Juntos: Una segunda oportunidad para el amor
Por Raimon Samsó
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¿Alguna vez te has preguntado cómo son las relaciones que alimentan el alma y el corazón? ¿Sueñas con encontrar a esa persona especial con quien compartir una vida plena y consciente? Si es así, sumérgete en la historia de amor y redescubrimiento de "Juntos", una novela romántica que te inspirará a crecer y a transformar tus relaciones en aventuras espirituales llenas de amor incondicional.
En este cautivador relato, el autor te mostrará cómo:
Convertirte en la persona que deseas tener a tu lado para atraerla hacia ti.
Despertar en ti las cualidades que anhelas encontrar en tu pareja ideal.
Sanar las heridas del pasado y amar libremente, sin miedo ni dolor.
Crear una relación bendecida y basada en el amor consciente y el crecimiento mutuo.
La sensibilidad y la sabiduría de esta novela te brindarán valiosos recursos para guiar tus relaciones hacia un amor profundo e incondicional. Pocos libros tienen el poder de despertar el potencial ilimitado de los corazones como "Juntos", la obra más emotiva del autor.
No pierdas la oportunidad de darle una segunda oportunidad al amor y de experimentar la magia de las relaciones conscientes. Atrévete a cambiar y redescubrir el amor en su forma más pura y espiritual. ¡Empieza tu viaje hacia el amor verdadero con "Juntos" y transforma tu vida para siempre!
Raimon Samsó
“Un día leyendo a una admirada autora que escribía: “…mientras escribo este libro, contemplo la bahía de San Francisco y…”. Entonces, me prometí a mí mismo: que dejaría mi empleo en el banco, que viviría frente al mar, y que escribiría libros el resto de mi vida. Hecho: hoy día, vivo en una casa con vistas al mar donde leo y escribo, y solo trabajo 4 horas al día en lo que creo. Y mi estilo de vida e ingresos son espectaculares”. Autor de 17 libros y 7 ebooks con más de 100.000 copias vendidas… Raimón Samsó inspira a las personas, ayudándolas en su camino hacia la realización, libertad y éxito. Hoy es un reconocido experto en: CONCIENCIA Y DINERO + INFO EMPRENDER LOW COST. Aparece regularmente en: TV, radio y prensa.
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Juntos - Raimon Samsó
Capítulo 1
La primera vez que vi el cuadro fue en una galería de arte de Santa Mónica, California. El óleo reproducía un salto de agua sobre una laguna. La mujer que contemplaba el lienzo, con expresión ausente, llamó mi atención. Un instante después, nuestras miradas se cruzaron, una, dos veces. Quedé atrapado por una sensación de infinita nostalgia. ¿Me enamoré en aquel mismo momento? Presentí que desde mucho antes. No sé desde cuanto antes; tal vez, desde el principio del mundo. Y por el efecto dominó, cada instante desde entonces.
Parecíamos dos extraños que albergaban el secreto deseo de dejar de serlo cuanto antes. Por fin, me atreví a abordarla y establecimos una conversación trivial. Sin mirarnos apenas, como hacen dos desconocidos. Mi corazón latía tan fuerte que creí que podía escucharse en toda la sala. Aun con su fragilidad, aquel momento me pareció perfecto.
—La gradación del agua es acertada, pero carece de profundidad. ¿No te parece?
—Hace mucho tiempo soñé con un paisaje parecido; pero hasta hoy, al verlo plasmado, no he comprendido la escasez de matices de mi imaginación.
—¿Te gusta el cuadro? –le pregunté.
—Sí. Y por una razón especial.
—¿Y esa razón puede saberse?
En ese momento se volvió hacia mí y el mundo se detuvo. Y entonces sentí como si una larga espera, llena de siglos, hubiese llegado a su fin.
No me confesó cuál era esa razón especial acerca del cuadro; pero sí supe su nombre.
—Me llamo Jodie Wright –se presentó.
—Víctor Bruguera. Encantado.
