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Todo es posible... menos tú
Por Noe Casado
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Una vida organizada, un trabajo seguro, un ático de lujo y un novio de buena familia...
Todo parece ir a las mil maravillas, sin embargo, Fabiola siente que algo falla.
Hastiada de que todo en torno a ella acabe siendo tan cuadriculado, se arma de valor y acaba haciendo algo que hasta no hace mucho le parecía impensable: tener un rollo de una sola noche.
Y a partir de ese instante comienza a ver las cosas de otro modo.
Su trabajo ya no es tan seguro. Su novio es un imbécil y su vida necesita oxígeno.
Y los rollos de una noche... realmente merecen la pena.
Todo parece ir a las mil maravillas, sin embargo, Fabiola siente que algo falla.
Hastiada de que todo en torno a ella acabe siendo tan cuadriculado, se arma de valor y acaba haciendo algo que hasta no hace mucho le parecía impensable: tener un rollo de una sola noche.
Y a partir de ese instante comienza a ver las cosas de otro modo.
Su trabajo ya no es tan seguro. Su novio es un imbécil y su vida necesita oxígeno.
Y los rollos de una noche... realmente merecen la pena.
Autor
Noe Casado
Nací en Burgos, lugar donde resido. Soy lectora empedernida y escritora en constante proceso creativo. He publicado novelas de diferentes estilos y no tengo intención de parar. Comencé en el mundo de la escritura con mucha timidez, y desde la primera novela, que vio la luz en 2011, hasta hoy he recorrido un largo camino. Si quieres saber más sobre mi obra, lo tienes muy fácil. Puedes visitar mi blog, http://noe-casado.blogspot.com/, donde encontrarás toda la información de los títulos que componen cada serie y también algún que otro avance sobre mis próximos proyectos. Facebook: Noe Casado Instagram: @noe_casado_escritora
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Todo es posible... menos tú - Noe Casado
Capítulo 1
—Lo necesito...
Inspiró hondo una vez más. No podía retroceder ahora. Había tomado una decisión, se había armado de valor (mucho) y había dado el paso necesario, así que debía mandar a paseo cualquier inconveniente que su sentido de lo correcto pudiera recordarle.
—Lo necesito —murmuró de nuevo para no venirse abajo y salir huyendo despavorida.
Fabiola se repetía una y otra vez eso en su cabeza, mientras en una habitación de hotel un desconocido la desnudaba despacio, logrando que su cuerpo se excitara... Que sintiera, que reaccionara tras toda una vida sumido en el letargo.
Si era sincera consigo misma, nunca antes se había sentido así.
«Voy a hacerlo», se dijo en silencio para no flaquear.
Las sensaciones se amontonaban en su cabeza y en su cuerpo: deseo, excitación, misterio, novedad, riesgo...
Era la primera vez que se había atrevido a tanto. Desde luego, los tres combinados que el camarero le había recomendado tenían mucho que ver. Para una persona acostumbrada al alcohol podían no surtir efecto; no obstante, a ella sí la afectaban, y mucho.
Las manos del hombre resultaban perfectas y se movían por su cuerpo con pericia. Él, situado a su espalda, no parecía tener prisa; de todas formas, tampoco era una experta en esos temas. ¿Cómo se supone que son los polvos rápidos de una noche?
Aunque tal como se estaban desarrollando las cosas no iba a ser rápido.
¿Polvo? Se rio de sí misma. Nunca utilizaba ese término para referirse a... eso.
Sintió un pequeño ramalazo de arrepentimiento cuando él hizo que se volviese y así poder mirarla fijamente en la penumbra. Le dedicó una sonrisa cómplice y ella no supo qué hacer, a qué atenerse. Apartó la vista; con un poco de suerte, él no se percataría de su rubor.
No pareció importarle, y eso la ayudó muchísimo para no venirse abajo.
Decidida a seguir adelante, no quiso ser una mera espectadora. En un arranque de valentía, llevó una mano al pecho de él para ayudarlo a desabotonarse la camisa; le hubiera venido mejor un poco más de práctica, pero al hombre su torpeza no pareció importarle.
