Episodios nacionales I. Gerona
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La novela nos relata el segundo sitio de Gerona, en el que la ciudad sufrió un duro asedio por parte de los franceses.
Gabriel de Araceli se encuentra en su regimiento, camino de Cádiz, con su amigo Andrés Marijuán, al que ya hemos conocido en Bailén. Ambos están en el ejército del Centro.
Gabriel comenta que él ha estado en el Sitio de Zaragoza. Andrés le dice que lo de aquel sitio no es nada comparado con el de Gerona. Entonces le cuenta la historia del mismo, pues el propio Andrés estuvo allí.
En esta novela no es Gabriel el narrador, sino que es Andrés quien se hace cargo del relato.
Pérez Galdós dedica algunos capítulos de la novela a relatarnos la ruin manera de actuar del ejército francés con el comandante de la plaza, Álvarez de Castro. Los franceses se saltaron todos los acuerdos de rendición y las maneras de la guerra de entonces.
La narración nos lleva a los umbrales de la degradación humana. Nos invoca sentimientos que son más institivos que el propio honor y amor a la patria.
El relato termina justo en el instante en que Gabriel de Araceli y la condesa Amaranta están a punto de reencontrarse con Inés.
Benito Pérez Galdós
Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843 – Madrid, 1920) fue novelista, dramaturgo y cronista, y una de las personalidades más importantes de la historia de la literatura española. Entre sus obras destacan Doña Perfecta, La desheredada, Fortunata y Jacinta, Miau o La razón de la sinrazón. Además fue autor de la monumental serie Episodios nacionales.
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Episodios nacionales I. Gerona - Benito Pérez Galdós
Benito Pérez Galdós
Episodios nacionales I
Gerona
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Créditos
Título original: Episodios nacionales I. Gerona.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua-ediciones.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-341-2.
ISBN rústica: 978-84-9007-279-0.
ISBN ebook: 978-84-9007-241-7.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 7
La obra 7
•••• 9
I 19
II 22
III 27
IV 29
V 32
VI 39
VII 41
VIII 47
IX 55
X 63
XI 65
XII 68
XIII 74
XIV 79
XV 84
XVI 88
XVII 94
XVIII 100
XIX 104
XX 109
XXI 117
XXII 122
XXIII 129
XXIV 141
XXV 147
XXVI 152
Libros a la carta 167
Brevísima presentación
La obra
Gerona es la séptima novela de la primera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.
La novela nos relata el segundo sitio de Gerona, en el que la ciudad sufrió un duro asedio por parte de los franceses.
Gabriel de Araceli se encuentra en su regimiento, camino de Cádiz, con su amigo Andrés Marijuán, al que ya hemos conocido en Bailén. Ambos están en el ejército del Centro y cuando Gabriel comenta que él ha estado en el Sitio de Zaragoza, Andrés le dice que lo de aquel sitio no es nada comparado con el de Gerona, comenzando a contar la historia del mismo, pues el propio Andrés estuvo allí.
En esta novela no es Gabriel el narrador, sino que es Andrés quien se hace cargo del relato.
Pérez Galdós dedica algunos capítulos de la novela para relatarnos la ruin manera de actuar del ejército francés con el comandante de la plaza, Álvarez de Castro, saltándose todos los acuerdos de rendición y las maneras de la guerra de entonces. La narración nos lleva a los umbrales de la degradación humana debido a sentimientos que son más institivos que el propio honor y amor a la patria.
En cuanto al protagonista, Gabriel de Araceli, el relato termina justo en el instante en que él y la condesa Amaranta están a punto de reencontrarse con Inés.
