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Perdón, compasión y esperanza
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Libro electrónico266 páginas3 horas

Perdón, compasión y esperanza

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Este libro abre un nuevo espacio para el diálogo entre teólogos del país y de otras regiones sobre un tema tan importante, actual y necesario en nuestra sociedad: el perdón, la compasión y la esperanza. Cada uno de los capítulos de esta publicación, y desde diversas aristas, fomenta la conversación entre la teología y la cultura, la articulación de la ciencia teológica con los demás saberes.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 sept 2020
ISBN9789581205479
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    Perdón, compasión y esperanza - Eslava Euclides

    Flor.

    Los que estamos en la séptima década de nuestra vida recordaremos seguramente la película Love Story, tomada de la novela de Erich Segel y dirigida por Arthur Hiller a principios de los años setenta. Éramos adolescentes rodeados de hippies, con el Festival de Woodstock fresco en nuestra memoria. Tal vez todavía silbamos el tema principal, que era por entonces muy popular. Una de las frases más conocidas pronunciadas por el personaje principal y citada con frecuencia en los trailers de la película, en el libro y en el disco (aquellos viejos discos negros de vinílico de 33 rpm...) decía: amar significa nunca tener que pedir perdón. Esta frase se convirtió en un lema para una generación que necesitaba olvidarse de los horrores de la guerra de Vietnam. La película ponía la ternura y el afecto en primer plano, enfatizando la felicidad que había estado ausente en la jungla vietnamita. Se estimulaba un cierto sentimentalismo nostálgico, mezclado con la tendencia, característica de aquellos años, a escapar de la realidad.

    Sin embargo, un análisis en profundidad del significado de esa frase pone de manifiesto su desarmonía con la perspectiva cristiana de la vida. Para comprender esto mejor, puede ayudarnos su comparación con otra frase, pronunciada por un sacerdote católico en esos mismos años. Después de escuchar a alguien que le había explicado cuánto había sufrido a causa de diversas calumnias, el sacerdote le dijo: Tienes que aprender a perdonar. Inmediatamente después, recordando experiencias personales similares, agregó, como hablando consigo mismo: yo no he necesitado aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer (san Josemaría Escrivá, 2012, n. 804). El verdadero amor incluye el perdón; si es auténtico, el amor necesariamente rechaza el resentimiento, la venganza y el rencor.

    Aunque el vínculo entre amor y perdón surge de la naturaleza humana en sí misma, este se debilita seriamente como consecuencia del pecado y en muchos casos desaparece por completo. En algunas culturas y religiones esto sucede no solo como una cuestión de hecho, sino también a nivel de principios. Ahora bien, el cristianismo, entre otras cosas, viene a la humanidad para restablecer este vínculo esencial entre amor y perdón y, de hecho, considera que esta es su característica sobresaliente. Un cristiano perdona, o al menos debería perdonar. La vida cristiana tiene su origen en la Muerte y la Resurrección de Cristo, quien sufrió la Pasión perdonando a sus torturadores y volvió a la vida perdonando la negación de Pedro. Podríamos decir que los cristianos deben ser reconocidos porque perdonan.

    Pero ¿qué significa todo esto? ¿Es este un lenguaje válido hoy? ¿No es importante que prevalezca la justicia, dando a cada uno lo que se merece y castigando —no perdonando— los crímenes? ¿No es antinatural el perdón, no va contra el sentido común, no niega la verdad, cancelando de la historia lo que realmente sucedió? ¿Podemos pedir a personas normales que perdonen, teniendo en cuenta que probablemente es lo más difícil que se puede pretender de alguien? La superficialidad nos lleva con frecuencia a pensar en el perdón como una simple fórmula de cortesía, como cuando alguien te detiene por la calle para pedirte una dirección, comenzando con disculpe, ¿podría por favor indicarme...? Pero cuando llega la verdadera agresión, cuando tu honor es denigrado, cuando tu cuerpo es herido, cuando tu propiedad es dañada, cuando tu amor es rechazado, cuando tu gente es asesinada, ¿cómo puedes perdonar? Nos incumbe, entonces, establecer por qué es tan importante que los cristianos perdonen, qué significa realmente perdonar y cómo podemos llegar a perdonar. La pretensión no es fácil ni breve, pero al menos podemos tratar de señalar, en estas pocas páginas, el sendero principal que nos lleve hacia respuestas satisfactorias.

