Ataúlfo Argenta: Música interrumpida
Por Ana Arambarri
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Ataúlfo Argenta - Ana Arambarri
Cubierta
Biografía
Sinopsis
Portadilla
Ana Arambarri
Ataúlfo Argenta
Música interrumpida
Créditos
Publicado por:
Galaxia Gutenberg, S.L.
Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª
08037-Barcelona
info@galaxiagutenberg.com
www.galaxiagutenberg.com
Edición en formato digital: marzo 2017
© Ana Arambarri, 2017
Fotografía de sobrecubierta: Ataúlfo Argenta durante un ensayo con la orquesta
Wiener Symphoniker, en el Grosser Konzerthaussaal de Viena, en marzo de 1957.
Archivo Familia Argenta.
Conversión a formato digital: Fotoletra, S.A.
ISBN Galaxia Gutenberg: 978-84-16734-87-0
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública
o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización
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Dedicatoria
A Alberto,
‘e ‘l naufragar m’è dolce in questo mare’*
* Leopardi, L’Infinito.
Preludio
Este libro habla de perseverancia y tenacidad.
De respeto y tolerancia. Y del amor a la música.
A mis padres.
A mis hijos, en el deseo haberles transmitido estos valores.
Mis recuerdos sobre Argenta se remontan a la niñez, a los conciertos del Teatro Real, donde acudía con mis padres los viernes por la tarde. Con nosotros venía la viuda de Ataúlfo Argenta, Juana Pallares, una mujer extraordinaria. Destacaba por su personalidad. Era inteligente y mordaz. «Esto lo dirigía mejor Ataúlfo», comentaba con frecuencia al terminar el concierto. Avanzada de ideas, le sorprendía la escasa aceptación de la música contemporánea. «Es como abrir una ventana y dejar que entre el aire fresco», comentaba mientras regresábamos juntos en coche.
Cada viernes repetía el mismo ritual. Antes de bajar del coche, en el portal de su casa, nos pedía aquel clavel –o jazmín– que Maruja, la florista del Teatro Real, había prendido en la solapa de nuestros abrigos. Juanita, una vez sola en casa, los colocaba junto a la foto de Ataúlfo. Viernes tras viernes, año tras año. Un recuerdo que guardo en mi memoria.
Crecí en el seno de una familia amante de la música. El azar hizo que mis padres se conocieran en un concierto. Eran los primeros que se celebraban en el Madrid de la posguerra. Mi madre, que había sido alumna de Ataúlfo Argenta, no quería perdérselo y tuvo que vender un vestido para poder pagar la entrada. Es lógico, por tanto, que la figura de Ataúlfo Argenta haya tenido tanta importancia en mi vida. Con frecuencia escuchaba anécdotas de la dramática vida de Ataúlfo. Una historia apasionante, aunque no siempre bajo el aura del éxito. Su biografía nos sumerge en dramáticos episodios marcados por el afán de superación, la perseverancia y la resistencia frente a la adversidad. Una vida donde fortuna y desdicha van de la mano. En su camino, el fatum asoma sombríamente, un leit motiv que se repite con angustiosa cadencia.
Conocía la existencia de la correspondencia entre Ataúlfo y Juanita. Ciento cincuenta cartas que conserva la familia, todas ellas escritas de puño y letra por el músico. Sin lugar a duda, esta correspondencia es la esencia del libro pues en ellas expresa con libertad sus afinidades musicales. El privilegio de acceder a estos correos privados –confianza que la familia Argenta sólo ha compartido conmigo– me permitió sumergirme en sus sentimientos, ambiciones y emociones. Entendí su forma de pensar, de vivir y de gozar: la de un hombre enamorado de la vida y de la música. Todo en él era música. Una personalidad similar a su modo de interpretarla. Apasionado y romántico. Excesivo en todas sus manifestaciones. De enormes contrastes. Firme y rebelde en su independencia. Suave y apoteósico.
Cuando tomé la decisión de escribir la biografía de Ataúlfo Argenta, opté por aprovechar el material documental que tenía en mis manos. El enorme valor de su correspondencia me permitía ofrecer en primera persona un relato y una aproximación verídica del personaje, muy superior a cualquier otro procedimiento narrativo. En la segunda parte del libro, empleando esta misma fórmula, son sus enemigos quienes ponen voz a los hechos. No he querido renunciar a desvelar las intrigas de Sopeña o Rodrigo, narradas en primera persona, maquinando cómo hacerse con el control de la gestión cultural de la música española en la posguerra.
Ésta no es una biografía novelada. Lo que no recoge este libro es porque ninguno de los personajes vivos relacionados con Argenta, familiares y amigos, guardan memoria sobre los hechos. Mi decisión, como punto de partida, fue no fantasear ni inventarlos, sino justificarlos con notas biográficas, colocadas al final del libro para no perder el ritmo de la lectura. Mi intención ha sido reflejar la verdad sobre el caso Argenta: sus dichas y desdichas, sus aventuras y desventuras, sus traiciones y alianzas, sus éxitos y sus fracasos.
Eran años sombríos en los que algunos compositores españoles sufrían penurias y censura si no coincidían ideológicamente con el Régimen. Muchos de ellos se vieron obligados a marcharse a otros países para poder desarrollar su carrera profesional con libertad: Manuel de Falla, Andrés Segovia, Gaspar Cassadó. Otros, perseguidos por haberse manifestado republicanos, tuvieron que exiliarse por temor a las represalias del franquismo: Pau Casals, Óscar Esplá, Robert Gerhard o el Grupo de los Ocho, por citar a unos pocos.