Treinta y pocos, esbelta, atractiva. Destacaban sus labios en forma de corazón y sus ojos de color miel. Llevaba el pelo revuelto –ni corto ni largo– y su rostro sin maquillar se iluminaba al sonreír y marcaba unos discretos hoyuelos sobre las comisuras de sus labios. Vestía unos tejanos desgastados y una camiseta blanca, ajustada.
Nos estrechamos la mano. Cautivado por la cálida expresión de sus ojos, la retuve más de lo prudente. Quizá la incomodé; o tal vez no, pues sonrió. Al advertir mi torpeza, me ruboricé.
Terminamos el recorrido de la exposición juntos. Yo soy pintor y me gusta hablar de pintura. Ella se mostró interesada por mis comentarios sobre cada tela. Poco después, nos despedimos en la calle. Mis ojos la siguieron unos instantes; la vi perderse entre la multitud sin saber más que su nombre.
A partir de aquel día frecuenté la galería y algunos cafés cercanos de Promenade Avenue. Una zona muy vital de Santa Mónica: muchas galerías, mucho diseño. Me sentaba en el café, frente a la sala de arte y me leía y releía los periódicos. Volví, al día siguiente y al otro y al otro… Albergaba la esperanza de verla de nuevo. Días después, el cuadro fue retirado por un comprador anónimo.
Poseído por la desesperanza, desistí.
Jamás podría imaginar que el destino, trenzando casualidades, me llevaría de nuevo hasta esa pintura. Semanas más tarde descubrí el lienzo en la pared de un restaurante llamado Sea Palms. Una coincidencia que no era tal. Hoy ya no creo en las casualidades; pero entonces sí creía. Aquel cuadro ejerció como el mapa de un tesoro, la guía de un fascinante viaje interior.
La fortuna de ese hallazgo hizo que, en medio de una ciudad de millones y millones de personas, volviéramos a encontrarnos frente a ese cuadro. Ella, Jodie, fue quien lo compró. Pronto iniciamos una relación. Si bien en ocasiones se mostró en exceso reservada, yo sé que me amó. No como yo quería; aunque eso no significa que no me amara con todo su corazón. Nunca me confesó lo que la atormentaba.
La última vez, ella volaba a San Diego para resolver unos asuntos relacionados con su trabajo. Nos despedimos en el aeropuerto internacional de Los Ángeles. Aquella separación debía prolongarse tan sólo unos días; sin embargo, presentí que no iba a ser así.
—Cuídate basurita. ¿Lo harás por mí? –preguntó sujetándome por las solapas de mi chaqueta mirándome a los ojos. Esa mirada sostenía un interrogante que aún hoy me persigue. Su viaje a San Diego iba a ser cuestión de unos días nada más. Asuntos de trabajo; aunque el corazón me dolía como si fuese por una eternidad.
—¿Sabes, Víctor? –continuó–, aquella noche en Carmel, me moría de amor por ti, pero… Sé que un día tú y yo nos separaremos. Lo sé. Tú volverás a Barcelona y yo regresaré a Boston y eso tarde o temprano nos partiría el corazón como un hacha parte un tronco en dos.
Protesté. Quise decirle que nada, nada en este mundo, nos separaría. Me hizo callar poniendo su dedo índice sobre mis labios. Fue lo último que dijo:
—Te quiero, Víctor.
El mundo se desmoronó cuando Jodie se desvaneció en el aire como si nunca hubiese existido. Intenté localizarla sin éxito. Después de unos meses, una mañana empaqué mis cosas y me subí a un avión: regresé a Barcelona.
Me preguntaba si, tras la muerte de mi esposa Clara, primero, y el abandono de Jodie después, mi vida consistiría en vivir la soledad más grande del mundo. El recuerdo de Clara se había convertido en una pequeña muerte dentro de mí. Un duelo que se apreciaba en mis ojos, en todo lo que hacía o pintaba… Murió en África, inesperadamente, de unas fiebres. De un día para otro entró en coma. Cuando un adiós no se pronuncia, y se queda al borde de los labios, es como una paloma que embiste el cristal de una ventana. Los adioses que se callan aletean y golpean toda una vida, muy adentro.
