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Una vieja historia
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Libro electrónico379 páginas3 horas

Una vieja historia

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Un narrador sale de una piscina, se cambia y empieza a correr por un pasadizo oscuro. Descubre puertas que se abren a territorios (una casa, una habitación de hotel, un estudio, un espacio más amplio, una ciudad o una zona salvaje), lugares donde se representan una y otra vez, hasta el infinito, las relaciones humanas más esenciales (la familia, la pareja, la soledad, el grupo, la guerra). Así describe Jonathan Littell Una vieja historia, con la que regresa a la novela por primera vez desde el acontecimiento literario que supuso Las benévolas (premio Goncourt 2006, unos dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo, traducciones a treinta lenguas). La novela se organiza en siete variaciones, donde la acción parece repetirse, la misma familia, la misma habitación de hotel, el mismo espacio para el sexo, para la violencia. Pero a medida que todo se repite todo vacila, se vuelve inestable, la incertidumbre se convierte en principio. La identidad misma del narrador se transforma, hombre, mujer, hermafrodita, adulto, niño. De esta manera Littell construye una ficción obsesiva, asfixiante, brillante sobre los bajos fondos del alma, en la que una vez más parece querer tratar al mal de tú a tú. Jonathan Littell ha escrito otra novela magistral. en Las benévolas, tampoco aquí el lector sale indemne de su lectura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 nov 2018
ISBN9788417355487

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    Una vieja historia - Jonathan Littell

    © Benjamin Loyseau

    Jonathan Littell

    (1967) se crió en Francia y Estados Unidos. Tras trabajar siete años en una organización humanitaria, en 2001 decidió dedicarse solo a la escritura. Con Las benévolas (2006) su obra alcanzó una notoriedad universal. Ha publicado narraciones, ensayos sobre arte, reportajes sobre las guerras de Chechenia y Siria, y el documental Wrong Elements, sobre los niños soldado, presentado fuera de competición en el Festival de Cannes 2016. Actualmente vive en Barcelona.

    «Un narrador sale de una piscina, se cambia y empieza a correr por un pasadizo oscuro. Descubre puertas que se abren a territorios (una casa, una habitación de hotel, un estudio, un espacio más amplio, una ciudad o una zona salvaje), lugares donde se representan una y otra vez, hasta el infinito, las relaciones humanas más esenciales (la familia, la pareja, la soledad, el grupo, la guerra).» Así describe Jonathan Littell Una vieja historia, con la que regresa a la novela por primera vez desde el acontecimiento literario que supuso Las benévolas (premio Goncourt 2006, unos dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo, traducciones a treinta lenguas).

    La novela se organiza en siete variaciones, donde la acción parece repetirse, la misma familia, la misma habitación de hotel, el mismo espacio para el sexo, para la violencia. Pero a medida que todo se repite todo vacila, se vuelve inestable, la incertidumbre se convierte en principio. La identidad misma del narrador se transforma, hombre, mujer, hermafrodita, adulto, niño. De esta manera Littell construye una ficción obsesiva, asfixiante, brillante sobre los bajos fondos del alma, en la que una vez más parece querer tratar al mal de tú a tú.

    Jonathan Littell ha escrito otra novela magistral. Como en Las benévolas, tampoco aquí el lector sale indemne de su lectura.

    Título de la edición original: Une vieille histoire - nouvelle version

    Traducción del francés: Robert Juan-Cantavella

    Publicado por:

    Galaxia Gutenberg, S.L.

    Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

    08037-Barcelona

    info@galaxiagutenberg.com

    www.galaxiagutenberg.com

    Edición en formato digital: noviembre de 2018

    © Jonathan Littell, 2018

    © de la traducción: Robert Juan-Cantavella, 2018

    © Galaxia Gutenberg, S.L., 2018

    Imagen de portada: Chica con gorro de baño, Arno Nollen

    Fotografía extraída del libro Costes / Nollen,

    producido por Hotel Costes, París, 2011.

    © Arno Nollen

    Conversión a formato digital: Maria Garcia

    ISBN: 978-84-17355-48-7

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

    Todo eso era real, sépanlo.