En cuanto su mano acarició la piel masculina, cerró los ojos, llevada por una oleada de excitación desconocida.
Para muchas personas, incluso para ella misma, ese comportamiento sería calificado de desvergonzado; nunca antes se le había pasado por la cabeza algo semejante. Al instante borró de su mente tales prejuicios absurdos. Se había propuesto disfrutar, por una vez hacer algo fuera de lo acostumbrado. Después vería la forma de afrontarlo.
Ahora ella era la que estaba sintiendo, disfrutando.
Un desconocido, extranjero para más señas. Era un golpe de suerte haber coincidido con él, pues se moriría de vergüenza si se hubiese topado con alguien de su entorno familiar o laboral. Un tipo con el que compartir un buen rato y listo. Después, a casa, a la soledad de siempre, aunque con un recuerdo intenso. El solo hecho de haberse atrevido ya resultaba una novedad.
Él respiró hondo mientras Fabiola le acariciaba el pecho con lentitud, como si quisiera memorizar al tacto cada centímetro de piel, deteniéndose en la cintura. Tenía que avanzar. Sin saber muy bien cómo, llevó una mano a la hebilla del cinturón.
De repente, él la besó y eso le dio ánimos. De forma atropellada, Fabiola le desabrochó el pantalón y rozó su erección por encima de la ropa interior, logrando que el hombre gimiera en su boca sin dejar de besarla.
—No tengas prisa —susurró él, colocando las manos sobre sus muñecas, no para apartarla, sino para acariciárselas.
Un gesto que ella agradeció en silencio.
Para Fabiola, ese roce significó mucho. Nadie intentaba dirigir sus acciones y, acostumbrada a lo contrario, se sintió liberada.
Aquel hombre la estaba tratando de una forma exquisita, besándola, a veces con suavidad, otras no tanto, mientras ella se afanaba con su ropa en desnudarlo, como él había hecho hacía tan sólo unos instantes con ella.
No le daba instrucciones, no le marcaba los pasos. Sólo la acompañaba. La excitaba. La provocaba.
Era diferente.
Muy diferente.
Se concentró en la tarea de desnudarlo y, sintiéndose algo más lanzada, aprovechó para tocarlo, rozarlo y así comprobar hasta dónde podía excitar a un hombre. Y, a juzgar por la erección que vislumbró, no se le daba tan mal.
El hijo de puta de Carlos siempre tenía prisa, desde la primera vez que lo hicieron, en el asiento trasero de un Ford Fiesta que le había pedido prestado a un amigo.
Nunca se tomó la molestia de demostrarle que la deseaba, simplemente se acercaba a ella, la toqueteaba lo imprescindible y, sin muchos más preámbulos, se ponía encima y venga, empujón, empujón y poco más.
Y así casi cuatro años.
Maldito Walt Disney.
Nunca cuentan qué pasa con Cenicienta y el príncipe cinco años después, cuando ella se encuentra el cuarto de baño hecho un asco porque el señorito se ha dado una ducha.
Son muy listos. Se supone que fueron felices para siempre. ¡Y una mierda! La vida no es como te la cuentan, es como la vives, y hasta el momento Fabiola la había vivido más bien de una forma anodina de principio a fin. Condicionada por una tradición a todas luces absurda. La pareja ideal, la casa ideal. La familia ideal...
¿Existía el hombre ideal?
No.
¿El amante ideal?
No lo sabía, estaba a punto de descubrirlo.
Meciéndola con suavidad, sin despegar sus labios de los de ella, fue llevándola hasta la cama, sentándose él primero, mientras Fabiola, aún de pie, apoyaba las manos en sus hombros. Nada más situarse entre sus piernas recibió provocadores lengüetazos en sus pechos, más tiesos que nunca, y caricias en las caderas. Tranquilizadoras y a la vez estimulantes.
Aquello eran preliminares. Ahora ya lo sabía.
Por pura lógica debía dedicarle las mismas atenciones.
