Adicto a ti
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Lo que comenzará como una relación sin ataduras, con la cual ambos pretenden preservar esa soledad a la que son adictos, mutará a una fuerza vinculante que unirá sus destinos obligándolos a exponer las verdades que más les duelen y a enamorarse como nunca antes.
¿Estarán dispuestos Laura y Richard a mirarse a los ojos y sincerarse?
Porque nadie está tan solo como cree estarlo.
Verónica A. Fleitas Solich
Nací en 1977 en la ciudad de Buenos Aires y allí resido en la actualidad. Me licencié en Administración y Organización Hotelera. Disfruto con las buenas historias, la música y la cocina. Y cuando la inspiración llama, también con la pintura y el dibujo. Pero mi verdadera pasión es escribir. Cuando lo hago me pierdo, desconecto de todo. Básicamente escribo para mí, porque es mi motor, mi energía y también un modo de intentar entender o asimilar muchas de las cosas que me suceden. No por ello deja de ser increíblemente gratificante poder compartir mis novelas y saber que esas palabras provocan una reacción en quienes las leen. Que amen, rían, lloren y odien con los personajes que he creado me hace muy feliz y acorta a cero la distancia con personas que se encuentran a miles de kilómetros de distancia pero que, en realidad, no son tan distintas a quien puso aquellas palabras allí. Soy autora de la saga «Todos mis demonios», de la bilogía Insensible y Sensible, así como de las novelas Elígeme, Ultra Negro, Siroco, Deseo, D.O.M., Mystical, Lo que somos, Un hermoso accidente, Adicto a ti, Tú eres el héroe, ¿Cuántos recuerdos guardas de mí?, Tu mitad, mi mitad, Escríbeme, Una mariposa en el hielo y Lo peor de mí. Encontrarás más información sobre mí y mi obra en: Blog: http://verofleitassolich.blogspot.com.es/ Facebook: https://www.facebook.com/vafleitassolich?fref=ts Instagram: https://www.instagram.com/veronicaafs/?hl=es
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Adicto a ti - Verónica A. Fleitas Solich
Índice
Portada
Sinopsis
Portadilla
Cita
1.«Tanti auguri»
2. Grita tan fuerte como quieras, tan fuerte como puedas
3. Avanzar
4. Demasiadas sensaciones
5. Ver quién eres
6. Aquí estaré
7. Responsabilidad
8. Mejores Tiempos
9. Un par de raros
10. Errores que vale la pena cometer
11. El valor
12. No pido amor eterno, tan sólo la verdad
13. Adictos a la soledad
14. Tribulaciones
15. Esperanza
16. Nunca es fácil despedirse
17. Amor, ¿qué me hiciste?
18. No podría pedir más
19. ¿Quiénes somos sin el otro?
20. Un desastre tras otro
21. Dulce, sexy y salvaje
22. Es tan difícil escapar de ti
23. Donde estás no es lo que eres
24. Aterrizar en la realidad
25. Cavar hondo
26. Los hilos de la vida
27. La verdad
28. ¿Todavía sientes?
29. El amor para mí
Epílogo
Biografía
Créditos
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Sinopsis
Laura y Richard viven en una soledad autoimpuesta detrás de la cual intentan ocultar sus roturas, sus historias. Eso hasta que sus caminos coinciden de una forma estrambótica en la fiesta de cumpleaños del hijo de una pareja amiga en común. A partir de ese momento se verán enredados en una historia que unirá dos tierras tan lejanas como Roma y Japón, y a dos individuos en apariencia tan distantes: Laura, una historiadora de arte apasionada por las antigüedades, y Richard, un empresario que se dedica a la venta de acero y que resume su existencia a su trabajo y a un espacio muy pequeño en el milenario y distante Japón.
Lo que comenzará como una relación sin ataduras, con la cual ambos pretenden preservar esa soledad a la que son adictos, mutará a una fuerza vinculante que unirá sus destinos obligándolos a exponer las verdades que más les duelen y a enamorarse como nunca antes.
¿Estarán dispuestos Laura y Richard a mirarse a los ojos y sincerarse?
Porque nadie está tan solo como cree estarlo.
Adicto a ti
Verónica A. Fleitas Solich
Yuanfen: Relación por fatalidad o destino;
fuerza vinculante entre dos personas.
Concepto chino relacionado con el budismo que significa el principio que define a los amores que nacieron predestinados.
La soledad es peligrosa. Es adictiva.
Una vez que te das cuenta de cuánta paz hay en ella, no quieres lidiar con la gente.
C
ARL
J
UNG
1. Tanti auguri
Necesitaba que alguien me explicase qué demonios hacía yo en una fiesta de cumpleaños repleta de criaturas diminutas con mocos en la cara, que ni paraban de chillar ni se estaban quietos.
Manos sucias de chocolate demasiado próximas a mi traje de seda, llantos agudos que comenzaban a darme dolor de cabeza, mujeres jóvenes embobadas tomando fotografías con sus móviles, padres reunidos alrededor de las mesas, soltando argumentos a diestra y siniestra en un intento de demostrar con palabras que su niño era el mejor jugando al futbol.
La incoherencia de este día en mi existencia llegaba al extremo de que ni siquiera el clima se comportaba como debería. Lo que se suponía que era otoño sofocaba del modo más asqueroso, como un día de esos insoportables de verano en Roma.
Ni siquiera el verde a mi alrededor lograba aplacar un poco el calor.
La villa era estupenda, de eso no cabía ninguna duda. Enrico había sabido recuperar y realzar con maestría —mucho dinero, un arquitecto que debió de cobrarle un dineral y un ejército de decoradores de interiores y jardineros— aquella bellísima propiedad, con una vista única a la basílica de San Pedro y a esa parte de la ciudad en la que las cúpulas, las ruinas y los monumentos deberían gritar más que pequeños retoños de entre dos y cinco años, que no paran de moverse de acá para allá al ritmo de la música infantil, que, dicho sea de paso, también era insoportable, y los juegos y demás actividades que organizaron para ellos con motivo de la fiesta.