    MAURICE BLANCHOT,

    La locura de la luz

    I

    Mi cabeza atravesó la superficie y mi boca se abrió para tomar aire mientras mis manos, en un jaleo de salpicaduras, dieron con el borde, se apoyaron en él y trasladaron la fuerza del empuje a los hombros, izando mi cuerpo empapado fuera del agua. Me quedé un instante en equilibrio sobre el borde, desorientado por los ecos amortiguados de los gritos y los ruidos del agua, aturdido por la visión fragmentada de algunas partes de mi cuerpo en los grandes espejos que rodeaban la piscina. Alrededor de mis pies fue creciendo un charco; un niño salió corriendo ante mí y a punto estuvo de hacerme caer de espaldas. Recuperé el equilibrio, me quité el gorro y las gafas y, echando un último vistazo por encima del hombro a la línea reluciente de mis músculos dorsales, salí por las puertas batientes. Una vez seco y vestido con un chándal gris y sedoso, agradable a la piel, volví a encontrar el pasillo. Pasé sin vacilar por una bifurcación, luego por otra, aquí estaba bastante oscuro y la luz indistinta apenas permitía divisar las paredes, me puse a correr a pequeñas zancadas como de footing. Las paredes, de un color apagado, desfilaban a los lados, a veces me parecía apreciar una abertura, o por lo menos una parte más oscura, la verdad es que no podía estar seguro, otras veces el tejido de mi chaqueta rozaba la pared y me desviaba hacia el centro del pasillo, que al parecer debía de curvarse, aunque muy poco a poco, de forma casi imperceptible, apenas lo suficiente para poner en duda el equilibrio de mi carrera, empecé a sudar, sin embargo no hacía ni frío ni calor, respiraba con regularidad, inspirando cada tres pasos una bocanada de aire insípido para expulsarla sibilante, los codos ceñidos al cuerpo evitando así tocar las paredes, que unas veces parecían alejarse y otras acercarse como si el pasillo serpentease. Al frente no distinguía nada, avanzaba casi al azar, por encima de mi cabeza no veía ningún techo, puede que por fin estuviese corriendo al aire libre, puede que no. Un fuerte golpe en el codo proyectó un estallido de dolor a través de mi brazo, me lo agarré enseguida con la otra mano y me volví: en la pared, un objeto reluciente destacaba sobre la negrura. Lo toqué con los dedos, se trataba de un pomo, lo giré y la puerta se abrió, arrastrándome tras de ella. Me encontré en un jardín que me resultó familiar, apacible: el sol brillaba, numerosas manchas de luz salpicaban las hojas entremezcladas de la hiedra y las buganvillas, limpiamente podadas sobre su celosía; más allá, los troncos nudosos de unas viejas glicinas emergían del suelo para ascender y cubrir con su verdor la alta fachada de la casa, erigida ante mí igual que una torre. Hacía mucho calor y me sequé con la manga el sudor que perlaba mi cara. A un lado, en parte escondida por la vivienda, espejeaban las aguas de una piscina o un estanque, un plano azul rodeado de baldosas de caliza, su pálida superficie rizada de blanco, medio sombreada por las largas frondas arqueadas de una palmera rechoncha y poblada. Un gato gris se coló entre mis piernas y, la cola enhiesta, frotó su espalda contra mi pantorrilla. Lo aparté de un puntapié y huyó hacia la casa hasta desaparecer por una puerta entreabierta. Lo seguí. Del fondo del pasillo, por otra puerta entornada, me llegaron una serie de curiosos ruidos, oclusivas más o menos graves entrecortadas de silbidos: el niño debía de estar jugando a la guerra, derribando uno tras otro a sus soldaditos de plomo en una tromba de tiros y explosiones. Lo dejé y subí por la escalera de caracol que llevaba al piso de arriba, me detuve en el rellano para contemplar un instante la mirada seria, perdida en el vacío, de la gran reproducción enmarcada de La dama del armiño que había allí colgada. La mujer estaba en la cocina; al oír mis pasos dejó el cuchillo, se volvió con una sonrisa y vino a abrazarme con ternura. Llevaba una bata de ir por casa gris perla, fina y ligera, a través del tejido acaricié su suave costado, luego hundí la cara entre sus cabellos rubio veneciano recogidos en un moño sabiamente despeinado para olfatear su olor a brezo, musgo y almendra. Ella dejó ir una ligera risa y se liberó de mi abrazo. «Estoy preparando algo de comer. Enseguida estoy contigo.» Me rozó el rostro con la punta de los dedos. «El pequeño está jugando.» — «Sí, lo sé. Lo he oído al entrar.» — «¿Vas a bañarlo?» — «Claro. ¿Qué tal el día?» — «Bien. Fui a recoger las fotos, están arriba, sobre el mueble. Ah, otra cosa: tenemos un problema con el circuito eléctrico. Ha llamado la vecina.» — «¿Y qué ha dicho?» — «Parece que hay picos de tensión y que eso provoca cortes en su casa.» Yo me puse nervioso: «Esa mujer delira. Ya es la segunda vez que hago rehacer ese circuito. Y por un profesional». Ella sonrió y yo le di la espalda para volver a bajar la escalera. Los ruidos de batalla habían cesado. Antes de abrir la puerta, pasé por el cuarto de baño contiguo, abrí el grifo y comprobé la temperatura para que no estuviese demasiado caliente. Entonces entré en el cuarto del niño. Sólo llevaba puesta una camiseta; estaba de cuclillas y con las nalgas desnudas filmando con una camarita digital al gato, que se divertía dando vívidas patadas, retrocediendo para volver a brincar, derribando en suma a los soldaditos de plomo que, armados con lanzas y carabinas, se alineaban cuidadosamente sobre la gran alfombra persa. Lo contemplé un momento como a través de una pared de cristal. Luego me adelanté y le di unas palmaditas en las nalgas: «Venga, al baño, que ya es hora». Él soltó el aparato y se echó en mis brazos gritando. Lo levanté y lo llevé hasta el cuarto de baño, le quité la camiseta y lo metí en el agua. Enseguida se puso a golpear la superficie con la palma de las manos, salpicando las paredes y riendo. Yo reí con él, pero al mismo tiempo me retiré contra la puerta para mirar cómo se sumergía por completo bajo la extensión líquida.

