La sociedad de la vigilancia y sus criminales
Por Varios Autores y Iván Ruiz
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La sociedad de la vigilancia produce sus criminales. Ejercida otrora en ámbitos cerrados o bajo el régimen de poderes totalitarios, la vigilancia se extiende en nuestro siglo a muchas de las expresiones cotidianas de lo humano: controles de velocidad, de alcoholemia, pasaportes biométricos, registros de audio y vídeo en lugares públicos ("para su seguridad", se nos dice), conexión de ficheros interdepartamentales o métodos evaluativos de la productividad, la motivación o el riesgo de enfermedad.
El modelo de civilización cambia y el derecho a la seguridad hace pasar a lo social la defensa paranoica y la sospecha hacia el prójimo. En la sociedad de la vigilancia todos somos criminales en potencia.
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La sociedad de la vigilancia y sus criminales - Varios Autores
© de la traducción: Iván Ruiz Acero, 2011.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018.
Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: GEBO490
ISBN: 9788424938031
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
Prefacio
I. DERECHO Y PRÁCTICAS DE PREVENCIÓN Y DE VIGILANCIA
No hay nada más humano que el crimen
Criminología lacaniana
Todos criminales. Entrevista a Christian Charrière-Bournazel
Lectura del caso Outreau
Psicoanálisis y criminología: estrategias de resistencia
Ante el horror: la prevención científica del crimen
Precaución máxima: prevención de la delincuencia en Estados Unidos y en Europa
II. EL EXPERTO, EL LOCO Y LA LEY
Fantasma necrófilo y estructura psicótica
Dos entrevistas a Jacques-Alain Miller: El caso Mosley y el caso Fritzl
Sobre las relaciones del delirio y el crimen a partir del caso Wagner, de Robert Gaupp
Responsabilidad y agresión en un caso de psicosis
Juzgar a los locos. Un caso paradigmático de parricidio
Un experto convencido. Entrevista a Daniel Zagury
III. CLÍNICA DEL PASAJE AL ACTO CRIMINAL
Clínica del pasaje al acto y estructura psicótica
Hechos diversos de la sociedad americana frente a sus jóvenes: del pasaje al acto a la psicopatía
Un guardaespaldas
«El acto es virgen, incluso si se repite»
Lógica de un crimen
Efectos de un acto criminal
Una chica infanticida, fuera y dentro de prisión
Notas
La mayor parte de los textos compilados en este libro han sido seleccionados de la revista Mental números 21 y 22 (septiembre de 2008). Mental es la Revista internacional de salud mental y psicoanálisis aplicado que publica regularmente la Euro-Federation of Psychoanalysis, cuya función es la de examinar la inserción actual del psicoanálisis en el campo producido por la distribución de las atenciones psiquiátricas que basan su aplicación en el ideal implacable de época al que se ha llamado «salud mental». Los trabajos e investigaciones que se publican en Mental dan cuenta de que el psicoanálisis puede tener su lugar donde puede ser escuchada la palabra del sujeto, a la vez que proponen una alternativa decidida al peso angustiante del determinismo científico basado en la creencia.
PREFACIO
por
IVÁN RUIZ ACERO
En una de las viñetas publicadas por El Roto —verdaderas expresiones gráficas del malestar en la civilización hoy— aparecía en el diario El País la silueta de un hombre solo, dirigiéndose supuestamente a la multitud, con un mensaje conciso: «Para su seguridad, manténganse asustados». ¡Qué mejor anticipación ésta a un libro como éste! En la sociedad de la vigilancia y sus criminales, la seguridad se encuentra hoy situada en las primeras prioridades de los programas políticos y es constituyente de una relativización de algunos derechos adquiridos — el derecho a la intimidad o a la libre expresión, por ejemplo—. La vigilancia, ejercida otrora en ámbitos cerrados o bajo el régimen de poderes totalitarios, se extiende en nuestro siglo a muchas de las expresiones cotidianas de lo humano: controles de velocidad, de alcoholemia, pasaportes biométricos, registros de audio y vídeo en lugares públicos —«para su seguridad», se nos dice—, conexión de ficheros interdepartamentales, o métodos evaluativos de la productividad, la motivación o el riesgo de enfermedad. El modelo de civilización cambia y el derecho a la seguridad hace pasar a lo social la defensa paranoica y la sospecha hacia el prójimo. En la sociedad de la vigilancia todos somos criminales en potencia. No se trata, entonces, de la sociedad de los criminales y su vigilancia sino de su drástica inversión: la extensión del sistema de control penitenciario al control generalizado de lo humano, de todo aquello que hace impredecible el vínculo social. El modelo de civilización al que nos exponemos sigue la pendiente de un panóptico generalizado para el que el desarrollo de las tecnologías en red ofrece un campo abonado. En este sentido, ¿existe hoy algún país de Europa que pueda declararse excepción a esta sociedad del control y la vigilancia?
