Herederos malditos - Hator
Por María Ospina G.
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María Ospina G.
María Ospina G. Nació en Rionegro, Antioquia en 1998, ciudad en la reside actualmente y adelanta sus estudios en derecho. Esta joven escritora es una apasionada por las letras desde niña, empezó a escribir desde que tenía trece años, inició con poemas y pequeños escritos hasta consolidar lo que sería Herederos malditos, trilogía de fantasía juvenil de la que se publicó la primera parte en el marco del Festival Serendipia de la mano de Calixta Editores. «El hijo del agua» es la segunda entrega de la trilogía
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Herederos malditos - Hator - María Ospina G.
6,6,5.
PREFACIO
¿Lo que soy?, no soy más que un basurero de historias
Siete...ocho... otro golpe contra la pared, apreté más los ojos como si eso pudiera acallar el exterior, como si pudiera desaparecer. Nueve..., otro golpe, tal vez más fuerte que los anteriores; me costaba ignorar todo lo que sucedía afuera, intentaba distraerme contando las gotas de lluvia que caían y chocaban con el techo, pero no podía, siempre había algo que hacía que mi mente volviera a lo que estaba pasando afuera, esa vez era el sonido de algo chocando con una superficie dura y vidrios cayendo en desorden por el suelo. No era la primera vez que mis padres discutían, ni esperaba que fuera la última, ya los conocía muy bien como para hacerme esa clase de ilusiones; tampoco era la primera vez que había golpes involucrados, esa línea la cruzaron hacía mucho tiempo. No entendía cómo cada enfrentamiento conseguía ser peor que el anterior; sabía que no dependía de mí, pero esa vez confiaba en mi madre, quien me había prometido que esa sería la última vez, que todo cambiaría.
Sentí las lágrimas deslizarse por mis mejillas, todo esto me dolía más de lo que cualquiera pudiera imaginarse. Aun así, no me atrevía a abrir los ojos, lo único que quería era desaparecer, estar en otro lugar, uno que fuera bonito y mágico, pero no pasaba nada y empezaba a creer que nunca iba a pasar. Todavía me encontraba ahí, en el armario de mis padres. Sobre mi cabeza no brillaba un sol que sonriera, ni volaban bellos pájaros, solo seguían colgando los pesados abrigos de mi madre, mientras yo seguía sentada sobre sus zapatos, no sobre un pasto verde y mucho menos rodeada de árboles. Afuera todo había quedado en silencio de golpe, algo que no me gustaba pues solía ser peor que los agobiadores gritos. Apreté las rodillas contra mi pecho con más fuerza, mientras tanto, el silencio era reemplazado por unos pasos que cada vez se escuchaban más cerca, como si se dirigieran hacia mi escondite, mezclados con la voz de mi madre, que me llamaba:
—¡Alice, cariño!, ¿en dónde estás?, ¡Alice...!
Salí del armario arrastrándome, el cuarto de mis padres estaba oscuro. Odiaba la oscuridad –aunque había algo en ella que me reconfortaba–, mi corazón palpitaba rápido, no podía evitar que ese impulso de correr hacia mi escondite de nuevo se apoderara por completo de mí cada vez que escuchaba un ruido. Sabía que mi padre se encontraba lejos, pero temía que se percatara de mi presencia e intentara buscarme, me obligué a mí misma a ignorar aquel instinto y salí en búsqueda de mi madre. Me arrastré hacia la puerta, despacio, intentaba no hacer mucho ruido, cuando llegué a la puerta me levanté, organicé mi vestido y caminé hasta atravesar el pasillo, me tambaleaba porque estaba nerviosa, no era algo nuevo, pero aun así no sabía qué esperar. Llegué hasta mi madre que se encontraba al final del pasillo; era muy alta e imponente, siempre traía el pelo recogido a la perfección y sus enormes ojos grises se iluminaron al verme. Rara vez se alegraba de tal manera, lo cual me hacía pensar que todo iba mal, pero no era capaz de verbalizarlo, ya que en lo único que podía pensar era en estar entre sus brazos, como lo haría cualquier niña.
