El día que llovió hacia arriba
Por Pebeltor
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Todos esos compañeros de instituto, con sus familias y profesores son la verdadera elegancia. Abuelas también, y ordenanzas, además del tito de Ellis, un joven que transita en muchas direcciones, de los que les une el miedo a separarse; ellas no tanto, ya les sale el feminismo. Y es que la vida, tras la niñez, es complicada, mucho más con un Concurso de Literatura escolar de por medio.
Lo igual siempre es igual, pero todo pueblo necesita creer en algo, sobre todo, las madres, que, como prisioneras, no preguntan cuando ya lo saben todo.
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El día que llovió hacia arriba - Pebeltor
dragones.
El muro
—Crece la adicción al juego en la región —les hablaba la psicóloga clínica.
Era uno de los temas más llamativos de un lunes, evidentemente complicado. Para controlar a todos esos jovencitos, su tutora les tenía esa sorpresa, y otras. También acudió el comisario, de uniforme por supuesto, que daría suma a sus puntos de vista como experto en seguridad, registros y eso de las apuestas indebidas.
«No dejamos que accedan personas que no cumplen la edad mínima» se podía leer en un cartel al efecto. No había mendicidad ni palabras en balde.
El comisario, quedándose al fondo, sentado en un sillón sin brazos, pero sillón de los de maestro o algo por el estilo, que no silla de pupitre, justo después de entrar y mirar los libros más destacados de esa pequeña librería, sin dar lugar a más vueltas, subrayó poniendo sus metas:
—Todos sabemos a estas edades que alguien atento no siempre es bueno, ¿correcto?
Bret fue uno de los que asintió. Ellis, sin duda, estaba en lo más importante: rezando porque llegase ya el martes y poder entrenar. Con nula gracia atendía. Quien sí que se hacía más grande era Adriana Hidalgo, la que tenía resultados diferentes. No hacía nada al descubierto. Era inevitable acabar sabiéndolo, siempre tenía la misma frase con un desconocido, la cual ya había sentenciado en las presentaciones con la ponente, sacándole partido a sus buenas ideas:
—Las alergias son una versión radical de las modernizaciones.
Era alguien capaz de dar consejos a los políticos para que gobernasen bien.
Hacía coincidir ese punto diabólicamente inteligente con sus notas. Y sí, sabía darle alma a cualquier objeto si se lo proponía. Era conocida como «la extranjera», o «la extraordinaria», en general. Tenía controladas las más de doscientas antenas 4G, era algo científicamente constatado; lo hacía para controlar su ansiedad, afirmaba. También se ocupaba de llenarle el pastillero a su anciano abuelo, y darle apoyo diario. Además, era campeona, por cuatro veces, de oratoria. Toda una poetisa en lengua castellana a la que habían dejado participar por la deferencia de sus notas cuando todos los demás estaban en la bondad insensata. Los cuatro platos de arroz fue el título de su último discurso ganador, frente al favorito de los otros Una carretera sin señales, que se quedó en eso, en una posibilidad. Ellis aún no había digerido ese merecimiento de la otra, obviarla era su mejor forma de homenajearla. Eso, y el sastre que le hizo al balón al poco de llegar a casa, harto de disimulos varios. Su juicio existencialista no daba para más, casi un año había transcurrido del último aviso y seguía pensando que ser segundo era peor que ser penúltimo o incluso último. No le pasaba ni media a la compañera, para adentro.
Ni en su categoría podía hacerle sombra a la icónica sirenita.
Artesanalmente impecable, apasionante y estomagante, Bret, que por español era lo más parecido a un cubano, hacía esa labor buena de todo colega, pendiente de ambos, y crítico siempre. Para cuando tuviera veintiséis años había decidido ser policía de provincias, no antes, luego estaba encantado. Anotaba todo, y a la tarde, en casa, seguramente lo cotejaría en el buscador Google adentrándose en palabras de referencia. El marketing digital le encantaba, al margen del deporte. Y nunca se estremecía.
—Los extraterrestres están ahí fuera, esperando —conversaba a veces con su perro, en el poder y en la enfermedad.