    Mientras cenábamos, el niño, sentado entre nosotros dos, parloteaba sobre sus batallitas. Yo lo escuchaba distraídamente, saboreando el vino fresco y las cigalas al ajillo. La mujer, su fino rostro cercado por unos mechones rubios que se le habían escapado del moño, sonreía y también bebía. El niño se calló por fin para ensañarse con una cigala, tratando de quebrar una de las pinzas con sus dientecitos de leche; me enjugué los labios y, con la punta de los dedos, le acaricié el pelo, rubio como el de su madre. En cuanto hubo terminado, se levantó y desapareció por la escalera, limpiándose las manos grasientas en el pijama mientras yo lo reñía amablemente. Acabé de recoger la mesa mientras la mujer bajaba a acostarlo, luego me lavé cuidadosamente las manos y volví para acabarme el vino. Encima del equipo de música había una funda, una grabación reciente de Don Giovanni; puse el tercer disco y fui a sentarme delante del ventanal para contemplar, mientras mordisqueaba una manzana roja que cogí de un cuenco, cómo la luz azafranada de la tarde bañaba las masas verduscas del jardín. El Comendador estaba a punto de presentarse a cenar y yo pensé en el sentido de esa figura moralizante y acusadora. Pretendía imponerle a toda costa su ley al hijo rebelde; pero ¿a este no lo habían ensartado al principio del primer acto? Era evidente que no había servido de nada, pues ahí estaba de nuevo, aún más monumental y mortífero, ruina de todos los placeres. Sin embargo se acercaba el fin, y el hijo seguía resistiendo como un jovenzuelo terco, taimado y pertinaz, negando cualquier obediencia a esa ley muerta, desusada, sofocante, aun cuando le iba la vida en ello. Fuera caía la noche; solté el corazón de la manzana para ir a encender una a una las lámparas del salón, luego me serví otra copa. El disco llegó a su fin, en un final jocoso que sonaba como el último eco de la risa burlona del intratable bribón. En mi boca, las arboladas notas del vino se mezclaban con el gusto azucarado y ligeramente repugnante de la manzana. Al cabo de un rato, la mujer volvió a subir y yo la seguí hasta el piso superior. En la penumbra de la escalera, sus caderas se mecían tranquilamente. Mientras se duchaba miré por encima las fotografías que había sobre la cómoda: en todas aparecía yo junto al niño, en diferentes épocas y situaciones, en el circo, en la playa, en una barca. Ninguna de ellas me llamó la atención y volví a dejarlas en el mismo sitio para desvestirme, examinando mis músculos esbeltos en el gran espejo vertical junto a la puerta. Visto de espalda, mi cuerpo me parecía casi femenino, me fijé en las nalgas, blancas y redondas como las de la mujer; sólo mis cabellos, igualmente rubios pero cortos, parecían diferenciarme. Cuando ella salió del cuarto de baño, desnuda y todavía húmeda, su hermoso pelo enrollado en una toalla, la tomé por los hombros y la empujé encima del cubrecama, un espeso tejido dorado bordado con largas hierbas verdes. Ella se dejó caer boca abajo con un pequeño grito y yo alargué la mano para apagar la luz. Ahora sólo el resplandor macilento de la luna alumbraba la habitación, se colaba a través de los cristales detrás de los cuales se apreciaban las imprevisibles torsiones de los brotes de glicina, iluminando las hojas verdes del bordado y el cuerpo blanco extendido encima, la espalda recta y fina, los riñones, la doble curva de las nalgas. Me acosté sobre ese cuerpo y se estremeció. La toalla le había caído y la cabellera le tapaba la cara. Con la punta de los pies le abrí las piernas, pasé una mano bajo su vientre para alzarle los riñones y le restregué mi sexo erguido; pero estaba seca, reculé un poco, me humedecí los dedos con un poco de saliva y la unté, masajeándola con lentitud. Entonces sí pude entrar con facilidad. Su respiración se apresuró, su trasero empezó a moverse bajo mi cuerpo, y el suyo, sujeto entre mis dos manos, se estiró hasta escapársele un grito que enseguida acalló. Yo mismo sentía que me derretía suavemente, que una larga aguja de placer me traspasaba la espalda, muy fina, estirándome la piel de la nuca y electrizándola. Volví la cabeza: en el espejo, vi de nuevo mi culo y mis muslos nerviosos blanqueados por la luz de la luna, también los suyos, atrapados debajo, y entre unos y otros unas formas oscuras, rojizas, indistintas. Fascinado por tan incongruente espectáculo ralenticé mi movimiento, la mujer, su cuerpo perdido en las hierbas bordadas del cubrecama, jadeaba mientras su mano buscaba mi cadera, yo la veía en el espejo, sus uñas lacadas incrustadas en mis músculos, fue entonces cuando se abrió la puerta, junto al espejo, y la luz lunar me permitió atisbar el pequeño rostro afilado del niño, sus ojos bien abiertos, los labios tercos, pertinaces. Me quedé petrificado. También su rostro quedó inmóvil; justo a su lado, en el espejo todavía podía ver la doble masa de las nalgas y la oscura confusión de los órganos entre ellas. Sentí cómo el placer iba en aumento, la mujer gemía, yo me retiré abruptamente y rodé hacia el costado, mi verga, húmeda y escarlata, palpitaba mientras yo gozaba a largos jadeos y, sin darme cuenta, la cara del crío despareció en la oscuridad de la escalera, se oyeron sus piececitos desnudos golpeando a toda velocidad la piedra de los escalones, la mujer me miró con gesto perdido y confuso, todavía en éxtasis. Empapado en sudor, la respiración entrecortada, me volví de espaldas y me sequé distraídamente el vientre con la sábana mientras la mujer, ya de pie, se ponía un batín para salir tras del niño.

