Lecciones: Escritos reunidos 1966-2016
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Teodoro González de León
Teodoro González de León (Ciudad de México, 1926-2016). En 1946, siendo aún estudiante de arquitectura, diseñó el plano original de la Ciudad Universitaria. De 1947 a 1948 trabajó en el taller de Le Corbusier en París. A partir de 1950 practicó su oficio como modo de vida. Consideraba que la arquitectura dura más que los hombres que la realizan y que lo más importante es aprender a insertar las formas arquitectónicas en su contexto, en la ciudad, en el paisaje. Sus edificios crean espacios públicos que los penetran, los relacionan con la ciudad y dejan una marca en la memoria urbana. Construyó viviendas sociales, conjuntos universitarios, colegios, bibliotecas, salas de espectáculos, teatros, salas de conciertos, recintos de congresos, edificios públicos, embajadas, oficinas privadas, centros comerciales, residencias, parques, plazas públicas y monumentos. Edificó 103 edificios —72 en el área metropolitana de la capital, veinticinco en los estados de la República y seis en el extranjero (Brasilia, Guatemala, Belmopán, Austin, Londres y Berlín)—. Realizó veinticuatro estudios urbanos y 173 proyectos de edificios que quedaron en papel.
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Lecciones - Teodoro González de León
Nota de la editorial:
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Primera edición: 2016
Lecciones. Escritos reunidos, 1966-2016
© Teodoro González de León
D. R. © 2016 El Colegio Nacional
Luis González Obregón 23
Centro Histórico, 06020
Ciudad de México
isbn impreso
: 978-607-724-187-4
isbn digital
: 978-607-724-273-4
Hecho en México
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Teodoro González de León (Ciudad de México, 1926-2016)
En 1946, siendo aún estudiante de arquitectura, diseñó el plano original de la Ciudad Universitaria. De 1947 a 1948 trabajó en el taller de Le Corbusier en París. A partir de 1950 practicó su oficio como modo de vida. Consideraba que la arquitectura dura más que los hombres que la realizan y que lo más importante es aprender a insertar las formas arquitectónicas en su contexto, en la ciudad, en el paisaje. Sus edificios crean espacios públicos que los penetran, los relacionan con la ciudad y dejan una marca en la memoria urbana.
Construyó viviendas sociales, conjuntos universitarios, colegios, bibliotecas, salas de espectáculos, teatros, salas de conciertos, recintos de congresos, edificios públicos, embajadas, oficinas privadas, centros comerciales, residencias, parques, plazas públicas y monumentos. Edificó 103 edificios —72 en el área metropolitana de la capital, veinticinco en los estados de la República y seis en el extranjero (Brasilia, Guatemala, Belmopán, Austin, Londres y Berlín)—. Realizó veinticuatro estudios urbanos y 173 proyectos de edificios que quedaron en papel.
Le fue otorgada la Medalla de Oro de la Unión Internacional de Arquitectos (2008). Fue miembro de El Colegio Nacional, de la Academia Nacional de Arquitectura, de la Academia de Artes, del American Institute of Architects y de la Academia Internacional de Arquitectura. Recibió el doctorado honoris causa de la Universidad Nacional Autónoma de México; de la Universidad Ricardo Palma de Lima, Perú; de la Universidad Autónoma Metropolitana y de la Universidad de la Plata, Argentina.
Desde los doce años se inició en la pintura y en la escultura. Su obra plástica se ha mostrado en diversos museos y galerías. Es autor de numerosos libros y artículos.
Presentación
Espacios
Le Corbusier
1966
El problema de la vivienda y el desarrollo urbano
1970
Búsquedas mexicanas en la arquitectura contemporánea
1982
La piedra del siglo
xx
1983
De ideas y de obras
1984
Arquitectura y ciudad
1989
San Carlos y su entorno urbano
1990
Entrada, circulación y otros temas
1990
Arquitectura y poesía
1991
Pequeña historia de un gran espacio público
1992
Dos frases de Octavio Paz sobre la modernidad y la ciudad
1992
Reflexiones sobre mi obra
1992
El oficio de arquitecto
1994
Los museos del tercer milenio
1994
Museo para un poeta
1994
El edificio de El Colegio Nacional
1994
Construcción, espacio y representación
1995
Intervenciones en los centros históricos
1996
Acústica y plástica
1997
Arquitectura y política
1997
Profecía
1997
El valor de la arquitectura del siglo
xx
1998
La ciudad y sus lagos
1998
Vivienda y urbanismo
1999
La ciudad, construcción colectiva
2000
Entrevista de Miguel Cervantes al autor ca. 2000
La cuenca del valle de México.