Se inclinó y, procurando no interrumpirlo, comenzó a pasarle un dedo por el cuello, acompañado de fugaces toques con la lengua en la oreja derecha.
Él volvió a responder con un gemido.
La atrajo hacía sí y se dejó caer. Ella se dejó arrastrar.
El hombre buscó su boca con avidez. Necesitaba besarla de nuevo. Fabiola, llevada por el entusiasmo, le sonrió. Abiertamente. Sin pudor.
—Haz conmigo lo que te venga en gana—musitó él con voz ronca—. Lo que se te pase por la cabeza.
Tumbado, abrió los brazos en cruz; Fabiola se desorientó un poco.
¿Hacerle qué? ¿Y si no le gustaba?
Semejantes palabras resultaban mucho más excitantes que cualquier otra insinuación más explícita. Le estaba dando la oportunidad de llevar las riendas del juego erótico. Y eso resultaba prometedor.
Fabiola no era tonta; si bien en la vida real no había tenido lo que se dice experiencias sexuales imaginativas, sabía qué o cómo podía agradar a un hombre. Por supuesto, el clásico misionero quedaba descartado, además, se sentía envalentonada, dispuesta a casi todo.
Encima de él, fue recorriéndolo con la lengua, despacio. Resultaba además mucho más fácil con un hombre que apenas tenía vello en el pecho. Siguió su descenso hasta encontrarse con su miembro palpitante. No era momento de andarse con remilgos: sin más, pasó la lengua por la punta. Esta vez, él gimió más fuerte; acto seguido, Fabiola añadió una mano para realizar suaves presiones y masajearlo. Nadie la obligaba. Y eso cambiaba las cosas por completo. Ella tomaba la iniciativa, eso era tan diferente...
Él no pudo permanecer inactivo. Con rapidez, elevó los brazos para enterrarle las manos en el pelo, describiendo círculos y disfrutando de las sensaciones. Ella era única. No todas se comportaban de una manera tan natural.
Durante sus frecuentes viajes por motivos de trabajo, había recorrido prácticamente toda Europa y, debido a su innegable atractivo, no le resultaba muy difícil conseguir compañeras de cama dispuestas a pasar una buena noche sin más. Aunque en los últimos tiempos eso ya no lo atraía tanto.
Apenas llevaba allí día y medio. Ni siquiera tenía pensado salir esa noche, pues lo esperaban tres meses de duro y aburrido trabajo. Había decidido cenar fuera del hotel. Después, sin demasiadas ganas y por recomendación del camarero, había entrado en un local de música en directo, situado en pleno centro, y allí la había visto. Sentada y sola.
No estaba en su mejor momento, él lo sabía; tal vez el cansancio, tal vez estar otra vez fuera de casa, tal vez... tal vez ella al mirarlo le había quitado el cansancio y el aburrimiento.
Y ahora le estaba proporcionando una noche inolvidable. Si bien en principio esa situación era similar a otras pasadas, estaba siendo levemente diferente. Su curiosa mezcla de recato y excitación le resultaba irresistible, pues no le había pasado por alto que la mujer evitaba mirarlo a los ojos, o que mostraba cierta vacilación cuando lo tocaba.
Fabiola estaba encantada con cómo respondía él y lo más alucinante era que tan sólo la acariciaba, sin atosigarla, sin criticarla. Era tan excitante sentirse deseada, ver cómo tus movimientos son recompensados con gemidos de placer. Estaba orgullosa de sí misma, ella tenía el control y él parecía encantado.
Continuó lamiéndolo, contenta de que no la embistiera a lo bruto para correrse cuanto antes; seguía cediéndole el control y se esforzó por no defraudarle.
Notó, dichosa, como él se acercaba al orgasmo; ella había sido capaz de conseguirlo. Si bien en un principio pensó que la noche era para sí misma, para que la hiciera revivir, bueno, mejor dicho, para que se despertaran sus sentidos, no le importaba en absoluto. Sentir que era capaz de satisfacer a un hombre por iniciativa propia, también podía considerarlo un logro.