Era mi primera fiesta infantil y sin duda sería la última. No pensaba someterme ni una vez más a ese caos. Jamás debí permitirles a Enrico y a Carlota convencerme de que fuera el padrino de Matteo. La fiesta del bautismo fue muy distinta a aquélla, cierto que por aquel entonces Carlota y Enrico todavía vivían en el Trastévere, en un exquisito piso muy italiano, decorado con lo más moderno del diseño y que, si bien no era demasiado amplio, al menos denotaba que sus dueños antes tenían clase. Por aquel entonces, todos vestíamos colores claros y bebíamos champán en copas de cristal, sonaba música suave y la conversación giraba en torno a temas adultos, como negocios, economía y otros asuntos similares.
En la fiesta de cumpleaños, en cambio, los vasos eran de plástico de colores; de comida de verdaderos gourmets habíamos pasado a pizza, perritos calientes y todas esas porquerías que comen los niños en las fiestas. Dulces, gaseosa, basura, solamente colorante y azúcar, o, en su defecto, mucho sodio.
En el bautizo éramos solamente adultos, rodeados de un par de mujeres embarazadas, pero adultos al fin. Con mujeres solteras, dispuestas a pasar un buen rato después de charlar y de unas cuantas copas de champán.
Definitivamente de aquella primera celebración guardo muchos mejores recuerdos que los que me quedarían de la siguiente, que en realidad preferiría olvidar de cabo a rabo.
Todavía me preguntaba qué me sucedió, qué provocó que tuviese aquel momento de debilidad que me llevó a confirmar mi asistencia. Sí, Enrico sabía de antemano que yo estaría en Roma por esas fechas, pero eso no era excusa, debí inventarme una comida de negocios o incluso algún compromiso con mi madre o quizá un puto y simple resfriado, que en mi conciencia más humana me hubiese negado a llevar a la fiesta por el riesgo de contagiar a los niños presentes.
Nada. A la cabeza no me vino nada cuando, hablando con Enrico por teléfono, él sacó el tema muy entusiasmado, diciéndome que por nada del mundo podía perderme la primera fiesta de cumpleaños de mi ahijado.
Tal vez fuese por su entusiasmo con el asunto; desde que se convirtió en padre es como si no pudiese controlar sus sentimientos y le dan ataques de verborragia, en los que me cuenta lo mucho que ama a su hijo, lo feliz que está con la familia que decidió formar, lo enamoradísimo que lo tiene Carlota y lo complacido que se siente con todas las decisiones que ha tomado en su vida. Y cuando habla así, cuando se pone en ese plan, es imposible meter baza en la conversación.
Sí, debió de ser eso por lo que no me dio tiempo a decir mucho más que «sí», porque una excusa de mi parte le hubiese robado tiempo a su fervoroso discurso sobre los beneficios de amar y dejarse querer.
De haber podido, creo que le hubiese dado un tortazo vía telefónica, a ver si se callaba.
El caso es que, dejando al margen el motivo, pasé de la tranquilidad y la diplomacia al caos de gritos de niños, en el caldero en ebullición que es Roma.
Cada vez se me hace más difícil estar aquí, cada vez que vengo, mis estancias se acortan, cada vez que regreso a mi mundo, aprecio más el silencio y la calma.
El silencio…
Que aquí falta.
La calma…
Que aquí jamás existirá.
La soledad…
Que es imposible encontrar, incluso en una villa tan amplia, con un parque a su alrededor que no tiene nada que envidiarle al de un pequeño castillo.
El trago de vino —por cierto bastante decente— de mi vaso verde —que no lo era tanto— no me ayudó a tener ni siquiera una pizca de soledad; con tanta gente y todos deseando ayudar a los anfitriones y disfrutando de la fiesta, era imposible quedarse quieto en un rincón sin que alguien viniese a darme charla o a ofrecerme un pannini o lo que fuera.
Que Enrico fuese haciéndose a la idea de que no pensaba volver a una fiesta de cumpleaños de Matteo hasta que éste llegase a la mayoría de edad y no fuese delito flirtear con sus amigas.
Primera y última vez.
Podría haber aprovechado la tarde para dormir la siesta, o incluso para buscar compañía más adecuada que mujeres con alianzas de matrimonio o señoras mayores de la familia, que en ese instante estaban todas acomodadas a la sombra de una de las carpas blancas, hablando en ese italiano tan cerrado que a veces se me hace difícil entender, plagado de palabras en dialectos que no hablo ni me interesa hablar.
Y yo que de camino había intentado convencerme —para no sufrir tanto al dejar atrás la parte con más vida de la ciudad— de que quizá Enrico y Carlota hubiesen invitado a alguna amiga soltera que pudiesen presentarme.
La única persona soltera de mi edad era Albert, un pelirrojo irlandés gay, compañero de trabajo de Carlota, al que ella misma me presentó en cuanto llegué, todavía no entiendo a cuenta de qué, porque sabe muy bien que me gustan las mujeres. Es cierto que Carlota ya me había hablado de él antes, porque es un magnífico restaurador de óleos de la época renacentista y me comentó sobre sus trabajos alguna que otra vez, cuando hablábamos de arte, pero presentarnos y largarse dejándonos solos, aduciendo que debía ir a ver no sé qué cosa en la cocina, fue lo más ridículo que podría haber hecho.
Si le había llegado el rumor de que me había cambiado de bando, haría que me confesase quién se lo dijo, para molerlo a golpes, porque pese a que me había escapado del pelirrojo, éste no paraba de lanzarme miradas llenas de ganas, desde donde fuese que pululase —nunca demasiado lejos de mi persona, como si no pudiese ocupar otro espacio que no fuese gravitando a mi alrededor.
En resumen, que aquello no podía ir peor y estaba desperdiciando un estupendo domingo que podría haber disfrutado en la piscina de casa de mi madre. Desperdiciándolo y sudando como un cerdo dentro de un traje de tres piezas recién sacado de la tintorería.
Quizá debería aflojarme el nudo de la corbata al menos, pero tenía miedo de que si dejaba expuesta más parte de mi cuerpo, de mi piel, a todo lo que me rodeaba, me contagiase y luego ya no fuese sino un idiota hablando entre balbuceos incomprensibles, entre adultos bien educados que se negaban a utilizar sus cerebros.