Evidentemente había más alumnos en esa clase. Estaban los que se preocupaban de los exámenes parciales y los que no, los que eran más o menos autónomos y los que precisaban de ayudas varias, y algunos u otros que siendo de mejor o peor tipo, altos y/o bajos, también se podían ver como gigantes según qué materias. Hasta los chicos del ferrocarril. Todos ellos estaban inscritos, de oficio, en el concurso. La profesora usó sus bazas, argumentando el lema de los viernes, por las tutorías. Escrito, dicho y redicho a fuego y sol:
—No cabe lo que siento en todo lo que no digo.
Irish Times, que era como le apodaban los alumnos por su exceso de puntualidad y esos ojos tan bellos y poderosos por los que otros profesores doblaban las campanas, se había visto obligada a adoptar esa postura para suerte de muchos. Anteriormente, concursar era voluntario. Mas la falta de diálogos constructivos entre el alumnado era público y notorio, y en los claustros de dirección querían cortar esa inestabilidad y los discursos del miedo, basados más que nada en el uso de las tecnologías como principal apoyo en lugar de las palabras y las letras. La comprensión como comunidad era el título de cara a los dictámenes formativos en su apunte reglamentario. Ella lo describió únicamente a sus pupilos como saber expresarse. Pero ese día hubiera preferido no encontrarse a sí misma. Tocaba tierra de chacales. Agua y viento, y hacer de madre con ese grupeto de los lunes.
Entre todos, y con algunas preguntas poco convencionales, la misma seguía tranquila como una paloma esquinada a base de decirse «benditos sean los muertos», observándolo todo bien atenta. Bret tenía su cuaderno más que iluminado con esos dibujitos que marcaba en los márgenes. Se le daban bien las caras. Ellis pensaba en sardinas, patatas y pan. De todo, lo que más le gustaba era comer al baloncestista. Podía comer desde una sola cosa hasta veinticinco y no se saciaba, tenía algo en el tiroides. Sus padres no lo aceptaron hasta que este fue bien grande y lo vieron con absoluta normalidad. Cierto es que esa derrota tenía más dignidad que cualquier victoria, porque Ellis era un tipo feliz, inteligente y sin medias vueltas por mucho dolor o molestias que tuviera. De ahí que Adriana, lejos de ser su archienemiga, le consideraba un angelote. Le quería como si fuera a implosionar la tierra, y no podía. No tenía mejor cosa que hacer en la vida que decirle cosas como «te mereces mis medallas» o los «nací en un día azul cuando te vi» junto con el «estás en buena forma» que le encantaba, para el que todo era más que un juego. Como abuela y madre, para ese, no había mal alguno. Como compañera de clase, al ganarlo, quedando por delante del mismo en el casillero de notas, no le era ni una mala aventurera. Mejor que nada mejore, pensaba por no perderlo del todo, pareciéndose a esos ancianitos cuidados por robots a pilas. Había días que salía de clase medio llorando la mujercita. Era muy duro ganarlo y perderlo al tiempo. El don de lenguas entre ambos era tan exiguo que apenas dejaban lugar a hechizo alguno o trueques. Quizás en otro lugar, pensaba la mujercita, con mente de más de veinte años, salvo para el mundo de los animales.
La del pelo corto con flequillo y ojos ámbar, estaba en los días perdidos, dejando hacer a la psicóloga enviada por la Concejalía competente. No obstante, su piel de melaza no pasaba desapercibida para algún avispado, que ya iba sintiendo el amor y otras drogas por adelantadillo. Los años no nos diferencian, nos enriquecen, casi que opinó otro, frente al estupor de los demás por ser el más mayor de los de la clase, y repetidor. En cualquier caso, le gustaba tanto lo que veía, y tan de cerca por estar castigado desde la primera fila, que tenía el honor de los inocentes, embobalicado.
—Son máquinas más complejas de lo que parecen —se refería la oficiante con respecto a las tragaperras—. En los salones de juego se empieza por algo sencillo, y se acaba apostando desde casa o cualquier otro lugar sin control alguno, porque todos los días parecen iguales, así como las partidas o apuestas, facilonas. Un ludópata nunca falta a su cita. Ve tangos en el cielo o ángeles en llamas. Las máquinas son para él, un hermoso lugar… para morir.