Breve reseña del desarrollo urbano y de la desaparición de los lagos de la cuenca
2001
Imaginación y creatividad
2001
El espacio público y áreas verdes
2002
Cómo debe ser un edificio federal
2002
Cincuenta años de la Ciudad Universitaria
2002
Arquitectura y ciencia
2006
Los poliedros del Auditorio Nacional
2007
Arquitectura moderna y tradición
2009
Acerca del libro La composición arquitectónica en la obra de Teodoro González de León
2010
Vuelta a la ciudad lacustre
2011
Premio Nacional de Arquitectura
2011
Exposición Croquis y maquetas
2012
Acerca de los libros Viaje a Japón II y III
2012
Ise, Japón
2012
Premio Medalla Bellas Artes
2012
Premio CIHAC, Conjunto Manacar
2012
La medida de las formas y de los espacios
2013
Presea Sor Juana Inés de la Cruz
2013
Comentario al libro Habitar
cu
, 60 años
2015
Acerca del libro Viaje a Japón IV
2015
Premio a la Trayectoria 2015
2015
Sismo de 1985
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Obra gráfica reciente
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1989
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1990
Mario Pani
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Manuel Larrosa
1991
Herbert Hofmann
1993
Alberto Kalach
1997
Rem Koolhass
1998
Octavio Paz
1999
José Villagrán
2001
Abraham Zabludovsky
2004
William Curtis
2007
Rogelio Salmona
2008
Francisco Toledo
2008
Alejandro Rossi
2010
Francisco Serrano
2013
Gabriel Zaid
2014
Jan Hendrix
2014
Enrique Norten
2014
José Emilio Pacheco
2015
Fernando Solana
2016
Víctor L. Urquidi
2016
Miguel Cervantes
2016
Créditos iconográficos
Presentación
José María Larios
Los textos de Teodoro González de León, al igual que sus proyectos de arquitectura, fueron hechos por encargo. En ocasiones se trataba de escritos o conferencias sobre su propia obra, de alguna presentación de libro, el homenaje a una persona, una ponencia con tema determinado. También surgían por la necesidad de describir sus proyectos para su presentación. Al redactar, se dedicaba por completo a esta tarea creativa de memoria y reflexión, y reducía a lo indispensable el tiempo para el taller de arquitectura. Siempre escribió a mano, con lápiz, en papel tamaño carta, de un tirón y con muy pocas correcciones.
Antes de proseguir, deseo hacer un inciso: el texto más antiguo redactado por González de León que se tiene, Una oportunidad para planear
, data de 1956. Su último escrito, dedicado a la celebración del cuadragésimo aniversario del edificio de El Colegio de México, quedó inconcluso, el 16 de septiembre de 2016. Fue la última actividad que realizó González de León en su oficina.
Cuando el arquitecto aceptó con entusiasmo la idea de Fernando Martín Velazco, coordinador ejecutivo de El Colegio Nacional, sobre publicar sus escritos para El Colegio Nacional, se procedió, en una primera etapa, a localizar todos sus textos impresos y digitales: se encontraron unos trescientos, de los que, tras una revisión minuciosa, se quitaron los que se repetían o eran muy similares. Tras esta depuración, quedó un corpus de 209 textos (unas 1 400 cuartillas contenidas en cuatro gruesas carpetas). González de León al verlos, asombrado, exclamó con sorpresa: ¿Yo escribí todo eso? ¡No es posible!
.
De estos artículos, en una siguiente etapa, fueron seleccionados, según los temas, aquellos que los describían de forma más completa. Por ejemplo, había que elegir dos de los cuatro que existen de La Ciudad Universitaria
; o entre los que explicaban la planeación urbana, la vivienda popular, la autoconstrucción… (de ellos se escogió el Problema de la vivienda y el desarrollo urbano
); de las conferencias sobre sus obras y proyectos, sólo se eligieron dos; al final, quedaron cerca de 85 textos que mostré a González de León, quien los revisó cuidadosamente, pero no quitó ni agregó ningún otro, y aprobó su envío.
Alejandro Cruz Atienza, director editorial de El Colegio Nacional, una vez que recibió y evaluó el material junto con Yaiza Santos, sugirió eliminar otros textos, así como presentar por separado las semblanzas (es decir, hacer dos partes), e incluir una breve sección con muestras de la obra pictórica del arquitecto; lo anterior fue aceptado por González de León y de esa forma se hizo la publicación.
En las edificaciones de González de León, la palabra fue parte del origen de la creatividad arquitectónica; su mano se guio por ideas, por conceptos, por pensamientos de espacios imaginados y de elementos formales, siempre regidos por estrictas y complejas geometrías; el lenguaje particular de su obra arquitectónica, como el patio, el pórtico, el talud, el uso del concreto cincelado, no surgió por necesidades funcionales o de un programa dado, se creó por el desarrollo de conceptos e intenciones razonadas sobre la manera de ser y de hacer lo arquitectónico, tomando como base la historia; ese lenguaje se fue plasmando en escritos que fueron surgiendo y evolucionando al parejo de la creación y construcción de sus edificios; hoy, esos textos constituyen verdaderas lecciones.
