Un amor sin ataduras
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Lachlan era un hombre recientemente divorciado, con un hijo de ocho años, y Clare no quería poner en peligro su relación haciéndole preguntas. Hasta que descubrió que estaba embarazada. Era una sorpresa maravillosa, pero, ¿qué diría Lachlan?
LINDSAY ARMSTRONG
Lindsay Armstrong was born in South Africa. She grew up with three ambitions: to become a writer, to travel the world, and to be a game ranger. She managed two out of three! When Lindsay went to work it was in travel and this started her on the road to seeing the world. It wasn't until her youngest child started school that Lindsay sat down at the kitchen table determined to tackle her other ambition — to stop dreaming about writing and do it! She hasn't stopped since.
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Un amor sin ataduras - LINDSAY ARMSTRONG
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Lindsay Armstrong
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un amor sin ataduras, n.º 1094 - noviembre 2020
Título original: Having His Babies
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-894-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
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Capítulo 1
QUÉ?
–Podríamos hacer un análisis de sangre, pero no creo que sea necesario. Por lo que veo aquí, no hay ninguna duda. ¡Felicidades, Clare! –exclamó Valerie Martin. Clare Montrose se quedó mirando a su ginecóloga, una mujer de unos cuarenta años cuya expresión de alegría se iba borrando al ver la cara de asombro de su paciente–. ¿No te lo esperabas?
–No. En absoluto –contestó Clare, tragando saliva–. ¿Cómo es posible? Tú sabes que estoy tomando la píldora y no he olvidado tomar ninguna.
–Sí, pero estás tomando la píldora con dosis más baja de estrógenos y ya te expliqué las circunstancias que podían interferir con su efectividad. ¿No lo recuerdas?
–Pero… yo no… ¡Oh, no! –murmuró–. No se me había ocurrido…
–Cuéntamelo –animó la doctora.
–Tuve un problema gástrico hace un par de meses. Náuseas, dolor de estómago y cosas así. Sólo me duró un par de días y… tenía tantas cosas en la cabeza en ese momento que… ¿Tú crees que puede haber sido eso? –preguntó, angustiada.
–Es posible –dijo Valerie–. No es muy corriente, pero si tuviste vómitos, es posible que la pastilla no te hiciera efecto o que simplemente la expulsaras. Ya veo que esto te ha pillado completamente por sorpresa.
–Había venido a verte porque se me retrasaba el período, pero ya sabes que me ha pasado muchas veces. Antes de tomar la píldora, claro –dijo Clare–. ¿De cuánto estoy embarazada?
–Yo diría que de unas seis u ocho semanas.
Clare sacó su agenda del bolso e hizo algunas operaciones matemáticas de memoria.
–Sí –dijo por fin–. Creo que tienes razón. Pero, ¿por qué no he tenido mareos o náuseas?
–No todas las mujeres las tienen y puede que tú seas una de las afortunadas. Pero empezarás a notar algunos cambios a partir de ahora, como falta de apetito, o mucho sueño…
–O que me apetezca comer pepinillos con crema, ¿no? –dijo Clare, hundiéndose en la silla–. ¿Cómo puede haberme pasado esto a mí?
–Clare, no quiero meterme en tu vida, pero… –empezó a decir Valerie. A ella misma la sorprendía la noticia porque conocía bien a la responsable e inteligente joven que había logrado convertir su bufete de abogados en uno de los más importantes de la pequeña ciudad costera de Lennox Head–. ¿El niño no es de Lachlan? –preguntó por fin. Clare la miró con sus ojos de color aguamarina y se puso colorada–. En esta ciudad no se puede guardar ningún secreto. Sobre todo, cuando se trata de algo referente a Lachlan Hewitt. Su familia se instaló aquí hace generaciones y son los dueños de gran parte de Alstonville, Ballina y Lennox Head. Además, no sabía que era un secreto.
–Y no lo es –dijo Clare–. Una vez finalizado su proceso de divorcio las cosas estaban claras, pero… bueno, tampoco queríamos decirlo a los cuatro vientos.
–Estas cosas siempre se acaban sabiendo. Además, es imposible que Lachlan y tú no llaméis la atención. Veo que esto no entraba dentro de tus planes.
–No –contestó Clare.
–Así es la vida. Pero no tengo que decirte que hay otras opciones.
–Oh, no –dijo Clare, sintiendo un escalofrío–. No podría hacerlo.
–Me alegro de oír eso, aunque es sólo una opinión particular. Tienes… –empezó a decir, mirando su informe– veintisiete años y ésa es muy buena edad para tener un hijo. ¿Sabes una cosa, Clare? Es posible que tener un hijo no estuviera en tus planes conscientes, pero podría haber estado en tu subconsciente…
La idea de que su reloj biológico se hubiera puesto a funcionar sin que ella se diera cuenta era increíble, pensaba Clare en su despacho.
A su alrededor, su título universitario, la moqueta azul zafiro, el escritorio de caoba del que estaba tan orgullosa y que había conseguido en una tienda de antigüedades, los cuadros enmarcados en las paredes de color gris. Toda su vida, pensaba dejándose caer sobre el sillón.