Lo lamenté por el vino que Enrico había servido en mi vaso, porque se suponía que debía disfrutarlo con calma, captando su intensidad y su aroma. Imposible. No me dio remordimientos tragármelo de una sola vez; después de todo, él fue el primero en asesinarlo al servírmelo en un vaso desechable, con demasiado gusto y olor a plástico. Definitivamente, nuestro anfitrión no les estaba dando muy buen uso a los tesoros que iban incorporados a la bodega de la villa.
Recuerdo que la primera vez que vi esa casa, cuando era poco más que una ruina olvidada, me pareció tan pacífica que envidié horrores a Carlota y a Enrico. Y es que cuando llegamos a Roma, hacía más de dos años, la vida era muy distinta para todos nosotros. El lugar me enamoró al instante, me pareció espléndido. En un parpadeo, imaginé lo que debían de ser allí los atardeceres, lejos de todo, en silencio, quizá con algún grillo cantando al calor del verano. Esas idílicas ideas mías sonaban maravillosas.
La realidad en cambio era el más puto infierno.
Alcé la vista hasta la entrada trasera de la casa una vez más, preguntándome si tendría el coraje de atravesar la puerta e ir a buscar a Carlota y a Enrico para despedirme de ellos. No soportaba permanecer allí ni un minuto más. Dos horas habían sido suficiente tortura.
Un sudor frío me recorrió la espalda.
Los niños estaban dentro, justamente de donde brotaba la insoportable música, y donde, al abrigo de las gruesas paredes, estaban las madres con sus móviles y sus sonrisas emocionadas.
No podía largarme sin despedirme. Enrico lo comprendería, no se ofendería, es más, me defendería frente a Carlota, pero ella… probablemente iría directa al Vaticano a pedir audiencia con el Papa para que me borrasen como padrino de su hijo, eso como mínimo.
No me quedaba más remedio que entrar y enfrentar a las fieras. Por otra parte, después de eso tendría que entrar en mi automóvil, es decir el de mi madre, que no me había quedado más remedio que estacionar al sol, porque cuando llegué a la fiesta ya estaba allí todo el mundo y de sombra no quedaba ni un centímetro.
De regreso al corazón de la ciudad iba a asarme.
Dejé el vaso vacío sobre una de las mesas y de inmediato, en contra de mis costumbres, deseé una cerveza, incluso una de esas japonesas, que parecen más agua que cerveza. Cualquier cosa con tal de apartar todas las malas sensaciones que tenía encima.
Inspiré hondo y, sintiendo la mirada de Albert sobre mi nuca, di un primer paso en dirección a la casa.
Sonreí; por lo que había visto, a él también le daban miedo los críos y al menos allí dentro no me seguiría.
Un par de pasos más y la música y los chillidos se hicieron todavía más fuertes, también el olor a queso sintético de los snacks.
La música era sencillamente insoportable, al punto de que deseé quedarme sordo.
Sordo y…
Subí los dos primeros escalones de mármol que daban a la amplia terraza que era un lujo en sí misma y, al ver aquello, no pude dejar de sorprenderme y esbozar un amago de sonrisa.
Ante mis ojos estaba lo único que le faltaba a aquella ridícula situación: un oso a rayas de colores claros, en movimiento. O al menos me dio la impresión de que era un oso. Por supuesto, no era un oso real, sino alguien disfrazado de criatura peluda de colores pastel, que bailaba en medio de los niños, con su gran cabeza bamboleándose de aquí para allá, porque el disfraz parecía quedarle un poco grande a la persona que lo llevaba. O más bien muy grande, como comprobé al acabar de subir los escalones que me faltaban para llegar a la terraza. La tela del disfraz se le arrugaba en los tobillos, alrededor de las gigantescas patas de garras tornasol, y también en las muñecas, por encima de los guantes de cuatro dedos con palmas, a juego con las garras.
El oso en cuestión bailaba en medio del corro de niños, con uno en su brazo derecho y otro cogido de su mano izquierda, del modo más desacompasado y lamentable posible. La cabeza le rebotaba sobre los hombros y, cuando lo vi, mi sonrisa se amplió.
El crío que llevaba en su brazo reía de forma histérica y estaba todo colorado. Al dar un par de pasos en la terraza para acercarme a la puerta que daba a la amplia sala de estar con vistas privilegiadas, me percaté de que el niño, además de reír, tenía hipo, imagino que de tanto tragar aire. Las madres que lo rodeaban y el resto de los críos parecían de lo más divertidos con la escena, pero por motivos muy diferentes a los míos. Yo quizá riese de pura desesperación, porque todavía no me podía creer que me encontrase en aquella circunstancia. Justo cuando empezaba a creer que mi vida no podía estar más lejos de todo eso, de pronto me caía todo encima y sin anestesia.
La sonrisa se me borró de los labios cuando comprendí que aquélla era la vida de otros y no la mía, que yo regresaría al piso de mi madre en la ciudad, uno de adultos, lleno de obras de arte, muebles de diseño y superficies no aptas para niños, eso por no mencionar lo que de verdad era mi vida, porque en el piso de mi madre sólo estaría unos días.
Comencé a notar un sudor frío otra vez.
Me enfadé conmigo mismo, no tenía por qué sentirme así. Aquello no era más que una farsa, ni siquiera era la vida de cada día de ninguno de los presentes. Decirme eso no surtió el efecto deseado, los recuerdos llegaron en tropel a mi cabeza, empujándose unos a otros, dándose codazos para asestar el primer golpe directo donde más dolía, para tener el placer de volverme a hacer sentir como una mierda, como algo sin mucho sentido, metido en un traje de tres piezas demasiado caro. De repente experimenté la más acuciante necesidad de salir disparado en dirección al aeropuerto, para coger un vuelo hacia mi lugar en el mundo.
Pero no pude moverme del sitio.
Mis ojos se quedaron clavados en el oso y el niño que tenía en brazos, al que no dejaba de sacudir.