    Un Dios que perdona

    El punto de partida es Dios, en cuyo nombre de algún modo está ya inscrita la idea del perdón. Cuando Moisés, delante del arbusto en llamas, pregunta a Dios por su nombre, recibe como respuesta las célebres palabras Yo soy el que soy (Ex 3,14), palabras que descifran el tetragrama hebreo Jwhw, Yahvé (Schneider, 2000, p. 478). La respuesta completa, sin embargo, se encuentra varios capítulos más adelante en el mismo libro del Éxodo, durante el encuentro de Moisés con Yahvé en la cima del monte Sinaí: se dice en Ex 34,5-6 que Moisés invocó el nombre de Yahvé. Yahvé pasó por delante de él y exclamó: ‘Yahvé, Yahvé, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad. El nombre de Yahvé invocado es pues el nombre de un Dios misericordioso y clemente, como se repite luego muchas veces a lo largo del Antiguo Testamento.

    En ambiente específicamente cristiano profesamos nuestra fe en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, y de todas las cosas visibles e invisibles. La paternidad y la omnipotencia están aquí vinculadas, junto con la creación de todas las cosas, siguiendo la afirmación del Símbolo de nuestra fe. Podemos hablar de una omnipotencia paterna de Dios, no solo como potencia ilimitada de creación, sino también como paternidad en su plenitud. Esto nos conduce a entender que el perdón, como un aspecto de la paternidad de Dios hacia el hombre, existe en Él también en plenitud. Para aferrar esta idea, hay que recordar que la paternidad auténtica y el perdón se unen en la fidelidad. O sea, el padre que perdona es fiel a su paternidad, porque perdonando dona nuevamente la vida, permitiendo al hijo volver a empezar. Esto está maravillosamente expresado en la parábola del hijo pródigo, en la que la fidelidad del padre a su paternidad se traduce en la misericordiosa acogida del hijo (san Juan Pablo II, 1980, n. 6). El perdón permite a Dios manifestar toda su paternidad. En coherencia con ello, Dios no abandonó al hombre después del pecado de Adán, sino que, por el contrario, rediseñó su plan sobre la humanidad y decidió enviar a su propio Hijo para actualizar su perdón. El hecho de que Dios Todopoderoso en lugar de simplemente eliminar al hombre lo perdone nos da una idea de lo importante que es el perdón. Dice santo Tomás de Aquino: "Dei omnipotentia ostenditur maxime parcendo e miserando" (S.Th. I, 25,3, ad 3). Dios es tan misericordioso, desea tanto perdonar al hombre, que envió a su propio Hijo para sanar a la humanidad manchada por el pecado, que no supo pedir perdón y, en consecuencia, no pudo recibirlo. El perdón es un aspecto del amor y, como tal, puede recibirse solo cuando el corazón está abierto a él, cuando el orgullo y el egoísmo son eliminados por el amor redimido. El perdón es entonces la clave que activa todo el proceso de salvación.

    Conviene tener presente que nuestra vida es un don de Dios: nadie ha forjado para sí mismo su propia vida. Y si la vida recibida de Dios es un don, el per-dón es un don que alcanza su plenitud (como suele suceder en el latín clásico cuando se añade el prefijo aumentativo per a un concepto, Cfr. Gouhier [1969], p. 37). Podemos decir que el perdón recibido de Dios es un don más grande que nuestra vida; podemos así entender que el atributo misericordioso aplicado a Dios es extremadamente certero.