Argenta tendió puentes para incorporar sus obras a su innovador repertorio. Fue el embajador de la música española en Europa, el impulsor de la Orquesta Nacional y el símbolo de la apertura. Se ganó el respeto de grandes músicos. Ataúlfo Argenta, luminosa esperanza de la música española, reconocido por grandes músicos de su tiempo, vivió la vida al límite. De desbordante energía y talento, en apenas diez años conquistó un espacio único y exclusivo en la música europea de mediados del siglo XX.
El suyo fue un arduo camino, enfrentando obstáculos que parecían insalvables. Un país de escasa cultura musical. Una familia sin recursos económicos, dispuesta a enormes sacrificios por apoyarle. Vivió y sufrió dos trágicos conflictos bélicos, el fratricida español y la segunda guerra mundial. Lo que anhelaba Argenta era, por encima de todo, poder interpretar música. Vivió, amó y dirigió de la misma manera: de un modo arrollador, libre y apasionado. Poseído por un sentimiento interior que transmitía a través de la música.
Argenta murió en un dramático accidente cuando estaba a punto de alcanzar su sueño: la titularidad de una orquesta europea, la Suisse Romande, que lo hubiera consolidado, sin duda alguna, entre los más grandes. Los compromisos que a su muerte no pudo cumplir lo hubieran posicionado como el más reputado director del momento.
Su prematura muerte fue dramática para la música española. Desapareció un gran director, un gran artista y un gran hombre. La última crónica de Le Figaro, publicada al conocer la noticia del fallecimiento, tras su meteórica carrera, expresaba: «Decir que era el mejor de los directores españoles es indiscutible pero insuficiente. A los cuarenta y cuatro años había conquistado un lugar privilegiado en la primera fila de los directores internacionales.»
UNO. Música y silencio
Uno
MÚSICA Y SILENCIO
Qué cansados estamos por haber caminado [1958]
Qué cansados estamos por haber caminado.
¿Será ésta, entonces, la muerte?*
1958
La nieve comenzó a caer. Los copos golpeaban suavemente el parabrisas. En el cielo de aquella fría noche de enero de 1958, las nubes impedían que la luna menguante se asomara. Ni una estrella. Sólo los faros del Austin A90 Six alumbraban la serpenteante carretera. Aún quedaban quince kilómetros para llegar. Se oía el ruido de las escobillas que limpiaban el cristal, marcando el compás con la precisión de un metrónomo.
Los copos caían con más intensidad mientras aparcó el coche en el garaje. Miró al exterior antes de cerrar. No se oía un ruido. La nieve enmudecía la naturaleza.
El silencio de la noche se quebró por el golpe del portón de madera. Subieron las escaleras de acceso a la casa. En el interior, el frío era insoportable. La vivienda estaba húmeda y desapacible. Intentó encender la chimenea. Y entonces se le ocurrió la maldita idea: esperar dentro del coche hasta que la habitación se caldease. Se encerraron en el garaje. Sentados en el asiento, muy juntos, con la calefacción encendida se estaba mejor. Muy juntos. Infinitamente mejor.
De pronto, se fue apoderando de él un sueño irresistible. No podía mover el cuerpo, sus músculos se iban paralizando, lenta y dulcemente.
Sus ojos se cerraban.
Recordó los aplausos.
Escuchó el sonido del mar, la música de las olas batidas por el viento.
Y el silencio.
DOMINGO, 19 DE ENERO DE 1958
Media hora antes ya era difícil acceder al Teatro Monumental. Tres mil personas esperaban en la calle a que abrieran las puertas. La sala se llenó hasta los topes. Envuelto por el clamor del público, Argenta dio su último concierto. Con la última nota de El Mesías de Haendel flotando, se oyó una ovación cerrada para Ataúlfo Argenta. Un homenaje final.
La versión fue contenida, profunda. Hizo gala de un gran dominio y seguridad en la interpretación. La Orquesta Nacional y el Orfeón Donostiarra. Como solistas, Maria Stader, Norma Procter, Peter Offermanns y Otto von Rohr. La atmósfera durante el concierto fue emocionante, cargada de magia. Ningún ruido alteraba la música. El público escuchaba en silencio, electrizado, con respeto. Sólo al final respondió delirante, con una ovación entusiasta.
Argenta era ya un ídolo que lograba encender la llama. Después de tantos años de duro trabajo, se había ganado el reconocimiento y la admiración del auditorio. Conquistaba a las multitudes con sus versiones que despertaban profundos sentimientos.
Argenta y Gorostidi, director del Orfeón, se abrazaron en el escenario. Los solistas saludaron repetidas veces. La orquesta en pie. El auditorio había estallado. El aplauso, largo y caluroso, no cesaba. Todos fundidos en la misma emoción, saludando una y otra vez. Un éxito rotundo. La gente no quería marchar. Los espectadores retrasaron la salida hasta que apagaron las luces.
Se había convertido en un personaje popular. Por la calle lo reconocían, lo paraban para pedir autógrafos. En esa mañana fría, grupos de personas aguardaban la salida de Argenta por la calle del León. Esperaban verlo y regalarle un último aplauso, que él agradeció, sonriente.
El músico se montó en su coche y emprendió el camino a casa, donde lo esperaba su familia. Juanita y los hijos. Desde el portal, antes de subir al primer piso, oyó los ladridos de bienvenida de su perro Wolf, que lo recibía ladrando y moviendo la cola con alegría.
Amortiguado por el silencio de la nieve,
a lo lejos, escuchó
el estruendo de los aplausos,
el sonido del mar.
* Richard Strauss. Vier letzte Lieder. Cuatro últimas canciones. Wie sind wir wandermüde – ist dies etwa der Tod?