Los textos de González de León son metáforas de formas, de espacios, de volúmenes, de recorridos arquitectónicos, de materiales constructivos… Sus palabras, sus frases, sus ideas fueron trasladadas a dibujos, a croquis de soluciones arquitectónicas que resuelven espacios habitables y volúmenes urbanos tomando en cuenta el lugar en que se hallan. Se trata de edificaciones de concreto, acero y cristal, en las que se invita al ingreso por medio de puertas urbanas; de edificios en los que, a través de patios, calles y plazas, se realzan el firmamento, las nubes, el agua, los árboles, la naturaleza, así como algo muy significativo: los encuentros de las personas.
El espacio, los volúmenes, las formas, los colores, los amigos, los diversos encuentros con la historia… son los protagonistas de esta obra de vida escrita en diferentes tiempos por González de León. En ella, con un lenguaje inteligente, erudito, claro y preciso, nos ofrece su pasión por la vida, su visión del mundo, sus afanes por participar en la construcción de una ciudad mejor (incluso, más allá de eso, de un mundo mejor), en fin, nos ofrece su saber arquitectónico. Los diversos capítulos abarcan desde los Museos del tercer milenio
, hasta una propuesta de Vuelta a la ciudad lacustre
, pasando por el estudio de la vivienda prehispánica en Vivienda y urbanismo
, y por una disertación sobre La medida de las formas y de los espacios
. Esta publicación termina con un crescendo conformado por el diálogo entre múltiples personajes y González de León; son personajes cercanos del arquitecto.
La segunda parte de la obra reúne los más íntimos y personales textos de González de León: son relatos acerca de sus amigos o sobre personas que le interesaron; se trata de textos autobiográficos que muestran la vida personal y plena que tuvo González de León. El libro contiene la semblanza de veintidós personas, aunque en realidad son veintitrés: esta última aparece de manera implícita en las demás; se trata de alguien imprescindible en la vida de Teodoro González de León, pues juntos disfrutaron de viajes y amigos entrañables (como Juan Soriano, Octavio Paz, Alejandro Rossi, Gabriel Zaid, Jan Hendrix, José Emilio Pacheco, Miguel Cervantes, Fernando Solana, entre otros) y juntos compartieron treinta años de su vida; me refiero a quien González de León siempre manifestó un amor profundo, a Eugenia Sarre.
En el festejo de sus noventa años, en la sala Manuel M. Ponce, del Palacio de Bellas Artes, González de León expresó:
Llevo noventa años aprendiendo la manera de vivir, la forma de ser. No he aprendido disciplinas, las he convertido en formas de vida. La lectura es una forma de vida, el dibujo, la pintura, la escultura son una forma de vida. Visitar ciudades es una forma de vida. Escuchar música y la arquitectura son formas de vida. No tener ninguna religión es mi forma de vida.
A lo anterior, es preciso agregar que escribir también fue una forma de vida para González de León.
Debo mencionar la importancia del personal administrativo que colaboró en el desarrollo de los escritos de González de León y destacar, por su perfección en el manejo de las antiguas máquinas de escribir, su amplia cultura y su saber gastronómico, a la señora Guti, Agustina Cancino, colaboradora, desde 1986 hasta 2004, muy apreciada por González de León; a Luz María Hernández, quien inició la captura de los textos en computadora a partir de 1991, y a su hermana, Gabriela Hernández; a Isabel Posada, por su trabajo a partir de 2011 hasta la fecha, periodo en que fue secretaria particular de González de León y quien, de manera espontánea, dedicó sus tiempos libres a digitalizar los numerosos textos antiguos mecanografiados: una decisión de gran valor; a Ulalume, Berenice y Sofía González de León, porque, a través de muchos años, realizaron revisiones de los textos. Alejandro Cruz Atienza fue pieza fundamental en este proyecto por su eficiencia editorial al coordinar a todo el equipo, donde se destaca el trabajo de Jorge Sánchez y Gándara, y al darle rostro y forma, junto con León Muñoz Santini, al diseño del libro.
Finalmente, deseo expresar que no hay suficientes palabras para agradecer al maestro Teodoro González de León sus valiosas lecciones y enseñanzas que nos deja en este libro.
Ciudad de México, octubre de 2016
Le Corbusier
1966
Publicado originalmente en Diálogos, vol. 2, núm. 2, enero-febrero de 1966, pp. 35-39. Se reprodujo después con el título Le Corbusier, visto de cerca
en Vuelta, núm. 132, noviembre de 1987, pp. 65-68.
Hace dieciocho años, en 1947, obtuve una beca del gobierno de Francia para continuar mis estudios en aquel país. Por entonces se iniciaba aquí, para desarrollar el proyecto de Ciudad Universitaria, la formación de equipos de los cuales yo había quedado injustamente excluido, lo mismo que los dos compañeros con quienes elaboré el anteproyecto ganador del concurso y que sirvió de base para la realización del actual conjunto. En esas circunstancias salí hacia París, y lo hice con una meta: conocer la obra de Le Corbusier, que a través de innumerables publicaciones se había constituido en guía de nuestra formación escolar, para mí y para una media docena de compañeros, y que además había influido de manera tan directa en el citado anteproyecto de Ciudad Universitaria.
