Sucedió en Paso al Monte
Por Beatriz Concha
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Sucedió en Paso al Monte - Beatriz Concha
Epílogo
1. Matías y Manuel
La historia que aquí comienza sucedió en Paso al Monte, pequeña localidad situada en los faldeos cordilleranos de la Séptima Región. Allí viven Matías y Manuel, sus principales protagonistas.
Matías vive con su abuela, que oficia de meica en la zona. Ella le enseñó el abecedario, los números y a contar hasta mil, después de lo cual lo matriculó en la Escuela Básica del pueblo.
Bien preparado como estaba, en menos de un mes Matías ya sabía leer y escribir, sumar y restar, y muchas otras cosas que no incluía el programa escolar. Entre éstas, sabía de las infusiones de llantén y matico, las que conocía por su abuela, y las cuales se las recomendó a la señorita Cupertina, única maestra hasta el cuarto básico, quien, gracias a ellas pudo sanarse de la úlcera gástrica que agriaba su vida y la de sus alumnos. A medida que la úlcera cicatrizaba, la señorita Cupertina sonreía, y su felicidad fue completa al ser solicitada en matrimonio por don Efraín Ugarte, un parcelero viudo, nada de mal parecido y bien acomodado.
Manuel, por su parte, es hijo del veterinario de la zona. A diferencia de Matías, que calza alpargatas, Manuel calza calamorros todo terreno. Si Matías es espigado y calmo, Manuel es macizo e inquieto. Matías tiene el pelo negro y lacio; el pelo de Manuel es negro y rizado. Si los ojos de ambos son oscuros, los de Manuel ríen; los de Matías observan. Matías es realista y Manuel es soñador. Todas estas diferencias no fueron obstáculo para que, desde el momento en que se encontraron dos años antes en la escuela, naciera entre ellos una amistad inmediata.
Primero fueron los intercambios de bolitas, de pirinolas, trompos y chapitas
; luego, las invitaciones del uno al otro a sus respectivos hogares.
Manuel habita una antigua casaquinta en las afueras del pueblo, separada de un cerro por el remanso del río con el que limita la propiedad. No es una casa lujosa ni moderna, pero sí amplia y cómoda, con anchos muros de adobe que impiden la entrada al calor del estío y a los fríos invernales.
Cuando descubrieron que el río era el mismo que pasaba por la casa de Matías, tres o cuatro kilómetros más arriba, inventaron un sistema de mensajería navegable. Aunque hayan pasado toda la jornada juntos en la escuela, llegando a su casa Matías escribe un mensaje, lo enrrolla en un palito y lo echa a navegar dentro de una pequeña canoa tallada por él. Son mensajes cortos sucedió en paso al monte que, desde luego, no siempre llegan a su destino, porque muchas veces la corriente arrastra la canoíta hacia las orillas y ahí queda, enredada entre los juncos y las zarzas sumergidas en el agua. Eso representa una diversión suplementaria: recorrer la ribera hasta encontrar la canoa; y si ésta se haya en la orilla opuesta, desenredarla con certeras pedradas.
Por sus respectivas ubicaciones geográficas, Matías es el remitente y Manuel el receptor, pero esto no constituye problema alguno. Cuando Manuel quiere enviar un mensaje, lo deja en el pupitre de Matías, con el común acuerdo de que éste lo leerá cuando llegue a su casa. ¿Y por qué tanto misterio? Bueno, simplemente, porque ese es el encanto del juego.
La casa de Matías es pequeña. Dos dormitorios, una sala-comedor y la cocina. Las ventanas lucen blancas cortinas tejidas a ganchillo y el suelo de tablas brilla siempre bien encerado. La casita
para evacuar urgencias está fuera de la casa. Tanto la casucha como su inodoro, moderno y pulcro, fueron instalados a cierta altura sobre la acequia de riego, de tal manera que la acequia, luego de regar el huerto, pasa por debajo del inodoro arrastrando hasta el río lo que allí se evacua, para gran contento de truchas y camarones.
Si la casa de Matías es pequeña, su entorno, en cambio, es ilimitado. Bosques, montañas, y el arroyo que desciende de éstas. Es una de las razones por las cuales Manuel prefiere visitar a Matías. La otra, es la abuela de su amigo, de la cual hablaremos más adelante.
