El derecho a entender: La comunicación clara, la mejor defensa de la ciudadanía
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Hace ya más de cincuenta años que los movimientos civiles norteamericanos empezaron a reclamar el derecho de los ciudadanos a entender a su Administración, a recibir una comunicación que puedan comprender sin dificultad.
Este libro analiza el concepto del derecho a entender, su desarrollo histórico y la protección que ya se le otorga en numerosos países; las implicaciones que ese derecho exige en la era de Internet y la normativa que lo ampara, particularmente en la Unión Europea. Además, y este es quizá el mayor valor de esta obra, aporta la metodología con la cual lograr una comunicación clara que sitúe a las personas en el centro.
Mario Tascón
Periodista, dirige la empresa de transformación Prodigioso Volcán y preside la Fundación del Español Urgente (Fundéu). Asesor de más de veinte medios internacionales y consultor de empresas. Ha sido director general y creador de Prisacom, la editora digital del grupo Prisa, primer director de ElMundo.es y más tarde de ElPais.com. También fue fundador y editor de LaInformacion.com. Es maestro de Periodismo de la Fundación Gabo. Sus trabajos de diseño e infografía han sido galardonados internacionalmente por la SND (Society for News Design) y los Premios Malofiej. En el ámbito de la comunicación clara, ha desarrollado múltiples proyectos con las áreas jurídicas, de innovación, desarrollo digital y de diseño de diferentes empresas de banca, seguros, farmacéuticas, consumo y alimentación, así como con la Administración Pública española
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El derecho a entender - Mario Tascón
El derecho a entender, la buena administración
y los nuevos retos: de la inteligencia artificial
al nudging
Es un placer prologar este libro que aborda temas de gran importancia. Desde luego, hace ya tiempo que los postulados básicos que aquí se exponen han sido asumidos plenamente por otros países. España llega a esta cuestión con retraso, pero también con una ventana de oportunidad para aprender de otras experiencias y mejorar en nuestro propio ámbito.
Es posible, por supuesto, adoptar diversos enfoques sobre la cuestión que nos ocupa, tan poliédrica. En mi caso, aquí voy a adoptar una perspectiva específica, basada en el siguiente punto de partida: que los ciudadanos/consumidores (así expresado, pues esta es nuestra doble faceta) entiendan que las comunicaciones del sector público y del sector privado son un derecho subjetivo que ostentan, el cual genera auténticas obligaciones jurídicas para los entes públicos y las empresas privadas.
En el sector público, el derecho a una buena administración, del que gozamos los ciudadanos europeos y españoles ante nuestros gobiernos y administraciones, es el seguro punto de anclaje de dicho derecho a entender. El derecho a una buena administración se proclama en el artículo 41 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, en diversos estatutos de Autonomía modernos en España y en diversas leyes de nuestro ordenamiento jurídico, y ha sido alegado ante nuestros tribunales en múltiples ocasiones, llevando, en no pocas, a la declaración de ilegalidad de decisiones públicas.
La diligencia debida (o debido cuidado) que la jurisprudencia anuda al derecho a una buena administración incluye también la obligación de los gobiernos y las administraciones a actuar diligentemente para hacerse entender y el correlativo derecho del ciudadano a entender la información que le transmite la Administración de cualquier modo (mediante notificaciones o publicaciones) y mediante cualquier soporte (páginas web, plafones informativos, cartas…), incluyendo, claro está, a los algoritmos utilizados, en su caso, para la adopción de decisiones administrativas automatizadas, supuesto que cada vez más se va a incrementar en nuestro país, como ya sucede en otros.
Este derecho a entender está relacionado, por supuesto, con el derecho a utilizar las lenguas oficiales en sus relaciones con la Administración, regulado ya por nuestro ordenamiento, como es sabido, y sobre el cual ahora no podemos detenernos. Pero, y esto es lo que nos interesa, va más allá. Incluye también la necesidad de que la información transmitida por la Administración, sea en la lengua cooficial que se emplee, sea entendida por los ciudadanos, de acuerdo con el ordenamiento jurídico.
En el ámbito del soft law —esto es, el derecho blando—, con un grado de vinculación menor que las leyes y reglamentos, las directrices estatales de técnica normativa aprobadas en 2005 señalan en su artículo 101 que el destinatario de las normas jurídicas es el ciudadano
, por lo que deben redactarse en un nivel de lenguaje culto, pero accesible
.
