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Ruben Dario
Rubén Darío (Nicaragua, 1867-1916) representa uno de los grandes hitos de las letras hispanas, no sólo por el carácter emblemático de algunos de sus títulos como Azul... (1888), Prosas profanas (1896) y Cantos de vida y esperanza (1905) sino por las dimensiones de renovación que impuso a la lengua española, abriendo las puertas a las influencias estéticas europeas a través de la corriente que él mismo bautizó como Modernismo. Pero como decía Octavio Paz su obra no termina con el Modernismo: lo sobrepasa, va más allá del lenguaje de esta escuela y, en verdad, de toda escuela. Es una creación, algo que pertenece más a la historia de la poesía que a la de los estilos. Darío no es únicamente el más amplio y rico de los poetas modernistas: es uno de nuestros grandes poetas modernos, es «el príncipe de las letras castellanas».
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Letras - Ruben Dario
Saga
Letras
Cover image: Shutterstock
Copyright © 1906, 2020 Rubén Darío and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726551167
1. e-book edition, 2020
Format: EPUB 3.0
All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com
LA CASA DE LAS IDEAS
I
Esta frase de Elisée Reclus: «La ciudad de los libros» despierta en mí este pensar: «las casas de las ideas».
En efecto; si la palabra es un ser viviente, es a causa del espíritu que la anima: la idea.
Así, pues, las ideas, con sus carnes de palabras, vivientes, activas, se congregan, hacen sus ciudades, tienen sus casas. La ciudad es la biblioteca, la casa es el libro.
Helas allí como los humanos seres; hay ideas reales, augustas, medianas, bajas, viles, abyectas, miserables. Visten también realmente, medianamente, miserablemente. Tienen corona de oro, tiara, yelmo, manto o harapos. Imperiosas o humilladas, se alzan o caen, cantan o lloran. Evocadas por el hombre, dejan sus habitáculos, abandonan sus alvéolos, resuenan en el aire, o, silenciosas, penetran en las almas por los ojos. Luego vuelven a sus casas, después de hacer el bien o el mal.
II
Tenéis aquí una vieja catedral: es un misal antiguo. Muestra sus ferradas y pesadas puertas; sus muros, sus esculturas, sus vidrios coloreados, sus rotondas, sus flechas, sus agujas, sus campanarios. En los nichos de las mayúsculas viven los santos, las vírgenes, los mártires. A su rededor clama un pueblo de ideas santas, canta como a son de órgano o al vago vibrar de tiorbas celestes. Las ideas angélicas, encarnadas en palabras castas y blancas, dicen en coro rezos, himnos, glorias, hosannas. Las martirizadas pasan purpúreas, cerca de los azules y oros que pulieron los monjes. Unas llevan los ramos de lirios en las manos, otras clavos, coronas de espinas o palmas. ¡Palmas! Cuando el triunfo de Nuestro Señor Jesucristo llena las vastas naves, el pueblo de ideas fieles se congrega. Es el ambiente de los profetas, el mundo de los doctores, la atmósfera de los beatos. Un incienso de fe perfuma el aire. Los altares, bellos de oro y de cirios, presentan la magnificencia mística de sus arquitecturas. Por las cornisas, por los tallados de las puertas, por los calados de las piedras, piruetean los demonios bufos con los frailes obscenos; un cabrón que termina en largo y crespo follaje vegetal, quiere ascender hasta la soberbia expansión de los maravillosos e historiados rosetones.
Esa vieja historia es un castillo feudal. Ois el cuerno del enano, entráis por el puente levadizo. Encontraréis dentro al castellano, a la castellana, a los pajes, a las dueñas. Las ideas están vestidas a la usanza de entonces; todo es hierro, lorigas, caparazones; en los cintos las espadas, en los blancos cuellos las golas; en los puños gerifaltes. Y suena el rumor de las mesnadas de ideas. Ellas claman, vitorean, dicen decires, cantan cantos, tienen sus fiestas, sus cacerías; pelean bravas, juran y se signan, saben de respeto y de honor, de Dios y de los caballeros. De noche, al calor del buen hogar, cuentan cuentos.