—Hummm —murmuró él, apartándola con delicadeza—. No quiero correrme todavía —añadió con voz suave.
Fabiola levantó con timidez la cabeza un tanto confusa, pues, hasta dónde sabía, a todos los hombres les gustaba que una mujer los chupara; no obstante, alejó cualquier duda al comprobar que él mantenía una expresión sugerente.
El hombre se incorporó y acunó su cara entre sus manos, sonriéndole de tal forma que todo su cuerpo se electrizó al instante. Con delicadeza, como parecía hacerlo todo, la ayudó a tumbarse de espaldas; él se apoyó sobre un costado y con el dorso de la mano recorrió su sensible piel, desde el cuello hasta su sexo, repitiendo el movimiento, sin dejar de mirarla y con aquella sonrisa permanente en los labios.
—Puedes hacer conmigo lo que quieras —dijo con voz ronca, pasándole el testigo.
—Y voy a hacerlo —respondió él con un tono que la hizo temblar de expectación—. Y a conciencia...
Fabiola se estremeció ante aquella declaración, y no era para menos. De no haber sido tan vergonzosa, no le hubiera pedido que apagara la luz y entonces podría disfrutar no sólo del sentido del tacto, sino también del de la vista.
Entonces él, ampliando su sonrisa, se colocó encima de ella, le dio un rápido beso en los labios y comenzó su propio descenso. Lamiendo, mordisqueando, acariciando, incluso torturándola en algunas ocasiones: Fabiola estaba demasiado excitada, demasiado necesitada, ésa era la verdad; lo que él estaba haciendo con su cuerpo era magnífico, sí, pero ahora quería más rapidez.
Por primera vez supo lo que era estar cachonda. ¡Oh, sí!
Cuando él le separó las piernas con una rodilla, suspiró y se concentró para no chillar, pues intuía lo que se avecinaba; sin embargo, se equivocó, sólo era un paso más. Cuando después de un interminable reconocimiento de sus pechos, que chupó con ansía y maestría, el hombre llegó al ombligo, se detuvo; sabía que ella estaba húmeda para recibirlo, pero eso no le pareció justo.
Mientras con la lengua lamía su ombligo, acercó un dedo a su coño y empezó a separar los pliegues para rozar su punto más sensible, que presionó sólo lo necesario. Fabiola, sin poder evitarlo, se tensó; nadie la tocaba «ahí» de forma directa. Fue algo sublime. Antes nadie le había dedicado tantas atenciones. Nadie le había dicho que su cuerpo podía reaccionar así. Casi se asustó.
Sabía de sobra cómo eran las relaciones sexuales, pero si con caricias en apariencia sencillas estaba flotando, ¿cómo sería llegar al final? Nunca había podido decir con exactitud si había logrado un orgasmo. No tenía con quién comparar a Carlos. Se suponía que él entendía de esas cosas, él tenía la experiencia.
En un espasmo involuntario, se aferró con ambas manos a la sábana; aquel hombre sabía muy bien lo que se hacía. Ella no, nunca antes había sentido algo de esas características. Él volvió a presionar, esta vez de forma más continua, y ella no sabía dónde agarrarse. Era tan sumamente erótico… Cada vez que jugaba con su sexo contenía en cierto modo sus gemidos (quizás un defecto que debiera corregir). La situación: un desconocido, un hotel, sexo del bueno... sexo al fin y al cabo. La habían engañado, Carlos la había engañado.
En más de un sentido.
—Hummm —Fabiola ya no pudo reprimirse más.
—Y esto es sólo el principio —añadió él, internándose con más precisión entre sus muslos.
Oyó un sonido. Él había captado el mensaje, pero no como ella había previsto. Cuando con ambas manos le separó aún más las piernas, levantó un momento la cabeza y entonces sintió algo indescriptible. No estaba utilizando los dedos para acariciarla.
—¡Oh, Dios mío!