DOS. El latido de la música
Dos
EL LATIDO DE LA MÚSICA
Los años de formación [1913-1936]
Los años de formación
1913 - 1936
1913
Sentado en el espigón, escuchaba el sonido del mar y se entretenía haciendo saltar piedras sobre las olas, mientras esperaba que Vicente Aznar terminase de pescar. Si no pican pronto, pensaba con resignación el pequeño, hoy me quedo sin clase. Su profesor, Vicente, era más aficionado a la pesca que a la música. Las lecciones no eran constantes. Dependían del éxito de la pesca o de los partidos de fútbol del equipo local. Hasta los seis años había estudiado solfeo y piano bajo la tutela de doña Justa Blanco,¹ anciana mujer cuyo oído se debilitaba. Cuando estuvo totalmente sorda lo confiaron a otro profesor, más interesado en lanzar la caña que en menesteres musicales.
Cuántas veces le he oído contar a Vicente, yo con los cuadernos debajo del brazo, cómo picaban los peces. Por desgracia, mi profesor era paciente, y los peces, prudentes. ¡Cómo pude llegar a pianista en esas condiciones, no sabría decirlo!
Cuando arreciaba fuerte el temporal, Ataúlfo se quedaba en casa escuchando a su padre interpretar música de Bach al piano. Pronto se dio cuenta don Juan Martín de Argenta,² hombre culto y sensible, de que su hijo prestaba una atención muy especial a la música. Mientras el padre hacía flotar las notas, el pequeño escuchaba absorto con la mirada perdida.
Cuando mi padre tocaba, me sentía atraído a escuchar.
Fue él quien supo descubrir el talento del hijo. Este buen hombre, que hubiese deseado ser músico y al que la vida había llevado por otros caminos, persuadido de los dones singulares del pequeño, supo despertar aquello que a él se le había negado, la pasión por la música.
Nunca fui considerado un niño prodigio. Eso me alegra.
Cómo se forja el alma de un niño. Quién sabe cuándo prende esa llama interior que determina su destino. Quizá sea ese instante plasmado en la amarillenta foto tomada en la estación, subido a la locomotora, donde posa junto a su padre, Juan Martín de Argenta, y nueve compañeros. Sentado en lo alto, el hombre de la boina, cuyo nombre no sabemos, sujeta con cariño al chaval de siete u ocho años, la mano por el hombro, que mira perplejo la cámara. Si pudiésemos adivinar el pensamiento de este niño, desconcertado, con los ojos negros fijos en el fotógrafo oculto tras el trapo para realizar la instantánea... Ese rapaz de mirada ojerosa y aspecto enclenque, vestido con un sobretodo de color oscuro, probablemente confeccionado por su madre, que le cuelga hasta los tobillos, con largas mangas que esconden sus manos. Y en una de ellas, un palo, no muy grande, proyecto de batuta. Mientras, don Juan, orgulloso, elegante, de uniforme, corbata y gorra, posa ufano con las manos en los bolsillos, luciendo en su chaleco la cadena del reloj.
¿Cuáles fueron los designios del destino para este chiquillo superdotado, nacido en una pequeña localidad de la costa cántabra, Castro Urdiales, futuro artista de gran talento? ¿Cuál la razón por la que don Juan, hijo de un prestigioso catedrático de Farmacia, abandonase Madrid para refugiarse en la ciudad pesquera? Juan era el único hijo varón del primer matrimonio de Vicente Martín de Argenta y Teixidor, reputado erudito de finales del siglo XIX, farmacéutico, científico, académico, escritor y periodista. Estudiante en la Universidad de Salamanca y Madrid, pronto ejerció su profesión en Béjar. Se trasladó a la capital donde trabajó en el Museo de Ciencias y ganó la Cátedra de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Madrid. Fue presidente del Colegio de Farmacéuticos de Madrid, de la Sociedad de Historia Natural, de la Sociedad Real de Farmacia de Bruselas y Amberes y académico de la Real Academia de Medicina en 1889.³ A su vez, era hijo de un gran médico y cirujano de Béjar y descendiente por vía materna de una ilustre saga de músicos, los Teixidor.⁴ Su antepasado Joseph Francesc Teixidor y Barceló, primer historiador de la música,⁵ fue capellán y organista de las Descalzas Reales en 1778 y de la Real Capilla en 1781.⁶
En la necrológica de la Academia tras su fallecimiento se aludía a su mala fortuna: «Para quien la vida no tuvo más que amarguras. Su vida constituyó una peregrinación por un árido desierto donde apenas encontró un raro oasis que consolara sus penas». Quizá, la temprana muerte de su primera esposa, María de la Concepción Francos Alonso, y algunos sueños no cumplidos, como el fracaso académico de su hijo, provocaron la amargura del científico. Casado en segundas nupcias, dejó a su muerte cinco vástagos, dos del primer matrimonio y tres menores de edad, del segundo.⁷
Juan tenía 23 años cuando murió su padre. ¿Qué hizo para defraudar a tan eminente científico? Es probable que la causa del disgusto fuera el abandono de sus estudios de medicina. Apenas se conocen los acontecimientos transcurridos durante los once años siguientes, en los que convivió, se supone, con su madrastra. Ni sabemos tampoco cuál pudo ser el motivo por el que Juan, profundamente deprimido por el fallecimiento de su primera mujer, Mercedes Cuevas López, con la que había tenido dos hijas, Concha y Mercedes, tomó la decisión de abandonarlo todo y marcharse a Castro Urdiales en 1907, donde encontró empleo en la estación de ferrocarril.
