajar… viajar… Qué chisme más molesto es el paraguas… Calla, ¿qué es esto?»
Y se detuvo a la puerta de una casa donde había entrado la garrida moza que le llevara imantado tras de sus ojos. Y entonces se dio cuenta Augusto de que la había venido siguiendo. La portera de la casa le miraba con ojillos maliciosos, y aquella mirada le sugirió a Augusto lo que entonces debía hacer. «Esta Cerbera aguarda –se dijo– que le pregunte por el nombre y circunstancias de esta señorita a que he venido siguiendo y, ciertamente, esto es lo que procede ahora. Otra cosa sería dejar mi seguimiento sin coronación, y eso no, las obras deben acabarse. ¡Odio lo imperfecto!» Metió la mano al bolsillo y no encontró en él sino un duro. No era cosa de ir entonces a cambiarlo, se perdería tiempo y ocasión en ello.
–Dígame, buena mujer –interpeló a la portera sin sacar el índice y el pulgar del bolsillo–, ¿podría decirme aquí, en confianza y para inter nos, el nombre de esta señorita que acaba de entrar?
–Eso no es ningún secreto ni nada malo, caballero.
–Por lo mismo.
–Pues se llama doña Eugenia Domingo del Arco.
–¿Domingo? Será Dominga…
–No, señor, Domingo; Domingo es su primer apellido.
–Pues cuando se trata de mujeres, ese apellido debía cambiarse en Dominga. Y si no, ¿dónde está la concordancia?
–No la conozco, señor.
–Y dígame… dígame… –sin sacar los dedos del bolsillo–, ¿cómo es que sale así sola? ¿Es soltera o casada? ¿Tiene padres?
–Es soltera y huérfana. Vive con unos tíos…
–¿Paternos o maternos?
–Sólo sé que son tíos.
–Basta y aun sobra.
–Se dedica a dar lecciones de piano.
–¿Y lo toca bien?
–Ya tanto no sé.
–Bueno, bien, basta; y tome por la molestia.
–Gracias, señor, gracias. ¿Se le ofrece más? ¿Puedo servirle en algo? ¿Desea le lleve algún mandado?
–Tal vez… tal vez… No por ahora… ¡Adiós!
–Disponga de mí, caballero, y cuente con una absoluta discreción.
«Pues señor –iba diciéndose Augusto al separarse de la portera–, ve aquí cómo he quedado comprometido con esta buena mujer. Porque ahora no puedo dignamente dejarlo así. Qué dirá si no de mí este dechado de porteras. ¿Conque… Eugenia Dominga, digo Domingo, del Arco? Muy bien, voy a apuntarlo, no sea que se me olvide. No hay más arte mnemotécnica que llevar un libro de memorias en el bolsillo. Ya lo decía mi inolvidable don Leoncio: ¡no metáis en la cabeza lo que os quepa en el bolsillo! A lo que habría que añadir por complemento: ¡no metáis en el bolsillo lo que os quepa en la cabeza! Y la portera, ¿cómo se llama la portera?»
Volvió unos pasos atrás.
–Dígame una cosa más, buena mujer…
–Usted mande…
–Y usted, ¿cómo se llama?
–¿Yo? Margarita.
–¡Muy bien, muy bien… gracias!
–No hay de qué.
Y volvió a marcharse Augusto, encontrándose al poco rato en el paseo de la Alameda.
Había cesado la llovizna. Cerró y plegó su paraguas y lo enfundó. Acercóse a un banco, y al palparlo se encontró con que estaba húmedo. Sacó un periódico, lo colocó sobre el banco y sentóse. Luego su cartera y blandió su pluma estilográfica. «He aquí un chisme utilísimo –se dijo–; de otro modo, tendría que apuntar con lápiz el nombre de esa señorita y podría borrarse. ¿Se borrará su imagen de mi memoria? Pero ¿cómo es? ¿Cómo es la dulce Eugenia? Sólo me acuerdo de unos ojos… Tengo la sensación del toque de unos ojos… Mientras yo divagaba líricamente, unos ojos tiraban dulcemente de mi corazón. ¡Veamos! Eugenia Domingo, sí, Domingo, del Arco. ¿Domingo? No me acostumbro a eso de que se llame Domingo… No; he de hacerle cambiar el apellido y que se llame Dominga. Pero, y nuestros hijos varones, ¿habrán de llevar por segundo apellido el de Dominga? Y como han de suprimir el mío, este impertinente Pérez, dejándolo en una P, ¿se ha de llamar nuestro primogénito Augusto P Dominga? Pero… ¿adónde me llevas, loca fantasía?» Y apuntó en su cartera: Eugenia Domingo del Arco, Avenida de la Alameda, 58. Encima de esta apuntación había estos dos endecasilabos:
De la cuna nos viene la tristeza
y también de la cuna la alegria…
«Vaya –se dijo Augusto–, esta Eugenita, la profesora de piano, me ha cortado un excelente principio de poesía lírica trascendental. Me queda interrumpida. ¿Interrumpida?… Sí, el hombre no hace sino buscar en los sucesos, en las vicisitudes de la suerte, alimento para su tristeza o su alegría nativas. Un mismo caso es triste o alegre según nuestra disposición innata. ¿Y Eugenia? Tengo que escribirle. Pero no desde aquí, sino desde casa. ¿Iré más bien al Casino? No, a casa, a casa. Estas cosas desde casa, desde el hogar. ¿Hogar? Mi casa no es hogar. Hogar.. hogar… ¡Cenicero más bien! ¡Ay, mi Eugenia!» Y se volvió Augusto a su casa.