Una mujer se detuvo a mi lado; giré la cabeza y vi que llevaba un bebé en brazos, era una niña y no debía de tener más de un par de semanas de vida. A pesar del barullo, la criatura dormía plácidamente. Al inspirar vuelto hacia ese lado, me percaté de una cosa: el olor a bebé, ese aroma suave y delicado, inocente, el mismo que Matteo tenía cuando lo sostuve sobre la pila bautismal el día en que me convertí en su padrino.
Ese instante y el recuerdo de Matteo se metieron en mí jugando sucio contra todos los condicionamientos de lo más racional de mi cerebro, anulándolos para sacar a la superficie eso que debe de hacer que todos los seres humanos se olviden de lo complicado y difícil que puede ser tener niños, para volverse ciegos por completo y atreverse así, atrevernos, a procrear, a formar familias, a aceptar que asistirás a celebraciones como aquélla, que no volverás a dormir, que no tendrás en tu vida ni un solo segundo más de paz, tranquilidad o soledad.
La mujer se percató de que estaba mirando a su niña.
—¿Cuál es el tuyo? —me preguntó, apuntando con el mentón en dirección a los niños que bailaban alrededor del oso.
—No, yo no… —negué con la cabeza, intentando volver en mí—. Por suerte no tengo niños —solté y su reacción fue instantánea. Se quedó mirándome con el entrecejo fruncido—. La suya cuando duerme es muy bonita. —Fue mi turno de apuntar a los niños con mi mentón—. Esos de ahí son insoportables.
No pude ofenderme porque me dedicase su peor cara de odio, pero el comentario me salió del alma; el vino, el calor y todo aquel ruido me tenían muy mal.
—Idiota —murmuró la mujer y se apartó de mí alejándose.
—Perfecto —gruñí.
Me apostaba lo que fuera a que debía de ser amiga de Carlota y que la próxima vez que saliesen a tomar un café o lo que fuese, le hablaría de mí y no precisamente comentando mis bondades. Después de eso, Carlota le pasaría el reclamo a Enrico, que se encargaría de hacerme llegar el mensaje de que soy un antisocial y muy poco humano espécimen del sexo masculino (palabras de Carlota porque ya alguna vez me ha llamado así, en uno de sus innumerables intentos de hacerme reaccionar).
—Casi estoy fuera de aquí —jadeé. Definitivamente, tenía que largarme.
—¡La tarta! ¡Es la hora de la tarta!
Di un respingo al oír la voz de Carlota, antes de verla llegar desde el pasillo que daba a la cocina. Avanzaba con Matteo en brazos siguiendo a Enrico, que llevaba una tarta de cumpleaños con la forma y los colores de la cabeza del oso, que en ese mismo instante paraba de saltar.
Todos se pusieron a soltar exclamaciones de entusiasmo y felicidad, como si ver cómo los padres soplaban las velas en lugar de su hijo de un año fuese lo más excitante del mundo.
Menuda mierda, porque ya no lograría escaparme. En modo alguno me permitirían irme en el momento de la tarta.
El oso de colores le tendió a una mamá el niño que le cogía la mano izquierda. Los demás padres comenzaron a recoger también a sus hijos.
—¡Todos fuera para que podamos cantar el cumpleaños feliz! —dijo Enrico, alzando la tarta. Hubiese jurado que avanzaba sin que sus pies tocasen el suelo. No podía estar más feliz. Sí, lo había visto beberse un par de vasos de vino, pero su alegría no provenía de la bebida—. ¡Y ahí está el padrino! —chilló apuntándome con la tarta, haciendo que me dieran ganas de vapulearlo.
Lo odié con todo mi ser.
Enrico pasó por delante de mí.
—Andando, padrino, que te necesitamos en todas las fotos antes de que te despeines. Joder, no entiendo cómo aguantas todavía con ese traje —me soltó y yo recordé la época en que él también solía ir con traje y elegante. Ahora llevaba el pelo casi por los hombros, una sencilla camiseta naranja, vaqueros y deportivas.
—Yo no me despeino ni… —empecé a decirle.
Enrico no me hizo el menor caso, siguió de largo y, detrás de él, Carlota, que al pasar junto a mí me dedicó su más amplia sonrisa de suficiencia.
Decir que me dieron ganas de darme con la cabeza contra la pared por haber ido, era quedarse corto.
La masa de niños chillones y padres que volvían a sacar sus móviles para retratar la tarta de cumpleaños comenzó a avanzar hacia el exterior en un revuelo desesperado, como si temiesen que la tarta fuese a escapárseles o que pudiesen perderse el momento de cantar el cumpleaños feliz.
Intenté avanzar en sentido contrario, hacia el baño, porque necesitaba echarme un poco de agua fría en la cara, pero no me lo permitieron, todos iban en dirección contraria, intentando salir.
Entre las cabezas, vi que el oso de colores todavía tenía al crío en sus brazos, aunque ya no bailaba. De repente, comenzó a moverse en mi dirección.
Intenté escaparme entre la gente, pero el único camino por el que podía avanzar era justamente hacia el oso, mientras todos abandonaban la zona llena de globos y confeti para salir a la terraza.
Oí al niño decirle al oso, destrozando su italiano natal, que quería tarta de cumpleaños.
El aire allí dentro comenzó a aligerarse, porque casi no quedaba nadie en la sala de estar, solamente el oso, el niño y yo.
Inspiré hondo. Al menos estaría tranquilo un rato.
El oso se dirigió a mí:
—¿Conoces a sus padres? —preguntó una voz femenina un tanto chillona desde el interior del oso. Yo ni siquiera atiné a contestarle, pero ella continuó—: ¿Podrías buscar a sus padres? Quiere tarta de cumpleaños y yo estoy deshidratándome aquí dentro. —Y sin previo aviso, me tendió al niño, que estiró los brazos hacia mí, de modo que no me quedó más remedio que cogerlo, porque el oso parecía tener toda la intención de soltarlo si yo no lo sujetaba.
Aquella criatura regordeta y sudada, que todavía seguía con hipo, se cogió a mi traje de seda con sus manos que olían a comida de cumpleaños y que imaginé que debían de estar aceitosas y sucias. Mi traje iría directo a la tintorería otra vez, solamente esperaba poder salvarlo y no tener que tirarlo a la basura.