Manuel y Matías saben que pronto deberán separarse. Terminada su enseñanza básica, Manuel continuará sus estudios bastante lejos, en la capital. En cuanto a Matías... Esta posibilidad está fuera de sus medios. Sin embargo, el porvenir no les interesa. Para ellos es algo lejano, brumoso, que no perturba la intensidad del presente.
Una mañana dominical, en los potreros del fundo Aguas Claras, Manuel y Matías construían, con barro y palitos, una ciudadela junto a una acequia de riego, cuando escucharon un relincho que reconocieron de inmediato. Dejando de lado su tarea, ambos corrieron al encuentro del mozo de cuadra que llevaba de las riendas a una espléndida potranca de pelaje gris.
–¡Evaristo, déjanos montarla un ratito! ¡Por favor!
–No, Manuelito. Usté sabe que el patrón lo tiene prohibido. Es demasiado nerviosa la Plata Fina, y mañosa, además. Conoce altiro cuando el jinete no es diestro. Capaz que de un corcovo los mande lejos. Aléjense ahora, porque la yegua tiene que correr un rato y no sea cosa que los patée –agregó con firmeza Evaristo, que ya le quitaba las bridas al animal.
Efectivamente, al verse libre del bocado, la potranca se levantó sobre sus cuartos traseros para luego lanzarse al galope en el vasto potrero. Decepcionados, los niños regresaron a su juego junto a la acequia.
Luego de galopar y revolcarse a su gusto, la potranca regresó con airoso trote al encuentro de Evaristo, quien le palmeó el cuello:
–Qué... ¿Ya te cansaste, bonita? Bueno, haz lo que quieras. Es tu hora de recreo. Sigue estirando las patitas, que yo te estaré vigilando y... nada de diabluras, ¿oíste? Después te dejaré bien lustrosa a punta de escobilla, pues hoy llega tu novio, un pura sangre es que le dicen, y que viene de Inglaterra. Tienes que esperarlo como corresponde a una novia.
Fue en ese instante cuando ocurrieron, en menos de un minuto, tres fenómenos inexplicables. Los niños, concentrados en su labor, de pronto levantaron al unísono sus cabezas y se miraron consternados:
–¿Escuchaste, Matías?
–Sí, Manuel...
Ambos miraron hacia todos lados buscando el origen de un melodioso acorde, como arpegios de guitarra, que parecía haber resonado dentro de ellos; pero divisaron únicamente a Evaristo quien, hablando solo, husmeaba el aire:
–¡Meh! ¿Dónde hay flores por aquí? Yo veo puro pasto. Bah, será el viento que trae perfume...
Y entonces sucedió lo más extraño: un pequeño relámpago azul zigzagueó a baja altura y cayó sobre el lomo de la potranca. Los niños corrieron desalados:
–¡Evaristo! ¡Le cayó un rayo! ¡Le cayó un rayo a la Plata Fina!
Aterrado, Evaristo no atinaba a responder. Fue la potranca la que pareció burlarse de tantos temores. Echó hacia atrás la cabeza y relinchó con los belfos recogidos, luciendo sus poderosos dientes. Temeroso aún, Evaristo procedió a revisarle el lomo:
–Ni un pelo chamuscado... Ni un solo pelo... De la que me salvé; porque si algo le pasa a la yegua... –susurró consternado–, ¡hasta ahí nomás me llega la pega con el patrón...!
Y como sucede con todos los fenómenos que, aunque inexplicables, en el momento no tienen mayor trascendencia, los de ese día fueron olvidados. Matías y Manuel los recordarían tiempo después.
2. Fenómenos posteriores
Once meses más tarde, cuando la primavera ya entibiaba la noche, unos golpes apremiantes en la puerta despertaron a Manuel. Reconoció la voz de Evaristo, que explicaba rápidamente al veterinario algo referente a Plata Fina. Manuel comprendió de inmediato que se trataba del acontecimiento que todos esperaban y decidió ser testigo de él. Se vistió rápidamente para unirse a Evaristo.
–Váyase a dormir, Manuelito. Son recién las tres de la mañana –le dijo reprobador el mozo, quien no veía con buenos ojos la presencia del niño en semejante trance; pero Manuel confiaba en que su padre no