Capítulo 2
Al abrirle el criado la puerta… Augusto, que era rico y solo, pues su anciana madre había muerto no hacía sino seis meses antes de estos menudos sucedidos, vivía con un criado y una cocinera, sirvientes antiguos en la casa e hijos de otros que en ella misma habían servido. El criado y la cocinera estaban casados entre sí, pero no tenían hijos.
Al abrirle el criado la puerta le preguntó Augusto si en su ausencia había llegado alguien.
–Nadie, señorito.
Eran pregunta y respuesta sacramentales, pues apenas recibía visitas en casa Augusto.
Entró en su gabinete, tomó un sobre y escribió en él: «Señorita doña Eugenia Domingo del Arco. EPM.» Y en seguida, delante del blanco papel, apoyó la cabeza en ambas manos, los codos en el escritorio, y cerró los ojos. «Pensemos primero en ella», se dijo. Y esforzóse por atrapar en la oscuridad el resplandor de aquellos otros ojos que le arrastraran al azar.
Estuvo así un rato sugiriéndose la figura de Eugenia, y como apenas si la había visto, tuvo que figurársela. Merced a esta labor de evocación fue surgiendo a su fantasía una figura ceñida de ensueños. Y se quedó dormido. Se quedó dormido porque había pasado mala noche, de insomnio.
–¡Señorito!
–¿Eh? –exclamó despertándose.
–Está ya servido el almuerzo.
¿Fue la voz del criado, o fue el apetito, de que aquella voz no era sino un eco, lo que le despertó? ¡Misterios psicológicos! Así pensó Augusto, que se fue al comedor diciéndose: ¡oh, la psicología!
Almorzó con fruición su almuerzo de todos los días: un par de huevos fritos, un bisteque con patatas y un trozo de queso Gruyere. Tomó luego su café y se tendió en la mecedora. Encendió un habano, se lo llevó a la boca, y diciéndose: «¡Ay, mi Eugenia!» se dispuso a pensar en ella.
«¡Mi Eugenia, sí, la mía –iba diciéndose–, esta que me estoy forjando a solas, y no la otra, no la de carne y hueso, no la que vi cruzar por la puerta de mi casa, aparición fortuita, no la de la portera! ¿Aparición fortuita? ¿Y qué aparición no lo es? ¿Cuál es la lógica de las apariciones? La de la sucesión de estas figuras que forman las nubes de humo del cigarro. ¡El azar! El azar es el íntimo ritmo del mundo, el azar es el alma de la poesía. ¡Ah, mi azarosa Eugenia! Esta mi vida mansa, rutinaria, humilde, es una oda pindárica tejida con las mil pequeñeces de lo cotidiano. ¡Lo cotidiano! ¡El pan nuestro de cada día, dánosle hoy! Dame, Señor, las mil menudencias de cada día. Los hombres no sucumbimos a las grandes penas ni a las grandes alegrías, y es porque esas penas y esas alegrías vienen embozadas en una inmensa niebla de pequeños incidentes. y la vida es esto, la niebla. La vida es una nebulosa. Ahora surge de ella Eugenia. ¿Y quién es Eugenia? Ah, caigo en la cuenta de que hace tiempo la andaba buscando. Y mientras yo la buscaba ella me ha salido al paso. ¿No es esto acaso encontrar algo? Cuando uno descubre una aparición que buscaba, ¿no es que la aparición, compadecida de su busca, se le viene al encuentro? ¿No salió la América a buscar a Colón? ¿No ha venido Eugenia a buscarme a mí? ¡Eugenia! ¡Eugenia! ¡Eugenia!»
Y Augusto se encontró pronunciando en voz alta el nombre de Eugenia. Al oírle llamar, el criado, que acertaba a pasar junto al comedor, entró diciendo:
–¿Llamaba, señorito?