El modelo norteamericano continúa presentando desde el 11-S su expresión más dura, pero no hace falta ir tan lejos para encontrar el laboratorio donde la conducta es utilizada como único disolvente de todo lo relativo al sujeto. La implementación de los tratamientos cognitivo-conductuales es hoy la única realidad —«prácticamente», podrá decir alguno— en el National Health Service, en Inglaterra. Londres está considerada una de las ciudades más seguras del mundo e Inglaterra el país industrializado más vigilado. Está previsto destinar unos 650.000 euros a equipar de altavoces a los 4,2 millones de cámaras CCTV (closed circuit television), esto es una por cada doce habitantes de la Gran Bretaña actual, o lo que es lo mismo, el 20% del total de cámaras de vigilancia de todo el mundo. El dispositivo tendrá como finalidad avisar al pequeño infractor de que, por ejemplo, ha tirado una lata de cerveza en un lugar equivocado. El aviso se hará mediante el altavoz instalado que emitirá un mensaje grabado. De ello, se esperará que el infractor corrija su error. De no ser así, el sistema generará una fotografía, a partir de la grabación de la cámara, y será publicada en el periódico local, con la consiguiente sanción al infractor una vez que se lo haya identificado. Cabe añadir que para que que las advertencias sean más persuasivas, serán grabadas con voces de niños y tendrán un alcance sonoro de hasta cincuenta metros.
El problema de una sociedad como la que se dibuja va más allá del color político de sus gobernantes, pues cuando se generaliza la sospecha, ¿cómo localizar realmente al criminal? Desde el sistema judicial y penitenciario el concepto de «retención de seguridad» está hoy en el punto de mira de diversos autores, que ponen en evidencia una medida que, en nombre del orden público, hace tambalear la presunción de inocencia o incrementa exponencialmente el temor a la reincidencia. Algunos pueden preguntarse cómo han podido, jueces y criminólogos, adentrarse en las razones de un crimen o en la predictibilidad de reincidencia de un criminal. Es en nombre del todo cuantificado que la psiquiatría clínica ha dejado su lugar a una psiquiatría estadística, una psiquiatría de actuarios y ya no de clínicos. La discusión sobre la utilización de conceptos psiquiátricos en justicia penal que subraya Foucault en la presentación del libro Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, mi hermana y mi hermano... permite asistir al debate que, concretamente en 1836, se mantenía sobre la noción de «monomanía homicida» y que Esquirol había puesto en circulación. Más tarde, los médicos expertos y abogados defensores pusieron en duda que un concepto restringido pudiera explicar la enfermedad mental, que hacía falta una sintomatología más amplia. Y, de hecho, el caso Rivière «pone en juego la monomanía
con la mayor discreción; como contrapunto recurre ampliamente a signos, síntomas, testigos y demás elementos de prueba muy diversos».¹
«No hay nada más humano que el crimen» es el título del texto con el que se inicia este libro. Es una expresión paradójica de Jacques-Alain Miller que recoge la operación freudiana de reintroducir en lo humano lo que aparece de entrada como más inhumano. El crimen desvelaría, así, algo propio de lo humano, y de ahí podría explicarse, en parte, la fascinación de masas por los serial killers. En el crimen se presenta el pasaje al acto de un fantasma que resulta de la alienación a los grandes miedos vehiculizados en el vínculo social, y es lo que hace que Jacques Lacan pueda referirse a la irrealización del crimen. La cita completa es, de hecho «si el psicoanálisis irrealiza el crimen, no deshumaniza al criminal»,² y corresponde a la comunicación que presentó en la XIII Conferencia de psicoanalistas de lengua francesa, en 1950. El texto se apoya en un concepto fundamental para el derecho penal y en la expresión máxima del sujeto para el psicoanálisis: la responsabilidad. Se trata del último texto que Lacan consagró a la criminología —no será abordada más tarde de este modo y se centrará en la discusión sobre la clínica del acto—. Pero en aquel momento, Lacan pudo apoyarse, en realidad, en el único autor francés de la época, Angelo Hesnard, del que la reflexión era consecuente con la tradición freudiana y sobre todo en lo que concernía a la autopunición.³
La sociedad de la vigilancia y sus criminales reúne una serie de textos publicados en su momento por la revista Mental,⁴ a la que se añaden las aportaciones de diversos psicoanalistas pertenecientes a la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (Clara Bardón, Luis Miguel Carrión, Fernando Martín Aduriz y José María Álvarez), además del siempre valioso Javier Peteiro. Agradezco a todos ellos sus amables contribuciones, así como el interés de sus textos, que hacen de esta compilación la primera en nuestro país que sigue las incursiones del psicoanálisis en la criminología, como también lo muestran dos libros recientes⁵ publicados en Francia y Argentina, respectivamente.
