Dormir en tierra
Por José Revueltas
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José Revueltas
José Revueltas nació en Durango, en 1914, y murió en la ciudad de México en 1976. Escritor, guionista y activista político. Participó en el Movimiento Ferrocarrilero en 1958; fue una de las figuras centrales del movimiento estudiantil de 1968, por lo cual fue encarcelado en Lecumberri (El Palacio Negro), lugar donde escribió El apando. Su obra ofrece un amplio abanico de temas, pero, particularmente, el de la condición humana en sus aspectos más crudos y oscuros.
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Dormir en tierra - José Revueltas
José Revueltas
Obras Completas
9
José Revueltas
Dormir en tierra
Ediciones Era
Primera edición, en Obras Completas de José Revueltas: 1978
Segunda edición, en Biblioteca Era: 2015
ISBN: 978-607-445-410-9
Edición digital: 2011
eISBN: 978-607-445-150-4
DR © 2011, Ediciones Era, S.A. de C.V.
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A la memoria de Silvestre Revueltas
ÍNDICE
La palabra sagrada
La frontera increíble
Los hombres en el pantano
Noche de epifanía
La hermana enemiga
El lenguaje de nadie
Lo que sólo uno escucha . . .
Dormir en tierra
Apéndice bibliográfico
LA PALABRA SAGRADA
Para Archibaldo Burns
Aquel gemir de Alicia entre las irremediables sábanas de hielo era seco, sin lágrimas, con sollozos breves a los que entrecortaba la respiración difícil igual que en un letargo inocente. A pesar de su origen sencillo, a pesar de no ser siquiera propiamente una enfermedad —un simple shock nervioso habían dicho en el Instituto para Señoritas y Varones cuando en compañía de su padre la trajeron a casa tres horas antes—, esto era tan parecido a la muerte que todos se impresionaron, todos se pusieron en movimiento, aunque sin propósitos definidos, en un afán de sentir que se hacía algo, por inconcreto y gratuito que fuese.
Alicia miraba a través de las pestañas, y cierta plenitud triunfante, algo muy tibio se adueñaba de su ser al sentir la obsequiosa alarma y los cuidados tan ingenuamente inútiles y llenos de cómica reserva de las personas mayores. Parecían extraños pájaros habitantes de un planeta vacío y desconocido en medio de esta alcoba infantil, inocente, candorosa, un poco como Gulliver junto a los reducidos muebles de niña, la mecedorcita donde monstruosamente su padre tomó asiento, sin fijarse, como un autómata; la pequeña cama para muñecas —¡para muñecas, Dios mío!—, apenas un poco más pequeña que la propia cama donde reposaba Alicia; las paredes con dibujos inspirados en Perrault, las cortinas, sobre la ventana, donde un perro de San Bernardo jugaba con un niño, y luego aquel friso de conejos que se perseguían tontamente, sin alcanzarse jamás. Extraños pájaros en medio de esta alcoba infantil a la que Alicia pertenecía hoy de manera tan distinta también, tan de otro modo. Es decir, a la que ya no pertenecía simplemente. Ahora ya no, aunque todos se empeñaran en lo contrario, sin que ella, por su parte, ofreciera resistencia alguna.
La servidumbre, a la cual no fue posible ocultarle el escándalo de aquel suceso, se había congregado en torno de Alicia con cierta compungida malevolencia al amparo de la anarquía que reinó en los primeros instantes y fue preciso desalojarla en la forma menos ofensiva posible.
Sin embargo, alguna de las recamareras se entretuvo para recoger el desgarrado uniforme de Alicia, y ahora lo doblaba escalofriantemente —como si doblase un cuerpo humano vacío, sin vértebras, pero vivo, después del tormento de los cuatro caballos que habrían tirado de sus extremidades—, aplastando, junto al escudo rojo del Instituto y las blancas letras de su leyenda latina, Per Aspera Ad Astra, los dos senos púberes que aún abultaran en la blusa vacía después de que se desnudó la joven. Los aplastaba pensando quién sabe qué inmundicias, con una inaparente y furtiva crueldad.
Lo extraordinario era que Alicia no sufría, pese a sus gemidos. Ella pensó —acordándose de su tía Ene, en la muerte del tío Reynaldo— que lo indicado era gemir, sollozar del mismo modo que lo hacen las viudas legítimas la tarde del entierro, no tanto como una expresión de su dolor, cuanto como una deferencia hacia los demás, en cierta forma para no defraudar a nadie, a toda esa gente de negro que rodea el ataúd y se estremece con los ayes de la pobre mujer que tanto amó al difunto y ahora quedará de tal modo sola. De tal modo sola e irremediablemente compadecida, mientras la amante del esposo muerto, esa viuda ilícita y secreta que hubiese sido tan mal vista en el cementerio, llorará silenciosas lágrimas en el rincón de un templo o se pegará un tiro en el cuartucho de algún hotel.