    Cristianismo y perdón

    Debería ser ahora más fácil percibir por qué el perdón es la característica sobresaliente del cristianismo. Solo se puede entender en un contexto de amor. El Señor dijo: Así es como todos sabrán que son ustedes mis discípulos, si se aman los unos a los otros (Jn 13,35). El perdón es precisamente el amor en su manifestación más profunda y, por consiguiente, es ilimitado. Jesús enfatiza esto de modo contundente: cuando Pedro le pregunta: Señor, si mi hermano peca contra mí, ¿con qué frecuencia debo perdonarlo? ¿Hasta siete veces? Y Jesús responde: Te digo, no siete veces, sino setenta veces siete (Mt 18,21-22). Naturalmente, Jesús no quiso decir 490 veces, sino siempre.

    La ecuación es simple: lo primero es recordar que el cristianismo tiene que ver con el amor. Deus caritas est es el nombre de la primera Encíclica del papa emérito Benedicto XVI. En ella se anima a todos a concentrar sus esfuerzos en el núcleo de nuestra fe, es decir, en la caridad. Como escribió el apóstol Juan, Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él (1Jn 4,16). El segundo paso exige reconocer que el amor cristiano supera con creces el precepto ya existente en el Antiguo Testamento de amar a nuestro prójimo. En el Sermón de la Montaña, que es como la Carta Magna de la Iglesia, el Señor explica esta diferencia utilizando un lenguaje contrastante: Han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda (Mt 5,38-39). Con estas palabras fuertes el rencor es superado por el amor, la venganza pierde legitimidad y el perdón pasa a la primera posición. Este precepto llega a su apogeo con una asombrosa exhortación: Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos (Mt 5,43-45).

    El tercer paso consiste en reconocer que perdonar las ofensas que recibimos condiciona el perdón que recibimos de Dios. Todos los domingos oramos: perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden, y en Mt 18,23-34 leemos la parábola del siervo condenado porque su amo le había perdonado una enorme deuda, mientras que él no fue capaz de perdonar una mucha más pequeña a un compañero suyo. Estos pasajes están conectados, porque la relación de amor entre Dios, nosotros mismos y nuestro prójimo depende del perdón. Lo que dice san Juan en una de sus cartas: Amados, si Dios nos ama, también debemos amarnos los unos a los otros (1Jo 4,11) es paralelo a lo que san Pablo dice a los Colosenses: como el Señor te ha perdonado, así también debes hacer tú (Col 3,13). En ambos casos hay una condición que no es ni una medida (como decir Te perdonaré en proporción a lo que perdonas a los demás), ni una decisión arbitraria de Dios, como si Él nos estuviera pidiendo algo que realmente no se conecta con lo que nos concede. En cambio, cuando una persona no perdona, al mismo tiempo cierra su corazón para recibir el perdón. La frase quien ama a Dios debe también amar a su hermano (1Jn 4,21) es una ley inscrita en la naturaleza del corazón humano, de tal manera que la palabra debe no significa realmente una obligación (que, de todas maneras, existe), sino una manifestación. Es como decir: si no amas a tu hermano, no amas a Dios. Teniendo en cuenta que el perdón es un aspecto del amor, podemos (y debemos) aplicar la regla de esto último a lo primero: si no perdonas a tu hermano, realmente no deseas el perdón de Dios. Esto es lo que está en el centro de una sentencia del catecismo de la Iglesia católica cuando se dice:

    Este derramamiento de misericordia no puede penetrar en nuestros corazones mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El amor [...] es indivisible; no podemos amar al Dios que no vemos si no amamos al hermano o hermana que vemos. Al rehusar perdonar a nuestros hermanos y hermanas, nuestros corazones se cierran y su dureza los hace inmunes al amor misericordioso del Padre; pero al confesar nuestros pecados, nuestros corazones se abren a su gracia. (n. 2840)

