El azor
Por T. H. White y Helen Macdonald
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Un bello clásico de la literatura que reflexiona sobre el vínculo entre ser humano y animal.
¿Cuál es la relación entre hombre y bestia? Publicado por primera vez en 1951, El azor describe con desnuda honestidad la trascendental experiencia de White al intentar entrenar un azor salvaje, un tipo de ave muy difícil de adiestrar. Sin conocimientos previos y armado con unos pocos manuales de cetrería anticuados, White intentó doblegar la voluntad de Gos, el joven pájaro que había comprado en Alemania.
A pesar de conocer una derrota tras otra en su empeño, White descubrió que el cariño y el afecto que sentía por la salvaje criatura crecían a medida que pasaba el tiempo y su fracaso se hacía más evidente. Finalmente, el animal terminó por liberar al solitario White de sus demonios y le permitió alcanzar la salvación personal.
El azor es una historia de superación y reflexión, una lucha de voluntades equiparable a la del capitán Ahab y Moby Dick ambientada en la idílica campiña inglesa.
"Como Moby Dick o El viejo y el mar, El azor es un encuentro literario entre animal y hombre que bebe de las tradicciones puritanas del desafío espiritual, que hacen de la salvación un premio que ganar en un desafío contra Dios."
Helen Macdonald, autora de H de halcón
"El azor es un libro increíble. White tiene buen ojo narrativo y una mente ágil, y sus observaciones sobre el entorno dotan de placer cómico a un libro que de otro modo sería oscuro."
The New Yorker
"Cómico, trágico, primario y original como las grandes tempestades [] Una obra maestra, sin duda."
Daily Telegraph
"Una de las narraciones más apasionantes, tiernas y entretenidas sobre el mundo de la naturaleza."
The Irish Times
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El azor - T. H. White
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EL AZOR
T. H. White
Prólogo de Helen Macdonald
Traducción de Javier Revello
Página de créditos
El azor
V.1: mayo de 2020
Título original: The Goshawk
© Commander W. H. Griffiths Will Trust and Timothy Lane, 1951
© del prólogo, Helen Macdonald, 2015
© de la traducción, Javier Revello, 2017
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020
Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial en cualquier forma.
Diseño de cubierta: Taller de los Libros
Publicado por Ático de los Libros
C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª
08009 Barcelona
info@aticodeloslibros.com
www.aticodeloslibros.com
ISBN: 978-84-18217-09-8
THEMA: DNBL
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Contenido
Portada
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Página de créditos
Sobre este libro
Cita
Prólogo de Helen Macdonald
Primera parte
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Segunda parte
Tercera parte
Epílogo
Notas
Sobre el autor
El azor
Un bello clásico de la literatura que reflexiona sobre el vínculo entre ser humano y animal
¿Cuál es la relación entre hombre y bestia? Publicado por primera vez en 1951, El azor describe con desnuda honestidad la trascendental experiencia de White al intentar entrenar un azor salvaje, un tipo de ave muy difícil de adiestrar. Sin conocimientos previos y armado con unos pocos manuales de cetrería anticuados, White intentó doblegar la voluntad de Gos, el joven pájaro que había comprado en Alemania.
A pesar de conocer una derrota tras otra en su empeño, White descubrió que el cariño y el afecto que sentía por la salvaje criatura crecían a medida que pasaba el tiempo y su fracaso se hacía más evidente. Finalmente, el animal terminó por liberar al solitario White de sus demonios y le permitió alcanzar la salvación personal.
El azor es una historia de superación y reflexión, una lucha de voluntades equiparable a la del capitán Ahab y Moby Dick ambientada en la idílica campiña inglesa.
Prólogo de Helen Macdonald, autora de H de halcón
«Como Moby Dick o El viejo y el mar, El azor es un encuentro literario entre animal y hombre que bebe de las tradiciones puritanas del desafío espiritual, que hacen de la salvación un premio que ganar en un desafío contra Dios.»
Helen Macdonald, autora de H de halcón
«El azor es un libro increíble. White tiene buen ojo narrativo y una mente ágil, y sus observaciones sobre el entorno dotan de placer cómico a un libro que de otro modo sería oscuro.»
The New Yorker
«Cómico, trágico, primario y original como las grandes tempestades […] Una obra maestra, sin duda.»
Daily Telegraph
«Una de las narraciones más apasionantes, tiernas y entretenidas sobre el mundo de la naturaleza.»