En el ámbito del derecho vigente, la Ley 14/1986 General de Sanidad, artículo 10, dispone que toda persona tiene el derecho a que se le dé en términos comprensibles, a él y a sus familiares o allegados, información completa y continuada, verbal y escrita, sobre su proceso, incluyendo diagnóstico, pronóstico y alternativas de tratamiento
. Una falta de diligencia en hacer comprensible la información podría, pues, incidir sobre nuestro derecho a la salud (artículo 43 de la Constitución) y generar, en su caso, responsabilidad patrimonial de la Administración sanitaria por incumplimiento de ese deber de comprensión
que nos provocará daños físicos o psicológicos (STS, de 2 de noviembre de 2007, Sala Tercera de lo Contencioso-Administrativo, Fundamento Jurídico Segundo, entre otras).
Asimismo, la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno, cuando se refiere en su artículo 5.5 a la publicidad activa, señala: "Toda la información será comprensible, de acceso fácil y gratuito y estará a disposición de las personas con discapacidad en una modalidad suministrada por medios o en formatos adecuados de manera que resulten accesibles y comprensibles, conforme al principio de accesibilidad universal y diseño para todos".
En la misma línea, la Ley 39/2015, de 1 de octubre, de Procedimiento Administrativo Común, en referencia a la actividad de regulación, señala en su artículo 129 el debido respeto de diversos principios generales del derecho referidos a la buena regulación y ya empleados ante los tribunales, como por ejemplo en la STS, de 28 de noviembre de 2019, Sala Tercera de lo Contencioso-Administrativo, que señala que estimamos que, en la ordenación de un sector económico, la Administración debe garantizar el respeto a los principios de buena regulación
.
Entre estos principios queremos destacar ahora los siguientes (la cursiva es nuestra):
Artículo 129. Principios de buena regulación.
2. En virtud de los principios de necesidad y eficacia, la iniciativa normativa debe estar justificada por una razón de interés general, basarse en una identificación clara de los fines perseguidos y ser el instrumento más adecuado para garantizar su consecución.
4. A fin de garantizar el principio de seguridad jurídica, la iniciativa normativa se ejercerá de manera coherente con el resto del ordenamiento jurídico, nacional y de la Unión Europea, para generar un marco normativo estable, predecible, integrado, claro y de certidumbre, que facilite su conocimiento y comprensión y, en consecuencia, la actuación y toma de decisiones de las personas y empresas.
5. En aplicación del principio de transparencia, las administraciones públicas posibilitarán el acceso sencillo, universal y actualizado a la normativa en vigor y los documentos propios de su proceso de elaboración, en los términos establecidos en el artículo 7 de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno; definirán claramente los objetivos de las iniciativas normativas y su justificación en el preámbulo o exposición de motivos; y posibilitarán que los potenciales destinatarios tengan una participación activa en la elaboración de las normas.
Pues bien, en nuestra opinión, se explicite o no en una ley como las mencionadas, la obligación de diligencia de los gobiernos y administraciones de hacerse comprender forma parte intrínseca de los principios de buen gobierno y del derecho a una buena administración ya mencionados. Por tanto, es una obligación genérica y transversal, en cualquier sector y respecto a cualquier información transmitida, ligada al estándar de conducta de debida diligencia aquí propuesto.
Lo afirmado tiene ya —y va a tener aún más— una notable trascendencia práctica. Pensemos en esa trascendencia respecto al uso de algoritmos y big data para la toma de decisiones públicas antes aludido, utilización en constante crecimiento, puesto que la explicación que ofrezca la Administración del funcionamiento del sistema debe ser comprensible para el ciudadano. Diversos preceptos del Reglamento General de Protección de Datos de la UE (artículo 13, información que deberá facilitarse cuando los datos personales se obtengan del interesado; artículo 14, información que deberá facilitarse cuando los datos personales no se hayan obtenido del interesado; artículo 15, derecho de acceso del interesado) se refieren a que "la existencia de decisiones automatizas, incluida la elaboración de perfiles, a que se refiere el artículo 22, apartados 1 y 4, y, al menos en tales casos, información significativa sobre la lógica aplicada, así como la importancia y las consecuencias previstas de dicho tratamiento para el interesado".