    Cuando ella volvió a acostarse yo debía de estar dormido. Al despertar, el cielo palidecía tras los cristales. Los tentáculos de la glicina se balanceaban quedamente; anidados en las ramas, los pájaros empezaban a cantar un concierto de agudos piulidos. La mujer me daba la espalda a medias, la cara de nuevo escondida bajo sus cabellos deshechos, la dejé y me metí en el cuarto de baño, donde bien plantado sobre mis piernas meé largamente con los ojos cerrados, atento al sonido diáfano del chorro que penetraba en el agua de la taza. En el momento en que, inclinado ante el espejo, me cepillaba los dientes, la luz matutina, cayendo al bies sobre el chorro de agua, formó como un trémulo remolino sobre el contorno redondeado del lavabo. Eso duró un breve instante; el sol empezaba a avanzar y, cuando escupí el dentífrico, una débil sombra acechaba la porcelana blanca. Me puse el chándal y bajé. No me detuve en el salón sino que continué hasta el piso inferior donde el niño, hecho una bola en su estrecha cama de madera, el gato acurrucado contra su cuerpo, la cabeza junto a un osito de peluche rosa con los ojos de vidrio azul, seguía durmiendo. Me senté en el borde y contemplé su semblante severo alumbrado por la luz del alba. También aquí el canto de los pájaros llenaba la estancia. El niño parecía respirar con dificultad, el sudor le adhería el pelo rubio a la frente, lo despegué con los dedos y abrió los ojos. «¿Te vas?», dijo sin moverse. Yo meneé la cabeza. «No quiero», prosiguió mirándome fijamente con aire obstinado, casi ávido. «Tengo que hacerlo.» — «¿Por qué?» Yo lo consideré y luego respondí: «Porque me apetece». Su mirada, impotente y a la vez terca, se había velado: «Pues cuando tú eres feliz, yo soy desgraciado. Y cuando yo soy feliz, tú eres desgraciado». — «Pero no, qué va. No lo eres en absoluto.» El gato había enderezado la cabeza y me atravesaba con sus ojos amarillos, sin parpadear. Me incliné, besé con delicadeza la frente sudorosa del chico, me levanté y salí. En el jardín todo estaba tranquilo, las hojas crujían ligeramente, ocultando los movimientos bruscos de los pájaros que seguían sin callar; ya hacía calor, un intenso calor matutino que se pegaba a la piel. La puerta se abrió fácilmente y encontré el pasillo que encaré en una carrera mesurada de largas zancadas ritmadas por mi respiración. Era como si en el pasillo hubiese un poco más de claridad, me parecía apreciar mejor las curvas aunque seguía sin poder situar con precisión ni las paredes ni el techo, si es que había uno. Aquí la temperatura era más bien moderada, pero mi cuerpo, calentado por la carrera, sudaba en el interior de la ropa, los pantalones pegados a los riñones, lo cual no me impidió mantener la regularidad del ritmo, como una máquina bien engrasada. Pasé sin detenerme junto a unas aberturas más oscuras, cruces o puede que sólo alcobas de nicho; por fin algo me llamó la atención a mano izquierda, un brillo metálico que flotaba a un lado de mi campo de visión; sin vacilar, agarré el pomo, abrí la puerta y atravesé el umbral. Mi pie se hundió en una superficie blanda y me detuve en seco. Me hallaba en una habitación bastante amplia, en penumbra, con pocos muebles; en las paredes, las vides