En París me bastó ver un concurso de composición de la Escuela de Bellas Artes para convencerme de que no era ése el lugar indicado para adquirir más conocimientos y, a los quince días de mi llegada, me encontraba a las puertas del número 35 de la calle de Sèvres, donde Le Corbusier tenía su taller de arquitectura.
El taller estaba en el segundo piso de un gris y viejo convento jesuita del siglo
xviii
. Por toda identificación —ya que se trata de una dirección ampliamente conocida en el mundo arquitectónico—, había un letrero escrito a mano sobre un trozo de cartón:
"Le Corbusier, al fondo del corredor".
Era un estrecho local de 3.5 m de ancho por unos 40 m de largo, iluminado por una serie de ventanas regulares, relativamente angostas, que daban hacia un patio interior. Ocupaban la entrada una vieja máquina de copias —con su olor característico—, y el escritorio y los archiveros de la secretaria. Seguían unas divisiones precarias, que alojaban el lugar de trabajo de Le Corbusier, y más al fondo se extendía el resto del taller. Los plafones de manta de cielo restirada estaban rasgados, humedecidos y colgados. En aquel lugar se había fraguado una de las obras más importantes de la arquitectura moderna y a aquel lugar llegaba yo a pedir trabajo como dibujante sin remuneración.
En ese tiempo se empezaba a construir la Unidad de Habitación de Marsella y había necesidad de personal en la sección de ingeniería, en la cual pasé dos meses dibujando varillas y tablas de secciones. Mis compañeros eran suecos, griegos, italianos, portugueses, argentinos, estadounidenses, colombianos, belgas: en total cuarenta personas entre las que sólo había cinco franceses. Esta proporción minoritaria se explica en parte por la poca aceptación que, aun en esas fechas, tenía la obra de Le Corbusier en los medios institucionales.
Con todo, la situación había mejorado. Después de un largo periodo en que el maestro no tuvo prácticamente obras, construía el edificio de Marsella, iniciaba el plano regulador de Bogotá y tenía la consultoría del edificio de las Naciones Unida; todos ellos trabajos bien remunerados. Esto le permitió hacer un modesto y rápido arreglo del taller para dejarlo tal como se le conoce hoy por las fotografías publicadas, con un cubículo mínimo de 2.26 m de ancho por 2.26 m de largo y 2.26 m de altura para su trabajo personal, privados para el ingeniero jefe y la secretaria, y un bello mural que él mismo pintó de manera rápida al fondo.
Me he detenido en esta descripción para resaltar las condiciones en que trabajó el pionero más importante del urbanismo y la arquitectura moderna. La verdad es que por estar comprometido exclusivamente con sus ideas y por negarse en forma tajante a toda concesión, con una honestidad y una voluntad a toda prueba, perdió no pocos encargos y beneficios. Éste es un fenómeno que es difícil entender, en toda su amplitud, en nuestro continente. Ya desde que estábamos en la escuela nos parecía increíble e irritante que Le Corbusier no pudiera realizar en su propio país una de las más bellas concepciones de la arquitectura moderna. Y la situación se prolongó a pesar del gran homenaje que le hicieron en 1963 con motivo de sus 75 años: Le Corbusier no pudo ver construida ninguna obra suya de importancia en la ciudad a la que dedicó su vida.
Durante tres meses trabajé como dibujante, incorporado ya a la sección de arquitectura, en el proyecto del techo-jardín de la Unidad de Marsella. Para diseñar esta parte del edificio se recurría al auxilio de una gran maqueta de yeso que fue reformada pacientemente no menos de seis veces. Más adelante me confiaron, como encargado de diseño, el desarrollo del edificio de una fábrica textil en Saint-Dié, pequeño poblado de Francia destruido por la guerra, y el de una pequeña tienda de lujo en el centro de París. Estos últimos trabajos me permitieron conocer más a fondo la compleja mecánica de creación del gran arquitecto.
Su actitud con nosotros era de un verdadero maestro, paciente y delicado ante nuestras tentativas. Nos hacía partir de un pequeño croquis, y debo confesar que, sólo hasta muy avanzado el proyecto, nos percatábamos que aquel dibujo contenía ya todas las ideas del desarrollo. Sin embargo, el estudio de cada sección era interminable, estaba sujeto a cambios constantes, lentamente madurados, e implicaba realizar dibujos a diferentes escalas. Por otra parte, el taller disponía de una gran área de pizarrón, de 4.80 m de altura en la que él mismo, trepado a una escalera, dibujaba a tamaño natural las columnas, las puertas, las ventanas, las escaleras, los barandales que estaba estudiando.