Caminé hacia ella. No nos parecíamos en nada: yo era pequeña para mi edad, tenía los ojos pequeños y de un tono café muy común, la verdad no era nada especial. En el momento en el que sus ojos se encontraron con los míos, corrió hacia mí y me levantó entre sus brazos, bajó las escaleras rápido y atravesó la sala hasta llegar a la salida segura de lo que estaba haciendo.
En medio de la sala se encontraba él, tendido sobre el suelo, inconsciente. No lo esperaba, cada vez eran más difícil asimilar las peleas de mis padres, a veces recordaba una época en la que ellos no solo se toleraban, sino que se amaban de verdad, incluso recuerdo una vez en la que mi padre me dijo que todo era perfecto en la casa hasta que yo llegué, eso es algo que jamás podré olvidar. Intenté no prestarle mucha atención al cuerpo de mi padre; agaché la cabeza, me apoyé en el hombro de mi madre y cerré los ojos. De pronto ella me dejó sobre el suelo, cogió dos pequeñas maletas que estaban en el rincón y me susurró «sígueme». No sabía qué significaba, ni estaba segura de qué iba a seguir después de esto, pero obedecí sin hacer preguntas. Salimos de la casa casi sin mirar atrás, con prisa; mi madre caminaba rápido, mientras arrastraba las maletas sin importarle que llovía como si el cielo se estuviera cayendo; yo caminaba al lado de ella, intentaba seguirle el paso y procuraba no pensar en la lluvia, y mucho menos en los espantosos truenos que me hacían temblar.
Caminamos solo un par de cuadras y tomamos el primer taxi que encontramos. Yo no podía dejar de mirar a mi madre, no quería perderme nada, ni uno solo de sus movimientos. De repente, y casi de la nada, noté que unas gotas de sangre comenzaban a correr por su rostro mezclándose con las gotas de lluvia, no parecía que le importara, tal vez ni siquiera se había dado cuenta. A veces me pasaba, solía pensar que era indestructible, por ello, cuando me caía me limitaba a levantarme y fingir que no había pasado nada, luego caía en cuenta de que me había lastimado. Lo único que pude hacer fue quedarme en silencio a su lado.
Le dio las indicaciones al conductor para que nos llevara a casa de la abuela e intentó acomodarse en su asiento, pero algo la inquietaba. Miraba una y otra vez hacia atrás, como si nos estuvieran siguiendo; ella sabía que eso no había terminado, no era la primera vez que pasaba por ello y tenía claro que no sería tan fácil, ella mejor que nadie sabía que las cosas con mi padre jamás eran sencillas. Tenía claro que él siempre lograba encontrarnos y llevarnos de nuevo, porque bien sabe el cielo que no existe nada que le pueda ser negado a mi padre, y cada vez que regresábamos a su lado era como descender un escalón más en el camino hacia el infierno. Aun así, mi madre no se daba por vencida, si algo tenía claro era que no importaban las veces que tuviese que huir, ni los castigos que tuviese que enfrentar, no descansaría hasta lograr librarse de aquel suplicio.
De repente, tomó mucho aire y fijó su atención en mí, como si de un momento a otro se hubiese percatado de que yo me encontraba a su lado, así que se acercó, con su mano comenzó a acariciar mi rostro y dijo algo que no pude escuchar con claridad, después se recostó sobre el asiento y volvió a respirar profundo. El cansancio ya no era solo físico, me recosté sobre ella y dejé que su pecho me arrullara, sin importar que ambas estuviéramos mojadas o que la sangre de su rostro cayera hasta su camisa, en aquel instante nada importaba, me dejé llevar y me quedé dormida.