••••
En el invierno de 1809 a 1810 las cosas de España no podían andar peor. Lo de menos era que nos derrotaran en Ocaña a los cuatro meses de la casi indecisa victoria de Talavera: aún había algo más desastroso y lamentable, y era la tormenta de malas pasiones que bramaba en torno a la Junta central. Sucedía en Sevilla una cosa que no sorprenderá a mis lectores, si, como creo, son españoles, y es que allí todos querían mandar. Esto es achaque antiguo, y no sé qué tiene para la gente de este siglo el tal mando, que trastorna las cabezas más sólidas, da prestigio a los tontos, arrogancia a los débiles, al modesto audacia y al honrado desvergüenza. Pero sea lo que quiera, ello es que entonces andaban a la greña, sin atender al formidable enemigo que por todas partes nos cercaba.
Y aquel era enemigo, lo demás es flor de cantueso. Me río yo de insurrecciones absolutistas y republicanas, en tiempos en que el poder central cuenta con grandes elementos para sofocarlas. Aquello no se parecía a ninguna de estas niñerías de ahora, pues con las tropas que Napoleón envió a España a fines del año 9 constaba de trescientos mil hombres el ejército invasor. Los nuestros, dispersos y desanimados, no tenían un general experto que los mandase; faltaban recursos de todas clases, especialmente de dinero, y en esta situación el poder central era un hervidero de intriguillas. Las ambiciones injustificadas, las miserias, la vanidad ridícula, la pequeñez inflándose para parecer grande como la rana que quiso imitar al buey, la intolerancia, el fanatismo, la doblez, el orgullo rodeaban a aquella pobre Junta, que ya en sus postrimerías no sabía a qué santo encomendarse. Bullían en torno a ella políticos de pacotilla de la primera hornada que en España tuvimos, generales pigmeos que no supieron ganar batalla alguna; y aunque había también varones de mérito así en la milicia como en lo civil, estos o no tenían arrojo para sobreponerse a los tontos, o carecían de aquellas prendas de carácter sin las cuales, en lo de gobernar, de poco valen la virtud y el talento.
Tuvo la Junta allá por Marzo el malísimo acuerdo de establecer el Consejo de Castilla, fundiendo en él todos los demás Consejos suprimidos, y cuando esta antigualla se vio de nuevo con vida; cuando esta máquina roñosa, inútil y gastada se encontró puesta otra vez en movimiento, allí era de ver cómo pretendía gobernar el mundo. La fatuidad de aquellos consejeros que tanto adularon a José no tenía igual. Desde que se les puso en juego, empezaron a intrigar contra quien les había sacado del olvido, y decían que la Junta era ilegítima. Valiéndose de don Francisco Palafox, hermano del defensor de Zaragoza; de Montijo, a quien hemos visto en alguna parte, del marqués de la Romana y de otros pájaros, llenaron de enredos a la Junta y a la comisión ejecutiva. Por último, en la Regencia, última metamorfosis de aquel poder tan nacional como desgraciado, también sembraron cizaña los del Consejo. Esta pandilleja no era otra cosa que el partido absolutista, que ya empezaba a sacar la oreja; y para que desde el principio se tuviera completa noticia de su existencia, también repartió dinero entre la tropa, fiando sus esperanzas a una sedición militar que por entonces quedó frustrada. Nada de esto era ya nuevo en España, porque el motín del 19 de Marzo en Aranjuez, de que, si mal no recuerdo, hice mención, obra fue de la misma gente; mas no se valieron solo de la tropa sino también de varios cuerpos facultativos y distinguidos, como los lacayos, pinches y mozos de cuadra de la regia casa. En Sevilla azuzaron a lo que un gran historiador llama con enérgico estilo la bozal muchedumbre, y hubo frecuentes serenatas de berridos y patadas por las calles; mas no pasó de aquí.
Un arma moral esgrimían entonces unos contra otros los políticos menudos, y era el acusarse mutuamente de malversadores de los caudales públicos, cuyo grosero recurso hacía el mejor efecto en el pueblo. Cuando se disolvió la Junta en Cádiz, hubo un registro de equipajes, que es de lo más vil y bochornoso que contiene nuestra moderna historia; pero no se encontró nada en las maletas de los patriotas, porque estos, malos o buenos, tontos o discretos, no tenían el alma en los bolsillos, ni la tuvieron aun sus inmediatos sucesores, años adelante.