Desde finales del XIX tuvo lugar en Castro Urdiales el auge del desarrollo económico alrededor de la actividad minera. A través del ferrocarril se transportaba el hierro entre Castro y Vizcaya, procedente de las explotaciones mineras de Sopuerta, Arcentales y Las Muñecas. Veintidós kilómetros recorría el tren de Traslaviña a Castro Urdiales sorteando las dificultades orográficas del terreno a través de dieciséis viaductos y trece túneles. El apogeo de la minería del hierro entre 1880 y 1930 despertó la fiebre minera que atrajo a un importante núcleo de empresarios vascos que captaban capital extranjero. La minería condicionó el declive de la actividad pesquera y transformó la economía de la villa, provocando el crecimiento de la población y modificando la organización social. La producción estaba destinada a la exportación al Reino Unido y Holanda. La creciente demanda revolucionó los métodos de transporte desde la mina hasta los cargaderos. Al principio se transportaban en carros de bueyes, que fueron sustituidos por vagonetas de ferrocarril. La Compañía del Ferrocarril se constituyó en 1894 con el doble objetivo de mejorar las comunicaciones y trasladar pasajeros y mineral entre Castro Urdiales y Bilbao.⁸ Su funcionamiento duró varias décadas en las que atravesó múltiples dificultades que abocaron a la ruina y al cese de actividad en 1921. El Estado incautó el ferrocarril deficitario y asumió la gestión hasta su cierre definitivo. El cambio tecnológico de la siderurgia inglesa, principal consumidora del mineral de hierro de bajo contenido en fósforo, fue una de las causas que provocó el final del ciclo en Castro. La otra fue el encarecimiento de los fletes.⁹
A principios del siglo XX, los vecinos de Castro, alarmados por la decadencia de la villa tras la paralización de la pesca que había sido durante siglos la principal fuente de riqueza del puerto, iniciaron un movimiento para activar la ciudad. Se fundó una sociedad en 1904 para el Fomento de Castro, con el objetivo de construir un balneario y un gran hotel, acondicionar la playa de Brazomar y construir infraestructuras hoteleras capaces de atraer a veraneantes, como el Hotel Universal o el Hotel Miramar.¹⁰ Fue la época dorada de Castro, en la que se consolidó el turismo. Veraneantes procedentes de la alta burguesía, madrileña y vasca, relacionados con las actividades industriales en la zona, pasaban las vacaciones estivales en magníficos palacetes.
La vida transcurría apacible en la villa cuando Juan Martín de Argenta llegó, en 1907, contratado como jefe del ferrocarril de la estación de Castro a Traslaviña. La estación era un suntuoso edificio situado a pocos metros de la muralla medieval. El arquitecto Eladio Laredo, con los jefes de obra italianos Pozzi y Basconni, trabajó a las órdenes del empresario y filántropo Luis Ocharán Mazas, no sólo en este edificio, sino en otros de la villa, tan representativos como el quiosco de música en los jardines de la Barrera, las escuelas municipales, el castillo Toki-Eder y el asilo para niñas pobres. La estación tenía dos torres de cuatro plantas adosadas a un cuerpo central. El acceso se realizaba a través de un pórtico de cinco arcos, con una escalera de dos tiros. La decoración de la fachada jugaba con los colores del ladrillo rojo, piedra blanca y cerámicas esmaltadas de estilo modernista, de Daniel Zuloaga, con decoraciones geométricas y animales que recorrían el edificio por frisos y cornisas.
Pronto se acostumbró a la nueva actividad y al año siguiente, en 1908, contrajo matrimonio con Laura Maza Angulo, natural de Sámano. Alto, delgado, casi en los huesos. Bondadoso, de aspecto reservado pero afectuoso, generoso, seco pero afable. Convencido de las bondades del régimen naturista, impuso en su casa la dieta vegetariana para conservar la salud y preservar el espíritu. La economía familiar era escasa y Laura contribuía realizando primorosas labores, mientras su marido, puntual y metódico, acudía a la estación del ferrocarril. Artista frustrado que conocía de memoria arias y romanzas, empleaba el día en números, horarios, facturaciones, llegadas y salidas de trenes y mercancías.
A los cinco años nacía Ataúlfo, el 19 de noviembre de 1913, a las tres y media de la mañana, en el piso tercero del número 5 de la calle José María de Pereda. Su hermano mayor, Godofredo, había fallecido antes de cumplir un año. La tercera en llegar sería Elena, que se libró de llamarse Urraca por terquedad de la madre. En ese ambiente de escasez y pobreza se desarrolló la infancia de Ataúlfo Argenta. Jugando en el puerto, expectante mientras los pescadores, con pantalón remangado a media pierna, descargaban sus capturas en el muelle y subían cestos cargados de pescado con la ayuda de las mujeres; o encaramado en la fuente de Los Leones, desde donde podía contar las barcas amarradas, con las velas extendidas hasta que el viento las secaba. Era entonces cuando se arriaban y quedaban listas para faenar el día siguiente. O sentado en las rocas de la bahía para ver la llegada de las traineras, con su fornida tripulación y los remos en alto.
Infancia de humo de trenes, mar y lluvia, esa fue la niñez de Ataúlfo Ata Argenta. Cuando regresaba a casa desde los Hermanos de las Escuelas Cristianas, acompañaba a su madre al lavadero de Brazomar y ayudaba a colgar la colada en las ramas de los árboles frente a la iglesia de Santa María.
Mis padres eran pobres. Crecí en un clima de privaciones y dificultades.
No le interesaba demasiado la escuela y no fue un alumno destacado. Reposado, formal y sensato. Pero excepcional en música. Para eso sí tenía talento.
De forma natural, este prometedor joven pasó a ser el favorito de la familia. Antes de llegar a la pubertad ya cantaba en el coro de la iglesia, en la que pronto fue el solista por su hermosa voz de tiple. O acompañaba a su padre a los conciertos de la Banda Municipal que se celebraban en el quiosco, bajo los plataneros de la plaza.