Constantemente repetía un comentario, ya familiar para nosotros, al tiempo que corregía nuestros trabajos: La arquitectura es muy difícil, usted sabe; no es como la música, en que se puede ser genio a los once años. La arquitectura es un oficio duro y cuesta mucho aprenderlo
. Con voz pausada iba comentando todas sus intenciones y ejecutaba sus admirables croquis; iba conduciéndonos a la búsqueda permanente, a evitar los mecanismos que asesinan la creación. Auténtico maestro, transmitía su pasión por el oficio y sus enseñanzas, no en teoría, sino en la práctica cotidiana. También, como todo buen maestro, estuvo pendiente durante toda su vida de las personas que tuvieron contacto con él y no dejó de alentarlas con sus extraordinarias cartas. Guardo de ellas una media docena, de las cuales dos fueron escritas por iniciativa propia para preguntarme qué era de mí, que hacía; en otra comenta de manera muy generosa el libro que publiqué sobre mi trabajo en Barra de Navidad¹ y que le envié hace cuatro años.
Respecto a la deferencia de que daba prueba el maestro con aquellos que compartían sus intereses, dice Oscar Niemeyer:
Mi primer contacto con Le Corbusier se produjo en 1936, cuando invitado por el ministro de Educación pasó algunos días entre nosotros. Tuve entonces la oportunidad de trabajar bajo su dirección y de trazar algunas perspectivas para sus proyectos. Recuerdo su actitud afectuosa para con nosotros y la carta que envió a Lúcio Costa a su regreso a Francia, en la cual mencionaba de paso mi nombre, episodio sin importancia pero que en ese momento —acababa yo de salir de la escuela— fue para mí un gran estímulo.
Y agrega Niemeyer más adelante:
Me acuerdo de él, en fin, cuando caminaba conmigo en Brasilia, lleno de generosidad, sin esa dureza que tan notoriamente lo distinguía y que aceptábamos porque provenía de la incomprensión de los hombres frente a su obra. Eso me lo hace diferente, no sólo como maestro genial que todos hemos respetado, sino también como el hombre delicado que uno siente generoso con todo cuanto lo rodea.
De manera sistemática enviaba el maestro a sus colaboradores a visitar las obras. En uno de estos viajes fui testigo de un accidente imprevisible que determinó tal vez un cambio fundamental en la obra de Le Corbusier: había quedado defectuoso el colado de las primeras columnas del edificio de Marsella y esperábamos al maestro para comunicárselo. Después de una atenta observación, ordenó que todos los colados subsecuentes se realizaran con esta textura burda, e incluso anotó la especificación del tipo de madera sin labrar que debería utilizarse en la cimbra. Toda su obra posterior, la iglesia de Ronchamp, el convento de La Tourette, las unidades de habitación de Nantes y de Berlín, el pabellón de Brasil en la ciudad universitaria de París y el gran conjunto de Chandigarh en la India llevan esa marca en el acabado, que él denominó concreto bruto
. El concreto aparente con tales características adquiere una monumentalidad sobrecogedora y una agresividad semejante a la que posee la pintura expresionista abstracta e informalista de la última década.
A este brutalismo, como se le ha llamado, se aúnan el rigor y la austeridad propios de la obra entera de Le Corbusier, presentes aun en sus primeras obras, a las que la finura del diseño confiere a primera vista una apariencia de delicadeza —recuérdese el pórtico y el vestíbulo del Pabellón Suizo—. Recientemente visité el edificio del Centro Carpenter de Artes Visuales y Diseño de la Universidad de Harvard, en Boston, que es su única obra en Estados Unidos. Está construida a base de dos volúmenes curvos entrelazados, perforados por amplios vanos que protegen distintos tipos de parteluces. El acabado exterior es de concreto aparente, lo mismo que los plafones y los pisos de cemento pulido sin color; los barandales son de tubo redondo de fierro y, con excepción de las piezas móviles, se suprimió la herrería para la sujeción de cristales: éstos son recibidos de manera directa por ranuras dispuestas en el concreto de los muros y los plafones. Difícilmente podría darse mayor austeridad en una obra arquitectónica. Sin embargo, el efecto que produce la contemplación del edificio se diluye en forma notable en las fotografías de las publicaciones, en las que se suavizan texturas y contrastes. Tal vez esto pueda explicar la enorme diferencia que existe entre la obra del maestro y la de la mayoría de sus seguidores: muchos de ellos no conocen más que las fotos. Con excepción de algunos, como Breuer en su última etapa, Rudolph y Tange —que tienen concepciones monumentales y bastante severas—, la producción de los demás resulta banal. La libertad formal de Le Corbusier, lejos de provenir del accidente meramente agradable, está fincada en un diseño de premeditado rigor.
No está emparentado este rigor con el de las primeras obras del funcionalismo, en las que priva un rígido sentido de utilidad y de economía. A la austeridad de Le Corbusier habría que buscarle más bien raíces poéticas. Por supuesto tiene estas mismas raíces su brutalismo de la última época, y no son de ninguna manera consideraciones económicas las que lo determinaron a utilizar el concreto bruto
en las obras realizadas en un país pobre como la India. Veamos lo que escribía al respecto: Lo que queda de las empresas humanas no es lo que sirve, sino lo que emociona
. Y añadía más adelante: Las obras de utilidad son superadas todos los días; su utilidad muere; una nueva utilidad la reemplaza. Así se suceden los trabajos del hombre. El acondicionamiento del territorio se hace y se deshace. Más aún, las civilizaciones se acaban. La nuestra se acaba. Una civilización nueva ha comenzado una vez más en la historia
.