Desde el texto fundacional de Abraham, donde describe la carrera de un célebre psicópata, pasando por Marie Bonaparte, de quien trascendió su estudio del caso de Madame Lefebvre, hasta Lacan y su tesis sobre el intento de homicidio y la psicosis paranoica en el caso Aimée,⁶ la responsabilidad subjetiva, sostenida desde el psicoanálisis, ha supuesto mantener una tensión constante entre pasaje al acto criminal, al que se responde desde el Otro social, y la expresión de un delirio o la realización de un fantasma perverso, del que no puede eludirse la responsabilidad del sujeto y la función del castigo. La actualidad de los casos estudiados en este volumen abre de nuevo las implicaciones entre crimen y pasaje al acto psicótico o perverso: el caso Outreau, Las Hermanas Papin, los casos Mosley y Fritzl, Fourniret, Wagner, Mishima, Bertrand o Schaefer, y Bundy; pero, además, las contribuciones de psicoanalistas y de profesionales del campo del derecho y de la atención penitenciaria que se orientan hoy con el psicoanálisis lacaniano, y que ofrecen múltiples vías de reflexión también a juristas, criminólogos, jueces y abogados que estén dispuestos a localizar algo de su propia responsabilidad como sujetos en el ejercicio de sus funciones.
I
DERECHO Y PRÁCTICAS DE PREVENCIÓN Y DE VIGILANCIA
NO HAY NADA MÁS HUMANO QUE EL CRIMEN
JACQUES-ALAIN MILLER
Tomo la palabra¹ para celebrar la aparición de este libro, del que los méritos son brillantes: es claro y bien ordenado; su documentación es extensa; no está dirigido sólo a especialistas, sino a un público amplio; está escrito en un lenguaje común, y cada vez que una palabra propia del vocabulario del psicoanálisis o del derecho se introduce, se da una explicación. Esto no es frecuente en los trabajos de los psicoanalistas. Encontrarán ustedes referencias, nombres propios que no conocen y que testimonian del esfuerzo de los autores por ir más allá de la biblioteca habitual de los psicoanalistas.
Me parece que este trabajo será útil tanto para los psicoanalistas como para los agentes del aparato judicial. Vamos a intentar imaginar qué uso podrán hacer de él.
La clínica presentada en este libro resulta de una intersección entre el psicoanálisis y el derecho. Leyéndolo, parece que hay dos clínicas. Al lado de la clínica psiquiátrica y freudiana, el discurso del derecho ha producido él mismo su propia clínica seleccionando los elementos que podía incorporar. Es a la vez, o sucesivamente, una clínica policial y jurídica. Por ejemplo, en el caso de los asesinos en serie, se tiene la necesidad, después de los primeros asesinatos, de diseñar el retrato psicológico, patológico del criminal, con el objetivo de anticipar sus movimientos y de entenderlos. En tales situaciones, la clínica es un imperativo de seguridad pública.