En esa clase se podían apreciar intolerancias y apreturas cuando se buscaba en la felicidad de los demás. Era una cotidianidad medio alegre pero incisiva, donde algunos cuellos se iban recostando por las clavículas, el otro que se ponía paranoico por ese propósito desde tan cerca, y ese que pensaba en romperle los frenos de la bicicleta al de al lado, al margen de la introspección que la mayoría iba ejerciendo con las enseñanzas del día, fuera de temario, que siempre había alguna trampa.
—Para suerte de muchos las madres sabemos que por un hijo se puede hacer de todo —continuaba la formadora—. Quinientos treinta y tres días tardan en admitirlo. Algunos niños nos han venido a decir que estaban nadando. Ya veis, las máquinas son tramposas por naturaleza, no son miel. Muchos se dan sus primeros besos de novios ahí, como si fueran un lugar de fortuna; pero todo amor que se cierna allí es desgraciado.
Bret lo que tenía era impaciencia por formar parte de una brigada antiexplosivos. Tenía un extrañar que a veces lo cubría de un aire demonizado, y le era difícil librarse del mismo. Dieciséis deseos que llevaba anotados con sus dibujitos, jamás consternado. La de los zapatos azules y rojos, con su lógica e intuición, medianamente segura lo anotaba todo sin precipitación alguna, de muy buena letra. Podría estar abrazada a una de sus muñecas de niña que no perdía el hilo de lo que se decía por parte de la experta. Con el ataúd de la novia andaba el chiquete garabateando, su soplo de vida.
—Dicen que el elemento humano necesita un equilibrio exacto entre el calor y el frío —apuntó en uno de sus comentarios, cuando dieron oportunidad.
—Muerte blanca, sí, de no haberlo —subrayó la ponente.
Lógicamente, muchos se rieron o desconectaron al no entender lo que no estaba a su nivel. La psicóloga pestañeó varias veces, y clínicamente le salió por donde pudo a Adriana, conteniendo al resto de la clase por esa dosis de ingenuidad de estos, así como contentándola, no sin dirimirle una frase para acallarla, avisada de su altura de miras:
—La vida está hecha de contradicciones, porque somos parte de un todo, por eso hay que pensar despacio cuando se puede y no actuar alocadamente. Todo tiene consecuencias. Séneca, un pensador que no pasa de moda, dejó escrito que no hay mayor causa para llorar que no poder llorar. Estoy seguro que alguna vez habréis oído ese cuento del Sol y la Luna, dándose sombra y abrigo.
Ello les fue un cuento de hadas en plan salvaje, cual mejor aprendizaje o libro de los placeres, para todos.
—Todos queremos lo mismo —sustanció Irish, guiñándole un ojo a su mejor alumna, también mordiéndose la lengua.
Ellis la pilló, y lejos de tenerle rencor alguno, añadió:
—Las ilusiones son personajes peligrosos, ellas y sus defectos.
—Sí, vosotros valéis más que cualquier obsesión —le corroboró la psicóloga—. Los depredadores que mejor se disfrazan son los peores, si observáis a algún compañero con problemas, decidlo. Decídselo a vuestros tutores, ellos le ayudarán. No se le sitia a nadie, cada noche, cada día, se le ayuda.
Se ganó el buen gesto de parte del aula, apremiado por sus colegas de equipo.
Y reaccionó importante la que le orillaba, sin tibiezas:
—¿Le diría a otras víctimas que nunca se sienten culpables? Dicen que se oyen abejas. Zumbidos.
Fue entonces cuando Ellis sintió las horas muertas bajo la piel. Esa pregunta la percibió como un golpe bajo, que lo silenció del todo. De hecho, ni escuchó la respuesta de la metódica especialista. Bajó la barbilla tanto como pudo y fue menos que el peor de los elixires, paliando esa molestia. «Mejor que nada mejore», pudo haber pensado herido en su orgullo, evadiéndose. El comisario algo percibió. Fue su secreto de fango y electricidad, dolor que les unía.
—¿Se ha asomado una cigüeña a lo alto del campanario? —pronunció la profesora.