Don Juan no era persona de creencias religiosas sino más bien al contrario, de talante liberal y poco clerical. Pero no tuvo ningún impedimento en aproximarse al Círculo Católico, donde se impartían clases de música a los hijos de los socios. Buen conversador, de buenas maneras, inteligencia, sensibilidad y cultura, no tardó mucho en ganarse la amistad del presidente, José Merino, que, al conocer la precaria situación económica de la familia, propuso organizar clases gratuitas de música, que se iniciaron el 31 de octubre de 1925. Las clases las impartía el director de la Banda Municipal y organista de Santa María. Allí, en el Círculo Católico, Ataúlfo estudió piano, solfeo y violín con don Julio Martínez, capellán del Hospital de la Villa y, años más tarde, profesor del seminario de Pamplona.¹¹
A los 12 años fue aceptado en la orquesta del Círculo tocando el violín, el piano y la viola. Dio su primer concierto en Castro en 1925: «Teatro de la Villa. Concierto de piano organizado por el Círculo Católico a cargo del niño de doce años Ataúlfo Argenta. Dedicado a sus paisanos por ser el primero ante un público, bajo el siguiente programa: Granada de Albéniz, Vals en re mayor de Chopin, obertura de Semiramide de Rossini, Tarantela brillante de Sydney Smith y Capricho de género español de Antonio Nogués. Precio: butaca 1,25 pesetas; general, 50 céntimos.»
Su padre celebraba los éxitos con orgullo y alentaba su sentimiento de que su hijo era un músico extraordinario, dotado para una vida de fama y éxito. Ataúlfo participó en otros conciertos interpretando obras de Mozart, Beethoven, Liszt, Ponchielli, Grieg, Caballero y Chapí. Incluso actuó como violinista en la Melodía para violín y piano de Schumann, acompañándolo José García, alumno de piano.¹²
Le pagaban una peseta semanal por tocar los domingos en las sesiones de cine mudo que se celebraban en el Teatro de la Villa. En el interior del teatro, bajo el palco decorado con pinturas de colores y ornamentos clásicos, un centenar de espectadores miraban la pantalla sentados en sillas de madera. Vivían durante una hora, a través de la pantalla, el sueño de vidas llenas de amores y aventuras. En el piano, colocado en el centro de la sala, el pequeño Ata ponía música a las imágenes que se proyectaban.
Los amigos del padre insistían. Este chico vale, hay que llevarlo a Madrid. Y don Juan tomó la decisión. Aprovechando la oportunidad que le brindó la venta de la compañía al Estado por la crisis económica, se armó de valor y pidió el traslado.
Yo me daba cuenta de que a mi alrededor se estaba armando un regular caramillo. Me apasionaba la idea de ir a Madrid. Supongo que, como todos los chicos, atraído por la curiosidad y la leyenda de la gran ciudad.
Preparó el concierto de despedida. El Teatro de la Villa lleno a rebosar. Vecinos, pescadores y amigos: todos querían estar y recordar aquella tarde. Sonata Patética de Beethoven, Jota de Larregla y Capricho español de Nogués.
Emoción. Aplausos. Aclamaciones.
1927-1930
Atrás dejó el mar, los prados, robles y castaños. Llegó a Madrid en el otoño de 1927. La ciudad nada tenía que ver con lo que había imaginado. Quedó aturdido por lo que apareció ante sus ojos. Deslumbrado por el tamaño de la urbe, plazas, fuentes, altos edificios, anchas calles de adoquines por las que circulaban tranvías y carruajes tirados por caballos. Pasmado por el constante bullicio de gente, caminando siempre con prisa por mitad de la calzada. Don Juan había tomado la firme resolución de realizar cualquier esfuerzo, por enorme que fuera, y sacar adelante a Ataúlfo, para quien, confiaba, todo estaba por llegar. Con la firme convicción de procurarle unos estudios, entendió que era preciso poner a su alcance la formación necesaria para completar su carrera de música. Sacrificó su empleo, cambiando su digno uniforme de jefe de estación por el triste oficio de empleado en las oficinas centrales de los Ferrocarriles del Estado, en Zorrilla, 11, despachando papeles y apuntes contables. Su sueldo disminuyó, por lo que la familia tuvo que reacomodar sus recursos económicos a la escasa remuneración del nuevo trabajo. El matrimonio y tres hijos se instalaron en la calle Sainz de Baranda, 12, una modesta vivienda donde encontraron acomodo.¹³ Ni demasiado alejada ni demasiado próxima del centro de la ciudad.
Acompañado de su padre, Ataúlfo caminó por los descampados hasta llegar a Sol. Atravesaron el enorme portón del edificio en Pontejos que acogía una parte de la actividad del Conservatorio, diseminada por la ciudad en ocho locales tras el cierre del Teatro Real. Sin haber cumplido catorce años, Argenta ingresaba en el Real Conservatorio de Música y Declamación. Alentado por el entusiasmo del padre se presentó ante el jurado compuesto por Conrado del Campo, Julio Francés y Fernández Alberdi. No habían resultado en vano las enseñanzas recibidas en Castro Urdiales. El joven que, con la humildad que lo caracterizaba, no se tenía a sí mismo por un niño prodigio, superó con éxito los exámenes de ingreso, aprobando de golpe cuatro cursos de piano, solfeo y violín en la convocatoria extraordinaria de septiembre de 1927. Esto le permitió comenzar el curso con normalidad, matriculándose en la enseñanza oficial.¹⁴ Los estudiantes del Conservatorio, jóvenes de corbata sin una perra en el bolsillo, acudían al galdosiano edificio en Pontejos, mitad escuela, mitad casa de huéspedes. «De traje raído y otro azul marino para los domingos, estudiantes de cine barato, de viaje imposible y de charla inacabable como vida y como sueño, como forma preferida, insustituible, de diversión».¹⁵
Desde su fundación en 1830, el Conservatorio había atravesado grandes dificultades. En varias ocasiones a lo largo de su historia, estuvo a punto de desaparecer por problemas económicos y recortes presupuestarios. La Junta Directiva se vio obligada, en más de una ocasión, a solicitar ayudas públicas y sensibilizar a los políticos acerca de la utilidad social del centro, argumentando que los estudios de música permitirían a los alumnos ganarse honradamente la vida ejerciendo una profesión digna. Desalojado del Teatro Real de Madrid en 1925, el Conservatorio comenzó un penoso peregrinaje realojando sus aulas por diferentes edificios de la ciudad. La biblioteca, la sala de conciertos y algunas clases fueron a parar al Teatro de la Princesa;¹⁶ oficinas y aulas, a Pontejos o a Zorrilla. La situación de abandono, la escasa valoración por parte de las autoridades, junto con la pésima dirección de Antonio Fernández Bordás, que durante más de veinte años caracterizó su mandato por la resistencia a cualquier innovación, provocó el aislamiento de la vida musical y repercutió negativamente en la calidad de la enseñanza.