A la clínica policial se le añade una clínica jurídica. Ella debe, por ejemplo, evaluar la posibilidad para el inculpado de sostener su presencia y de responder frente a un tribunal. En Francia, se quiere hacer comparecer a los psicóticos más gravemente afectados para satisfacción de las familias de las víctimas. Una polémica se mantiene todavía hoy en relación con saber si el diagnóstico clínico debe impedir o no la comparecencia ante el tribunal.
Entonces, dos clínicas, la clínica de los clínicos y la de los policías y jueces. Silvia Tendlarz y Carlos Dante García han intentado hacer entrar la primera en la segunda. Esto no es fácil. Vemos en este libro la clínica psicoanalítica intentar introducirse en la clínica policial y judicial pero sin megalomanía, de manera modesta, como un ratón simpático mordisqueando los cables que le sostienen, sin otra pretensión que suscitar una pequeña preocupación en los profesores de derecho, los jueces y los abogados. No sé si lo conseguirán.
SOÑAR CONTRA LA LEY
Me preguntaba, leyendo este libro, qué texto psicoanalítico recomendar a los profesores de derecho y a los jueces de buena voluntad; qué orientación arriesgarse a darles en relación con el psicoanálisis. Pensé en la segunda parte de un escrito de Freud de 1925, aquel al que me referí justamente aquí hace algunos años, a propósito de un tema sugerido por el añorado Javier Aramburu, psicoanalista de Buenos Aires desaparecido demasiado pronto. Se trata de «Algunas aportaciones al conjunto de la interpretación de los sueños» y muy particularmente el segundo párrafo, «La responsabilidad moral del contenido de los sueños»,² escrito después de la Traumdeutung. Ésta es una reflexión de Freud sobre los sueños de naturaleza inmoral. Freud se resiste a llamar a estos sueños inmorales sueños criminales, pues avanza que la calificación de crimen no es competencia del psicoanálisis. ¡Incluso un juez tiene el derecho de tener sueños inmorales! Nadie puede castigarle por esto, incluso si llega a cuestionarse a sí mismo sobre esto, a hacerse reproches por ello. Freud se interroga sobre la implicación del sujeto en el contenido del sueño: ¿debe sentirse responsable el sujeto? Sucede que en un sueño uno es un asesino, uno mata, viola o hace cosas que, en el mundo real, les valdrían a ustedes castigos severos previstos por la ley.
Freud considera que su descubrimiento de la interpretación de los sueños desplazó el problema. La Traumdeutung muestra cómo descifrar el contenido supuesto escondido de los sueños. Lo que es manifiesto en el sueño —su contenido consciente— y que puede ser inocente, moral, correcto, puede también disimular un contenido más o menos inmoral. Desde el punto de vista de Freud —pero que no pienso que los analistas de hoy difieran sobre este punto— el contenido latente de la mayor parte de los sueños está hecho de la realización de deseos inmorales. Todos los sueños son fundamentalmente sueños de transgresión. Se sueña siempre, según Freud, contra el derecho; el nudo del sueño es una transgresión de la ley. Los contenidos están hechos de egoísmo, de sadismo, de crueldad, de perversión, de incesto. Se sueña contra la ley. Explicándome de este modo, no exagero el punto de vista freudiano: en la formulación de Freud, los soñadores son criminales disfrazados. De tal manera que, cuando se habla de crimen, de asesinato, la primera cosa que desde el punto de vista analítico puede decirse con seguridad es que en esta historia se trata de uno mismo, no del otro.
PEQUEÑOS MONSTRUOS FASCINADOS
Leyendo ¿A quién mata el asesino? uno se identifica con la víctima. Las cuatro páginas del prólogo están ahí para hacer pensar lo que significa «¡Todos asesinos!». Cuando menos, todos somos sospechosos. Si se plantea la cuestión de saber si debemos asumir la responsabilidad de los sueños inmorales, Freud responde de manera afirmativa. Analíticamente, lo inmoral es una parte de nuestro ser. Nuestro ser incluye, no solamente la parte de la que nos sentimos orgullosos, la que mostramos públicamente o al tribunal, la parte admirable, la que constituye el honor de la humanidad, sino también la parte horrible. No solamente «el honor», sino también «el horror». Es al menos lo que el psicoanálisis ha aportado a la idea de nuestro ser.