Ningún hombre antes le había hecho semejante caricia. Jugueteaba pasando la lengua de forma precisa, no supo muy bien cómo, pero cuando él le agarró del trasero y la levantó, acabó elevando la pelvis hasta posar las piernas sobre sus hombros, eso sí, sin dejar de sujetarse con fuerza a las sábanas. Si no fuera por ese leve contacto con algo tangible, todo parecería un sueño.
Creyó oír la risa masculina mientras la seguía atormentando; para ella no era nada gracioso, era algo maravilloso, demasiadas emociones y sensaciones con todas aquellas atenciones. ¿Por qué nadie antes le había hablado de eso?
Su cuerpo empezó a tensarse, a prepararse para algo desconocido. Fabiola no conocía aquellas sensaciones. Se asustó un poco ante las reacciones de su cuerpo; sin embargo, cerró los ojos y no opuso resistencia. Gimió y chilló ya sin control.
Cuando tras esa dulce tortura llegó al orgasmo, creyó morir. Podía decirse que, sin lugar a dudas, era su primer orgasmo; nunca antes su cuerpo había reaccionado así. Relajó las piernas y observó de reojo (aún no estaba segura de dónde había salido toda su fuerza para llegar a eso) como él se incorporaba sin dejar de acariciarla, de mimarla, y seguía provocándola con pequeños besos y mordiscos en las piernas. Después de aquello, ya poco más podría ocurrir, lo más probable era que el tipo se diera media vuelta y se pusiera a roncar un rato. Bueno, ella aprovecharía para escabullirse sin decir adiós.
—¿Qué haces? —le preguntó, al ver se colocaba sobre ella con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Tú qué crees? —le contestó con humor.
No sabía cómo responder a esa pregunta y él tampoco le dio opción, porque la besó en el mismo momento en que quedaron frente a frente.
Simple y delicioso.
Un hombre que besa con esa ternura no es habitual.
Cuando él abandonó sus labios, Fabiola le devolvió la sonrisa, agradecida por todo. Acto seguido se movió, queriendo salir de debajo de él.
Estaba equivocada por completo; el beso no era el final, sino un punto y seguido.
Él se apartó, dejándola a un lado. Estiró un brazo y consiguió llegar hasta la mesilla, donde había dejado la cartera, de la que sacó con rapidez un par de condones.
Sonrió mientras rompía un envoltorio con los dientes, consciente de que ella intentaba no mirarle. Podía ser uno de esos momentos que enfrían en ambiente, así que decidió convertirlo en algo divertido.
—¿Quieres ponérmelo tú?
—No —musitó en respuesta, pues no deseaba quedar en evidencia.
En un abrir y cerrar de ojos, él se lo colocó. Fabiola no podía creérselo. ¿Con quién había ligado? ¿Con un profesional? ¡Ay, Señor! Le entró una especie de pánico escénico. Quiso moverse de nuevo; ahora que él ya no la tenía completamente atrapada tenía una posible vía de escape.
—¿Lista? —inquirió el hombre acercándose despacio, recuperando la postura anterior.
Preguntó por preguntar, porque la besó de nuevo, impidiendo que hablara, pues no eran necesarias las palabras, sólo moverse. Volvió a separarle las piernas que, de manera absurda, ella había vuelvo a cerrar. Sin dejar de besarla, se agarró la erección y la frotó contra sus pliegues. La observó un instante y se hundió en ella, hasta el fondo, manteniendo la presión en sus labios; ahora sí que la tenía por completo inmovilizada.
—¿Cómo te llamas? —Clavó de nuevo su mirada en ella.
A aquellos ojos no podía negarles nada.
Ésa era la última pregunta que esperaba.
—Fabiola —dijo contra sus labios.
—Mírame, Fabiola —exigió él.
Pese a su timidez, le obedeció
Aquel desconocido tenía cierto poder sobre ella; después de todo, estaba haciendo cosas que jamás se hubiera planteado. Pero a pesar de que tenía que seguir siendo su desconocido, preguntó:
—¿Y tú? —logró decir entre jadeos.
Él seguía mirándola fijamente mientras se movía y se balanceaba, arrastrándola consigo.
—Kane. Encantado de conocerte.