doradas del papel pintado ascendían entrelazándose; una moqueta rojo oscuro, color sangre, cubría el suelo. Al otro lado de la estancia, más allá de la cama cubierta por un tejido con largas hierbas verdes estampadas sobre un fondo dorado, frente a la ventana, había una figura de pelo corto negro azabache; las contraventanas estaban cerradas pero ella miraba algo en el cristal, puede que su propio reflejo. Yo mismo la contemplé un momento, con una sensación ligera y distante, casi asustado. Al oír el ruido de la puerta que se cerraba, se volvió, vi entonces que se trataba de una mujer, una hermosa mujer de rostro apagado y anguloso que me miraba sin moverse del sitio, una delicada sonrisa en sus labios. Luego vino para echarse sobre la cama, los brazos tendidos hacia mí. Vacilé un instante antes de quitarme las deportivas con la punta de los pies, sin agacharme, y fui a acostarme encima de ella, apoyado en mis codos, jugueteando con la punta de los dedos entre su tupida cabellera. Su cara flotaba justo bajo la mía, grave, seria; me tocó delicadamente la nuca y alzó la cabeza para apoyar sus labios contra los míos. Por un instante permanecieron rígidos, luego se aflojaron aceptando el beso. Mi barba mal afeitada debía de rascarle la piel, aunque pareció complacerle, enlazó mis riñones con las piernas y me atrajo hacia sí para abrazarme ávidamente, acariciándome con ardor el pelo, los hombros, los bíceps, olfateándome el cuello y los cabellos como para impregnarse de mi olor. Sus mechones me hacían cosquillas en la nariz, llenándome la cara de un olor a tierra y canela. Entonces aventuré mis manos, tratando mal que bien de desabrocharle la blusa de tul claro, apartando el rígido sujetador para rozarle un seno. Su pezón se enderezó enseguida entre mis dedos, ella tendió el pecho para apretar su seno contra la palma de mi mano, doblando en el mismo movimiento las nalgas para pegar su entrepierna contra mi muslo. Luego me rechazó, y yo retrocedí sobre las rodillas mientras sus dedos me palpaban la verga a través del tejido del chándal, se deslizaban detrás del elástico de los calzoncillos para rozar la piel y los pelos ensortijados, registraban más bajo y sopesaban mis testículos. Yo me había empalmado a medias, ella me bajó los calzoncillos y liberó mi sexo, se inclinó y lo tomó entre sus labios. Haciendo resbalar el prepucio sobre el glande, lo envolvió con su lengua mientras yo volvía a jugar con su espeso pelo negro, luego lo succionó todavía más, empujando sus labios contra mi pubis. Yo seguía sin empalmarme del todo, mi verga yacía flácida en su boca, ella esbozó un movimiento de vaivén, arañándome al mismo tiempo la piel de las caderas, lo cual en realidad me molestó, así que me retiré, devolví el sexo a sus calzoncillos y volví a ponerme el chándal. Sin inmutarse, ella se incorporó sobre sus rodillas y me preguntó con una sonrisa: «¿Tienes hambre?». Sin esperar mi respuesta, descolgó el auricular que había junto a la cama, marcó un número y, blandiendo un folleto de cartón, enumeró varios platos. Yo me levanté, estiré las piernas entumecidas y fui al cuarto de baño donde abrí los pesados grifos de porcelana de la bañera, los dedos bajo el chorro para controlar la temperatura.