En esa Ilíada pasa, truena un mundo de ideas gigantescas; viven en palabras desmesuradas, altas, vibrantes, sonoras, primitivas, divinas. Hay ideas que pasan desnudas como Venus; otras que ululan como Hécuba; otras heroicas y veloces como Aquiles. En esa portentosa ciudad griega por donde quiera os halaga la maravilla del ritmo, reina la música en su sentido original; al mandato de una lógica imperiosa, todo se mueve obedeciendo al número; al paso escucháis cómo hacen vibrar el bosque de aritmética las cigarras del verso.
En ese usado Ars Amandi os sonríen variadas y graciosas ideas femeninas. Provocan, llaman a la batalla del amor; así como ese ojeado Aretino, propiedad quizá de alguna refinada marquesa del tiempo pasado, es un curioso prostíbulo.
En las bibliotecas existe el «inferi», como en ciertos museos los gabinetes secretos, y en los estereoscopios las vistas reservadas. ¿En dónde había de estar sino en el infierno la Faustina del divino Marqués?
III
Los impresores y los encuadernadores son los arquitectos de las ideas congregadas. Ellos les levantan sus palacios, o las alojan en casas burguesas; las adornan de formas elegantes, caprichosas, modernas, graves, cómicas; las ilustran, las refinan o las ponen en aislados ghetos; las colocan, las recaman de oro como si fuesen personas imperiales; tapizan sus casas con las pieles de los animales, con costosos pergaminos, telas ricas, sedas y galones. Muchas, fastuosas y vulgares, moran en palacetes opulentos de keapsake; otras, hermosísimas, puras, nobles, llevan pobremente en ediciones modestas su perfecta gracia gentilicia.
Las primeras son semejantes a ricas herederas, feas y estúpidas; las otras a princesas olvidadas, hijas de reyes caídos, virginales, supremas, avasalladoras por la sola virtud de su potencia nativa. Hay unas heroicas, yámbicas, masculinas. Hay las soldados, espadachines, verdugos, perros furiosos. ¡No toquéis a los que manejan ideas!
Allí viven las ideas en sus casas, en sus ciudades e imperios, las bibliotecas; tienen sus Parises, sus Londres, sus aldehuelas, sus villas. En las puertas de sus mansiones se ven nombres anunciadores de sus jerarquías, desde la Biblia hasta Bertoldo, desde Hugo hasta el Sr. X. Pues todo en ellas sucede como en los hombres, y así, son unas porfirogénitas, otras plebeyas. Y como el hombre también, unas mueren y caen en el olvido; otras ascienden a la inmortalidad, por la suma gloria del genio.
****
PARÍS Y LOS ESCRITORES EXTRANJEROS
El influjo y el encanto de París son los mismos para todos; mas cada cual los recibe conforme con su temperamento y su manera de encarar la vida. París es embriagante como un alcohol; hay personas refractarias a todas las alcohólicas intoxicaciones. Hay quienes hacen de París su vicio. Hablo del París que produce la parisina, del París en que la existencia es un arte y un placer. Tal París embriaga de lejos. El chino, el japonés, el negro, el ruso, el yanqui, el criollo, sufren su atracción de la misma manera. El paraíso, un verdadero paraíso artificial, se reconoce a la llegada. El hechizo está en el ambiente, en las costumbres, en las disposiciones monumentales, y sobre todo, en la mujer. La parisiense sólo existe en París, afirmarían nuestros queridos maestros M. de la Palice y Pero Grullo. Mas el efecto de París se aminora o se agranda según la edad, los elementos de vida, los caracteres y las aspiraciones. No se trata de razas ni de países. Conozco por ejemplo dos vascos, Miguel de Unamuno y Ramiro de Maeztu, en quienes el influjo parisiense es nulo; en cambio hay innumerables vascos que gastan su dinero y dan placer a sus sentidos y a su imaginación en París, de la manera más meridional del mundo. En los escritores, en los artistas, se nota la diferencia de comprensión y de impresiones. La inoculación de parisina en unos es activa, en otros de mediana fuerza, en otros inocua. De los metecos, son los rumanos y levantinos los más accesibles a la parisinación completa. Los españoles resisten fuertemente, en tanto que los originarios de la América latina cuentan entre los que más se asimilan al medio y entre los refractarios. Véanse algunos ejemplos.