The Irish Times
Prólogo
«He estado escribiendo un libro sobre cetrería y sobre el adiestramiento de un azor», escribió T. H. White a su amigo y antiguo tutor de Cambridge L. J. Potts en 1936. Concluyó en tono pesimista que «nadie lo va a leer». En esto se equivocaba. Hoy El azor es un clásico literario, considerado por David Garnett, Sylvia Townsend Warner y muchos otros como el mejor trabajo de White. A ratos hermoso, salvaje, cruel, divertido, dulce y trágico, este diario sobre el adiestramiento de un azor es la historia de dos almas desesperadas y confusas que se enfrentan a terribles malentendidos.
En 1936 White renunció a su trabajo como director del departamento de Literatura Inglesa de la escuela Stowe, en Buckinghamshire, y se retiró a una cabaña alquilada en el campo en una granja cercana, donde acogió a un niego de azor macho que le habían enviado desde Alemania. Le encantaba estar rodeado de animales (culebras de collar amaestradas se paseaban por sus habitaciones en Stowe), pero nunca había cuidado de una rapaz antes, y los azores no son pájaros aptos para aprendices de cetrero. Son rapaces tímidas del bosque, inmensamente sigilosas y poderosas depredadoras, muy nerviosas y extremadamente difíciles de amansar. La cetrería, el antiguo arte de cazar animales salvajes con rapaces adiestradas, requiere de empatía, paciencia y habilidad. Es una tarea complicada y exigente que debe aprenderse de manos de un experto, no de los libros. White tenía una guía moderna sobre cetrería, pero decidió usar métodos del siglo xvii para entrenar a su azor. Veía la cetrería y su vida con el pájaro como un retiro al pasado, lo que le permitía crear en su imaginación un refugio seguro de un mundo moderno que se deslizaba hacia el caos y la guerra. Para él, el adiestramiento del azor era un rito de paso, la prueba que debía superar un caballero. A través de su propio sufrimiento, su paciencia y sus privaciones, adiestraría al azor de forma mágica. En la realidad, la experiencia fue dura para White, pero mucho, mucho más dura para el azor.
El azor es tanto una fábula sobre la individualidad y el ejercicio del poder como un libro sobre un hombre y un pájaro. Puede leerse como una investigación sobre la naturaleza de la libertad, de la educación, del poder, de la guerra, de la historia, de las clases, de la esclavitud, del paisaje inglés y del corazón humano, porque es todas estas cosas y más. Algunos, como Siegfried Sassoon, lo han considerado un libro sobre la guerra; otros, como una especie de oscuro romance: David Garnett lo consideró una historia «extrañamente parecida a algunas de las historias de seducción del siglo xviii». En los tiempos que vivimos de terrible destrucción del medio ambiente, puede leerse de manera muy útil como un libro acerca de la lamentable incapacidad de la humanidad para concebir la naturaleza como algo más que un reflejo de nosotros mismos. La infancia violenta y desprovista de cariño de White en India, las palizas que recibió en el colegio y la vergüenza que sentía por su sexualidad reprimida (durante toda su vida se debatió contra tendencias homosexuales y sádicas) son la clave de su relación con Gos. El azor era la persona que quería ser: feroz, libre, inocente, extraño y cruel. Se peleaba por civilizarlo como se había peleado por civilizarse a sí mismo. Pero también vio a Gos como una pequeña alma confusa y desconcertada como consecuencia de la crueldad del mundo que lo rodeaba, algo muy parecido a lo que él era de niño. Estos conmovedores paralelismos y proyecciones están presentes en todo el libro, y la voz de su narrador (que pasa de ofrecer una confesión deplorable a un tono lírico y de este al discurso neutro y directo de un profesor de colegio, y vuelta a lo anterior) es en ocasiones persuasiva, en ocasiones, exasperante y siempre, muy reveladora. Cuando las cosas se torcieron (el adiestramiento de Gos no termina bien), White abandonó el manuscrito. Doce años más tarde, su editor lo encontró bajo un cojín en el sofá de White y le suplicó publicarlo. White se resistió («es como pedirle a un adulto que apruebe la publicación de los diarios que escribió durante su adolescencia»), pero finalmente aceptó, con la condición de que incluyera un epílogo en el que explicaba cómo debería haber entrenado al azor.