Desperté desorientada, no entendía qué pasaba ni en dónde me encontraba, había pensado que despertaría en casa de la abuela, pero el lugar ni siquiera se parecía. No recordaba haber estado antes aquí, se sentía frío y desolador y podía escuchar a muchas personas llorar y sufrir. Por otra parte, sentía como si me encontrara en casa, tal vez se debía a ese olor extraño que había en el aire, un olor al que tendría que acostumbrarme, como a viejo, pero con algo más, algo que no era capaz de describir con palabras que conociera; entonces abrí los ojos asustada y llena de dudas, pero no pasó mucho antes de enterarme de que había despertado en un hospital... sola.
UN LUGAR COMO EL HOGAR
No puedo decir que cualquier lugar en el mundo va a ser mi lugar o si alguna vez tendré uno.
I
Beber licor?, desearía nunca haber descubierto lo que eso significa. Tal vez haga parte de crecer, un momento horrible o al menos lo es el instante último luego de que has bebido, ha pasado una considerable cantidad de tiempo e incluso has dormido, llega ese momento comúnmente conocido como estar en el infierno. No sé por qué lo hice en primera medida, jamás en mi vida lo recomendaría, no creo que vuelva a caer en aquella trampa; quizá solo se trató de un raro momento de inconsciencia. La cabeza no paraba de darme vueltas, sentía como si fuera a estallar en una escena poco familiar y, como si fuera poco, me costaba rememorar gran parte de las cosas que habían pasado la noche anterior. Lo poco que recordaba estaba borroso o tan abstracto como para confundirme y ni hablar de la sed, creo que podía decir que era lo peor, tal vez no fuera como llevar días abandonada en un desierto sin una gota de agua, pero era justo decir que en mi vida jamás había sentido algo parecido.
No era justo decir que yo era una santa, que no sabía lo que era la bebida, pero esto ya era un extremo. No era ninguna adicta ni había llegado antes a este punto, jamás había sido una salida, pero la noche anterior había sucedido algo maravilloso, algo para lo que no estaba preparada, algo que soportaba aún menos que el alcohol en exceso. Sabía lo que yo significaba para mi abuela: absolutamente nada. Aun así, que decidiera enviarme con mi padre, tan solo dándome catorce horas para despedirme de lo que yo llamaba vida, sin preguntarme, sin darme tiempo para aceptar qué era lo que estaba sucediendo a mi alrededor, sentía que era algo incluso más grande que yo, algo que jamás hubiera elegido, (no sabía que era lo que me obligaba a cambiar todo mi mundo porque alguien lo eligió por mí). Mudarme al lado de un hombre del que había huido toda mi vida, eso era algo que necesitaba borrar de mi cabeza y no me importaba si para ello necesitaba todo el alcohol del mundo. La verdad no entendía qué hacía en aquel lugar, podía huir, ya era grande y autosuficiente por lo que podía estar sola, pero mi estúpida moral no me lo permitía. No entendía por qué, pero algo dentro de mi sabía que debía irme y no tenía otra opción, tal vez se debía a lo sucedido unos meses atrás cuando le prometí a mi abuelo que cumpliría su última voluntad, estaría atada a mis padres dos años más, ni siquiera podía cambiar mi apellido y los muertos son algo serio, sin importar qué tan insignificantes hayan sido en vida.
Estaba sentada en la sala de espera del aeropuerto, tirada en la primera silla que había encontrado, padecía ante la idea de tener que esperar otras tres horas para abordar el avión e irme de ese tedioso aeropuerto. Podía oír a mi padre recriminándome por no hacer las cosas justo como él las hubiera hecho, porque él no se habría equivocado en ningún aspecto de la planificación del viaje, jamás habría comprado el boleto de avión sin fijarse en los detalles, como por ejemplo, hacer la compra a mi nombre, ni mucho menos habría pasado casi una hora completa discutiendo con la señorita que estaba detrás del mostrador que insistía en que yo no existía ¿si no existía cómo podía estar frente a ella discutiéndole porque quería irme en el vuelo que estaba saliendo y por el que había pagado? pero por desgracia yo no era él.