La interpretación de los sueños, para Freud, modificó la idea que teníamos de nuestro ser. El psicoanálisis mostró que nuestro ser comprende esta parte desconocida, el inconsciente reprimido que está en el interior del yo, que me agita y actúa en mi lugar, aunque Freud lo llama «el ello», está en continuidad con «el yo». Somos criminales inconscientes, y esto aparece en la conciencia, principalmente la conciencia obsesiva, como sentimiento de culpabilidad. Según Freud, toda conciencia moral y la elaboración teórica y práctica del discurso del derecho son reacciones al mal que cada uno percibe de su Ello. De ahí lo que se puso en evidencia desde el siglo xviii, y sobre todo después del xix: la fascinación por el gran criminal.
Existe una abundante literatura al respecto, y una parte de este libro retoma trabajos sobre este tema. El último capítulo, el de los serial killers, es realmente una lectura insoportable. El último caso es el de Dahmer, el caníbal que inspiró el personaje de Hannibal Lecter. Creo que esta fascinación por el gran criminal encuentra su razón de ser en que, en cierta manera, él realiza un deseo presente en cada uno de nosotros. Incluso si es insoportable pensarlo, son sujetos que, de algún modo, no han retrocedido ante su deseo. Es así que puedo comprender por qué se utiliza la palabra «monstruo» para calificarles. Por supuesto que todos somos, de algún modo, pequeños monstruos o monstruos tímidos.
Me gustaría plantear esta paradoja, que no hay nada más humano que el crimen. Aquello que parecía lo más inhumano fue reintroducido en lo humano por Freud. En este sentido, el crimen desvela algo propio de la naturaleza humana, a pesar de que, evidentemente, existen también en nosotros la simpatía, la compasión y la piedad. Quizás lo humano es precisamente el conflicto entre las dos vertientes de la ley y del goce. El serial killer está libre de conflicto y, en esto, se sale del lote de lo común.
Para llegar al final del libro hay que soportar la lectura de las descripciones que contiene, aunque ninguna de ellas sea obscena —se han mantenido algunos velos.
FORMAS DE «MATAR»
Freud decía que el analista no puede asumir, en el lugar del jurista, la tarea de decidir sobre la capacidad de endosar responsabilidades con fines sociales. La definición de la responsabilidad sobre el bien de la sociedad no atañe al analista. Freud no podía concebir la capacidad jurídica más que como una limitación del yo metapsicológico. Lo que se denomina «postestructuralismo» relativiza, «semblantiza» los discursos: esto está ya en Freud. En relación con la responsabilidad analítica, la responsabilidad jurídica es una construcción específica que depende de las circunstancias, de las épocas, de las tradiciones. Persiste un temor en relación con la responsabilidad jurídica de las personas que presentan trastornos de la personalidad asociados a una enfermedad mental. En la página 165 del libro, se dice que el psicoanálisis, después de haber retomado la clínica criminológica, busca acercarse más a la posición subjetiva de estos individuos. Esto no es fácil. Hace falta ver cómo podemos sostener esta orientación.
El matar, en la portada de este libro, está referido a un asesino, pero no es para nada el matar. Hay un matar del ser humano que es legal. La civilización supone un derecho de matar al ser humano. Matar legalmente supone añadir algunas palabras al matar salvaje, un encuadre institucional, una red significante, que transforme el matar, la significación misma de la acción mortífera. Si se le da la buena forma, si se introducen los buenos semblantes, matar ya no es un asesinato, sino un acto legal. Los significantes, las palabras, el marco, el ritual transforman la acción mortífera.
Es por esta razón que un gran escritor de la época de la Revolución Francesa, que me gusta especialmente —en el origen de una corriente antirrevolucionaria que tuvo repercusiones en otros países; embajador del rey de Cerdeña y de Luis XVI durante su exilio en Rusia—, Joseph de Maistre, pudo decir en su obra más leída, Las veladas de San Petersburgo³ —son dos o tres páginas escritas en un estilo incandescente—, que, para él, la figura máxima de la civilización era el verdugo, el hombre que mata en nombre de la ley y de la humanidad. En el conjunto de la civilización, es el personaje central.