—¿Qué? —dijo Ellis, metiendo el cuerpo para sí.
—¿Estás aquí? —le coartó la profesora, políticamente correcta, a media distancia.
—Sí, profesora. —Giró ya para bien el alumno.
El leve toque en el hombro, que para otros sería una amonestación, para él fue todo un soplo de aliento toda vez que terminó de acercársele su Caperucita a ritmo lento. Fue su suerte maldita.
Terso y mudo, mansamente, el joven adolescente dejó de buscar sus abejas por la ventana. ¡Bendita ilusión! Expiró y sintió la otra, que dentro de su corazón malhumoró su influencia. Le era sol porque alumbraba, y porque la hacía medrar. Bret, con su indumentaria más de hospital por donde las urgencias que de otras garantías y haberes, desaliñado a conciencia, en el buen sentido de la palabra, adoró tal hermosura con un manantial sereno, muy de los suyos, zigzagueando con el lápiz, y susurrándose:
—Es la mejor leyenda española de todos los tiempos.
El que ya se untaba de aceites de cosmética en la cara, aun siendo imberbe, dejó siquiera que su mano viril hiciese un gesto de complacencia a su colega por encima de la mochila, que le colgaba, forjada y preciada, en el soliloquio de la mesa de estudio, como a los demás alumnos.
El docto oficio le fue corregido por Irish, con una mirada de esas de mil años. Fue un acto casi reflejo, le tenía calado en su pequeño zoológico.
Mientras, la ponente seguía contando el transitar de los malos vicios, asociándose con esos vídeos virales de las redes para reordenarles las presiones sociales. Paso a paso supo darles la vuelta a esas profundidades de los unos y los otros, tales como los «mi padre dice que el trabajo acaba con tu salud» y esos «hay que quitarse de la educación» como también los «son regalos especiales», al tiempo que alguna rastreaba el sándalo sin perder detalle.
Por momentos, hubiera preferido hacerse la muerta la facultativa. Maestra y mentora, se hubieron de apostillar entre tantos excesos los mayores.
—No deberíamos seguir tolerando que las empresas puedan dañar la salud de las personas sin responsabilidad —lamentó haber dicho la buena de Adriana, puntillita.
Según la cual se tocaron el codo los colegas, dilatando el comentario de la sabia. Era un modo de darse ánimos, por cuando la vida les resultaba asfixiante. Esa extranjera les comía el terreno académico a todos. No sabía ponerse límites conscientes, por extraordinaria que fuera o fuese. Para la profesora, por compulsiva no podía liderar, aunque los resultados le daban la razón. No había dirección equivocada en la alumna, sí exceso porque todo le era un viaje iniciático hacia el origen de la vida.
Era ella quien no sabía cómo conciliar y leer bien las clases, ya lo había comentado con otros jefes de departamento, porque se había criado en la misma cultura ventajista, practicando poco y a su vez transmitiendo sin remedio. La Hidalgo, que no era tonta, a poco tuvo como que una tiritera muy propia del Parkinson; eso le sucedía cada vez que se excedía o reservaba, a tenor de otra de esas miradas de quien abogaba por contenerla en tantos imposibles.
Así que no iba del todo mal encaminado el bromista de la clase, íntimamente relacionado con algunas dolencias objetivas:
—Nos convertiremos en máquinas. Animalillos manipulados —precisó Chinchilla con una voz popular.
—¡Paren las máquinas! —expresó otro.
—Tal vez sea esa la influencia de los malos modos y la generalizada agresividad de las redes sociales —le recondujo la que tituló su charla Un regalo especial, como labor social.
Simbólico e importante, no dejó de contener sus dibujillos a mano el tal Bret, que ni por Navidad abría la boca para intervenir en clase. Entre unas y otras cosas, solo se conminaba a lo suyo y los suyos. Pese al incordio del dibujar, que lo tenía más que captado Irish, en lugar de darle cachetes o serle virulenta, reglamento en mano, lo manejaba piano a piano, aunque a veces se molestaba en explicarle con su mismo lenguaje (pero sin actitud macarra) y medio a solas, bajándole los humos:
—Jo, ¡cómo eres! Pones la muerte en espera… pero eres un caso. ¡Céntrate!