Cuando tuve que sujetar a Matteo en brazos para inclinarlo sobre la pila bautismal, tuve la impresión de que se me caería de las manos, de que por mi negligencia e incapacidad de comportarme como otros seres humanos, no podría sostenerlo sin que terminase lastimado. La misma sensación me dio en ese momento en que ni siquiera sabía cómo acomodar a aquella criatura contra mi pecho. En mis torpes maniobras por lograrlo, posé una mano en su trasero y noté que estaba mojado.
—Está mojado. Mierda, necesita que le cambien el pañal.
—Sí, eso creo —confirmó el oso quitándose los guantes, que dejó caer al suelo.
Por debajo de los guantes aparecieron un par de manos pálidas de aspecto un tanto infantil, con uñas que quizá un mes atrás hubiesen estado pintadas de rojo, pero que ahora no tenían más que rastros de ese esmalte. Acostumbrado a fijarme en los detalles, noté que se comía las uñas y también la piel de alrededor de éstas. Tenía los dedos lastimados en más de un punto, en la parte superior y en las cutículas.
Aquellas descuidadas manos, a pesar de todo tenían una forma digna de ser dibujada sobre una hoja de papel de esas que tienen textura y cuerpo, o incluso en una fotografía en blanco y negro. Imaginé a mi madre fotografiándolas, sabiendo sacar de aquellas manos, incluso de las uñas mordidas, una elaborada historia que tuviese a los visitantes de una de sus exposiciones parados durante horas frente a la imagen.
Sin duda eran más bonitas las manos que los guantes de oso de colores.
En ese momento, ella se llevó las manos a la cabeza y empujó hacia arriba la cabeza de oso.
—Mierda, qué sofoco. Se supone que es otoño, ¿no? De saber que haría este calor, no me habría metido ni loca aquí dentro.
Resoplando igual que haría un niño, apareció un rostro femenino y joven, que bien podía tener diecisiete años o veintisiete, o cualquier edad a medio camino.
Nariz pequeña y respingona, delgados labios rosados, ojos tan azules como los míos, cejas rubias y un rostro de piel clara, que en ese instante estaba rojo y completamente cubierto de sudor. Bonita del modo más inocente y delicado apareció ella, aquella criatura sin nombre que hizo que el oso de colores se empequeñeciese muchos centímetros. Sin la cabeza de oso no me llegaba ni a los pectorales. A su lado fui yo quien se sintió como un oso, quizá un poco torpe y burdo a pesar del elegante traje y la corbata que valían una pequeña fortuna.
Bueno, al menos además de Albert y yo allí había alguien más que estaba solo, o eso quise creer, de modo que cabía la posibilidad de que pudiese cruzar al menos unas palabras con ella e invitarla a un poco de vino en uno de aquellos espantosos vasos de plástico, si es que tenía edad para beber.
La criatura que apareció de debajo del oso se pasó las manos por la cara y el pelo, que llevaba sujeto sin demasiado orden ni concierto, en una especie de nudo tan empapado de sudor como el resto de su cabeza.
—Joder, qué calor. —Se secó el sudor con las mangas del traje, que, al no llevar los guantes, le caían sobre las manos.
No pude evitar que ese gesto me diese asco. Definitivamente, limpiarse con el disfraz no era nada higiénico.
—Necesito una cerveza —dijo y sólo entonces noté que su italiano tenía un acento extraño, distinto al mío. Así como Albert y yo, me pareció que ella tampoco era italiana.
Ante mi silencio, alzó los ojos hacia mí y se quedó mirándome.
No era mi tipo de mujer. Tenía demasiada cara de niña, le faltaban unos veinte centímetros al menos, debería teñirse de castaño y ponerse lentillas oscuras, además de labios más gruesos, hacerse la manicura, tener una voz un tanto más grave, no querer beber cerveza, sino vino, y no estar dentro de un traje de oso, animando una fiesta de cumpleaños infantil un domingo por la tarde.
Ella parpadeó y me sonrió. No fue una sonrisa de coqueteo sino más bien como si encontrase algo gracioso en mí.
¿Qué podía ser? ¿Tendría la cara sucia? ¿Me habría despeinado? De pronto sentí la acuciante necesidad de mirarme al espejo.
La chica alzó las cejas y, sin dejar de sonreír, hizo una mueca muy graciosa, que me hizo sentir todavía más horrible y fuera de lugar. En un instante tuve la impresión de que comenzaba a desmoronarme para convertirme en una pila de nada a mis pies, dentro de mis caros zapatos de piel. Inspiré hondo y percibí su perfume suave, un tanto floral, mezclado con un toque de sudor que, a pesar de todo, no resultaba en absoluto desagradable, todo lo contrario. Sentí como si una corriente de aire frío formase un remolino en mi interior, como si yo fuese una caverna demasiado profunda, en la que si entra el calor se disipa en la roca al instante.
—No conozco a sus padres —solté, atropellándome con las palabras.
Unas pocas y la boca se me quedó completamente seca.
—Tampoco yo, pero seguro que están fuera. Dudo que lo hayan abandonado aquí —me contestó sin más—. Gracias por ir a buscarlos, yo tengo que quitarme esto. Estoy muriéndome aquí dentro.
Casi no terminó de decirlo y se dio media vuelta para empezar a alejarse de mí hacia el interior de la casa.
—¡No! ¡Alto! ¡¿Qué?! —salté y fui tras ella.
No podía dejarme con aquel embolado. Ni loco bajaría la escalinata que conducía de la terraza al parque con un niño en brazos, especialmente con un niño que no era mío y cuyo pañal debía de pesar dos kilos de pipí acumulado, que ahora comenzaba a traspasar la tela de mi traje para mojarme la camisa.
—La criatura es tu responsabilidad, lo tenías tú —añadí, siguiéndola y tendiéndole al crío estirando los brazos hacia delante para apartarlo de mí lo máximo posible.
Ella soltó una carcajada, mirándome por encima de su hombro derecho.