En la época de las Luces, tan amables, la sangre humana tenía para Maistre un valor esencial. La ley divina dice explícitamente que no se debe matar —san Juan lo dice—⁴ contrariamente a la idea de que la sangre humana es necesaria para pacificar a los dioses en cólera. Para Maistre, el mismo Dios cristiano ama la sangre, tiene necesidad de ella. En un pequeño texto, Tratado sobre los sacrificios,⁵ demuestra que esta exigencia iba hasta la sangre de Cristo, necesaria para satisfacer el deseo de Dios. Es así como él interpretaba a Dios: Dios tiene un deseo, y la sangre humana responde a este deseo. Esto se encuentra en la sociedad a través de la persona del verdugo.
Se puede decir que la sociedad necesita de la eliminación de una cierta parte de los seres humanos. Ya sea a través de una teorización o de otra, el conjunto social no puede constituirse sin la eliminación de seres humanos —el exceso de la humanidad— por medio de las guerras o de un orden interno. Esto se continuó en el siglo pasado, donde se trataba de la destrucción de clases sociales enteras o del genocidio de los judíos. Cuando el acto criminal produce un gran número de muertos, sale del dominio del derecho, entra en el de la política. Cuando Harry Truman decide tirar la bomba atómica sobre Hiroshima entra en el marco del libro «¿A quién mata el asesino?», o simplemente en el de «¿A quién mata la bomba atómica?». La respuesta: «A algunos millares de japoneses. Estamos en guerra contra Japón; es preferible que mueran algunos japoneses a que mueran americanos». Un cálculo utilitarista decide. Nos mantenemos sin inquietud en este tema, pues no hay crueldad en esta decisión. No se encuentra aquí el goce de la sangre humana, sino más bien una cierta frialdad.
Un nuevo «significante amo», según la invención de Lacan, apareció y se impone a todos sin discusión: «lo útil» para la gran mayoría, como lo dice Bentham. Hoy, todo se hace en nombre de la gran mayoría; esto limpia en el matar toda crueldad allí donde antes había un goce del castigo. Las ejecuciones de delincuentes, de criminales, eran fiestas populares. La gente iba a verlas y a gozar. Se veía que la sociedad tenía una necesidad de sangre, y se gozaba de ello como en una fiesta. La ruptura se produjo con Beccaria y Voltaire, diseñadores de un castigo en nombre de una ley abstracta, de otro de la ley que ya no goza. En nuestra época, la tendencia es de hacer del no matar un absoluto.
En Argentina, como en Francia, y en otros países, la pena de muerte fue abolida; todavía no ha sido así en Estados Unidos. La consecuencia es que el criminal, que era agalmático —encarnación del goce—, o el delincuente, aparece como un desecho, y se lo recicla como los desechos. En cierta manera —Lacan hace alusión a esto, y este libro también— esta evolución utilitarista no va sin una cierta revocación de la dignidad humana del criminal destituyéndolo de su subjetividad. De algún modo, este libro intenta recuperar, en nombre del psicoanálisis, la significación subjetiva del acto criminal. Esto no es fácil, pues, habitualmente, el acto criminal no conduce al sujeto a pedir un análisis, todavía menos en un serial killer.
Escuché en un control el análisis de un futuro criminal —es lo que se reveló después— en que aparecían algunos rasgos paranoicos poco marcados. Algunos años más tarde, supe que este sujeto se había convertido en un criminal.
Hay en el libro algunas páginas de un gran interés sobre una mujer criminal de la que Jorge Chamorro había llevado públicamente la entrevista, el caso Hortensia. Durante la presentación, que duró una hora y media, nuestro colega consiguió demostrar que se trataba de una psicosis, cuando el diagnóstico inicial era el de una histeria. No voy a retomar en detalle esta entrevista, sino únicamente subrayar que ella tenía la certeza delirante, desde la edad de seis años, debido a un presentimiento seguro, de lo que iba a pasar.
En estos momentos, ¿qué es lo que sería un derecho inspirado por el psicoanálisis, o al menos un derecho que no desconozca el psicoanálisis? Se podría decir que sería un derecho que matice la creencia en la verdad. En Francia, cuando un testigo declara ante un tribunal, debe jurar decir la verdad y solamente la verdad. Un derecho inspirado por el psicoanálisis tomaría en cuenta la distinción entre la verdad y lo real, y que lo verdadero no llega nunca a recubrir lo real. La verdad es una función temporal y de perspectiva. La verdad está agujereada. La verdad no es exactamente el reverso de la mentira. El más verdadero de los estatutos de la verdad es la verdad mentirosa. Lo real en sí mismo, cuando se trata de decirlo, miente.