Momentos que marcaban una unión hasta hacerla irrefrenable. Otro al que tenía enamoradillo en su eterno resplandor. Sin embargo, sabía mantener la mirada. El que no, Ellis, para quien su amigo escribía y balbuceaba un:
—Me vas a detestar. —En el margen del cuaderno de notas, y la vida secreta de los edificios.
Sencillamente porque quería lo que el otro tenía, y como socios se buscaban. Obra suya fue ese otro gesto bajo la mesa, cerrando el puño con significación y diablura. Era el gesto del certamen, idea suya, porque artista también lo era. Otra vuelta de tuerca.
Otro que necesitaba dibujar y expresarse para contener sus arrebatos. En ese instante se quedó medio quieto al virarse la profesora, como si sufriera la enfermedad del escaparate.
—Roberto, ¿tienes algo que contarnos? —le cuestionó ella.
—No, profesora —respondió y se reconcomió ese bestiario adolescente. «Guarden la casa y cierren la boca», pensó.
—Pues déjate de aviones de papel que no podemos pilotar —le corrigió—. Siga, por favor, que le he interrumpido —se dirigió a la ponente, y médico—. ¿Dónde nacen los monstruos?, ¿alguien lo sabe? —salió al paso recogiendo el guante.
—¿Dónde nacen los monstruos? —incidió la ponente hacia María, la sombra llameante.
El tiempo se les detuvo a los alumnos, y a María, que ya no fue el loro de siete leguas.
—No os fieis de las tendencias —advirtió la profesora, ya en su estrado, maestra y maga.
—Cuando lo pienso en mi casa no me hago una idea muy clara. Ayudadme —inquirió la experta—. Seguro que lo sabréis. Es la danza de la realidad.
—Mi madre dice que mi vecino es un monstruo —observó una chica.
—¿Y eso? —No permitió más risas que las justas esa facultativa.
—Si yo no puedo tenerte, nadie más te tendrá; va diciendo siempre. Y ¡qué rico!
—Pero eso es porque tendrá un problema el hombre. No te preocupes. —Lo quiso pasar por alto, habiendo preferido cualquier tema de Einstein o el arte de montar en bicicleta para una torpe como ella.
No obstante, la profesora tomó buena nota, y habló con rectoría:
—De las pesadillas. ¿Estamos?
—Siempre hay alguien vigilando —dijo uno antes que nadie, en sus evangelios para soñar.
—Los monstruos surgen de las pesadillas —incidió la profesora en su magisterio, poniéndosele los ojos invisibles con más notas, dando su patria por una semilla de manzana.
Un lenguaje para inspirar sintió la ponente, quién en el principio de la igualdad, ejemplificó:
—¿Conocéis el cuento de la ciudad de los niños perdidos?
Rápidamente se alteró la clase, por cuando uno saltó muy mayorcito:
—¡Sí, claro! Y el del Ratoncito Pérez.
La bromita fue peor que poner todas las señales de tráfico del revés en una ciudad a hora punta. No se avecinaba un verano cualquiera, sino el del gran estirón, por el que muchas almas sin camino ya estaban creciditas o desaparecidas de sí.
Y como el caos conllevaba cierto orden, ellas dos también se rieron a falta de no poder perpetrar un delito de fuga o acabar con esa sanguijuela que las ponía rojas, no así el comisario, que hizo bueno aquello de que a la persona le hace la silla donde se sienta. Fueron segundos donde no se elogió caminar alguno, hasta que las dos se posicionaron tras la mesa, compartiendo espacio y redil.
—Ya os tocará saber de todo, porque la tendencia en la sociedad actual no es a especializarse en un campo de trabajo como se hacía antes, ahora toca saber de todo: hasta de monstruos.
Del talento a la cordura no hubo tanta distancia. Todos se callaron casi al unísono. Hasta el de la nulidad de hombre y su alter ego que circunscribía la vida a una caja de cerillas.
—Es como echar agua en una cesta, que se nos va —dijo el policía, con su salvaje delicadeza.
Esa fue la venganza de un hombre paciente.