Perdonen ustedes, si me ocupo de estos sainetes de la epopeya. Lo extraño es que las miserias de los partidos (pues también entonces había partidos, aunque alguien lo dude) no impedían la continuación de la guerra, ni debilitaban el formidable empuje de la nación, con independencia de las victorias o derrotas del ejército. Verdad es que las discordias de arriba no habían cundido a la masa común del país, que conservaba cierta inocencia salvaje con grandes vicios y no pocas prendas eminentes, por cuya razón la homogeneidad de sentimientos sobre que se cimentara la nacionalidad, era aún poderosa, y España, hambrienta, desnuda y comida de pulgas, podía continuar la lucha.
Cansaría a mis amados lectores si les contara detalladamente mi vida durante aquel funesto año 9, que comenzado con las proezas de Zaragoza, terminaba con el desastre de Ocaña y la dispersión del ejército español. Por fortuna no me encontré en aquella jornada, pues incorporado al principio del año al ejército del Centro, me destinaron en Agosto a la división del duque del Parque, y asistí a la acción de Tamames. Poco puedo decir de la de Talavera, que no sea por referencia, pues el 27 y el 28 de Julio me encontraba en Puente del arzobispo, y aunque algo podría contar de la campaña del duque del Parque, lo omito por no cansar a mis amigos. A fin del año servía en la división de don Francisco Copons, que con las de don Tomás Zeraín, de Lacy y Zayas guardaba el paso de Sierra-Morena, porque ha de saberse que los franceses, envalentonados hasta lo sumo y reforzados con nueva tropa, se disponían a invadir la Andalucía, a los dieciocho meses de la batalla de Bailén, ¡a los dieciocho meses! Las fuerzas de que disponíamos apenas merecían el nombre de ejército, y el del duque de Alburquerque, único que aún se conservaba en buen estado, no podía tampoco resistir el empuje de los franceses victoriosos, y se retiraba hacia el Mediodía para proteger la resistencia del poder central.
¡Qué situación, amigos míos! Esto pasaba, como he dicho, al poco tiempo de aquella brillante y rápida campaña de Junio y Julio de 1808; y los mismos lugares que antes nos vieron victoriosos y llenos de orgullo presenciaban ahora el triste desfile de los dispersos de Ocaña, que a cada instante volvían el rostro con inquietud, creyendo sentir las pisadas de los caballos de Víctor, Sebastiani y Mortier.
—¡Quién hubiera creído —dije a Andresillo Marijuán, cuando almorzábamos en una venta de Collado de los Jardines— que habíamos de desandar tan pronto este camino! Ahora me parece que no paramos hasta Cádiz.
—Con paciencia se gana el cielo —me contestó—. Yo tengo toda la que pueden dar siete meses de bloqueo como el de Gerona. Todavía estoy admirado de encontrarme vivo, Gabriel. Pero dime, ¿dónde has ganado esa charretera? ¿Creerás que yo no soy nada? Digo mal porque dentro de la plaza me hicieron al modo de sargento y a estas horas nadie me ha reconocido mi grado. Haré una reclamación a la Junta.
—Yo gané mis grados en Zaragoza —respondí con orgullo— y también te aseguro que al cabo de un año conservo cierta duda de si seré yo mismo el que en aquellos fieros combates se halló, o si después de muerto me habré trocado en otro sujeto.
—Bien dicen que en Zaragoza y en el ejército del Centro se dieron los grados como quien echa almorzadas de trigo a las gallinas. Amigo Gabriel, en España no se premia más que a los tontos y a los que meten bulla sin hacer nada. Dime, teniente de almíbar, ¿en Zaragoza comistes ratones flacos y pedazos de estera fritos con grasa de asno viejo?
Reíme de la pregunta, y los circunstantes dieron broma a Marijuán, porque este desde que se nos unió cerca de Almadén del Azogue en los últimos días del año, nos había venido aturdiendo con el perenne contar de sus privaciones y hambres en Gerona.