Así, este derecho consideraría que el discurso del derecho es, como lo es también el del psicoanálisis, una red de semblantes. El derecho tomaría en cuenta la relativización de la verdad, tomaría conciencia de ser una construcción social. No es imposible que los agentes del derecho tengan ya la autoconciencia de habitar una construcción social.
Este derecho tomaría también en cuenta que el sujeto constituye una discontinuidad en la causalidad objetiva, y que no se puede nunca reconstruir totalmente la causalidad objetiva de un acto subjetivo. Los partidarios de este derecho deberían saber hacer con la opacidad que permanece. Hay algo de insondable en la decisión subjetiva de un delincuente o de un criminal. Esta misma opacidad se encuentra en la decisión jurídica, que no es nunca una pura aplicación de los códigos jurídicos; ella tiene su centro en una decisión sin fundamento, ex nihilo, algo de creacionismo y de insensato.
¿Qué sería de los jueces inspirados por el psicoanálisis, o que no desconocieran sus lecciones? Pienso en la frase de Lacan que decía que los únicos verdaderos ateos estaban en el Vaticano. Esto quiere decir que, cuando alguien acciona «la máquina», no solamente no tiene necesidad de creer, sino que no puede ni debe creer. Para poder servirse correctamente de la palabra Dios hay que saber prescindir de creer en él. Quizás los jueces, los abogados, los profesores de derecho, saben ellos más que nadie que no hay justicia. El derecho no es la justicia. Sería muy peligroso que creyeran en la justicia, esto sería un delirio suyo, creer en la justicia. Lacan se lamentaba a veces de que los analistas no creyeran en el inconsciente, al menos para reclutarse.
La justicia, hay que dejarla divina, dejarla en manos de Dios, para el momento del Juicio Final. Para nosotros, en la Tierra, basta con el discurso del derecho.
CRIMINOLOGÍA LACANIANA
SERGE COTTET
«Él no se asesina más que a sí mismo»
Comentario de Lacan sobre la película de Benoît Jacquot
L’assassin musicien
Proponemos actualizar el texto de Lacan «Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología»¹ escrito en 1950. Esta fecha mítica de la historia de Francia, ¿lo es así también para el psicoanálisis? No sería realmente así si consideramos que la subversión lacaniana comienza con el estructuralismo, esto es en 1953. Sin embargo, los problemas jurídicos sacuden suficientemente la época y la posguerra como para que el artículo de Lacan deba contextualizase a la vez que se lo considere canónico. Frente a los problemas de sociedad que se presentan hoy, sería poco decir que reconoce ahí bastante frialdad. Los hospitales-prisión, la penalización del enfermo mental, la modificación del código civil, la intervención de los psicoanalistas en prisión, etc. Todos estos problemas fueron abordados por Lacan desde esa fecha como relativos al síntoma social; es decir, la modernidad a pesar de una conceptualización posfreudiana con fecha determinada. Antes de Michel Foucault, Lacan demuestra hasta qué punto el tratamiento y la penalización del crimen dependen de la estructura del poder establecido. En el entrecruzamiento de la clínica y de la política, el crimen cuestiona una realidad social que ocupa en la época el rol que será atribuible más tarde al Otro simbólico. Una realidad que prima sobre la psicología del crimen, razón de más para subrayar la homología entre los temas de esta época y la implicación actualmente del psicoanálisis en la ciudad.² El texto nos orienta no sólo sobre una clínica del acto criminal, sino que pone a prueba al mismo tiempo la necesidad de introducir en psicoanálisis el concepto de responsabilidad.
El artículo forma parte del periodo «sociológico» del Lacan preestructuralista, si se entiende por ello los textos de entre los años 1938 a 1950, antes del Congreso de Roma. Se percibe todavía ahí el eco del texto La familia³ y de su inspiración durkheimiana. Es sobre el fondo de declive paterno y de descomposición de la familia que la cuestión del derecho y de la justicia interviene en su tensión con el superyó individual. Lacan retoma en esta ocasión la palabra de san Pablo: no hay pecado antes de la ley. La dialéctica del crimen y de la ley atraviesa así la mayor parte de los capítulos.