—Ahora lo tienes tú. Su madre debe de estar buscándolo, sólo tienes que salir. De verdad que tengo que ir a quitarme esto o me desmayaré de calor. Tengo hasta las bragas sudadas —soltó como si tal cosa y me la quedé mirando sin comprender qué clase de persona tenía enfrente.
—Yo tengo la chaqueta empapada de pipí, tengo que quitármela o vomitaré de asco.
Sin detenerse y apenas volviéndose en mi dirección, le lanzó una mirada a la manga de mi chaqueta, todavía con los brazos estirados sosteniendo al niño y caminando hacia ella como si yo fuese una grúa y el crío un contenedor recién sacado de un barco de carga.
Un contenedor que de repente soltó un concierto de gases que sonó a la mayor pedorrera del planeta.
Un contenedor lleno de mierda.
El niño se puso a llorar.
—¡Por Dios! —La exclamación se me escapó junto con una cara de asco imposible de disimular. Iba a vomitar sobre el flamante suelo de mármol de la villa de Carlota y Enrico.
—Ya lo has hecho llorar —se quejó la joven, doblando por el pasillo, en vez de ir hacia la cocina y la zona de servicio, hacia donde yo pensaba que iría.
Por ese lado se iba hacia la escalera que conducía a la planta de arriba. ¿Sabría Carlota que aquella mujer estaba metiéndose en su casa como si fuese la dueña?
—Bueno, con esos berridos ahora te será más sencillo encontrar a sus padres —añadió, pero entonces vaciló una fracción de segundo y puso cara de que iba a vomitar ella también—. Acaba de quitárseme el apetito. ¿Qué le han dado de comer?
—¿Todas las porquerías que había en la sala?
—Joder, es probable. —Se tapó la boca con ambas manos—. Se me ha revuelto el estómago. Por favor, apártalo. Creo que vomitaré hasta el desayuno si sigo oliendo eso. —Con dos dedos, se apretó la nariz—. Es repulsivo.
—Ya lo creo que sí. —Aprovechando que se había detenido, moví al niño en su dirección—. Hazte cargo.
Ella se detuvo, noté que su rostro había pasado de estar rojo a ponerse blanco como el suelo. Tragó con dificultad.
—¿Qué?
—Náuseas —gimió, apretando los párpados—. Voy a vomitar.
Con tanto hablar de vómitos y el olor del niño, terminó de revolvérseme el estómago a mí también. Sentía que me apretaba la corbata y que la camisa, el chaleco y la chaqueta no me permitían meter aire en los pulmones; en realidad el aire no bajaba porque mi garganta estaba ocupada por toda la comida que tenía en el estómago, recorriendo el camino inverso a cuando la comí.
—Cógelo —le ordené desesperado.
—No puedo.
La rubia con traje de oso retrocedió hasta pegar la espalda en la pared. Agradecí que a dos metros estuviese la puerta del servicio de invitados. En cuanto ella cogiese al niño iría allí a vomitar.
El vino trepó por mi garganta.
—Cógelo. —Lo empujé en su dirección, y ella, sin mediar palabra, empujó el niño hacia mí. Éste berreaba como un condenado y, a pocos centímetros de mi cara, volvió a soltar todo un estallido fecal, que me quitó las pocas, por no decir nulas, ganas que pudiesen quedarme de procrear algún día.
La chica negó con la cabeza, su rostro quedó todavía más empapado en sudor y, de pronto, de blanca como un fantasma pasó a ponerse verde.
—¡Mierda, cógelo! Yo no puedo hacerme cargo de esto. —Se lo tendí retrocediendo y ella lo rechazó con las dos manos por delante, apartando la cara. Tenía los labios apretados y parecía estar boqueando en busca de oxígeno. Lo último que me faltaba era que se desmayase—. Siéntate y cógelo, yo iré a buscar a sus padres.
Ella volvió a negar con la cabeza para empujarlo otra vez en mi dirección y entonces sucedió: el niño paró de llorar y vomitó…
Lanzó su vómito sobre mí, más precisamente sobre mi pecho, en las solapas de mi chaqueta, en la corbata, la camisa y el chaleco, con el ímpetu de una de las más bellas fuentes de Roma.
Apreté los párpados. Todo lo que tenía en el estómago me subió a la garganta. La piel me quedó empapada en sudor frío. El olor ácido del vómito se me metió en la nariz. Se me aflojaron los brazos, de modo que el niño quedó todavía más cerca de mí. Una segunda ráfaga de vómito me cayó encima.
Oí que a la rubia le venía una arcada y que luego soltaba un «mierda» en español.
Abrí los ojos justo a tiempo de verla salir corriendo en dirección al baño de invitados.
El niño se puso a llorar otra vez, recuperando los colores y el ánimo; normal, si había soltado ya sobre mí todo lo que le sobraba.
—¿Laura? ¿Laura, estás ahí?
La voz, hablando en italiano, era la de Albert.
Oí sus pisadas aproximándose. Jamás creí que fuese a alegrarme tanto al verlo llegar.
Giré sobre los talones para mirarlo, apartando al niño de mí.
—¿Laura? —Albert apareció por el recodo del corredor y al verme se detuvo en seco. Sus ojos celestes se abrieron de par en par. Miró al crío llorando y a continuación mi chaqueta vomitada, que yo ni siquiera me había atrevido a mirar; temía que también hubiesen resultado perjudicados mis pantalones y mis zapatos. Por el suelo no pensaba preocuparme—. ¿Qué…? —Se detuvo—. ¿Dónde está Laura? ¿Qué ha pasado?
—Lo que ha pasado es que esa irresponsable disfrazada de oso ha estado sacudiéndolo y que este niño debía de tener el estómago lleno de porquerías, que acaba de vomitar sobre mí. Eso es lo que ha pasado —concluí con furia contenida.
—¿Piero, Piero? —llamó una voz de mujer.
—¿Es éste Piero? —le pregunté a Albert y en ese preciso instante apareció una mujer alta, de cabello castaño, con facciones y características más similares a las mujeres que me gustaban, con una cara de preocupación sin igual, además de un anillo de casada en la mano izquierda.
—¡Piero! —chilló al borde de una crisis nerviosa.
Empujando a Albert, se abalanzó sobre mí para coger al niño.