—En mi mochila —continuó el aragonés— tengo un diario del sitio que escribió en la plaza el señor don Pablo Nomdedeu, y os lo daré a leer, para despertar el apetito cuando estéis desganados. Por ahora en marcha, que me parece dan orden de tomar soleta hacia abajo.
En efecto, después de una hora de descanso emprendimos el camino hacia el Mediodía, y Marijuán repetía la canción con que nos aporreaba los oídos desde que le encontramos:
Dígasme tú, Girona
si te n’arrendiràs...
Lirom lireta.
Cóm vols que m’rendesca
si España non vol pas.
Lirom fa la garideta,
lirom fa lireta la.
En Bailén hicimos noche. ¡Qué triste impresión produjo en mí la vista de aquellos campos, al considerar que los atravesábamos después de dejar casi toda Castilla en poder de los franceses, a quienes poco antes habíamos sojuzgado con tanta fortuna en el mismo sitio! ¡Cómo se representó en mi imaginación lo que allí había visto y oído, la perspectiva y el estruendo glorioso de la acción, iluminada por el ardoroso Sol de Julio! Todo estaba frío, helado, quieto, triste, silencioso, oscuro, y parecía que sobre los llanos y las mansas colinas de Bailén, una pesada e informe sombra se paseaba a flor del suelo. Visitamos luego Marijuán y yo el palacio de Rumblar, creyendo encontrar allí todavía a la condesa y a su familia, y aunque era ya de noche, nos propusimos penetrar seguros de ser bien recibidos. Cuando dimos los primeros aldabazos en la puerta, contestonos el lejano ladrido de un perro, sin que rumor alguno indicase la presencia de criatura humana en el palacio, lo cual nos hizo comprender que estaba abandonado. Insistimos, sin embargo, en dar golpes, y al cabo oímos una voz que desde el patio con enojado tono nos respondía, mejor dicho, nos increpaba exclamando:
—Allá voy. ¡Condenados muchachos, qué querrán a estas horas!
Abrionos echando sapos y culebras por su fea boca el tío Tinaja, antiguo servidor de la casa (pues no era otro el que a la sazón la guardaba), y luego que nos hubo reconocido, desarrugó el ceño, hízonos entrar ofreciéndonos un asiento junto a la lumbre, y allí nos contó cómo toda la familia con buena parte de la servidumbre había marchado a Cádiz huyendo de la invasión francesa.
—Mi señora la condesa doña María estaba en que se había de quedar —nos dijo—; pero sus primas de Madrid, que llegaron por Todos los Santos, le volvieron la cabeza del revés. Don Paco también tenía mucho miedo, y entre él, las primas y las tres señoritas, todos llorando y moqueando en ruedo, ablandaron el alma de bronce de la condesa, obligándola a marchar.
—¿No ha venido también el señor don Felipe? —pregunté comprendiendo a qué personas se refería el tío Tinaja.
—El señor don Felipe no ha venido, porque según dijeron, está con el francés. Su hermana, la señora marquesa, es muy española, y habían de ver ustedes cómo disputa con su sobrina, que se ríe del Lord y dice que ningún general español vale dos cuartos.
—¿Ha venido también don Diego?
—No señor. Pues pocas lágrimas han derramado las niñas, y pocos mares han corrido de los ojos de la señora por las calaveradas de don Diego. No hay quien le saque de Madrid, donde se junta con flamasones, anteos, perdularios, gabachos y gente mala que le trae al retortero. Parece que ya no se casa con la señorita Inés, por cuya razón mi ama está que trina, y el otro día ella y sus primas hablaron más de lo regular. Don Paco se puso por medio y echó una arenga en latín. Las señoritas empezaron a llorar, y aquel día en la mesa nadie habló una palabra. No se oía más ruido que el de los dientes mascando, el de los tenedores picando en los platos y el de las moscas que iban a golosinear.