En aquellos días, ardí. Me convertí en cenizas, en el polvo gris de mis cenizas, en el humo de mis cenizas. Y no hasta mucho más tarde encontré las fuerzas para aceptarlo, y en ese acto, me liberé. La rendición no es un abandono, bien al contrario, requiere una gran fuerza interior.
Crucé un desierto a pie.
Fui y volví.
En las noches de esa incierta travesía, escudriñé la infinita bóveda de minúsculas estrellas titilantes. Y, a menudo, me quedaba dormido con las mismas preguntas en los labios: ¿cuál de entre todas existe para mí?, ¿cuál brilla con mi misma luz?… Siempre creí que las personas nacemos con un amor predestinado. El alma que, en correspondencia, se acompasa con la mía. Y, al igual que yo, se pregunta: ¿dónde está mi par?
Algunas semanas después, el cuadro llegó a mi apartamento a través de una compañía de mensajería. Ese paisaje de óleo precedió el encuentro con Jodie y más tarde certificó su abandono. Por eso me gusta pensar que no se trata de una simple tela. Un día fue un hola, y al otro, un adiós. De pintura. Una tarjeta de presentación y, al poco, una carta de despedida.
—¿Víctor Bruguera? ¿Es usted? Portes pagados. ¿Puede firmar aquí, por favor?
Firmé, el mensajero se marchó y yo me quedé a solas con aquel envío anónimo entre mis manos. El albarán de entrega rezaba: «Remitente: Víctor Bruguera». ¡Absurdo! Desenvolví. ¡Era el cuadro de la galería! Sin una nota, sin explicaciones. Nada. Conmocionado, me pasé toda la mañana, de punta a cabo, sentado en el suelo frente a él. Reconozco que desde el primer día nunca conseguí llegar a su corazón. Ella me lo impidió. Aun así, me costaba aceptar que aquello estuviese sucediendo. No podía imaginar por qué Jodie desapareció de mi vida de aquel modo, sin dejar rastro. ¿Existe?¿Existió alguna vez? Intentaba obtener una explicación.
Después de Clara, mis cuadros eran un manojo de pinceladas llenas de dolor. Pinté con hastío, y creo que, por esa razón, nadie quería colgarlos en su casa. Por fortuna, eso cambió cuando Jodie iluminó mi vida. Y me deshice de la escala de grises, de mis días tristes. Y hasta de mis viejos pinceles. Todo fue a parar al cubo de la basura.
Entre ese abandono y mi siguiente cuadro pasó una eternidad. Volví poco a poco a la pintura. Y ya no he dejado de pintar. Mis pinceles –las astillas de mi naufragio– aprendieron la gama de azules y todos los matices del blanco. Y desde que me reconcilié con la pintura, mis manos sólo se manchan de esos dos colores.
Poco a poco reuní la energía para afrontar la situación e integrarla como aprendizaje. Cuando confié en mi proceso, se aflojaron algunos nudos. Y un universo de cosas pequeñas y simples me alcanzó. Se multiplicaron los sueños premonitorios, como si por la noche emprendiese el viaje sin tiempo de la clarividencia. Empezaron a ocurrirme pequeños milagros. Reconocí otros –minúsculos y cotidianos– que antes daba por descontado. «Un Curso de Milagros» dice que los prodigios son naturales y que algo va mal cuando no ocurren.
Durante ese proceso escribí y escribí. Lo puse todo por escrito. Conservo esos folios fechados. Y también, mantuve un diario de confidencias con mis mayores actos de fe, la interpretación de mis sueños y un inventario de corazonadas.
Redacté una carta a Dios que no concluí sino mucho más tarde:
«Querido Dios:
Te escribo porque he conocido a la mujer que tocó mi corazón… Poco antes de marcharse para siempre. Hoy te ofrezco mi desamparo para que lo bendigas y me lo devuelvas como un aprendizaje. Haz de ese material tan precario una semilla de futuro. No hace falta que toques con tus manos la sordidez de mi soledad; tan sólo mírala con ternura y bendícela con tu compasión. Déjala donde corresponde: en mi almohada. Ése es mi regalo y un regalo no se devuelve. O si lo prefieres, deposítala junto al camino que me conduce a dondequiera que vaya y se convierta en una indicación que diga: En esa dirección, hijo mío
. Yo sabré entender la señal. Andaré hasta el final de ese sendero. Hasta el final. Y te preguntaré: ¿Aquí?