—Las consecuencias al final siempre llegan —añadió, poniéndose en pie sin tremendismos—. Los monstruos no son personas olvidadas; ni lo que nos queda de la muerte. El ser humano es un ser en el tiempo que no deja de proyectar ideas. Se hace muy a menudo. En función del contexto se prevén o recrean escenarios. El factor humano se mueve por el principio de incertidumbre, y ahí surgen los monstruos. A eso he venido yo. Ha hablaros de que por mucha revolución tecnológica que haya, existen factores que potencian reacciones que nos ponen en crisis.
Y detuvo su libro largo de cuentos cortos.
—Ya vais siendo mayores como para saber de todo. —Los siguió haciendo insustituibles.
—Muchos estabais tan convencidos que lo dabais por descontado —subrayó—. Yo os creo, me lo tengo que creer todo, es mi trabajo; e investigo. Una vez investigué hasta a una chica que se subió en lo alto de una nevera para esconderse.
Aquí ya se puso en guardia Bret, con piel de perro. Y otros.
—Extrapolar hechos del pasado es la forma más fácil de equivocarse —prosiguió el comisario—. De repente llaman a la puerta y puede pasar cualquier cosa.
Atendían hasta los de la pura vagancia intelectual con ese viejo detective y su inteligencia contextual. Ni la interferencia de la tos de alguna, en tanta demografía, impedía que los chavales se sometieran al tercer grado:
—¿Quién ha visto cosas en sueños que no son en realidad? Hasta dicen que hay una pirámide del café.
Por supuesto que hubo quienes respondieron bien a las preguntas y quienes no. Las de los sujetadores de encaje, pocas, pero algunas, en absoluto. Estaban con su canción de sangre y oro muy pendientes de los tirantes y el abotonamiento de la camisita, en su horca de presunción y enfoque; casi el resto sí que fue resolutivo. El más, un fracasado, sin paliativos:
—Yo veo a mi padre en un vagón. De noche. Un hombre sin cabeza.
—Juan. Lo mínimo necesario, por favor. No nos des detalles —intervino Irish sin diagnosticarlo, pero siempre prudente en esos equilibrios del priorizar unas cosas y otras.
Como prestamistas se rieron por lo bajo algunos/as en los límites de la civilización. Ahora bien, al chaval se le aceleró el corazón que no el pulso. Pero no desencadenó sus efectos terminales con súbita rapidez, estaba medicado y el resto acostumbrados a aceptar la responsabilidad de una cosa y negar otras tantas. Su fatal decisión dio lugar a una imparable credibilidad:
—Yo sufro que me despierto tarde; es como si tuviera fiebre, me acaloro. Me pasa a veces, ¿a vosotros no?
La pujante opción de los alumnos fue la esperada. Los «Sí, sí» y las cabezas corroborando, restaron vida a lo anterior.
—Eso nos puede pasar a todos —continuó el policía.
—¿De qué depende? —calibró la profesora.
El desliz de la clase ya fue menor. El choque fatal con el iceberg de Adriana casi que tuvo lugar. Se le comprimió el tiempo a la maestra de no haber intervenido el mayor, estabilizando.
—¿Y no os ha pasado que vais en un pasaje y la tripulación grita «¡abandonen el barco! ¡Ehhhh!»?
Unos rieron por el temido sonido azul marino que quiso imitar, otros por lo de la tripulación y el pasaje, los menos por un mundo feliz y su ingravidez. En ese ciclo expansivo, la doctora acuñó:
—El pensamiento surge porque le damos información. Y si hacemos cosas que no están bien, lo más normal es que tengamos esas historias que nos agotan, por mucho que nos podamos reír todos en clase.
Los niños, libres de constricción social y política alguna, imitaron el éxito más equilibrado y completo, riéndose soslayadamente, salvo los que no existían porque no se querían ni ver. Alguno se quedó con ganas de que le presentasen un traficante de armas, o que le prometiesen sobrevolar el desierto a falta de terroristas. Asombrosas historias, crónicas.
—Nuestro país sufre de tendencias acusadamente —incidió la ponente—. Y aunque el diálogo social pretende reducir esa tasa de influencias, malas, muchas veces dependemos totalmente de esos entramados, que