El azor es un libro idiosincrásico. Sin embargo, fue escrito en tinta verde con la caligrafía cuidadosa y pequeña de White, en las páginas que le sobraron de los cuadernos encuadernados en tela que White había usado para su exitoso libro de ensayos sobre deportes de campo, England Have my Bones. Con respecto a su forma (un diario rico en digresiones) y a muchas de sus preocupaciones estilísticas y morales, es en gran medida una continuación de ese trabajo. Pero en muchos otros sentidos, El azor es un presagio de La espada en la piedra, el libro basado en el primero capítulo de La muerte de Arturo, de sir Thomas Malory sobre la educación del joven rey Arturo que White escribió al año siguiente y que le otorgó la fama. Pues este libro también es una obra sobre la educación, el poder y la transformación animal, y el medievalismo que aparece en las páginas de El azor brilla con más fuerza en él. Posteriormente, White escribió Camelot, su épica reescritura de la leyenda artúrica para el siglo xx, sin embargo, detrás de esa gran obra, a la sombra de la historia, se encuentra la figura delgada, moteada, encorvada y emplumada de Gos, sin duda uno de los mejores y más memorables personajes no humanos de la literatura inglesa.
Helen Macdonald
Attilae Hunnorum Regi hominum truculentissimo,
qui flagellum Dei dictus fuit, ita placuit Astur, ut in insigni,
galea, & pileo eum coronatum gestaret.
[A Atila, rey de los hunos, el más truculento de los hombres,
a quien solía llamarse «el flagelo de Dios»,
el azor le gustaba tanto que lucía uno coronado
en su escudo, su casco y su píleo].
Aldrovandi
Primera parte
Capítulo I
Martes
La primera vez que lo vi era una cosa redonda como un cesto de la ropa cubierto con arpillera. Sin embargo, era tumultuoso y amenazador, repulsivo de la misma forma en que las serpientes resultan amenazadoras para quienes no las conocen, o peligroso como el movimiento súbito de un sapo cerca del umbral cuando uno sale de noche al rocío con una linterna. La arpillera se había cosido con cuerda, y él golpeaba contra ella desde abajo: golpe, golpe, golpe, incesantemente, con claros indicios de locura. El cesto latía como un gran corazón febril. Profería extraños gañidos de protesta, histérico, aterrorizado, aunque furioso y autoritario. Se habría comido vivo a cualquiera.
Cómo habría sido su vida hasta entonces. Cuando era una cría, todavía incapaz de volar y cubierta de plumón, todavía esa especie de sapo moteado, móvil y boquiabierto que encontramos al mirar en los nidos de los pájaros en mayo; cuando, además, era ciudadano de Alemania, tan lejana; entonces, un hombre de mirada penetrante llegó al nido de su madre con un cesto como este y lo metió dentro. Él nunca había visto a un ser humano, nunca lo habían encerrado en una caja parecida, que olía a oscuridad, manufactura y al hedor del hombre. Tuvo que sentir que era como la muerte (aquello que nunca podemos conocer de antemano), cuando, mientras sus garras torpes tanteaban en busca de un asidero antinatural, encogieron y empaquetaron su consciencia de polluelo dentro de aquel entorno oblongo y extraño. Las voces guturales, la guarida inadecuada a la que lo llevaron, las manos escamosas que lo aferraban, el segundo cesto, el olor y el ruido del automóvil, el estruendo insoportable y regular del aeroplano que llevó hasta Inglaterra aquellas garras que botaban y patinaban sobre el traicionero suelo tejido; calor, miedo, ruido, hambre, lo opuesto a la naturaleza: habiendo tenido que soportar esto, aterrorizado, pero todavía noble y locamente desafiante, el azor niego llegó a mi pequeña casa en el campo en su cesto maldito. Era una criatura adolescente y salvaje cuyos padres lo habían alimentado en nidos de águila con carne sangrienta aún temblorosa de vida, un extranjero de lejanas colinas de pinos negrales, donde un puñado de ramas empinadas y algunos excrementos blancos, junto a unos pocos huesos y plumas esparcidos a los pies del árbol, habían sido su herencia ancestral. Había nacido para volar, ladeándose, libre sobre el verdor de aquellas tierras altas teutonas, para asesinar con sus patas feroces y para devorar con ese pico persa curvado, él, que ahora saltaba arriba y abajo en el cesto de la ropa con una cierta precocidad imperiosa, con la impaciencia de un mimado pero noble heredero natural del Sacro Imperio Romano.