Respiré y me acomodé en el asiento. El vestido de encaje blanco se me subió sobre el muslo; lo acomodé rápido con vergüenza antes de que alguien pudiera verme y hundí mi cabeza en las manos, dejé que el pelo me cubriera el rostro y cerré los ojos. No sabía que más podía salir mal, qué otra cosa podía arruinar con mis horribles decisiones. Era oficial, yo era un desastre andante, no sé si actuaba en automático o me encantaba actuar como estúpida, pero solo a mí se me ocurría usar un minivestido blanco con tacones para un vuelo de doce horas en otoño solo para intentar impresionar a mi padre y jugar a la súper mujer, al final solo quedaba como una idiota.
Balanceé mi pie sobre el tacón intentando hacer una lista de todo lo que me irritaba, pero lo único que conseguí fue que mi dolor de cabeza aumentara y mutara a un horrible e insoportable punzada que amenazaba con matarme; no era capaz ni siquiera de pensar de manera racional, no sabía qué era lo que quería o pretendía, pero sin duda, lo primero sería salir de ahí, además, moría de sueño, y ese deseo de dormir solo lo superaba las ganas que tenia de matar a todos.
Me dirigí al baño. Dejé mi maleta a un lado y mi bolso junto al lavamanos, abrí la llave para dejar que el agua corriera sola, tomé mucho aire, dejé caer mis manos, una a cada lado del lavamanos, y me centré en la imagen reflejada en el espejo mientras escuchaba el ruido que hacía el agua al caer libre, pero no fui capaz de reconocer a la persona que me miraba con lástima, esa no era yo, era como un zombi. Mi pelo estaba esponjado y alborotado, más de lo normal, no me di cuenta de que había perdido sus ondas naturales y casi no tenía forma, así que lo recogí rápido como solía hacerlo cuando no encontraba como acomodarlo. Me frustraba tanto verme reflejada en aquel enorme espejo, había hecho de todo para agradar a mi padre, incluso intentar domar las ondas de mi pelo, alisándolo, pero sentía que ya no podía más, como si un enorme peso hubiese caído sobre mis hombros, juntando todo lo que estaba sucediendo a mi alrededor. Miraba fijamente la imagen distorsionada de mí que tenía en frente. Escuché la voz de mi padre a la distancia y aquello que me angustiaba perdió todo significado; me di por vencida, ya no me importaba que pequeños mechones caoba se liberaran y cayeran sobre mi rostro
Seguí mirándome en el espejo, sin hacer ni decir nada. El baño estaba vacío, el único sonido que se escuchaba era el del agua que corría libre, intentaba pensar las posibilidades para que luciera mejor, pero lo único que lograba ver eran las enormes ojeras que tenía, mis labios resecos y mi cara pálida. Sin pensar en nada metí la mano en la cartera en busca de mi bolsa portátil de maquillaje, búsqueda que no duró mucho, pues me distrajo mi celular al fondo de mi cartera que vibraba una y otra vez, miré la pantalla por un minuto releyendo una y otra vez el mensaje que me envió mi mejor amiga.
—Estoy muerta y el infierno es horrible.
No pude evitar que una sonrisa se dibujara en mi rostro, hasta cierto punto, me consolaba saber que no era la única que sufría; volví a mirar mi reflejo, nada había cambiado, y de pronto, todo quedó en silencio, incluso mi mente.