Argenta, superdotado para la música, resolvía sus tareas con gran facilidad sin necesidad de esforzarse en muchas horas de estudio. No era buen estudiante, pero echaba mano de su enorme talento para sortear la pereza que le provocaba lo que no le interesaba. Sus profesores eran lo mejor que podía haber deseado.¹⁷ En tan sólo tres años finalizó con éxito los estudios musicales del Real Conservatorio de Música y Declamación con sobresaliente y diplomas en piano y música de cámara.¹⁸ Conrado del Campo lo animó a presentarse al premio de composición. Probablemente hubiera obtenido su tercer diploma, pero lo desestimó con el argumento de que hacía calor en la sala.¹⁹ La realidad es que no se consideraba a sí mismo bueno ni sistemático en esa materia. Dejaba a medias los ejercicios o los hacía con desgana. Como todo le salía de forma natural y fácil, no le gustaba presentarse a exámenes ni a concursos, sin paciencia para estudiar ni prepararse. Estaba dotado de grandes cualidades y facilidad, pero le faltaba la constancia.
Tenía una personalidad de extremos. Serio y alegre. Hablador y reconcentrado. Bohemio y tenaz. Con los pies en la tierra y a la vez desbordado por sus fantasías. Hizo buenas amistades en el Conservatorio, donde podía pasar horas y horas charlando de música con sus compañeros. El malagueño Emilio Lehmberg, estudiante de composición,²⁰ alto y rubio, contrastaba con el compositor José Muñoz Molleda, de ojos vivaces, bajo y moreno;²¹ Ricardo Vivó, hijo de cantantes –su madre era contralto de ópera y su padre, profesor de canto muy estimado en Madrid–,²² o Eduardo Hernández Asiaín, violinista cubano que soñaba con instalarse en Europa para formarse en la tradición de los grandes, como Sarasate. Coincidió también con dos cantantes: Remedios de la Peña y Lola Rodríguez de Aragón, que cursaba estudios de armonía y composición con Turina y piano con José Cubiles. Esta última, Rodríguez de Aragón, baja y regordeta de físico, mujer de fuerte personalidad y gran protagonismo durante el franquismo, tuvo la oportunidad de cantar delante de Turina a los veinte años, quien, admirado por la capacidad de la joven para interpretar su música, la convertiría en su intérprete predilecta. Remedios conoció a Turina a través de Lola, y años más tarde ambas formarían parte del «Bloque Joaquín Turina», en el que se reunían sus alumnos destacados, dividido en tres grupos: «Ahijadas», del que formaban parte Lola y Remedios, «sobrinos» y «lolitas».²³
Pronto descubrió Argenta la competencia y luchas internas del ámbito académico. Cada vez que convocaban oposiciones para una nueva plaza del Conservatorio, los alumnos acudían a escuchar la prueba. Y aunque no estaba permitido, tomaban parte aplaudiendo o abucheando escandalosamente. En la convocatoria para cubrir la plaza de profesor de arpa por la jubilación de su titular, doña Vicenta Tormo de Calvo, se rumoreaba que el puesto estaba dado a Luisa Menárquez, apoyada por la línea oficial.
Para el concurso a la cátedra de piano se habían presentado Enrique Aroca, Julia Parody y A. Lucas Moreno.²⁴
Armábamos verdaderas batallas de protestas y gritos. Cada uno de los opositores se había llevado su claque, y por mucho que el maestro Arbós, presidente del tribunal, recordara al público que debía abstenerse de hacer manifestaciones, ya que se trataba de una oposición y no de un concierto, al terminar las ejecuciones de cada concursante, sus partidarios prorrumpían en aplausos. ¡Sólo nos faltaba quemar el local!
Por más protestas que provocaron, la plaza no la ganó su amigo Aroca, el preferido de Argenta y los suyos, sino Antonio Lucas Moreno.²⁵
La vida en Madrid, además de abrirle los ojos y ofrecer oportunidades hasta entonces inalcanzables, le aportó también un encuentro determinante en su vida, Juana Pallares. Fue en la Masa Coral de Madrid, donde Ataúlfo había ingresado como tenor en junio de 1928. Para asegurar unos ingresos necesarios para la familia, cantaba ya en la Catedral como tiple. El maestro Rafael Benedito, nervioso y menudo, que había descubierto sus cualidades artísticas, le había encargado el cuidado de las distintas cuerdas del coro. Los ensayos tenían lugar en el edificio de bomberos de la calle Imperial. Un año más tarde, en mayo de 1929, en un ensayo, se fijó en una contralto que acababa de ingresar. Le llamó la atención aquella chica morena con una sonrisa que iluminaba su cara de manera especial. La atracción que sintió fue instantánea. Atractiva, de mirada incisiva y alegre, y con bastantes cosas en común, estudiaba, como él, piano en el Conservatorio.