. Sí, aquí
, dirás. Y allí, paciente, aguardaré…
Ya lo sabes, su nombre es Jodie.
Es la persona más tierna y cálida que se ha acercado a mi corazón. Es una mujer sensible, sólida, valiente, maravillosa… De esas mujeres que te miran dormir por velarte el sueño… Si buscara un amor más hermoso o más completo o más real que el suyo, fracasaría.
Gracias por crear a Jodie y gracias por leer esta carta que ya conocías, que ya habías leído cuando me creaste a mí, porque en aquel primer instante de mi vida, ya la llevaba escrita en el alma…»
Capítulo 2
Acurrucado en el sofá del salón, me abandoné a la ensoñación contemplando el cuadro de Jodie. Un salto de agua, un alboroto de libélulas, un amago de arco iris sobre la laguna y una frondosidad de helechos arborescentes… A través del lienzo, como si de una ventana se tratara, un ave de alas doradas se adentró en la habitación. Me rodeó una, dos veces, y se posó sobre una pila de libros. A continuación se desvaneció. Dos semillas de diente de león atravesaron ingrávidas la estancia. Advertí el suave rumor de la vegetación que se mecía bajo el viento. Y hasta tuve la sensación de que algunas hojas, empujadas por la brisa, caían sobre el suelo del salón. Incluso podía sentir la humedad impregnándome el rostro.
Era un mundo de prodigio dentro de otro mundo. Sauces y robles, colibríes en suspensión, frutales doblados por el peso de la fruta madura. A sus pies, jazmines sofocantes, hierba luisas como girasoles, rosas centenarias, caléndulas de un naranja deslumbrante. Todas las flores poseían un brillo incandescente y daba la impresión de que no iban a marchitarse jamás.
El cielo, al ser tocado, se agitaba y echaba ondas. Era líquido, palpitaba, como los cielos de los cuadros de Cézanne. Y era de un azul intenso. Un azul azul. De súbito, cayó la noche y sucumbí al asombro: tras las montañas asomaron cinco lunas. Las conté, disparando los dedos uno tras otro: una, dos, tres, cuatro y cinco. Todas de diferentes tamaños. Una enorme, otra más delicada; una en cuarto creciente, otra menguante, y la quinta, llena a perpetuidad.
Lunas de plata.
La maravilla ante mis ojos.
A cada paso, el mundo tomaba cuerpo y se forjaba ante mis ojos. Colores vivísimos. Con tan sólo pensar en uno, una gama de tonalidades infinita teñía el paisaje. Un cielo violeta, nubes de oro, montañas púrpura… Podía esbozar la realidad con un pensamiento. Ningún murmullo se perdía, sino que antes de sucumbir al silencio, elevaba su vibración cincuenta octavas en la escala musical, ¡y se convertía en un color!
Vi, en apenas un parpadeo, crecer la hierba, armar un nido, nacer una supernova… Asistí al principio de las pequeñas cosas, aquellas que se hacen grandes en el corazón.
Cerré los ojos e imaginé la hierba azul. Ante mí un prado azul se mecía bajo la brisa como un océano de briznas de hierba. Por probar nada más, fantaseé con una tormenta de pétalos de rosa. Y, de inmediato, descargó sobre mí. Extendí mis brazos bajo una lluvia de pétalos que me impregnó de la fragancia de las rosas.
Sin duda, ¡yo creaba la realidad! Cerré de nuevo los ojos e imaginé un cielo henchido de pompas de jabón con forma de corazones. Cualquier cosa valía con sólo desearlo. Los abrí, y allí lo tenía: corazones ingrávidos que se desvanecían apenas tocarlos. «Los corazones son frágiles como pompas de jabón», concluí mientras intentaba apresarlos en vano con mis manos.
—¿Esto está sucediendo?
Y al instante obtuve como respuesta:
—Sí, es más real