Salí del baño unos minutos después, tampoco había cambiado algo afuera. Aún faltaba tiempo para irme de aquel sitio y llegar a un lugar en el que no quería vivir. Miré a mi alrededor intentado decidir hacia dónde debía ir, no tenía muchas opciones, pero podía volver al mismo lugar o a cualquier otra silla, contando cada minuto que pasaba o también podía caminar por el aeropuerto sin ningún rumbo, dando vueltas. Caminé hacia la sala de espera, no me sentía con ánimos de andar por ahí, prefería buscar un lugar para sentarme. Me movía lento, la maleta era pesada y me temblaban los brazos, mis pies no ayudaban mucho, comenzaba a sentir el agotamiento que producía no dormir y las consecuencias de todas mis otras malas decisiones. No podía concentrarme en algo específico, en mi cabeza pululaban mil pensamientos. Por la prisa para llegar a un vuelo, del que aparentemente no tenía boleto, no alcancé a comer nada, aunque tampoco era que tuviera hambre, por lo que terminé comprando una botella de agua para calmar las náuseas repentinas. De camino a la sala de espera pasé al lado del mostrador de servicio al cliente, me acerqué para que al menos me ayudaran a dejar de arrastrar la maleta.
—Señorita Nottingham —dijo la señora al otro lado del mostrador y desplegó una sonrisa falsa cuando me acerqué con cara de pocos amigos. Apreté los dientes, si existía algo que me irritaba era tener que portar el apellido de mi padre, «temor es igual a respeto, que viene con el poder», decía él siempre, su voz vino a mi cabeza, él también me irritaba, pero no me molestaba más que el punzante dolor de cabeza, así que decidí ignorarlo—. ¿Le gustaría cambiar su vuelo? —dijo con la voz entrecortada, yo me aseguré de mostrar mi irritación—, adelantarlo, tal vez —concluyó.
Mi cabeza iba a estallar, quería salir de ahí pronto, así que no dije nada, no planeaba discutir, aunque me enfureciera la incompetencia. Sin dejar de mirarla saqué mi billetera para entregarle mi identificación.
—Tiene un valor adicional —dijo y bajó la mirada, como si hubiera cometido alguna falta. Miré por unos instantes mi billetera, ahí estaba lo que más despreciaba en la vida, la representación de mi padre: su dinero, no lo dudé mucho, lo mínimo que podía hacer era pagar. Sobre mi identificación dejé la tarjeta amparada que me había dado cuando cumplí la mayoría de edad, la señora la tomó nerviosa y sin mirarme comenzó a teclear algo con prisa mientras hacía tanto ruido como le era posible
Cuarenta y ocho minutos después parte de la pesadilla había terminado, ya estaba sentada en el avión, no era la gran cosa, pero era mejor que tres horas sentada en una sala de espera sin nada que hacer más que odiarme a mí misma. No era algo que me gustara, pero ya no había nada que pudiera hacer, la oportunidad de huir ya había pasado, así que debía dejar de quejarme. Me recosté en el asiento mientras sacaba mi teléfono que había vibrado una y otra vez desde que salí del baño, en cuanto lo desbloqueé me encontré con diecisiete mensajes nuevos, tres de ellos eran de mi mejor amiga Julieth que me mandaba una y otra vez emojis enfermos y con náuseas. Sabía qué estaba intentando animarme y lo consiguió, por otro lado, tenía catorce mensajes de mi padre que no iba a revisar, no planeaba arruinar los instantes que me quedaban sin tener que soportarlo. Sin abrir los mensajes de Julieth, puse el teléfono en modo avión y lo dejé caer sobre la mesita plegable que tenía frente a mí.
No podía evitar molestarme por cada cosa que estaba pasando, sabía que la voluntad de mi abuelo, que no había sido ni grato ni relevante en vida, le había sentado muy bien a todos: a mi abuela que se quería deshacer de mí, a mi padre que le hacía falta volver la vida de alguien miserable y yo que había sido la desafortunada de ser ese alguien que moría de ansias de perder la cordura frente a las decisiones que habían tomado todos por mí. Me moví en la silla incomoda, me desesperaba un poco la idea de pasar tanto tiempo encerrada en un pájaro gigante de metal y no se trataba de un miedo irracional por caer desde una gran y mortal altura, en realidad, eso no parecía una mala opción en ese momento, era una incomodidad por no tener el control de la situación en específico, lo único que podía tranquilizarme era que yo pudiera volar por mi cuenta, pero como eso no era posible debía resignarme; al menos logré dormir.