Me produjo una sensación enorme. Desde entonces sólo deseaba que llegasen las horas para ir a la coral.²⁶
No fue fácil conseguirlo. Pero Ataúlfo, desde el primer instante, tuvo claro que ella lo iba a acompañar durante el resto de su vida.
Una mujer ante la que yo no podía estar sereno. Una mujer que me atraía tanto por su belleza como porque me completaba espiritualmente. Yo me insinuaba, ella advertía que me gustaba salir con ella. Se lo comenté a un amigo que me dijo: «¡Hay que coger el toro por los cuernos!».
Una tarde echó valor y le expresó sus sentimientos. Ella le dio un no por respuesta. Él quedó muy satisfecho. «¿Pero cómo es posible que estés contento? –se sorprendió Juanita–. Si he dicho que no quiero ser tu novia.» Optimista, Argenta, respondió:
No importa. Ya dirás que sí.
Y no le faltaba razón. Al poco tiempo, Ataúlfo y Juanita iniciaban una intensa relación de amor que sólo quebró la muerte.
Guardo un recuerdo muy especial. A los pocos meses de ser novios oficiales. Era el mes de julio, en la excursión que hacía todos los años la Coral, a la que vino Vicente, donde lo conocimos. Hasta entonces, ante mis preguntas, tú me respondías que me querías. Y aquella tarde, cuando volvíamos de la excursión en el autocar y cuando íbamos mirando por la ventanilla, te volviste a mí y me dijiste: «Ata, ¡si supieses cuánto te quiero!». Nunca olvidaré el efecto que me causaron esas palabras. ¡Me hacen llorar!²⁷
Todos los viernes, Ataúlfo la esperaba a la salida del colegio de monjas San Vicente Paul donde estudiaba interna para acompañarla a clases de piano en el Conservatorio con Fernández Alberdi. La enfermedad del maestro obligó a Ataúlfo a prepararla. Juanita, brillante alumna, ganó el diploma de Premio Extraordinario de piano en 1931.²⁸ Se lo concedió el jurado por unanimidad. A pesar de su alto nivel artístico, Juanita no llegó a ejercer nunca su carrera. Su vida profesional se limitó a actuaciones en Radio Ibérica y clases particulares a alumnos. Las dificultades que iba a atravesar en el futuro no dejaron resquicio para otra cosa a lo largo de una vida plagada de sacrificios. Ella, con la alegría que la caracterizaba, comentaba con sorna: «¡El mundo debe estar agradecido por haberse librado de tan mala pianista!».²⁹
Juanita pertenecía a una familia de artistas. Fernando Pallares, pintor y director de la Escuela de Artes y Oficios de Gijón,³⁰ afable padre de seis hijas, quedó seducido por la personalidad de este joven bohemio y romántico. Desde el principio nació entre ellos un vínculo espiritual y consintió que Ataúlfo estudiase piano en su domicilio de la calle de la Encarnación. Ataúlfo cortejaba a Juanita todo lo que estaba bien visto y permitido en sociedad. Era impaciente y fogoso, tan dotado para la música como para el amor. Y Juanita, sumamente deseable.
Estoy solo en casa. Solamente pensar si vinieras me pongo malo del mareo. Te daría besos, caricias... bueno, no quiero pensarlo.³¹
La joven pareja tenía que inventar el modo de burlar la vigilancia de la carabina, una tía o las hermanas, obligada compañía en los paseos. Con ingenio, se escabullían por la plaza de Oriente, el paseo de Rosales o la Castellana. Engañaban sobre la hora de salida o cambiaban el lugar de encuentro para poder verse a solas. Una tía acompañaba a la pareja hasta la Puerta del Sol, Juanita se despedía y entraba al metro. La tía regresaba tranquila a su casa. Lo que no sabía era que su sobrina había salido por otra boca de la misma estación donde la estaba esperando su novio. La madre, también carabina en estos recorridos en los que la pareja se enfrascaba en conversaciones sobre el Conservatorio y discutía sobre las cualidades de los profesores, si era mejor la tutora de Juanita o el maestro Fernández Alberdi, exclamaba con desesperación al regresar a casa: «¡No sé para qué los acompaño, sí sólo hablan de música!».
Durante el verano, Ataúlfo tocaba en Los Molinos, donde veraneaba la familia Pallares, o en Cercedilla contratado en el Hotel Madrid.
Oye, mira si puedes ir al río sola. Si puedes hacerlo, allí te esperaré. Y si no, vas a la estación a esperarme. Yo iré en el primer tren. Si puedes ir al río sola, haremos como que he llegado a las 4. Haz lo posible por ir.³²
Al baile acudía Juanita con sus hermanas mayores. Como no estaba bien visto que las jóvenes apurasen hasta el final, se retiraban antes de la última canción. «Pueden pensar, si continuamos aquí, que lo estás esperando», decían las hermanas. Y emprendían el camino de vuelta a casa. Juanita, haciéndose la distraída, paraba a atarse el zapato o a disfrutar del aroma de las flores de un jardín o a contemplar la luna. Mientras tanto, Ataúlfo, como un relámpago, marcando el ritmo de la orquestina con el piano, ejecutaba a tal velocidad los compases de la última canción, Ay, mamá Inés, que dejaba sin fuelle a los bailarines. Más que bailar, parecían volar. Y tras el último acorde, alcanzaba con su bicicleta a las Pallares para no perderse la amorosa despedida.
La vida continuaba tranquila para los dos jóvenes a pesar del clima de fuerte movilización social que se respiraba en Madrid. Paseos por la ciudad, conciertos de Arbós, Lasalle y Villa; la Banda Municipal y la Sinfónica. Tertulias en el café María Cristina acompañados de Hernández Asiaín, Casal Chapí, Lehmberg, Lorenzo Antón y Ricardo Vivó. O en casa de Casal Chapí con Remedios de la Peña, Nin-Culmell, Larrosa y Moreno Bascuñana. Vivían enamorados y felices. Nada les hacía presagiar los tiempos que se avecinaban.