    En el agua, de espaldas a mí, ella acercó su largo cuerpo moreno al mío y le acaricié los brazos, el vientre, la parte superior de los senos que flotaban en la superficie del agua espumosa del baño. Unas cuantas cicatrices pequeñas decoraban su piel mate, en algunos casos costurones bastante gruesos y más o menos largos, aparté la espuma y comprobé que tenía tres en el hombro izquierdo, una en la ingle, una grande en las costillas, justo bajo el seno derecho, y otra, bifurcada, en el ángulo de la mandíbula. Sonaron unos golpes secos en la puerta de la habitación. La chica se volvió en medio de un gran ruido de agua, me dio un beso rápido en los labios y saltó fuera de la bañera para ir a abrir, deslizando su cuerpo empapado en un amplio batín. Yo me sumergí en el agua, la cara aflorando apenas. Un sentimiento de irritación se apoderó de mi cuerpo, una angustia vaga, inasible, que dejó tras de sí una sensación como de vacío. Asfixiados por el agua que cubría mis orejas, me llegaban algunos ruidos de forma indistinta. También yo salí del baño, me sequé, me puse otro batín que había allí colgado y, sin tomarme el trabajo de cerrarlo, volví al cuarto. De nuevo arrodillada sobre el estampado verde, la chica contemplaba una gran bandeja en la que se alineaban varios platos de madera lacada llenos de pescado crudo y verduras confitadas. Dos cervezas doradas espumaban en vasos de boca ancha. «Comer contigo es algo que he echado de menos», dijo con una sonrisa afectuosa. Yo no respondí nada y fui a sentarme frente a ella. Ella alzó su vaso y brindó conmigo, mirándome fijamente a los ojos; luego se abalanzó sobre un par de palillos y empezó a comer. Yo la imité en silencio. El tintineo de los palillos era el único ruido: del otro lado de las contraventanas, donde yo imaginaba una calle o un patio, no llegaba el menor sonido; sólo la lámpara de la mesita de noche nos iluminaba con su halo amarillento, volví la cabeza y percibí nuestros reflejos en los cristales de la ventana, dos formas vagas vestidas de blanco, netamente destacadas sobre el campo de hierbas verdes del tejido estampado. La presencia de la chica me turbaba y, a pesar de la atracción violenta por su cuerpo esbelto, me sentía tan alejado de ella como de su confuso reflejo en los cristales. De repente rompió el silencio: «Cuéntame algo», me confió con una sonrisita ambigua. Yo carraspeé, me tragué otro trozo de pescado y terminé por responder: «No hace mucho tuve un sueño terrible». — «¿Lo recuerdas?» — «Un niño era asesinado. Un niño pequeño y rubio. Fue horrible.» — «¿Quién fue, quién lo mató? ¿Y cómo?» — «Ya no me acuerdo.» Ella reflexionó: «¿Puede que fueses tú, ese niño pequeño?» Yo me enojé: «Tú estás loca. ¿Por qué dices eso?». Ella soltó una breve risa llena de ternura: «No te enfades. Lo he dicho por decir. Vaya… qué sed, de repente». Se terminó la cerveza de un trago, se levantó y, dejando que el batín le resbalase hasta el suelo, se dirigió hacia el cuarto de baño. Con una mirada casi abstraída, seguí el movimiento flexible de sus hombros, sus riñones, sus nalgas. Pasado un momento volvió a salir con un tubito, una crema cualquiera tomada de entre los productos ofrecidos por el establecimiento, la vació en su mano, repartiéndola primero a grandes trazos por su cuerpo y luego masajeándose la piel con mayor cuidado para untarla bien. Yo me acodé en la verdosa extensión de aquel estampado a fin de observarla y ella me miró de forma burlona: «En vez de espiar podrías ayudarme». Mi cara se retrajo pero ella lo ignoró, pescó una última verdura confitada, la masticó, se chupó los dedos brillantes de aceite y siguió mirándome por encima del hombro. Luego cogió la bandeja para dejarla en el suelo, en un rincón, sus nalgas morenas tendidas hacia mí. De vuelta junto a la cama, apuntó con el índice hacia mi batín: «¿Vas a seguir con eso puesto? No pasa nada». Se coló en la cama y se elevó sobre sus codos, apartó los faldones de algodón y volvió a tomar mi verga flácida en su hermosa boca. Sus nalgas se enderezaron, apartó los muslos y me agarró las pelotas con una mano, poniéndose en marcha con vigor. Pero yo seguía sin empalmarme. Un tanto molesto, contemplé las molduras del techo, luego levanté la cabeza: en los cristales, más allá de la cama, pude distinguir la doble curva alargada de su trasero, erguida sobre el campo de largas hierbas verdes, una zona más oscura, confusa pero realzada por un brillo rosa y reluciente curvada en su centro. Me quitó el batín, avanzó de rodillas hasta cabalgarme y apretó contra el mío su sexo, ahora fluido y henchido, masajeándolo pacientemente entre sus labios abiertos. Yo la contemplé con gesto serio y me dispuse a acariciarle los muslos. Ella se enderezó, las manos cruzadas sobre la nuca rapada, e insinuó sus pequeños senos de puntas enhiestas: «Tócalos», ordenó. Yo cumplí la orden, intentando ocultar sin demasiado éxito mi falta de entusiasmo. Exasperada, ella asió entre sus dedos mi miembro todavía fofo e intentó metérselo en la vagina, esperando sin duda, aunque en vano, que así por fin se endureciese. Yo la aparté con despecho, despacio, y liberé mis piernas bajando un faldón del batín sobre mi bajo vientre. «Lo siento –mascullé, un tanto avergonzado–. No llego.» Ella sonrió amistosamente y se inclinó para besarme, acariciándome el hombro y el cuello y luego apoyando súbitamente una de las cicatrices que decoraba su piel mate contra mis labios. «No pasa nada, no le des más vueltas. Pero igual es mejor que me vaya.» Mi pecho se estremeció y me sobrevino una tristeza gris. No sentía el menor deseo, ni siquiera la humedad de su sexo, en el que de mala gana había metido los dedos, me causaba el menor efecto, pero no quería que se marchase. «Quédate. Por favor.» Para reforzar la petición, removí un poco los dedos y ella suspiró retorciendo la pelvis contra la presión. Levanté otra vez la cabeza para contemplar el reflejo de sus nalgas en el cristal: en ese mismo instante se apagó la luz, borrando la imagen y sumergiendo la habitación en la oscuridad, por más que forzase la vista ya no veía nada, debía de tratarse de una avería eléctrica, aceleré el movimiento de mis dedos, repartiendo las secreciones entre sus labios y sus pelos ásperos y buscando la punta en el centro de sus carnes, dura como una espinilla a punto de estallar, ella suspiró de nuevo, esta vez contra mi oreja, sus dedos se habían crispado sobre mi pecho y, con la otra mano, me tiraba convulsivamente del pelo, su respiración, ronca, dejaba escapar pequeños gemidos, por fin se dejó ir y me mordió la base del cráneo, enviando una breve oleada de dolor a través de mi cabeza que se confundió con su bufido, interrumpido de golpe en cuanto se desplomó sobre mi cuerpo. Yo me quedé inmóvil, la mano incómodamente aprisionada entre unas piernas que todavía se estremecían, los ojos abiertos en la oscuridad, escuchando a mi lado su respiración sibilante.