En el ámbito del derecho francés, el Decreto de 16 de marzo de 2017, que desarrolla la LOI n° 2016-1321 du 7 octobre 2016 pour une République numérique, es más concreto al exigir una comunicación inteligible a quien lo requiera de 1º Le degré et le mode de contribution du traitement algorithmique à la prise de décision; 2º Les données traitées et leurs sources; 3º Les paramètres de traitement et, le cas échéant, leur pondération, appliqués à la situation de l’intéressé; 4º Les opérations effectuées par le traitement
.
Así pues, las informaciones conectadas con el consentimiento informado de los pacientes, con la publicidad activa, con el redactado de los textos normativos, pero también las motivaciones de las decisiones de gobiernos y administraciones (incluyendo el caso de uso de inteligencia artificial en decisiones automatizadas), han de ser elaborados con la diligencia debida para su entendimiento por la ciudadanía, como un corolario lógico del derecho a una buena administración mencionado. Si ello no ocurriera, dicho derecho sería vulnerado y, por tanto, cabría su defensa por los medios que el Derecho habilita, incluido, claro está, el control judicial.
El estándar de debida diligencia ciudadana en el entendimiento no exige ciudadanos heroicos ni premios nobel. Por tanto, habrá que presumir su vulneración por las administraciones y gobiernos si el texto no es inteligible para el hombre y mujer que, a su vez, despliegue una diligencia razonable en la comprensión (la propia de un buen padre de familia, artículo 1104 del Código Civil, para los ámbitos no profesionales, o en el caso empresarial, la de un ordenado empresario
prevista en la legislación de sociedades, profesional y más exigente).
La falta de entendimiento como consecuencia de la mala diligencia administrativa en la explicación haría a la decisión administrativa no comprensible —en consecuencia, imposible de cumplir— e irracional —esto es, arbitraria—, lo que está proscrito por el artículo 9.3 de la Constitución española. Frente a este tipo de decisiones no entendibles sería posible solicitar su anulación (en su caso, judicial) así como (también en su caso) la responsabilidad patrimonial de la Administración por los posibles daños que la actividad incomprensible haya causado en el destinario.
Todo ello respecto al sector público. Lo mismo cabe sostener, con otras argumentaciones y fundamentos, para el ámbito privado. Por un lado, porque aquellas empresas privadas que desarrollen funciones públicas o presten servicios públicos o servicios de interés general deberían estar sometidas a las mismas obligaciones de buena administración que los poderes públicos, entre ellas la obligación de hacerse entender (y aquí los defensores del pueblo pueden tener una labor importante como prevé, por ejemplo, el artículo 78 del Estatuto vigente de Autonomía de Cataluña para el caso catalán). Por otro lado, porque desde la perspectiva de los ciudadanos/consumidores que se relacionan con empresas que operan en el mercado también estas están obligadas a hacerse entender para no causar la indefensión del consumidor.
Efectivamente, tanto la normativa como la jurisprudencia vienen estableciendo esa exigencia: desde fijar el tamaño de letra (!) en los contratos (Real Decreto 1/2007, modificado al efecto en 2014) hasta la exigencia de redacción contractual clara y precisa de la legislación de seguros, pasando por la claridad en la redacción exigible a los contratos (STS de 15 de junio de 2018, Sala Primera de lo Civil).
Por todo ello, el libro que va a leer es de máximo interés y relevancia para nuestra sociedad.
Finalmente, nos gustaría concluir con una reflexión que creemos que vale la pena explorar en el futuro. Una Administración sometida al principio de legalidad e inteligente no solo debe cumplir con su obligación de hacerse entender, sino que, además, emplearía el lenguaje y la información transmitida como un elemento de intervención pública efectiva, para la mejora de sus políticas públicas, con un coste inexistente o mínimo.
Ello nos sitúa en el ámbito del Derecho y la Economía conductual y en el papel del denominado nudging en la mejora y efectividad de las decisiones públicas y en el desarrollo de mejores regulaciones (movimiento europeo e internacional conocido como better regulation).