1930
Para un recién llegado, como Argenta era en Madrid, el mundo que se abría ante sus ojos era deslumbrante.
Ser estudiante con diecisiete años en el Madrid de los treinta era como considerarse una persona importante. Las facultades eran un auténtico hervidero, donde los textos se olvidaban para estar pendientes de todo cuanto sucedía en el mundo de la política. Muchas huelgas y pocas clases.³³
Los conciertos y ensayos de la Asociación de Alumnos del Conservatorio se celebraban en el Teatro María Guerrero, entonces denominado Teatro de la Princesa. En él había actuado la gran actriz María Guerrero desde finales del siglo XIX. Su marido y agente, Fernando Díaz Mendoza, adquirió el teatro en 1908 para convertirlo en sede de la compañía. A la muerte de la actriz, en 1928, pasó a ser propiedad del Estado español.
Sensibilizado con los tiempos que se respiraban, inquieto de espíritu, Argenta entabló amistad con José Castro Escudero –alumno afiliado al sindicato del Frente Universitario Español (FUE) y comisario político del Conservatorio, que organizaría la pequeña orquesta que se daría a conocer en 1934– y con Enrique Casal Chapí, inteligente y sensible, con quien charlaba durante horas en su casa, tertulia a la que asistían músicos, artistas y estudiantes.³⁴ Probablemente fue Enrique, nieto de Ruperto Chapí, quien le descubrió el mundo del teatro, pues trabajaba como director musical del Teatro Escuela de Arte y componía la música para algunas representaciones.³⁵ En 1931, Cipriano Rivas Cherif obtuvo una concesión de explotación para su Teatro Escuela de Arte.³⁶ Puso en escena el teatro más renovador de esta época: Lorca, Valle-Inclán, Benavente, Unamuno, Alberti y versiones actualizadas de los clásicos y románticos, Tirso y Calderón.³⁷ Como director de la compañía, llegó a montar veintitrés obras con la actriz Margarita Xirgu. «Yo no podía dar a la Xirgu lo que ya tenía al llamarme a su lado –decía Rivas Cherif–. Pero sí quitarle lo que, no haciéndole falta, le estorbaba para el éxito de su contemporaneidad con los grandes poetas dramáticos españoles de nuestro siglo. Empecé por las cejas, que no se estilaban. Seguí por el pelo, negro endrino, empedernido del tinte para encubrir prematuras canas y que, por mi consejo, trocó en un rojo veneciano que templaba armónicamente la dureza del rostro, en el que aún ahora, siempre brillan hermosos los ojos. Y acabé con el repertorio. Le suprimí a rajatabla el de los Quintero, que siempre hizo mal, contrariamente a todas las demás actrices españolas, incluidas naturalmente las señoritas de Utrera. Y le puse el teatro clásico, al que no se decidía».³⁸
En febrero del 27, ensayaba Margarita Xirgu para el estreno de Mariana Pineda. Se organizó una lectura con presencia de Federico García Lorca, Xirgu y toda la compañía. Rivas acudió acompañado de Manuel Azaña, entonces presidente del Ateneo de Madrid. Azaña llegó caminando, de puntillas, con cuidado de no hacer ruido para no molestar y se sentó cerca del escenario, sobre unos decorados. García Lorca lo reconoció, interrumpió la lectura y se acercó a saludarlo. A partir de entonces, Azaña fue un invitado habitual en la tertulia del camerino de Margarita, con artistas y escritores como Rafael Alberti, el compositor Salvador Bacarisse y el escenógrafo Santiago Ontañón.³⁹ Diez años mayor que Argenta, Ontañón era un cántabro de voz atronadora que cantaba canciones populares. El afecto y la nostalgia por su tierra acompañó al escenógrafo toda su vida: «Santander siempre venía a mi memoria con imágenes concretas y dulces, aunque ya lejanas. Seguía siendo el mar, lo primero que recuerdo que vieron mis ojos. La belleza de los días con viento sur, que hacía volar las chimeneas y balcones como amarillentas hojas de otoño, en que el aire se tornaba transparente y por encima de Peña Cabarga se divisaban los montes de Pas. Y Santander era para mí aquella brava boca del puerto, por donde llegaban las traineras de pescadores remando a la caída de la tarde, como una regata, porque el primero en llegar a puerto ponía el precio».
En este entorno, desbordante de imaginación, ilusión e ingenio inició Argenta su actividad profesional rodeado de artistas y músicos. Una mañana de 1930, la Residencia de Estudiantes de Madrid era un hervidero. Gustavo Pittaluga daba una conferencia que se entendió como la presentación pública del Grupo de los Ocho. Bacarisse, Bautista, Mantecón, Rosa García Ascot, Rodolfo y Ernesto Halffter, Fernando Remacha y el propio Pittaluga habían constituido su grupo en Madrid, de espíritu similar al francés Les Six, cuyo objetivo era combatir el conservadurismo en música. «Comenzó nuestra amistad en el Conservatorio de Madrid –comentaba Remacha–. Mi tío nos dejaba el almacén de la tienda en la que tenía un piano y ahí hicimos nuestros pinitos, nuestras primeras composiciones. Nos separaba el temperamento. Bacarisse era muy temperamental. Bautista más técnico, Halffter muy detallista, Pittaluga la inquietud y yo era el sentimental.»⁴⁰ La iniciativa fue un luminoso rayo de luz para una nueva y renovadora etapa que rompía con los viejos moldes. El entusiasmo se respiraba en el ambiente. Los jóvenes alumnos del Conservatorio asistían deslumbrados a la convocatoria. La lectura del Manifiesto, caldo de cultivo del movimiento social de