Recogí el cesto con cuidado y lo llevé al granero. La casa en la que vivía se construyó durante el reinado de Victoria, con granero, pocilga y tahona, y en ella vivió una vez un guardabosque. Allí, en el bosque, hace mucho tiempo, cuando los ingleses vivían una vida en la que el deporte era algo intrínseco, en vez de competir en juegos con tediosos y abstractos bates de tenis, palos de críquet y mazas de golf, como hacen hoy, el guardabosque que vivía en la casa había criado faisanes. No había alambradas en su época, y las ventanas del bajo granero estaban cerradas con listones de madera, clavados de forma entrecruzada, una celosía de rombos. Dejé a Gos allí, en su cesto, y estaba abriendo la cabeza de un conejo para coger el cerebro, cuando dos amigos a los que había acompañado recientemente en su triste ocupación vinieron para llevarme a un pub por última vez. El azor salió del cesto volando con fuerza y voló hacia las vigas mientras su amo, armado con dos pares de guantes de cuero en cada mano, se encogía de miedo cerca del suelo; y entonces ya no hubo tiempo. Había pretendido ponerle un par de pihuelas de inmediato, pero se elevó antes de que hubiese recobrado la compostura; y solo cuando el gran puñado de plumas jóvenes se posó en las vigas vimos que ya las tenía puestas. Pihuelas era como se llamaban las correas que le guarnecían las patas. Dejé el azor para que se acomodara, aún sin los cascabeles, posado en la parte de arriba del viejo granero del guardabosque, siniestro y extraordinario; y nosotros tres salimos al pub para celebrar una especie de Última Cena, en la que ninguno estuvo más impaciente por irse que el invitado al que se despedía.
Me trajeron de vuelta sobre las once, y para la medianoche ya les había dado algo de beber y deseado buena suerte. Eran buena gente, tanto como su raza lo permitía, pues eran de los pocos miembros de esta de corazón amable, pero me alegré de que se fueran; me alegré de sacudirme con su marcha el último vestigio de una antigua vida humana y volver al edificio anexo lleno de telarañas donde Gos y un nuevo destino esperaban juntos con obstinada arrogancia.
El azor estaba en la viga más alta, fuera de alcance, mirando hacia abajo con la cabeza ladeada y un leve aire a Lars Porsena.¹ La humanidad no podía llegar allí.
Afortunadamente, mis movimientos humanos perturbaron a la criatura y la hicieron abandonar la elevada percha que le pertenecía por naturaleza y a la que no estaba habituada, porque sí lo estaba a que llegaran a por ella sin miramientos con ruidos mecánicos, la agitaran con sacudidas industriales y le doblaran las plumas caudales de forma que parecieran la parodia de una mopa.
Aturdido por tantas experiencias, el pájaro abandonó la percha en la que habría sido inexpugnable. Había tristeza en aquella evasión inapropiada. Un azor, demasiado grande para una especie británica, y solo ocho centímetros más pequeño que el águila real, no debería huir, sino perseguir. Como resultado de estar en ese momento aprisionado entre paredes de ladrillo desconocidas, voló torpemente en todas direcciones en aquella habitación inhóspita, hasta que, tras algunas vueltas, lo cogí por las pihuelas y me vi, estupefacto ante tal temeridad, con el monstruo en el puño.
Noche
Las plumas amarillentas del pecho, de un amarillo Nápoles, tenían largas manchas verticales en forma de flechas de color tierra de sombra tostada; sus garras como cimitarras se aferraban al guante de cuero sobre el que estaba posado de forma convulsa. Por un momento, me miró fijamente con ojos enloquecidos, de color caléndula o diente de león, con todo el plumaje alisado y la cabeza agachada como la de una serpiente cuando odia o tiene miedo, y entonces empezó a debatirse salvajemente.
Se debatió. En los colegios de primaria privados seguía diciéndose que algún alumno había empezado a «debatirse» por la mañana. Era una palabra que se había utilizado desde que se empezaron a utilizar rapaces en Inglaterra, y, por tanto, desde antes de que Inglaterra fuera un país. Hacía referencia al vuelo picado de rabia y terror al que una rapaz atada se lanza desde el puño en un salvaje intento por liberarse y tras el cual queda colgada boca abajo