Una semana, recordaba Alicia, una semana entera, cuando la muerte del tío Reynaldo, en que la tía Ene no dejó de gimotear con un estertor rítmico, pausado, idéntico al suyo de hoy. Alicia sabía que en virtud del carácter indecible, escabroso, de estos gemidos suyos, aquellas oscuras sensaciones que en otro tiempo ella misma experimentó ante los gemidos de la tía Ene, aquella su aterrorizada piedad, su estremecida indulgencia, se trasladaban ahora a las gentes que la escuchaban ahí rodeándola en su alcoba de niña, a su padre, al rector del Instituto y, quién sabe, a esta odiosa enfermera blanca, a esta odiosa estatua de yeso, en la misma forma que entonces. Ellos sentirían lo mismo, lo que Alicia recordaba haber sentido en esa ocasión, una curiosidad sin fuerzas, llena de miedo, una imagen seca e informe de algún acontecimiento bárbaro pero impreciso, como si Alicia fuese una nueva tía Ene, una niña viuda. Sentirían prodigiosamente lo mismo, con una insólita placidez de todos modos, con una especie de perplejidad, sin embargo, ya tranquila a lo último.
Ellos, todos ellos, cuyo único propósito era disimular su convicción respecto a lo que tenían por una desgracia irremediable, que los juramentaba, a causa de la forma sin duda viscosa y húmeda en que cada quien reconstruiría los hechos, a no mencionar el asunto sino con absurdas palabras, horrorosamente sin sonido.
Una viuda legítima. Una alegre viuda legítima que gemía sin consuelo.
La forma fabulosa en que aquello había comenzado y cómo las voces se transformaron perdiendo diafanidad, perdiendo su origen, a partir de aquel grito espantoso que Alicia lanzó en la rectoría del Instituto ante la presencia del médico. En cuanto ella había comenzado a sacudirse, víctima de atroces convulsiones, su padre lo despidió, ya con unas palabras que parecían envueltas en trapos. Alicia pudo darse cuenta así, en ese mismo momento, de que todos la sabían inocente y que la daban por absuelta de antemano, como algo por encima de toda condenación.
—Sobre todo —éstas fueron las palabras que el rector dijo a su padre en la rectoría del Instituto, ante la propia Alicia, bajo una luz singular que exactamente no era luz—, es preciso guardar la reserva más absoluta.
En tiempos muy lejanos, su padre y el rector habían sido condiscípulos, tiempos de la escuela primaria, inimaginables, y ambos, su padre y el rector, se trataban a causa de esto con una detonante camaradería, muy ostentosa y marcada, como si se propusieran disfrazar un odio misterioso que los uniera.
—Desde niños, tú te acuerdas bien, nos hemos encubierto uno al otro —el padre de Alicia enrojeció en una forma extraña y trémula al escuchar estas palabras del rector—, digo, nos encubríamos uno al otro aquellas pequeñas diabluras que imaginábamos inconfesables. . . —el rector hizo una larga pausa, ausente, con una especie de maliciosa añoranza—. Tú sabes que hacer público este caso sería gravísimo para el Instituto —prosiguió—, terminaría por llevárselo el diablo. Por cuanto al maestro Mendizábal (perdona que le haya llamado maestro, es la fuerza de la costumbre), por cuanto al bribón de Mendizábal, recibirá un castigo ejemplar.
—El primero en no querer que las cosas se hagan públicas soy yo —repuso el padre entonces con una voz sorda, que le salía del estómago—, pero espero de todos modos tu ayuda junto a la familia del novio. Tu testimonio será definitivo. Ellos comprenderán las cosas y el compromiso con Alicia seguirá en pie.
—En cuanto a testimonio, tenemos algo que no puede ser más fehaciente —¿fue ésa la palabra, fehaciente?—, que no puede ser más fehaciente, y ese algo es la confesión del propio Mendizábal. Se la haremos firmar de su puño y letra en la reunión del Consejo. Te lo prometo —había añadido el rector.
Ante la propia Alicia, bajo una luz extraordinaria que nada tenía que ver con la luz. Su padre estaba de espaldas a la pared, y el escudo del Instituto, por encima de su cabeza, le daba una cierta curiosa condición, como si se tratase de un santo bizantino. Per Aspera Ad Astra. Todas las mañanas, antes de entrar a clases, se les hacía jurar este lema, a coro, las manos extendidas como en el antiguo saludo de los césares romanos. Per Aspera Ad Astra, por lo áspero a los astros, más o menos. Entonces los alumnos de los cursos superiores ligaban las sílabas con maliciosa rapidez y el grito se escuchaba al unísono, semejante a una descarga de fusilería: ¡Pederasta, pederasta!
Tres veces. Per Aspera Ad Astra. Las letras blancas en torno del escudo rojo en la pared, como el halo de una imagen bizantina, en la pared desnuda, con los retratos ligeramente pederastas de todos los rectores que habían pasado por el Instituto.
Pero la tía Ene no comenzó a gemir sino más tarde. El cuerpo del tío Reynaldo se mostraba dentro de un féretro cuya tapa se mantenía abierta, lo que al parecer era la causa de que todas las personas, en cuanto entraban en la sala, se aproximasen al cadáver para mirar su rostro rubicundo con una especie de agrado. La tía Ene, antes que comenzaran a llegar las primeras amistades, hizo traer un peluquero, grueso y afable, que se condujo hacia el tío Reynaldo con un gran comedimiento y urbanidad, muy respetuoso y solícito. La llamaban Ene, que era la abreviatura de su nombre completo, Enedina. Fue más tarde, delante de todas las visitas, que parecían aterrorizadas, cuando sufrió el espantoso ataque nervioso. Se tiraba de los cabellos, con los ojos inyectados en sangre