    Antropología del perdón

    Todo esto quedaría en agua de borrajas si no reconocemos valientemente que perdonar es difícil. Acertadamente, dice Paul Ricoeur (2000) que esto es así porque la experiencia de la ofensa tiene lugar primordialmente en el ámbito del sentimiento (p. 596). Efectivamente, la ofensa incide primero en el ámbito emocional y este hace de caja de resonancia en el espíritu, el cual puede sentirse incapaz de tomar la decisión de perdonar (Cárdenas, 2014, p. 488). Dicho esto, conviene inmediatamente añadir, de nuevo con palabras de Ricoeur: perdonar no es fácil, pero no es imposible (p. 593). El camino para lograrlo pasa por el reconocimiento del vínculo esencial entre pedir perdón y otorgar perdón, algo que surge de la unidad del corazón humano. El orgullo es lo que nos impide la humillación de pedir perdón. El mismo orgullo hace que sea difícil o imposible perdonar, o nos lleva a conceder un falso perdón: como cuando alguien perdona humillando al perdonado. Lo mismo que nos impide otorgar y recibir el perdón con respecto a nuestro prójimo nos impide recibir de Dios el perdón que nos ofrece. Este contexto nos debería ayudar a entender mejor lo que san Juan Crisóstomo, obispo de Constantinopla durante el cambio de los siglos IV-V, decía:

    El Señor quiere dos cosas de nosotros: que consideremos nuestros propios pecados y que perdonemos a nuestro prójimo [...]. Porque alguien que considera sus propios pecados está mejor dispuesto a perdonar los pecados de su compañero. Y a perdonar no solo con palabras, sino con el corazón [...]. Intentemos, por lo tanto, no lastimar a nadie, para que Dios nos ame. Por eso, aunque le debemos diez mil talentos, Él se apiadará de nosotros y nos perdonará. (In Matthaeum Homiliae 61, 5)

    Porque el perdón es una forma de amar, la más profunda; cuando perdonamos, crecemos como seres humanos, como sucede con todo acto de amor. Las relaciones con nuestro prójimo son parte integral de nuestra personalidad: ser persona es ser persona en relación. Como leemos en la Introducción al cristianismo de Ratzinger (2018): la forma más elevada del ser se encuentra en el elemento de la relación, y esto, aplicado al hombre, es una revolución, en cuanto no se considere como lo más alto […] la autarquía absoluta y cerrada en sí misma, sino que lo más alto vaya unido a la relación, a la fuerza creadora que crea, sostiene y ama a otros (p. 14). En nuestras relaciones, importantes o menos, las ofensas son inevitables, porque todos padecemos en nosotros mismos, de diferentes maneras, las consecuencias del pecado. El pecado también afecta nuestro comportamiento y nuestra capacidad para relacionarnos con otras personas. El que nunca perdona pierde gradualmente su capacidad de perdonar (y por tanto de amar), y su personalidad es dañada. El perdón, en cambio, libera de la esclavitud del pasado y ayuda a comprender que, de cierta manera, la historia no es absolutamente irreversible: los hechos no cambian, pero las actitudes sí. De este modo, el perdón manifiesta y promueve la libertad interior, elimina la ansiedad necia de perder el respeto de los demás, disipa la mentalidad de tener en consideración únicamente a quien inspira miedo, descalifica la idea de que lo más importante es no parecer débil. En la misma línea, los hombres crecen en humanidad cuando, conscientes de que se han equivocado en algo, vuelven y comienzan de nuevo. No somos como los ríos de montaña, cuyas aguas rápidas nunca podrán regresar a la fuente.

    El perdón —perdonar y pedir perdón— está muy relacionado con la conversión. La conversión no solo significa cambiar, sino que, más profundamente, significa unificar versiones (la convergencia, como opuesto a la divergencia). Conversión es poner unidad en lo que está dividido, haciendo que las cosas que fluyen por cauces paralelos o divergentes confluyan en una única corriente: nuestro corazón, nuestra mente, nuestra voz, nuestro cuerpo (nuestras acciones) deben obrar de modo unitario. Para recuperar la unidad con nuestro prójimo es necesario tenerla dentro de nosotros. Por eso la conversión es la primera y más fundamental experiencia del verdadero discípulo de Cristo, cuando Dios se acerca al hombre y se muestra a sí mismo como misericordia, cuando el pecado (que genera división) y el perdón (que reconstruye la unidad) aparecen en toda su verdad.