En ese momento, sin saber muy bien por qué, ambos comenzaron a sincronizar el ritmo de sus cuerpos, si bien no a la perfección, sí lo bastante, de tal modo que a cada empuje de él seguía un movimiento de ella, acorde, acompasado.
Y resultaba desconcertante, a la par que satisfactorio, el hecho de que de nuevo Fabiola sintiera aquella tensión en todo el cuerpo, como si no hubiera ocurrido nada hacía unos minutos. Se dio cuenta además de que no sólo era producto de las atenciones de Kane, sino también de sus actos. Seguirlo, moverse con él, jadear y sudar añadían a toda la ecuación muchos más factores para gozar al máximo.
—Estoy a punto... —jadeó él, empujando con más brío.
—Y... y yo —acertó a decir entre gemidos.
Le encantó que él hablara con aquel tono tan ronco y excitante mientras continuaba penetrándola. Se aferró a sus hombros, tensó las piernas y cerró los ojos justo en el momento en que alcanzó el clímax.
—Eres preciosa —musitó Kane antes de embestir un par de veces más y unirse a su placer.
Se quedó unos instantes así, sobre ella, recuperando poco a poco la respiración normal, hasta que se volvió hacia un lado y se deshizo del preservativo. La observó; Fabiola continuaba con los ojos cerrados.
Ella, por su parte, no quería, o mejor dicho, no sabía muy bien qué hacer o qué decir a continuación. Pasada la euforia sexual, no deseaba meter la pata. Había buscado una aventura de una sola noche y había obtenido mucho más, superando sus expectativas. Pero todo tenía un final y era muy consciente de ello.
No terminaba de asimilar todo lo que estaba sucediendo esa noche. Él aún estaba encima y la volvió a besar con ternura, y ella, como hechizada, lo abrazó.
—Eres única —musitó Kane con ternura, consciente de que hasta la mujer más experimentada en los rollos de una noche agradecía las palabras afectuosas.
Nunca antes le habían dedicado ese cumplido y precisamente tenía que hacerlo él, un extraño.
A pesar de sentirse satisfecha quería salir cuanto antes de allí, pero Kane parecía no opinar lo mismo; la abrazaba con ternura, como si tuvieran una larga relación, de esas que parecen imposibles, y jugueteaba con su pelo. Fabiola no sabía cómo levantarse sin dar la sensación de que tenía prisa; no sabía qué hora era y mirar el reloj en esas circunstancias es del todo desaconsejado.
Intentando aparentar normalidad, se deshizo de su abrazo con la intención de refugiarse en el cuarto de baño. Hasta donde ella sabía, eso era de lo más normal.
Mientras se dirigía al aseo, sintió que los ojos de Kane le quemaban la espalda. Era increíble, extraño, que aún no se hubiera dado la vuelta y estuviera roncando, sin prestarle la menor atención.
Algo avergonzada, pero bendiciendo la penumbra de la habitación, consiguió llegar al cuarto de baño. Cuando encendió la luz y se miró en el espejo, casi no se reconoció. Ella no era así, nunca lo había sido, y a pesar de los remordimientos, los asquerosos remordimientos, se volvió a mirar, esta vez con los ojos de una mujer saciada, satisfecha y en apariencia segura de sí misma. Al menos necesitaba pensar de ese modo, con independencia de si mañana o pasado se avergonzaría de ello. Pero ahora no, tenía que saborearlo, verlo como un grato recuerdo, algo que jamás podría compartir con nadie de su entorno.
Por fin sabía lo que era un orgasmo.
No, ahora sabía lo que eran dos.
Se dio una ducha rápida y, mientras se enjabonaba y sus manos extendían el gel de baño, rememoraba de forma muy gráfica las caricias que acababan de hacerle.
Lo que más la sorprendió era que no estaba dolorida. Miró su piel, no tenía marcas; al menos esperaba algo, después de cómo se habían comportado los dos. Era extraño.
Necesitaba seguir aparentando normalidad y por eso salió del baño. Se lo encontró recostado en la cama, ¡todavía estaba despierto! Eso
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