Cuentos de los reinos inquietos
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Cuentos de los reinos inquietos - Jacqueline Balcells
1ª edición: mayo de 2016.
ISBN Edición Impresa: 978-956-12-2733-0.
ISBN Edición Digital: 978-956-12-2735-4.
Gerente editorial: Alejandra Schmidt Urzúa
Editora: Camila Domínguez Ureta.
Director de arte: Juan Manuel Neira.
Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.
©1993 por María Jaqueline Marty Aboitiz.
Inscripción Nº 86.301. Santiago de Chile.
©2012 por Editorial Zig-Zag, S.A.
Inscripción Nº 239.781. Santiago de Chile.
Derechos exclusivos de edición reservados por
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La infracción se encuentra sancionada como delito contra
la propiedad intelectual por la ley Nº 17.366.
ÍNDICE
Entre la espada y el amor
La bella maldecida
El tesoro del monaguillo
El niño que salvó al río
El príncipe chiflado
La sal del otro mundo
El archipiélago de las Puntuadas
ENTRE LA ESPADA Y EL AMOR
Turoldo, rey de Esplendorosa, amaba las guerras y los torneos más que nada en el mundo. Era un rey valiente y muy vanidoso, y mientras más enemigos vencía y más justas ganaba, más títulos, honores, condecoraciones y penachos quería para sí mismo y para sus mil selectos caballeros.
Turoldo era viudo y tenía una sola hija llamada Isidora. Y esta, que desde chiquitita había presenciado ceremonias militares brillantes y escuchado historias de combates gloriosos, adoraba, igual que el rey, todo lo que tuviera que ver con las armas y la guerra.
Una mañana de otoño la carroza en que Isidora paseaba por los dominios reales perdió una rueda y la vida de la princesa cambió completamente. Porque mientras los cocheros trataban de arreglar el desperfecto y ella correteaba entre los árboles burlándose de sus ayas, apareció de pronto ante sus ojos horrorizados el espectáculo más terrible que le había tocado ver en su corta vida. Una larga fila de hombres malheridos, ensangrentados y semidesnudos avanzaba hacia ella gimiendo por el bosque. Pálida como un cadáver, Isidora no huyó ni quitó la vista de la espantosa procesión. Y tampoco aceptó que sus ayas la apartaran del lugar, pese a que estas no podían estar más nerviosas.
–¿Qué les pasó a esos pobrecitos? –preguntó con un hilo de voz y los ojos arrasados de lágrimas.
Las tres ayas se miraron. Luego la más vieja tragó saliva e inclinándose susurró en el oído de la princesa:
–Alteza, son soldados del rey.
–¿Soldados de mi padre? –exclamó la pequeña, sin poder creer lo que oía.
–Sí, alteza. Vuelven del campo de batalla.
–¡Qué horror! ¡Qué horror! ¡Qué horror! –gritó Isidora.
Y fue tal su pena, que sus ayas no pudieron calmarla en todo el viaje de regreso al palacio. Para colmo, al llegar debieron presenciar la entrada del rey Turoldo y de sus caballeros que volvían triunfantes del combate. En vez de aplaudirlos como siempre, Isidora miró con un espanto nuevo sus soberbias armaduras, sus cascos, escudos y banderas, y huyó a sus habitaciones, jurando que nunca más pondría sus ojos en los crueles hombres de armas y que dedicaría su vida a amparar a miserables víctima de la guerra.
Y tal como lo juró, así lo hizo. Prohibió a los juglares recitar las leyendas, porque sus héroes peleaban; fingió estar con fiebre cada vez que debía asistir a un desfile o torneo; ordenó quemar las cien banderas enemigas que su padre le había regalado y que adornaban su dormitorio. Año tras año fue vendiendo sus joyas y vestidos de mayor lujo para repartir el dinero entre las viudas y los huérfanos de los que perecían en las batallas. En un ala del palacio abrió un hospicio, donde ella misma y sus doncellas se dedicaban mañana, tarde y noche a curar las legiones de heridos que las continuas guerras de Turoldo iban dejando.
Así, cuando Isidora cumplió dieciocho años, se había convertido en una joven bellísima y de gran corazón; pero su odio por todo lo que tuviera que ver con las armas y su aversión a los guerreros habían crecido a tal punto, que la vida en el palacio se le hacía inaguantable. Y, por su parte, Turoldo y sus esforzados caballeros apenas podían soportarla a ella.
–¡Vencimos, querida! ¡Hemos derrotado a Fénix de Volcania! –exclamaba el rey, hinchado como un pavo real.
–¿Cuántos muertos costó esta nueva hazaña, padre? –replicaba Isidora en un tono de amarga ironía.
Y en otra ocasión:
–Hija, hoy quiero que asistas al banquete. Condecoraré a mis bravos campeones y tu presencia le dará más brillo a la ceremonia.
–Asistiré, padre, si tú y tus caballeros dejan sus dagas e insignias fuera del salón y prometen no mencionar las palabras ataque, lucha, combate, batalla, guerra, triunfo y gloria en toda la noche.
Y en otra ocasión:
–Isidora, ¿cómo es posible que tú, la princesa de Esplendorosa, la hija única del rey, vaya vestida como una criada y pase sus días entre lisiados, enfermos y harapientos?
–Majestad, no trato sino de reparar en parte la miseria y los dolores que vosotros causáis con vuestra malditas armas.
Finalmente, las discusiones de Isidora con el rey llegaron a ser tan violentas y el modo caritativo de vida de la princesa tan diferente al que se estilaba en esa corte fastuosa y belicosa, que ella decidió abandonarla.
Convocó entonces a sus doncellas, y ayudada por una muchedumbre de súbditos agradecidos construyó con sus propias manos unas pequeñas chozas de adobe pegadas al muro exterior del palacio y, sin llevar casi ropas ni muebles, se fue a vivir allí en la mayor de las pobrezas.
El rey Turoldo y sus arrogantes caballeros pusieron el grito en el cielo. Acusaron a Isidora de rebajarse, de ser la vergüenza del reino, de ponerse a la altura de una cualquiera; en el fondo de sus corazones, sin embargo, respiraron aliviados: ¡esa joven que día y noche condenaba sus magníficas proezas y hablaba pestes de sus armas idolatradas era absolutamente insufrible!
Así, desde el día del traslado de la princesa a las chozas exteriores, el rey y todos sus generales, capitanes, tenientes y alféreces pudieron dedicarse a sus guerras en paz. Todos, excepto Tancredo.
Tancredo, que era uno de los oficiales jóvenes más apreciado por Turoldo, estaba, para desgracia suya, perdidamente enamorado de Isidora. Y pese a que nunca se había atrevido a confesarle su amor, solo el verla en el palacio, aunque fuera de lejos, o hablarle de vez en cuando, aunque ella apenas lo escuchara, era tan necesario para él como ejercitarse diariamente con la espada y la lanza o combatir en la primera línea del ejército.
La mudanza de Isidora fue tan dolorosa para Tancredo, que a la semana decidió ir a verla. Sobre él llovieron las burlas de sus compañeros de armas, que consideraban una locura cortejar a la enemiga de todo lo que ellos más amaban. Impertérrito, el joven se puso su uniforme de gala, su sombrero e insignias; se colgó del cinto su puñal y su espada de ceremonias; calzó espuelas; ensilló su caballo con la montura de desfiles; montó en él y salió de las fortificaciones con la cabeza en alto.
Cabalgaba mitad eufórico y mitad encogido. Y mientras su corcel iba rodeando a buen trote la larguísima muralla del palacio, el joven rogaba al cielo para que Isidora lo recibiera amablemente.
Pero el cielo no lo