El Coronel Chabert
Por Honoré de Balzac
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El coronel Chabert (1832) es una sobrecogedora novela breve que retrata una sociedad donde la justicia y el honor han perdido su significado. Chabert, héroe de las campañas napoleónicas, es dado por muerto en la batalla de Eylau y arrojado a una fosa. No obstante, el coronel recobra el conocimiento y consigue salir de la tumba. Como si fuera un espectro, regresa a París para reclamar una identidad que nadie le reconoce. Y menos aún su esposa
Honoré de Balzac
Honoré de Balzac nació en 1799 en Tours, donde su padre era jefe de suministros de la división militar. La familia se trasladó a París en 1814. Allí el joven Balzac estudió Derecho, fue pasante de abogado, trabajó en una notaría y empezó a escribir. Fue editor, impresor y propietario de una fundición tipográfica, pero todos estos negocios fracasaron, acarreándole deudas de las que no se vería libre en toda la vida. En 1830 publica seis relatos bajo el título común de Escenas de la vida privada, y en 1831 aparecen otros trece bajo el de Novelas y cuentos filosóficos: en estos volúmenes se encuentra el germen de La comedia humana, ese vasto «conjunto orgánico» de ochenta y cinco novelas sobre la Francia de la primera mitad del siglo XIX, cuyo nacimiento oficial no se produciría hasta 1841, a raíz de un contrato con un grupo de editores. De este célebre ciclo son magníficos ejemplos El pobre Goriot (1835; ALBA CLÁSICA núm. CXXII), La muchacha de los ojos de oro (1835; ALBA BREVIS núm. 8), Grandeza y decadencia de César Birotteu, perfumista (1837), La Casa Nuncingen (1837) (ambas publicadas en un solo volumen en el núm. XXIX de ALBA CLÁSICA MAIOR) y La prima Bette (1846; ALBA CLÁSICA núm. XXI; ALBA MINUS núm. 13). Balzac, autor de una de las obras más influyentes de la literatura universal, murió en París en 1850.
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El Coronel Chabert - Honoré de Balzac
CHABERT
EL CORONEL CHABERT
Honoré de Balzac
Á la señora doña Ida del Chatelar, condesa de Bocarmé.
—Vaya, ya tenemos aquí á ese viejo moscardón del carrique.
Esta exclamación la lanzaba un pasante que pertenecía al género de los que se llaman en los estudios saltacharcos, el cual mordía en este momento con apetito voraz un pedazo de pan. El tal pasante tomó un poco de miga para hacer una bolita, la cual, bien dirigida y lanzada por el postigo de la ventana en que se apoyaba, rebotó hasta la altura de dicha ventana, después de haber dado en el sombrero de un desconocido que atravesaba el patio de una casa situada en la calle Vivienne, donde vivía el señor Derville, procurador.
—Vamos, Simonín, no haga usted tonterías á las gentes, ó le pondré de patitas en la calle. Por pobre que sea un cliente, siempre es hombre, ¡qué diablo! dijo el primer pasante interrumpiendo la adición de una memoria de costas.
El saltacharcos es, generalmente, como era Simonín, un muchacho de trece á catorce años, que se encuentra en todos los estudios bajo la dirección especial del primer pasante, cuyos recados y cartas amorosas le ocupan, al mismo tiempo que va á llevar citaciones á casa de los ujieres y memoriales á las audiencias. Tiene algo del pilluelo de París por sus costumbres, y del tramposo por su destino. Este muchacho es casi siempre implacable, desenfrenado, indisciplinable, decidor, chocarrero, ávido y perezoso. Sin embargo, casi todos los aprendices de pasante tienen una madre anciana que se alberga en un quinto piso y con la cual reparten los treinta ó cuarenta francos que ganan al mes. —Si es un hombre, ¿por qué le llama usted moscardón? dijo Simonín con la actitud de un escolar que coge al maestro en un renuncio.
Y reanudó su operación de comer el pan y el queso, apoyando el hombro en el larguero de la ventana, pues permanecía de pie con una pierna cruzada y apoyada contra la otra sobre la punta del zapato.