    Cuando volvió la luz me despertó y abrí los ojos. La lámpara de la mesita de noche estaba encendida; de pie junto a la cama, la chica se ponía las bragas y luchaba con unos vaqueros casi demasiado estrechos para sus caderas. «¿Te vas?» Ella se sacó un teléfono móvil del bolsillo, consultó la pantalla y volvió a guardárselo en un gesto seco. «Sí –dijo–. Ya es hora.» Yo la miré tratando de ocultar mi disgusto. «Quédate un poco. ¿No quieres?» — «Tengo que irme», dijo en voz baja. — «Pero ¿por qué?» Su mirada, impotente y pertinaz, se había velado: «Porque me apetece». No había nada que responder a eso, de modo que observé en silencio cómo acababa de vestirse. Cuando hubo terminado se inclinó, me besó furtivamente en los labios y salió. Yo me eché boca arriba, la mano sobre el vientre, luego, de una rabiosa patada, aparté el tejido estampado. Tenía la boca seca, pastosa; me levanté de golpe y fui al cuarto de baño donde bebí un buen trago directamente del grifo, parpadeé ante la vívida luz blanca del neón. Al salir, recorrí con la mirada el cuarto vacío: la cama deshecha, mi chándal hecho una bola, la bandeja en un rincón, las vides doradas del papel pintado que parecían hormiguear sobre las paredes, el reflejo pálido y confuso de mi cuerpo cansado en el cristal, todas esas formas vagas y objetos esparcidos eran como el eco de la hueca interferencia que ocupaba mi cuerpo y vaciaba todos mis sentimientos. Mi piel estaba áspera: Tendría que bajar la calefacción, me dije con un mohín. Pero en el radiador no vi ni termostato ni ninguna manecilla. Al final llené de agua los dos vasos vacíos de cerveza y los puse sobre el hierro colado y pintado del radiador, apagué la luz y volví a acostarme, la mente embotada por una cólera sorda y taciturna, sin objeto. No logré conciliar el sueño y me volví boca abajo, deslizando la mano entre mis piernas. Pero no me masturbé, seguía sin apetecerme, me contenté con jugar de forma maquinal con la masa endeble de mi sexo, amasándolo con los dedos. Acabé por dormirme así, con una mano entre los muslos y la otra replegada bajo la mejilla. Me despertó el timbre del teléfono. Descolgué sin pensarlo: era una alarma programada y volví a colgar inmediatamente. Me quedé acostado por un momento, estirando los miembros. Por fin me incorporé, fui al cuarto de baño y me planté pesadamente ante la taza del váter. Frente al espejo, de pronto me sentí viejo: mi cuerpo, el hermoso cuerpo de mi juventud, poderoso y firme, se resquebrajaba, se desvanecía, me abandonaba. Me eché agua en la cara y en el pelo, peinándome deprisa con los dedos, y volví a salir para vestirme. La materia lisa y sedosa del chándal se deslizó agradablemente sobre mi piel, resultó reconfortante. Al salir de la habitación, vacilé: había dos puertas, una frente a la otra, no me había dado cuenta. ¿Cuál había tomado la chica? No tenía importancia. Abrí una al azar y atravesé el umbral con paso seguro; mis pies, enfundados en las deportivas ligeras como plumas, retomaron sus pequeñas zancadas, pegué los codos contra las costillas y me concentré en la respiración, inspirando por la boca al ritmo de mis pasos. El aire aquí era menos seco, el sudor perló rápidamente mi rostro, humedeció mis axilas, el hueco de mis riñones, yo recorría el pasillo gris, lanzando los pies sin apenas ruido. Había poca luz, pero no me molestó demasiado, se veía bastante bien; sin embargo, no podía distinguir el origen de la luz, las paredes parecían lisas, planas, indistintas, me pregunté vagamente de dónde podía venir la claridad, un dato que en el fondo me importaba muy poco. Aquí y allá había partes más oscuras que parecían abrirse a algún trastero, tal vez a un túnel que sabe Dios dónde llevaría, continué adelante sin disminuir la marcha, siguiendo la curva que no cesaba, y como un niño tendí la mano y dejé que mis dedos palpasen la pared hasta que tropezaron con un objeto que no había advertido. Era un pomo, lo giré y abrí la puerta. Supe enseguida que ese espacio me convenía. Era un estudio enorme y muy claro, las paredes forradas por libros, con un ventanal al fondo que daba a un montón de pequeños edificios escalonados delante de una franja de mar gris y luminoso. Fui a apoyar las manos sobre la larga mesa situada ante el cristal y observé la ciudad, contemplando los cambios de color de las fachadas a medida que la luz bajaba, jugueteando distraídamente con las manzanas rojas, verdes y amarillas que había en un gran bol. Una paloma atravesó el cielo, girando sobre su ala; por un momento la seguí con la mirada, luego me volví. Encima del equipo de música vi la funda de un disco, unas viejas grabaciones de conciertos para piano de Mozart; puse uno al azar y deambulé por el estudio escuchando las primeras notas, dejando errar la mirada sobre el lomo de los libros y los numerosos grabados y reproducciones colgadas entre las estanterías. Las lúcidas y vivarachas notas de la música danzaban a través de la estancia, colmándome de una sensación de serena ligereza. Me serví un vaso de aguardiente, encendí un puro que encontré en una caja y me arrellané en un diván de cuero negro a hojear un álbum que había sobre la mesa baja. De formato horizontal y encuadernado en tela blanca, mostraba series de fotografías de hombres y mujeres

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