Hay que partir de la perspectiva tradicional —discutida hoy en día, como vamos a ver— de que somos decisores plenamente racionales que evaluamos los costes y los beneficios de cada decisión que tomamos. La racionalidad absoluta de la persona, del homo economicus, no existe, puesto que, ante todo y por lo que ahora nos interesa, es limitada (como Simon, premio nobel de Economía en 1978, puso de relieve hace ya mucho tiempo), por un lado, y porque, además, no tiene en cuenta comportamientos perfectamente racionales como la reciprocidad y el altruismo (lo que da lugar a un modelo de homo reciprocans, que toma sus decisiones con base en normas sociales en las que la reciprocidad, el altruismo y la confianza importan, como han apuntado diversas voces).
Por otro lado sabemos, más recientemente, que tal racionalidad está interferida por heurísticos y sesgos cognitivos. Los sesgos cognitivos afectan al comportamiento humano (son errores sistemáticos producidos por los heurísticos o atajos mentales intuitivos que nuestro cerebro adopta para procesar rápidamente el gran volumen de información que nos llega), de acuerdo con los descubrimientos que en las últimas décadas nos han ofrecido las ciencias conductuales.
Nuestro cerebro falla no infrecuentemente, nos engaña debido a dichos sesgos, al activarse inconscientemente el llamado sistema de toma de decisiones 1
, automático y rápido, prevalente sobre el 2, el reflexivo.
Muchas de nuestras decisiones irracionales (no ahorrar para la jubilación, consumir energía en exceso sin necesidad, fumar, alimentarnos incorrectamente…) se explican por sesgos como el de disponibilidad (tendemos a considerar más importantes y probables riesgos asociados a experiencias recientes y visibles y menos a riesgos futuros), el de optimismo y exceso de confianza (subestimamos las posibilidades de que algo desagradable nos pase), el de statu quo (nos aferramos a una situación actual, incluso si una nueva nos trajera mejoras), de aversión a la pérdida (nos duele más perder algo ahora que ganarlo para el futuro) o del enmarcado (framing: cómo se nos presenta la información).
Una Administración pública inteligente sería aquella que incorporara técnicas antisesgo para lograr que sus decisiones fueran más efectivas, aplicando lo que sabemos gracias a avances ofrecidos por la psicología cognitiva (con los destacados trabajos de Tsaversky y Kahneman, este último premio nobel de Economía en 2002), por la economía conductual (de la mano de Thaler, premio nobel de Economía en 2017) y por el Derecho conductual, un Derecho llamado 3.0 (donde destacan las aportaciones de Sunstein, profesor de Derecho en Yale, quien fue también gestor en temas regulatorios en la Administración del presidente Obama).
Dichas estrategias antisesgo se fundamentan en el papel del nudging, esto es, cualquier aspecto de la arquitectura de las decisiones que cambia la conducta de las personas de un modo predecible, sin prohibir ninguna opción ni cambiar de forma significativa sus incentivos económicos y sin costar dinero público. Diversos países constituyeron hace ya tiempo unidades administrativas de impulso del nudging (Estados Unidos, Reino Unido, Holanda…).
Lamentablemente, de nuevo en España estamos todavía al margen de dichas iniciativas y esta clase de actividad administrativa es aún una gran desconocida.
En lo que ahora nos interesa, un nudge poderoso para evitar decisiones irracionales e incentivar determinadas decisiones de los ciudadanos y consumidores adecuadas para el interés general es el de enmarcado (framing): sabemos que extraemos diferentes conclusiones de los datos disponibles en función de cómo se nos presenten. Por ejemplo, para decidir operarnos, no es lo mismo que se nos diga que de 100 pacientes que se operan, 90 están vivos cinco años después
, que de 100 pacientes que se operan, 10 mueren cinco años después
. La información es la misma, pero probablemente en el segundo caso decidiríamos no operarnos.
En definitiva, como ha señalado el Comité Económico y Social Europeo en su dictamen de 2017 sobre "Integrar los nudges en las políticas europeas:
Los nudges son un instrumento de política pública que se suma a los ya utilizados por las autoridades públicas europeas […]. Se nos presentan, sin embargo, como una herramienta especialmente interesante para responder a determinados desafíos sociales, medioambientales y económicos".
He aquí, pues, cómo un lenguaje claro y comprensible no solo protege derechos individuales y colectivos, sino que también puede ser un magnífico instrumento para el logro de los intereses generales que han de perseguir nuestros poderes públicos, todo ello sin coste y con