    Entender el perdón como conversión unificadora de nosotros mismos nos lleva, en efecto, a ver su conexión con la verdad. El perdón real y completo exige conocimiento, justicia y amor en todas las partes involucradas. El olvido o el escapismo no son suficientes; al contrario, cuando la ofensa retorna a la mente se vuelven a despertar el rencor o el resentimiento. En definitiva, ni el perdón debe identificarse con el olvido, ni el recuerdo con la venganza. Perdonar no consiste simplemente en decir borrón y cuenta nueva. Exige recuperar la verdad de la ofensa y de la injusticia, que muchas veces pretenden camuflarse o distorsionarse. El mal realizado debe ser reconocido y, en lo posible, reparado. De ahí que el papel del corazón en el proceso del perdón sea importante, pero también lo sea el de la inteligencia. La parte que solicita el perdón tiene que pasar por el proceso de conocer y aceptar la verdad de la falta que ha cometido, y tomar conciencia de que la justicia y la caridad exigen pedir perdón. La admisión de nuestras propias faltas, por lo tanto, presupone tomar conciencia de la dignidad humana, y distanciarse así de la insensibilidad moral y de la indiferencia.

    Por otro lado, la parte que perdona debe tener en cuenta que perdonar no significa olvidar en términos psicológicos o aceptar el pecado como tal; más bien, consiste en tomar conciencia de la entera realidad que rodea a la ofensa que se intenta perdonar. El verdadero perdón es un acto de fe en la justicia de Dios, a quien confiamos toda la situación, dejando de lado nuestra pretensión de jugar a Dios y hacer justicia. La verdad es frecuentemente más rica que el simple hecho. A veces, las ofensas que recibimos no estaban destinadas a ofendernos; otras veces, hubo un contexto, desconocido para nosotros, que llevó a la otra persona a una acción que percibimos como ofensiva; en otras ocasiones, podemos purificar los efectos de la violación soportada, eliminando las exageraciones que habitualmente creamos al respecto; en muchos casos, simplemente podemos reconocer que hay asuntos más importantes de los que preocuparnos. En cualquier caso, estamos llamados a proteger nuestra mente del daño que se produce a través del deseo de venganza, de los sentimientos de rabia o del resentimiento, y así dejar de lado nuestra tendencia a igualar la puntuación. Con otra frase del catecismo, recordemos que está ahí, de hecho, en lo más profundo del corazón, todo lo que está atado y desatado. No está en nuestro poder no sentir u olvidar una ofensa; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo convierte la ofensa en compasión y purifica la memoria al transformar la herida en intercesión (n. 2843).

    Ética del perdón

    Hay quien piensa que perdonar es actuar ingenuamente, sin saber lo que se hace, y hay quien confunde el perdón con la debilidad. Hay quien acusa al perdón cristiano de faltar a la justicia, dejando impunes los crímenes, hay quien mira la misericordia con ironía o hilaridad. Es verdad que en el Evangelio encontramos el mandato de amar a los enemigos, y ello podría conducir a la idea de que el perdón supone renunciar a la justicia y a la verdad. A veces parecería que es así, pero, en realidad, lo que sucede es que el perdón conlleva referir ambas dimensiones al bien de la persona y de la sociedad, y esto puede arrojar resultados particulares, como sucede cuando las circunstancias lo imponen o lo aconsejan (como cuando se establece una amnistía en vistas de cortar con un círculo vicioso de violencia). Pero habitualmente el perdón no está reñido con la justicia penal. Perdonar a un asesino no significa necesariamente eliminar una sentencia a la

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