Le había dicho a su secretaria que no le pasara llamadas durante media hora y sabía que se estarían acumulando, como todos los días. El negocio iba bien y, aunque tenía un pasante y dos secretarias, lo que realmente necesitaba era contratar otro abogado para que la descargara de trabajo. Y, en aquel momento, más que nunca, pensaba mirando un cuadro que había frente a ella.
No era una pintura, sino la fotografía aérea de unos terrenos en Lennox Head, cerca de la autopista del Pacífico.
El terreno, que había sido originariamente una granja, pertenecía a la familia Hewitt. Había sido subdividido para construir y la catalogación, reparcelación y posterior asesoramiento jurídico le había sido encargado a su bufete cuando acababa de abrirlo.
En aquel momento, no había podido creer su buena suerte, apenas enturbiada por los comentarios de su padre, con quien mantenía unas relaciones difíciles, que insistía en que había conseguido el trabajo gracias a él.
Pero el hecho era que la familia Hewitt había sido su primer cliente. A partir de entonces, otros propietarios de terrenos habían contratado sus servicios y muchos clientes más con litigios de todo tipo. Pronto había tenido más trabajo del que nunca hubiera podido imaginar.
Como resultado, tenía su propio apartamento cerca de la playa, conducía un descapotable y, cuando tenía tiempo para ir de vacaciones, podía permitirse elegir los destinos más exóticos.
Había conocido a Lachlan Hewitt seis meses después de aceptar el trabajo. Hasta entonces sólo había tratado con uno de los asesores de su empresa, aunque le habían contado muchas cosas sobre él y sobre su familia. Sobre todo, cosas de su abuelo, que había comprado las tierras casi cien años atrás, sobre las plantaciones de aguacates y nueces de macadamia y sobre la vieja mansión en la que vivían.
Y entonces, un día en el que ni siquiera había tenido tiempo de comprobar en su agenda las visitas del día, Lucy, su secretaria, había llamado por el interfono para decirle que el señor Hewitt estaba esperando en el recibidor.
Clare, mirando con horror los papeles amontonados en su escritorio, le había pedido a Lucy que le hiciera esperar cinco minutos.
–Muy bien, señora Montrose.
Clare recordaba cómo había colocado los papeles a toda prisa, se había estirado la falda de lino y el cuello de la camisa blanca y se había echado un vistazo en un espejito de mano. Sólo había tenido tiempo de atusarse un poco el brillante cabello oscuro que le llegaba a los hombros y retocarse los labios antes de oír un discreto golpecito en la puerta.
Lo recordaba como si hubiera ocurrido el día anterior, pensaba, cerrando los ojos para rememorar aquel día…
–Señora Montrose, el señor Hewitt –había dicho Lucy, entrando con un hombre alto en el despacho.
–¿Cómo está, señor Hewitt? –saludó Clare.
–Bien, gracias. ¿Y usted, señora Montrose? –sonrió Lachlan Hewitt, estrechando su mano e inspeccionándola de arriba abajo con sus ojos grises.
Clare parpadeó sorprendida. Medía un metro setenta y ocho y no estaba acostumbrada a que la gente le sacara la cabeza, pero Lachlan Hewitt debía medir más de un metro noventa. Sus penetrantes ojos grises destacaban en un rostro bronceado y el pelo cobrizo le caía un poco sobre la frente. Era un hombre bien proporcionado, con hombros anchos, cintura estrecha y músculos fibrosos bajo una camisa de cuadros y pantalones de color caqui.
Pero lo que la sorprendía era que fuera más joven de lo que había imaginado. Debía tener poco más de treinta años.
Y también le sorprendió el silencio que se hizo entre ellos mientras se miraban a los ojos. Incluso Lucy parecía haberse quedado congelada.
Molesta, Clare decidió romper aquella especie de hechizo. No le gustaba que la inspeccionaran, ni siquiera si quien lo hacía era un miembro de la familia Hewitt.
–Siéntese, por favor, señor Hewitt. ¿Quiere tomar un café? –preguntó, soltando su mano y volviendo tras el escritorio.
–Preferiría algo frío, si no le importa –dijo él.
–Desde luego. Un refresco para el señor Hewitt y un café para mí, Lucy, por favor –pidió ella, juntando las manos–. Supongo que ha venido a hablar sobre sus terrenos –añadió, cuando la secretaria había desaparecido.
–No –dijo simplemente Lachlan Hewitt. Clare lo miró sorprendida. Él seguía observándola sin decir nada y estaba empezando a ponerse nerviosa. Una de las cosas que había aprendido con los años de profesión era a no apresurar las conversaciones y decidió tomarse aquella con la misma calma que su interlocutor–. No –volvió a decir él, sonriendo–. Sé por los informes que está siendo muy competente, señora Montrose. Su padre tenía razón.
Clare se puso en guardia inmediatamente, como cada vez que su padre se veía involucrado en algo que la concernía, pero lo disimuló tras una sonrisa profesional.
Lucy volvió a aparecer en ese momento con un vaso de agua mineral y un café humeante.
–Usted dirá, señor Hewitt –dijo por fin, poniendo