–¡No, a ti no! Pero, calla, ¿no te llamas tú Domingo?
–Sí, señorito –respondió Domingo sin extrañeza alguna por la pregunta que se le hacía.
–¿Y por qué te llamas Domingo?
–Porque así me llaman.
«Bien, muy bien –se dijo Augusto– nos llamamos como nos llaman. En los tiempos homéricos tenían las personas y las cosas dos nombres, el que les daban los hombres y el que les daban los dioses. ¿Cómo me llamará Dios? ¿Y por qué no he de llamarme yo de otro modo que como los demás me llaman? ¿Por qué no he de dar a Eugenia otro nombre distinto del que le dan los demás, del que le da Margarita, la portera? ¿Cómo la llamaré?»
–Puedes irte –le dijo al criado.
Se levantó de la mecedora, fue al gabinete, tomó la pluma y se puso a escribir:
«Señorita: Esta misma mañana, bajo la dulce llovizna del cielo, cruzó usted, aparición fortuita, por delante de la puerta de la casa donde aún vivo y ya no tengo hogar. Cuando desperté fui a la puerta de la suya, donde ignoro si tiene usted hogar o no le tiene. Me habían llevado allí sus ojos, sus ojos, que son refulgentes estrellas mellizas en la nebulosa de mi mundo. Perdóneme, Eugenia, y deje que le dé familiarmente este dulce nombre; perdóneme la lírica. Yo vivo en perpetua lírica infinitesimal.
»No sé qué más decirle. Sí, sí sé. Pero es tanto, tanto lo que tengo que decirle, que estimo mejor aplazarlo para cuando nos veamos y nos hablemos pues es lo que ahora deseo, que nos veamos, que nos hablemos, que nos escribamos, que nos conozcamos. Después… Después, ¡Dios y nuestros corazones dirán!
»¿Me dará usted, pues, Eugenia, dulce aparición de mi vida cotidiana, me dará usted oídos? »Sumido en la niebla de su vida espera su respuesta.
AUGUSTO PÉREZ.»
Y rubricó diciéndose: «Me gusta esta costumbre de la rúbrica por lo inútil.
» Cerró la carta y volvió a echarse a la calle.
«¡Gracias a Dios –se decía camino de la avenida de la Alameda–, gracias a Dios que sé adónde voy y que tengo adónde ir! Esta mi Eugenia es una bendición de Dios. Ya ha dado una finalidad, un hito de término a mis vagabundeos callejeros. Ya tengo casa que rondar; ya tengo una portera confidente… »
Mientras iba así hablando consigo mismo cruzó con Eugenia sin advertir siquiera el resplandor de sus ojos. La niebla espiritual era demasiado densa. Pero Eugenia, por su parte, sí se fijó en él, diciéndose: «¿Quién será este joven?, ¡no tiene mal porte y parece bien acomodado!» Y es que, sin darse clara cuenta de ello, adivinó a uno que por la mañana la había seguido. Las mujeres saben siempre cuándo se las mira, aun sin verlas, y cuándo se las ve sin mirarlas.
Y siguieron los dos, Augusto y Eugenia, en direcciones contrarias, cortando con sus almas la enmarañada telaraña espiritual de la calle. Porque la calle forma un tejido en que se entrecruzan miradas de deseo, de envidia, de desdén, de compasión, de amor, de odio, viejas palabras cuyo espíritu quedó cristalizado, pensamientos, anhelos, toda una tela misteriosa que envuelve las almas de los que pasan.
Por fin se encontró Augusto una vez más ante Margarita la portera, ante la sonrisa de Margarita. Lo primero que hizo esta al ver a aquel fue sacar la mano del bolsillo del delantal.
–Buenas tardes, Margarita.
–Buenas tardes, señorito.
–Augusto, buena mujer, Augusto.
–Don Augusto –añadió ella.
–No a todos los nombres les cae el don –observó él–. Así como de Juan a don Juan hay un abismo, así le hay de Augusto a don Augusto. ¡Pero… sea! ¿Salió la señorita Eugenia?
–Sí, hace un momento.
–¿En qué dirección?
–Por ahí.
Y por ahí se dirigió Augusto. Pero al rato volvió. Se le había olvidado la carta.
–¿Hará el favor, señora Margarita, de hacer llegar esta carta a las propias blancas manos de la señorita Eugenia?
–Con mucho gusto.
–Pero a sus propias blancas manos, ¿eh? A sus manos tan marfileñas como las teclas del piano a que acarician.
–Sí, ya, lo sé de otras veces.
–¿De otras veces? ¿Qué es eso de otras veces?
–Pero