Desde otro punto de vista, la obra de Le Corbusier es profundamente racional y cartesiana, lo cual es válido sólo si la juzgamos como una unidad. Sin embargo, si consideramos de manera aislada los componentes de cada obra —su solución estructural o su diseño espacial, por ejemplo— resultaría inútil buscar en ellos ese racionalismo. Lo que encontraríamos sería un marco racional, como decía Le Corbusier: con rendijas por las que pueda entrar la poesía
; un punto de apoyo para la creación libre y no una disciplina férrea llevada hasta sus últimas consecuencias —aunque de esta última posición, también válida, sacan partido la escuela de Chicago y los maestros alemanes modernos—. A modo de ilustración evoco de nuevo sus primeras obras, producidas entre 1922 y 1936, en las que el diseño espacial parece llegar a un extremo racional, pero que contienen siempre elementos no sistemáticos: recuérdese la complicada solución volumétrica de la planta baja y de la azotea en el edificio del Ejército de Salvación en París, en contraste con la limpieza del paño de vidrio del cuerpo principal. No sólo abundan estos ejemplos en la obra de Le Corbusier; me atrevería a decir que son una característica inconfundible de ella.
La obra juzgada como unidad, como acontecimiento, revela en cambio un racionalismo impecable. Claro, que para descubrirlo sin perderse en el aparente caos de una obra tan vasta es preciso volver a trazar la evolución, a lo largo de la vida del maestro, de cada tipo de edificio que construyó. Advertimos entonces que cada nueva versión se apoya en la anterior, la perfecciona y la redondea: es un testimonio de la coherencia de su pensamiento. Así, en sus casas-habitación particulares, observamos que desde sus primeros proyectos de 1917 le preocupa lograr un espacio interior de doble altura, un espacio simple, tridimensional, encerrado en un cubo, vertido hacia un ambiente interior —pese a los ventanales— más que hacia el medio que rodea la construcción.
La trayectoria del edificio colectivo de habitación es aún más congruente e impresionante. Desde los primeros proyectos de 1915 se va gestando ese complejo plástico-social-constructivo que él denomina la Unidad de Habitación y que cristaliza en 1946 con el edificio de Marsella: complejo plástico porque la unidad está concebida como un objeto compuesto —o sea, producto de un proceso de composición—, claro y distinto, colocado en el paisaje sin buscar mimetismo, como un objeto creado y artificial; complejo social porque alberga, aparte de las viviendas, una diversidad de instituciones necesarias para una vida comunal completa y variada y a las que él denominaba las prolongaciones del hogar
—guarderías, clubs juveniles, bibliotecas, tiendas, campos deportivos, etc.—; y complejo constructivo porque para este tipo de edificios Le Corbusier propone desde 1914 la industrialización de la construcción. Desgraciadamente, en este último aspecto sus resultados no fueron satisfactorios ya que, aunque fue el pionero y el primer propagandista de esa idea, no pudo adquirir la experiencia que requiere la industrialización de la construcción, dadas las escasas oportunidades que tuvo de realizar obras.
No menos coherente es la trayectoria del centro de negocios y de trabajo que Le Corbusier resuelve como rascacielos
, desde 1922, en su proyecto de una ciudad contemporánea de tres millones de habitantes
. El establecimiento que propone difiere notablemente del rascacielos
empírico y gótico de Nueva York. Cuando en ocasión de su viaje a esa ciudad dijo que los rascacielos de Nueva York eran muy pequeños
, se refería a que fueron construidos sin lógica en su estructura, sin espacios tributarios libres, sin tomar en cuenta su relación con el resto de la urbe y los servicios que de ella requerían. Le Corbusier propone un rascacielos cartesiano. La idea se va desarrollando por medio de múltiples proyectos y se cristaliza con el de Argel, así como con el anteproyecto del edificio de Naciones Unidas, del cual como se sabe fue excluido. Es el primero en racionalizar las instalaciones del rascacielos, que intercala en forma de faja ciega en la masa del edificio, y el primero en concebirlo como un paralelepípedo vertical, con su plaza de acceso al pie, concepción que utilizan de manera indiferente los arquitectos modernos de todas las tendencias plásticas.
Tanto los tipos de edificio cuya trayectoria reconstruimos como todo el resto de su obra están concebidos en forma clásica: Le Corbusier cree en la composición, en la proporción y en la armonía. Sus volúmenes y sus espacios son definidos y estáticos. Aplica al diseño arquitectónico un sistema de medidas, el Modulor, que es producto de su creencia en una secreta relación matemática, profundamente pitagórica, entre el hombre y la naturaleza.