—¿Y cuándo salieron para Cádiz?
—Hace cuatro días. Las tres señoritas iban muy contentas, y doña María muy triste y ensimismada. La mala conducta del señor don Diego la tiene en ascuas y la buena señora se va acabando.
Nada más me dijo aquel hombre que merezca mención, y a varias preguntas mías harto prolijas e impertinentes, no contestó cosa alguna de provecho. Después que nos ofreció parte de su cena, díjonos que podíamos albergarnos en la casa por aquella noche, y como la tropa se alojaba en el pueblo, nos quedamos allí. Solo, y mientras Marijuán dormía, recorrí varias habitaciones altas de la casa, iluminadas no más que por la Luna, y una dulce e inexplicable claridad llenaba mi alma durante aquella muda y solitaria exploración. No hubo mueble que no me dijese alguna cosa, y mi imaginación iba poblando de seres conocidos las desiertas salas. La alfombra conservaba a mis ojos una huella indefinible, más bien pensada que vista; vi un cojín que aún no había perdido el hundimiento producido por el brazo que acababa de oprimirlo, y en los espejos creí ver no la huella, ni la sombra, porque estas voces no son propias, sino una nada, mejor dicho un vacío, dejado allí por la imagen que había desaparecido.
En una habitación que daba a la huerta vi tres camas pequeñas. Dos de ellas parecía como que tenían un lugar fijo en los dos testeros de derecha e izquierda. La tercera que estorbaba el paso, revelaba haber sido puesta para un huésped de pocos días. Las tres estaban cubiertas de blanquísimas colchas, bajo las cuales los fríos colchones se inflamaban sin peso alguno. La pila de agua bendita estaba llena aún y mojé las puntas de los dedos, haciéndome en la frente la señal de la cruz. Un fuerte escalofrío corrió por mi cuerpo al contacto helado, como si los dedos que habían tomado las últimas gotas se rozaran con los míos en la superficie del agua. Recogí del suelo una pequeña cinta y unos pedacitos de papel retorcidos, engrasados y perfumados, que indicaban haber servido para moldear los rizos de una cabellera. El silencio de aquel lugar no me parecía el silencio propio de los lugares donde no hay nadie, sino aquel que se produce en los intervalos elocuentes de un diálogo, cuando hecha la pregunta el interlocutor medita para responder.
Salí de aquella estancia, y después de recorrer otras con igual interés, sintiéndome al fin cansado, me recosté en un sofá, donde cerca ya del alba me dormí profundamente. La luz del día entraba a torrentes por las ventanas y balcones cuando me despertó Andrés cantando su estribillo catalán:
Dígasme tú Girona
si te n’arrendiràs.
En aquellos días, los últimos del mes de Enero de 1810, ocurrieron las más lamentables desgracias del ejército español. Creeríase que el genio de la guerra, fundamental en nosotros como el eje del alma, nos había faltado, y la lucha fue desordenada y a la aventura. El general Desolles atacó en Puerto del Rey a la división Girón que se desbandó junto a las Navas de Tolosa, y al mismo tiempo Gazán acometía el paso de Nuradal, mientras Mortier forzaba el de Despeñaperros. El mariscal Víctor penetró por Torrecampo para caer sobre Montoro, y Sebastiani por Montizón, de modo que la invasión de Andalucía se verificó por cuatro puntos distintos con estrategia admirable que acabó de desconcertarnos. Verdad es, y sírvanos esto de disculpa, que teníamos por general en jefe a don Juan Carlos de Areizaga, hombre nulo en el arte de la guerra, y en cuya cabeza no cabían tres docenas de hombres. La pericia de algunos jefes subalternos servía de muy poco, y desmoralizada la tropa, convencida de su incapacidad para la resistencia, no veía delante de sí ni gloria, ni honor, sino el cómodo refugio de Córdoba, Sevilla o la isla gaditana. Resistencia formal solo la hallaron los franceses por Montizón entre Venta Nueva y Venta