Y como llegó, se largó, llevándose a la criatura con sus gritos.
Me atreví a mirarme, pero en cuanto bajé la vista, me arrepentí de haber tenido el coraje de hacerlo.
Apreté los párpados e intenté tragar para que se me pasaran las náuseas.
—Mejor voy a buscar a Enrico —dijo Albert.
—No he debido venir —fue lo único que atiné a decir yo.
—¿Richard? ¿Richard?
Perfecto, pensé, llegaba Enrico al rescate.
—¿Richard, Albert, Laura? ¿Estáis aquí? Es hora de soplar la velita y os necesitamos para las fotos.
—¡Aquí! —contestó Albert—. Estamos aquí. Bueno, no sé dónde se ha metido Laura, pero mejor ven, que aquí tenemos un problema.
—¿Un problema?
Enrico aceleró el paso y llegó casi corriendo. Sus deportivas chirriaron sobre el suelo de mármol cuando, tras doblar la esquina del pasillo, frenó de sopetón, imagino que al ver el vómito y a mí en aquel estado.
—Pero ¿qué mierda…? —Se unió al club de los asqueados, tapándose la boca con una mano—. ¿Has vomitado? —me espetó—. ¿Estás borracho? ¿Ricci acaso te has bebido toda mi puta bodega o qué? Mierda, Carlota nos matará a los dos por esto; eres el padrino, hermano, tienes que salir en las fotos de la tarta.
—¡No es mi puto vómito, Enrico! —le grité, completamente fuera de mí.
—Es de Piero —le explicó Albert.
—¿Piero? —Enrico me observo sin comprender nada—. Ah… ¡Ah, sí! El hijo de Sofía y Giorgio. ¿Qué demonios hacías tú con Piero? ¿Desde cuándo coges niños en brazos y qué…?
—¿De verdad, Enrico? Estoy vomitado de pies a cabeza y te pones a cuestionarme qué hacía con el niño. Debería darte de tortas por haberme convencido de que viniera. —Esto último lo gruñí como un perro rabioso. Tenía la impresión de que debería cambiarme no sólo de ropa sino también de piel para dejar de oler a vómito—. ¡Mírame! —grité furioso.
Enrico me miró con aquellos ojos tan infantiles suyos y apretó los labios en un patético intento de no sonreír. Su expresión lo delataba.
—¡Que no es para reírse! ¡La rubia vestida de oso me ha endosado a la criatura para ir a cambiarse porque tenía calor! Ese mocoso inmundo se me ha meado y cagado encima, para después vomitarme.
—¿Laura? —soltaron Albert y Enrico a coro.
—¿Dónde está «Laurita»? —preguntó Enrico, pronunciando el nombre de la rubia en algo que no era italiano. Recordé que ella había soltado un «mierda» en español.
—Tu «Laurita» se ha ido corriendo al baño, a vomitar supongo.
—¿A vomitar? ¿Se siente mal? —Enrico cambió su sonrisa por una mueca de preocupación que encontró eco en el rostro de Albert.
—¿Qué le ha pasado? —quiso saber el pelirrojo.
—¡Laura! —exclamó Enrico, pasando junto a Albert para saltar por encima del vómito y dejarme atrás. Su destino era el baño y «Laurita».
—¡Enrico, ayúdame! ¡Mierda, que soy tu amigo! —grité, siguiéndolo con la mirada sin mover los brazos, intentando encoger el cuerpo para apartarlo de mis ropas vomitadas.
—¿Enrico, Richard, Albert, Laura? ¿Dónde estáis todos? El fotógrafo está esperándonos, él y todos los demás. Es la hora de la tarta. ¿Qué demonios hacéis aquí dentro?
Y así, Carlota decidió unirse a nuestra pequeña fiesta, mientras Enrico llamaba ante la puerta del servicio de invitados a la tal Laura.
—¡Madre santa! —gimió ella al ver el desastre—. ¿Qué habéis hecho?
—¡¿Qué hemos hecho?! —grité completamente fuera de mí, asustando a Albert, que dio un salto tan grande que su abundante flequillo pelirrojo, que procuraba acomodar sobre su frente y sobre el costado de su cabeza cada medio segundo mientras hablábamos allí fuera, se le despeinó irremediablemente—. ¡Uno de tus malditos invitados ha vomitado sobre mí, eso es lo que ha pasado!
Enrico llamó a Laura una vez más y entonces la puerta del baño se abrió.
La rubia apareció con su menudo cuerpo, que sin el disfraz era todavía más pequeño. Llevaba una camiseta de tirantes roja, por debajo de la cual asomaba un sostén violeta y unas bragas tipo culotte a rayas, como el disfraz que había llevado hasta hacía un momento, sólo que en colores bastante más llamativos: violeta, rojas, verdes y no sé qué más. En realidad nunca me ha gustado ese tipo de ropa interior femenina, sin embargo, en ese instante y pese al vómito, me encontré descubriendo que podría cambiar mi patrón de gustos al menos un poco. Bragas diminutas y pechos abundantes junto con un torso, unos hombros y una espalda con pocas curvas y más músculos.
La tal Laura podía ser un tanto desquiciada y descuidada en algunos aspectos, pero debajo de sus ropas, de sus uñas de esmalte saltado y de su pelo un tanto sucio y sudado, tenía con qué demostrar que yo continuaba siendo heterosexual y que Albert no tenía ninguna posibilidad conmigo. Es más, hasta se me ocurrió que el disfraz de oso podía ser divertido, incluso aunque oliese un poco a su sudor. En realidad ya había comprobado que ella olía muy bien. Quizá más que eso, para ser honestos.
—¿Laurita, estás bien? —Carlota, al preguntarle eso en español terminó de disipar mis dudas. Carlota era argentina y la conversación cambiaba del italiano al castellano.
—Sí, estoy bien —le contestó la chica en italiano, apoyando una mano en el pecho de Enrico—. Estoy bien —le dijo a él—. Por poco y me da algo dentro del traje y encima el crío se ha cagado y luego se… —Se interrumpió y volvió la cara en mi dirección…
Todos me miraron.
Enrico puso cara de asco.