A medida que iba conociendo de manera más íntima al maestro, comprendía que lo que reflejaba en su obra era también el rigor y la austeridad de su vida diaria. Al final de mi estancia en París, Le Corbusier me confió el diseño de los ventanales de su departamento, situado en el techo-jardín de un edificio que realizó en el año de 1929. Los nuevos ventanales de madera, pesados y complejos, se concibieron conforme al espíritu de su segunda etapa de diseño. Tuve ocasión de trabajar durante un mes entero, todas las mañanas, en su propia casa, en el taller donde pintaba. Esta feliz circunstancia me permitió conocer la disciplina inflexible que regía tanto la vida del hombre como la del artista plástico. Cuando yo me presentaba, a las siete y media de la mañana, Le Corbusier ya había corrido kilómetro y medio alrededor de la manzana de su departamento —tenía entonces sesenta años— y había desayunado. Hasta las nueve y media se dedicaba a escribir. Después, se la pasaba pintando durante las horas que lo separaban de la comida del mediodía. Almorzábamos y a las dos y media de la tarde salíamos hacia el centro de la ciudad, al taller de la calle Sèvres donde el maestro trabajaba como urbanista y arquitecto hasta las ocho y media o nueve de la noche.
Su taller de pintura era un amplio y bien iluminado salón. Aislados, no adosados a los muros, se encontraban en él tres armarios con cajones al frente y cubiertos en la parte de atrás por cuadros de su época purista. Complementaban el mobiliario un librero, con muy pocos libros, que semiocultaban su escritorio, y dos caballetes. Los armarios contenían una impresionante colección de gouaches y dibujos muy bien clasificados —recuérdese que Le Corbusier no quiso vender en toda su vida ni un cuadro ni un dibujo—; varios cajones alojaban cantos rodados, huesos y trozos de madera reunidos durante largos años. Esta última colección, celosamente guardada y clasificada también, me dio la clave de muchas de las formas que de manera obsesiva se presentan en su pintura, en los volúmenes de su arquitectura y en los trazos de sus magistrales ordenamientos urbanos. Tanto el taller como el resto del departamento tenían una apariencia austera, daban la impresión de contener pocas cosas. El problema de saber habitar radica en saber guardar
, sostenía Le Corbusier.
El perfecto equilibrio y la integración que supo establecer entre actividades tan diferentes como las de escritor, pintor y arquitecto le permitía trabajar trece horas diarias. En el fondo se creó un oficio: el de vivir para producir. En todo momento daba la impresión —y además lo hacía sentir sin falsas modestias— de que tenía algo importante que realizar, que comunicar al mundo, para lo cual era imprescindible organizarse. Supe, por conducto de su mujer, que le costó mucho trabajo adquirir esa disciplina. En su primera época, hasta 1930, fue notablemente desorganizado. A los cuarenta años dejó el cigarro, empezó a jugar basquetbol y ordenó su vida para aumentar su productividad. Su famoso esquema del sol que se levanta, se acuesta y vuelve a levantarse cumpliendo el ciclo de veinticuatro horas —ciclo implacable que según él debía determinar todo ordenamiento urbanístico y condicionar de manera provechosa las actividades humanas—, estructuraba su existencia diaria.
Sólo en función de esa administración sabia del tiempo disponible nos explicamos la vastedad y la diversidad de su obra, que más bien parece hecha por varios hombres. Mies van der Rohe dice que cuando lo conoció en 1910, en el taller de Peter Behrens, sintió que se hallaba en presencia de un hombre del Renacimiento. Y Le Corbusier es, sin lugar a dudas, el artista más completo que ha producido la época moderna.
Artista completo en el sentido renacentista, su personalidad reúne además otras características que hacen de él un hombre típicamente contemporáneo. Es notable su intuición sociológica, aunque en muchos aspectos pueda emparentarse con el socialismo utópico del siglo
xix
, tal como lo demuestra su admirable texto Los tres establecimientos humanos. Funda la Assamblée de Constructeurs pour une Rénovation Architecturale (Ascoral), organización compuesta por sociólogos, economistas, higienistas, ingenieros, urbanistas, agrónomos, consciente de que los problemas de planeación del territorio y del ordenamiento urbano requieren la atención de equipos constituidos por técnicos de diversas disciplinas. Allí está en germen, en forma aún elemental, la idea de los modernos equipos de planeación que comenzaron a funcionar después de la guerra en algunos países.
En el campo de la producción arquitectónica, preocupa a Le Corbusier el dilema entre arquitecto artesano y empresa productora de edificios. Trata de realizar trabajo en equipo y funda para ellos el Atelier des Bâtisseurs (Atbat, Taller de Constructores), en el que se asocia con uno de los ingenieros más notables de Francia, Vladimir Bodiansky. Con este equipo, en el que me tocó a mí trabajar, realiza Saint-Dié y Marsella. Sin embargo, a mi modo de ver, la aventura resulta negativa. La empresa no funciona. Le Corbusier sigue siendo un artesano creador para quien la solución de cada detalle debe implicar una aportación creativa respecto del detalle similar de la obra anterior; infunde a sus colaboradores un constante afán de creación, pero no logra implantar un código de trabajo. El Atbat desaparece dejando tras sí una obra que bien podría ser la de un artesano solitario.