—¿Cómo podríamos fastidiar á este tipo? dijo en voz baja el tercer pasante, llamado Godeschal, deteniéndose en medio de un informe que dictaba, teniendo á la vista un requerimiento compulsado por el cuarto pasante y cuyas copias habían hecho dos neófitos llegados de provincias: ... Pero en su noble y benévola complacencia. Su Majestad Luis XVIII (ponedlo en letra ¿eh?), en el momento en que volvió á tomar las riendas de su reino, comprendió... ( ¿qué habrá comprendido este farsante?) la elevada misión á que estaba llamado por la divina Providencia... ( admiración y seis puntos: en la audiencia son, á mi parecer, bastante religiosos para consentirlos ) , y su primer pensamiento fue, como lo prueba la fecha de la real orden adjunta, reparar los infortunios causados por los espantosos y tristes desastres de nuestros tiempos revolucionarios, restituyendo á sus fieles y numerosos servidores (esto de numerosos es una frase que ha de halagar al tribunal) todos los bienes no vendidos que se encontrasen, ya bajo el dominio público, y a bajo el dominio ordinario ó extraordinario de la corona, ya, en fin, que se encontrasen entre las donaciones de establecimientos públicos, pues nosotros somos ó pretendemos ser hábiles para sostener que tal es el espíritu y el sentido de la famosa y tan leal real orden dictada en... Esperen ustedes, dijo Godeschal á los tres pasantes. Este diablo de frase ha llenado el fin de la página. Pues bien, repuso mojándose con la lengua el dedo á fin de poder volver la espesa hoja del papel timbrado, si quieren ustedes gastarle una broma, díganle que el principal no puede recibir á sus clientes más que entre dos y tres de la madrugada. Veremos si así deja de venir ese importuno.
Y Godeschal reanudó la frase empezada.
— Dictada en... ¿Están ustedes? preguntó.
—Sí, gritaron los tres copistas.
Todo marchaba á la vez, el informe, la charla y la conspiración.
— Dictada en... ¡eh! ¡papá Boucard! ¿qué fecha lleva la real orden? ¡Canastos! ¡hay que poner los puntos sobre las íes! Así se llenan páginas.
—¡Canastos! repitió uno de los copistas antes de que Boucard hubiera respondido.
—¡Cómo! ¿ha escrito usted canastos? exclamó Godeschal mirando á uno de los recién llegados con aire severo al par que chocarrero.
—Vaya si lo ha puesto, dijo Desroches, el cuarto pasante, inclinándose sobre la copia de su vecino, ha escrito: ¡Canastos! con k, y hay que poner los puntos sobre las íes.
Todos los pasantes soltaron una sonora carcajada.
—¡Cómo! señor Huré, ¿toma usted canastos por un término de derecho, y dice usted que es de Mortagne? exclamó Simonín.
—Raspe usted bien eso, dijo el primer pasante. Si el juez encargado de este asunto viese una cosa semejante, diría que se burla uno del oficio, y nuestro principal se disgustaría. Vamos, señor Huré, no vuelva usted á cometer semejantes tonterías. Un normando no debe escribir nunca descuidadamente un informe, que es, por decirlo así, el ¡armas al hombro! de los curiales.
— Dictada en... ¿en? preguntó Godeschal. Pero, hombre, Boucard, dígame usted cuándo.
—En junio de 1814, respondió el primer pasante sin dejar su trabajo.
Un golpe dado á la puerta del estudio, interrumpió la frase de este prolijo informe. Cinco pasantes provistos de magníficos dientes, de ojos fijos y burlones y de melenudas cabezas, fijaron sus miradas en la puerta después de haber gritado todos con voz de chantre:
—¡Adelante!
Boucard permaneció con la cabeza sumida en un montón de actas, llamadas morralla en términos curiales, y continuó haciendo la memoria de costas que le ocupaba.
El estudio era una gran pieza, provista de la clásica estufa que adorna todas las oficinas de la trampa. Los tubos que formaban la chimenea, atravesaban diagonalmente la habitación é iban á unirse á una cocinilla condenada, sobre cuyo mármol se veían diversos pedazos de pan, triángulos de queso de Brie, costillas de lomo, vasos, botellas y la jícara de chocolate del primer pasante. El olor de estos comestibles se amalgamaba tan bien con el tufo que despedía la estufa calentada desmedidamente y con el olor particular á las oficinas y á los papelotes, que la hediondez no se hubiera notado. El pavimento estaba ya cubierto por el barro y la nieve que habían llevado á él los pasantes. Cerca de la ventana se veía la mesa ministro del principal, á la cual estaba adosada la mesita destinada al segundo pasante. Éste se hallaba á la sazón, que serían las nueve ó las diez dé la mañana, en la Audiencia. El estudio tenía, por todo adorno, esos grandes carteles amarillos que anuncian los embargos de inmuebles, las ventas, los litigios entre mayores y menores, las adjudicaciones definitivas ó preparatorias, toda la gloria, en fin, de los estudios. Detrás del primer pasante había una enorme estantería que cubría la pared de arriba abajo, y cada uno de cuyos compartimientos estaba lleno de protocolos, de los cuales pendía un número infinito de etiquetas y de cabos de hilo rojo, que daban un aspecto especial á todos aquellos expedientes. Los compartimientos inferiores de la estantería estaban llenos de