—Necesitas una toalla.
—¡Al fin! —chillé ante sus palabras.
—Y ropa limpia —intervino Carlota.
—Y una ducha —susurró Albert por lo bajo.
Le lancé una mirada asesina y él retrocedió un poco.
—Es por tu culpa —Mi siguiente mirada de odio y mis palabras fueron para la tal Laura—. Lo has sacudido como si fuese una coctelera y luego me lo has endosado.
—Hubieses ido a buscar a sus padres, como te he pedido.
—El niño era tu responsabilidad.
—No es mi hijo.
—¡Tampoco mío!
—Deberías haberme hecho caso.
—Nadie en su sano juicio debería permitirte estar con criaturas pequeñas.
—Tampoco a ti. Ha sido culpa tuya que vomitara, lo sacudías de un lado a otro como si fuese un muñeco de trapo, cuando deberías haber ido a buscar a sus padres. ¡Te he dicho que no aguantaba más dentro del disfraz! —me gritó.
—¡No es mi puta culpa que estuvieses dentro de ese disfraz! —ladré y el eco de nuestros gritos se expandió por la casa—. Ése es tu trabajo.
—¡No es mi trabajo! Sólo estaba echándoles una mano a Carlota y a Enrico y era mi regalo de cumpleaños para Matteo.
—¡Vaya regalo de cumpleaños! —resoplé—. Le has estropeado la fiesta.
—Lo único que se ha estropeado aquí es tu traje y de hecho ya estaba mal antes de que te vomitasen encima. Pareces un mafioso.
Todavía no había terminado de escuchar la sarta de incoherencias que soltó y mi sangre ya se había puesto en ebullición.
Nunca le he levantado la mano a una mujer, pero en ese instante no atiné a pensar con coherencia y me lancé sobre ella, aunque lo único que conseguí fue estrellarme contra el alto y ancho cuerpo de Enrico. Mis ropas vomitadas impactaron contra él, mientras Albert y Carlota me atrapaban el uno por la parte posterior del cuello del traje y el otro por la espalda con la intención de detenerme.
Enrico soltó una exclamación de asco y Laura un grito.
Reboté contra Enrico con tanta mala suerte que, al retroceder, mi zapato resbaló en el vómito y caí al suelo.
Enrico se tambaleó, pero no se cayó; yo sí, de espaldas sobre todo el vómito.
Todos gritaron a la vez.
Yo me quedé despatarrado en el suelo, sin poder moverme.
2. Grita tan fuerte como quieras, tan fuerte como puedas
Lo vi caer despacio como una gran mole de roca, así, con su traje gris echado a perder de vómito. Mi parte más odiosa fue la primera en mandarle un pensamiento a mi cabeza: «Con el peso de su enorme cuerpo, que parece puro músculo, destrozará el suelo de mármol de Carlota».
«Se lo merece —dijo la Laurita odiosa dentro de mi cabeza—. Un minuto de conocerlo y ya no te cae bien, motivo suficiente para creer que no le cae bien a nadie, y si no le cae bien a nadie, probablemente no sea buena persona, y si no es buena persona, mejor que no tenga nada que ver contigo.»
Mi parte más amable estaba a punto de convencerse de que así era, cuando mis ojos se toparon con los suyos en la caída, en ese momento de indefensión total en el que no importaba lo que vistiese o lo bien peinado y tieso que llevara el pelo. La mueca tensa de momentos atrás se le relajó, por lo que se le borró la profunda arruga entre las dos cejas, permitiendo que éstas fluyesen suaves, libres y potentes sobre sus ojos.
Estaba a punto de caer de espaldas al suelo, pero aun así los músculos de su rostro se habían relajado, como si en vez de caer hubiese desplegado sus alas para volar. Volar a un cielo tan azul como lo eran sus ojos.
Me encantó percatarme de que algo en él no era tan perfecto como parecía el resto: su nariz. Debía de habérsela roto en algún momento porque, a pesar de que de perfil se le veía recta, de frente se le notaba un bulto en la parte alta del tabique, que se expandía hacia los costados, dándole un aspecto como de boxeador.
Y… músculos para ser boxeador no le faltaban.
No sé por qué se me ocurrió pensar que, en su abrazo, yo me perdería igual que si me atrapase entre sus garras un oso grizzly. ¿Tendría un lado tierno, como un osito, o se limitaría a ser una bestia? Si me hubiese dado la oportunidad de decirle lo bien que le quedaba el niño en brazos, a pesar de su traje…
Por su acento quedaba claro que no era italiano nativo; podría pasar por uno sin problema, porque me lo imaginaba caminando por la calle, entrando en tiendas caras, moviéndose como si fuese el rey del mundo o incluso sentado en un café, con las piernas cruzadas, cerrando importantes negocios por teléfono.
Ese hombre debía de cenar por la noche con amigos y probablemente con alguna que otra mujer de aspecto tan despampanante como el suyo.
Era una escultura. Un objeto intocable con demasiada historia pasada, historia que yo no conocía e intuía que preferiría no conocer, porque no quería encontrar un motivo para perderlo incluso antes de tenerlo, aunque, después de lo del vómito, dudaba que tuviese intenciones de volver a dirigirme la palabra.
Si él supiese que en cuanto entró en la sala llamó mi atención. No fue su traje, tampoco su cuerpo, si bien su envergadura era más que llamativa, ni siquiera fue el hermoso color de sus ojos, sino la expresión de su rostro, la de alguien que está físicamente presente, mientras que su cabeza y su corazón se encuentran muy lejos de allí, lejos, o al menos fingiendo que lo están para evitar involucrarse. No, alto, ésa era yo, no él. Era yo la que se había metido en un traje de oso, para así evitar tener que relacionarme con el resto de los adultos, para, con mi disfraz, poner un límite, una armadura.
Él llevaba la suya.
Todos tenemos algo que ocultar, algo que preferimos no enseñar. Cada uno lo esconde debajo de la fachada que mejor le sienta.
Chillé junto con los demás al darme cuenta de que ya no tenía posibilidad de atajar su caída.
El ruido que hizo al dar contra el suelo fue considerable, así debía de sonar un obelisco al