Aparte de sus dibujos, su pintura, sus esculturas y sus edificios, que permanecen —dicho sea en términos de Le Corbusier— como acontecimientos de los que sólo somos espectadores, el maestro dejó al mundo moderno un enorme legado: lo integra una serie de postulados de carácter general, muchos de los cuales son actualmente el patrimonio y el útil de trabajo de las instituciones urbanas y de los arquitectos particulares.
De Le Corbusier heredamos el concepto de un binomio indisoluble: urbanismo-arquitectura. Como urbanista nos legó la Ciudad Luminosa
, concebida como un gran conjunto de paralelepípedos construidos entre jardines. Rescató estos jardines para el peatón, al que aisló de los vehículos, ideando un tejido completo de vías jerarquizadas y diferenciadas según su teoría de las siete vías. Nos propuso también una organización elemental de las actividades humanas en la urbe, de modo que se restableciera un equipo vital entre el cultivo del cuerpo y el cultivo del espíritu, el trabajo y la circulación. Y finalmente, planteó una forma coherente para la ocupación del territorio: Los tres establecimientos humanos
, a saber, la ciudad radiocéntrica de intercambios, la ciudad lineal industrial establecida a lo largo de las vías de comunicación y la unidad de explotación agrícola.
Como arquitecto nos legó el edificio sobre postes que ya es patrimonio de muchos constructores de las más diversas tendencias; la sistematización del paño de vidrio en la fachadas, unido al parteluz que permite controlar la entrada de los rayos solares en los interiores; y el aprovechamiento de las azoteas de los edificios.
Estas aportaciones no tienen dueño, pasaron a la categoría de conquistas de nuestra civilización, y aún puede sacarse de ellas un fruto insospechado por muy diversos caminos. La obra de Le Corbusier es en sí inimitable, personal, irrepetible. Su legado teórico y su pasión por el oficio nos impulsan, en cambio, a emularlo como servidores de la sociedad. Y esto es lo único que se puede imitar de Le Corbusier.
1
Véase Teodoro González de León y José Rogelio Álvarez, Barra de Navidad. Estudio de un área, Comisión de Planeación de la Costa de Jalisco, México, 1958.
El problema de la vivienda y el desarrollo urbano
1970
Publicado originalmente en Calli Internacional, núm. 50, octubre de 1970, pp. 18-22.
El problema de vivienda ha existido siempre en nuestro país, pero nunca con el carácter alarmante que tiene en la actualidad, debido al inusitado crecimiento de la población y a la particular forma en que los habitantes se concentran en las ciudades.
La población del país crece con una de las tasas más altas del mundo y se urbaniza a igual velocidad. En el año 2000, según los expertos, México tendrá 120 millones de habitantes¹ y estará catalogado entre los países altamente urbanizados, ya que 50% de su población estará concentrada en aglomeraciones mayores de 100 000 habitantes.² Con este desarrollo de las áreas urbanas, mucho más rápido que el de los recursos necesarios para atenderlas con programas de servicios básicos, el déficit de viviendas será incalculable a menos que se emprenda, para combatirlo, una acción enérgica y poderosamente imaginativa.
Cómo una nueva política urbana podría ensanchar en forma insospechada la acción de los programas de vivienda, logrando de manera simultánea que éstos contribuyeran al ordenamiento de las ciudades, es lo que propone demostrar este trabajo. Para ello será necesario analizar, en primer lugar, ciertos aspectos del proceso de urbanización que afectan al desarrollo urbano; en segundo, las relaciones entre este desarrollo urbano; en tercer lugar, las relaciones entre este desarrollo y el problema de vivienda; y por último, las bases de una nueva política urbana en la que se puedan fincar los programas de vivienda.
El proceso de urbanización
La urbanización se podría definir como el cambio de un patrón disperso de distribución de la población a un patrón concentrado en ciertos puntos del territorio (ciudades). Este fenómeno se ha presentado en todos los países avanzados y se presenta ahora en todos los países que inician su desarrollo. Tiene toda la apariencia de ser irreversible y, en esta segunda mitad del siglo, se produce con gran rapidez. Al paso que lleva, en 1990 la mitad de la población del globo vivirá en ciudades de más de 100 000 habitantes.³ Esta nueva forma de ocupación del territorio tiene implicaciones sociales y económicas difíciles de imaginar. Los problemas que ahora palpamos en las ciudades son tan sólo el anuncio de los que vendrán. Pero si la concentración de la población en las ciudades genera problemas es también, como se ha demostrado históricamente, un poderoso acelerador de la inventiva necesaria para resolverlos.
En México, como en todos los países