Como hecho social en el sentido de Durkheim, el crimen se hace objeto de representaciones colectivas que definen el campo de la responsabilidad. Esta noción es socialmente relativa ya que la instancia reconocida como culpable (el individuo o el grupo) varía por supuesto con las sociedades. Un durkheimiano como Paul Fauconnet, evocado en La familia,⁴ busca así definir un concepto de la responsabilidad sin considerar las disposiciones psicológicas de los sujetos, conforme a la visión de su amo, como fenómeno social normal: «Un análisis puramente psicológico no podrá nunca conducir por sí mismo a la determinación de la idea de responsabilidad, pues la responsabilidad es manifiestamente una cosa jurídica o moral. Si se supone que no hay ni derecho ni moral, la psicología no se verá nunca llevada a hablar de responsabilidad, sino únicamente de personas, de voluntades normales o enfermas».⁵ No hay que olvidar tampoco que la sociología en sí misma hace un lugar al «asentimiento subjetivo»⁶ que se precisa en la significación de la responsabilidad, como lo estableció Malinowski en su obra Crimen y costumbre en la sociedad salvaje.
La publicación en 1950 de L’Univers morbide de la faute⁷ de Angelo Hesnard, compañero también de Lacan en sus conflictos políticos con la SPP, reintroduce el lugar de la ética individual y de la culpabilidad en su tensión con la ley social. La muerte de Marcel Mauss en ese mismo año 1950 contribuye a poner de relieve la subordinación del acto criminal a la representación colectiva. Tal como lo dice Lacan en el título del capítulo II, se trata de «La realidad sociológica del crimen y de la ley y de la relación del psicoanálisis con su fundamento dialéctico».⁸
La aportación específica del psicoanálisis a la criminología reside esencialmente en la refutación de los «instintos criminales»⁹ y de todo abordaje constitucionalista, en beneficio de un complejo específico que Lacan encuentra en Kate Friedländer, el «carácter neurótico» que concierne más especialmente al psicópata. Se trata de una identificación. Tras los trabajos de Aichhorn¹⁰ sobre los delincuentes, Lacan señala la efectividad de una instancia superyoica que empuja al crimen y a la transgresión. Refuta así todo inconsciente criminal al que se adhieren también los freudianos Alexander y Straub.¹¹ Es la identificación del niño con el adulto criminal que da cuenta de un Ideal del yo viciado en relación con la norma paterna. Lacan recurre todavía a esta concepto de Kate Friedländer, característico de los efectos producidos por la posición asocial del grupo familiar.¹² Encontramos las formulaciones de 1938 para dar cuenta de las frustraciones pulsionales «como detenidas en cortocircuito en la situación edípica».¹³ El síntoma del robo en el niño prueba esta articulación del simbolismo pulsional.¹⁴
Es en el superyó donde se refleja el complejo familiar y sobre todo la anomalía de estructura¹⁵ presente en su tesis de 1932, así como en «Los complejos familiares». El desarreglo de esta instancia está vinculado a las «condiciones sociales del edipismo».¹⁶ Este superyó está definido como «esta raíz mutilada de la conciencia moral»¹⁷ que la norma edípica no pudo regular. Será francamente distinto del Nombre-del-Padre y de la ley en 1954 en el Seminario I: el superyó produce discordancia y escisión del orden simbólico.¹⁸ Él incluye una vertiente autopunitiva que los posfreudianos como Theodor Reik habían contribuido a dilucidar.¹⁹ Esta abertura en la estructura de lo simbólico produce toda la ambigüedad del concepto de culpabilidad que desencadena la manifestación psicopática.
La entidad «neurosis de carácter» indica que el artículo no está orientado ni por las relaciones del crimen con el delirio, como es el caso de su tesis de psiquiatra,²⁰ ni en los crímenes sexuales, todavía menos en los serial killers. Éstos son los problemas de la delincuencia después de la guerra que orientaron a los psicoanalistas: los mandatos sobre los menores, el fin de los centros correccionales, etc. La responsabilidad es un concepto transclínico a la vez que jurídico y ético. Por fuera de su definición hecha por la ley positiva, Lacan le busca un estatuto menos contingente para el sujeto.
Diríamos hoy que es una falla en lo simbólico que vincula el superyó con lo social. Si el artículo de Lacan