El marqués de Rojas vivía en París hace larguísimos años. Antiguo diplomático, ha conocido buen número de testas coronadas y ha permanecido en casi todas las cortes de Europa. Sus estudios preferidos han sido investigaciones históricas, la literatura, y sobre todo, los asuntos financieros, disciplina en que sobresale. Sus gustos, sus hábitos eran los de un gran señor; y la vida de París le sentaba tan bien, que ostentaba, no sin un justo orgullo, una florida y animada senectud. Mas una vez que se le conocía y se le trataba, se veía que el venezolano persistía, a pesar del tiempo, del medio y de las frecuentaciones. Y en sus libros se revela poderoso el espíritu hispanoamericano. Lo propio puede decirse de un cubano eminente, D. Enrique Piñeyro. Crítico de alto valer, pensador ponderado, muy erudito en literaturas extranjeras y en la española, sobre todo, guarda en su espíritu la savia cubana, el aliento del terruño. Antiguo compañero de colegio, amigo de la infancia, amigo hasta los últimos días, de José María de Heredia, el poeta francés, ha publicado, después de varios libros sobre asuntos literarios diversos, una monografía sobre José María de Heredia. ¿El cubano francés? No, el cubano del todo, el autor de la oda al Niágara. En ese trabajo, dice un periódico, «discurre el señor Piñeyro con su acostumbrada sobriedad acerca de la vida breve y agitada del cantor del Niágara, y a través de su prosa clara como las ondas de un río, se destaca con calor y vida la figura del gran poeta; se le ve muy joven estudiando a Homero y leyendo la Biblia en la ciudad oriental; más tarde le vemos investirse de abogado ante la Audiencia de Camagüey y ejercer la carrera al lado de su tío Ignacio en la poética Matanzas.
En esta ciudad se le ve esconderse y huir fugitivo para desembarcar luego tiritando de frío en Boston, peregrinar en varias ciudades americanas enseñando el español, sin saber aún el inglés, hasta que apoyado con la influencia poderosa de Roca Fuerte, surge en Méjico como uno de los consejeros de Guadalupe Victoria, el primer presidente constitucional de aquella república. Allí trabaja tranquilo, crea familia, y como obedeciendo a un sino incontrastable, le vemos pronto envuelto en los tormentosos acontecimientos políticos que señalaron el paso por el Gobierno mejicano del general Santa Ana. Mientras tanto aquí en Cuba se le había condenado a muerte, y cuando, decepcionada el alma y desfallecido el cuerpo, pidió y obtuvo regresar a la patria para abrazar a su madre, no encontró nave que le trajera a tiempo, pues antes la muerte, que le venía acechando, le arrebató la vida a los treinta y seis años escasos de haberla padecido. Y ni aun sus restos han podido recogerse, pues cerrado el cementerio en donde fué enterrado, se mezclaron las osamentas para conducirlas al azar a otra parte.»
Tal es la vida del egregio poeta cubano; tal es la gran figura literaria cuya biografía traza con mano firme y límpida el señor Piñeyro. Si en el renombrado crítico hubiese prendido bien la parisina, la monografía hubiera sido escrita sobre el famoso sonetista, miembro de la Academia francesa. La hubiera escrito en francés o la habría hecho traducir, para que fuera gustada, ante todo, por el público parisiense; habría hablado muy poco de la época de los primeros estudios en la Habana, y habría sido minucioso en recuerdos respecto a la intimidad de Heredia con Hugo, con Gautier y con todos los parnasianos; habría hablado de su salón literario, de su biblioteca, de sus obras de arte, y el escritor no habría revelado su origen de ninguna manera. Para el parisiense no existe otro lugar habitable más que París, y nada tiene razón de ser fuera de París. Se explica así la antigua y tradicional ignorancia de