Desde Washington
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Desde Washington - Pedro Henríquez Ureña
BIBLIOTECA AMERICANA
Proyectada por Pedro Henríquez Ureña
y publicada en memoria suya
DESDE WASHINGTON
Desde Washington
Pedro Henríquez Ureña
Estudio introductorio, compilación y notas
MINERVA SALADO
Primera edición, 2004
Primera edición electrónica, 2013
D. R. © 2004, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008
Comentarios:
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Tel. (55) 5227-4672
Fax (55) 5227-4649
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.
ISBN 978-607-16-1307-3
Hecho en México - Made in Mexico
ÍNDICE
Agradecimientos
Introducción, por Minerva Salado
De La Habana a el mundo
El camino cubano
Dos islas como puente
Desde Washington 25
Hombre de amor y deber
DESDE NUEVA YORK
De viajes
CUBA EN NUEVA YORK
Para Heraldo de Cuba
DESDE WASHINGTON
Hacienda y diplomacia
Sin brújula
¿Abstención al fin?
En torno a la doctrina. Taft contra Wilson
La despedida de Anatole France
Violaciones a la neutralidad. El caso de Colombia y
el Ecuador. El capitán Jacobsen miente
La neutralidad panamericana
Inquietudes
Contienda de universitarios
Los derechos de la paz
La resurrección de la danza
Inglaterra ayer y hoy
La templanza obligatoria
El dominio de los empleos públicos
Vanidad nacional
La primera rebeldía
Música nueva
¿Cuál es el remedio?
Los empleos y la democracia
La necesidad de éxito
El derecho al milagro
La ilusión de la paz
El sufragio femenino
Máquinas de conferencias
La protección de Partido
Ciudades escépticas
El castigo de la intolerancia
Sajonas y latinas
Pintores norteamericanos
El triunfo de lo efímero
La inmigración
La muerte del sabio
El crepúsculo de Wilson
Las lecciones del fracaso
Homenaje a un pueblo en desgracia
La publicidad en los negocios
La exposición de San Francisco
Beethoven y Wagner
Habla Wilson
España y los Estados Unidos
La eficacia de los Congresos
Pigmalión contra Galatea
Acuarelas y retratos
El problema del secretario de Estado
ANEXOS
Anexo 1: Patria de la justicia
Anexo 2: Conversación con Camila Henríquez Ureña
Familia de maestros
Los clásicos
Génesis del estilo
Pedro en Cuba
Los idiomas
El Ateneo de la Juventud
Revistas y periódicos
Pensamiento político
Anexo 3: Cronobibliografía cubana de PHU
Breve caracterización de los periódicos y las revistas
cubanas en las cuales colaboró Pedro Henríquez Ureña
Bibliografía esencial
Bibliografía adicional
AGRADECIMIENTOS
Aunque ya fallecida, el primer agradecimiento por esta obra, que en rigor está dedicada a su memoria, es para la doctora Camila Henríquez Ureña, quien me asesoró en la primera compilación de los artículos. Agradezco también en esta ocasión a quien fuera mi profesora en aquellos años, la doctora Nuria Nuiry, quien entendió de inmediato la importancia de recuperar estos textos y me acercó a Camila, y, por último, a mi entrañable amiga, la doctora Miriam Rodríguez Betancourt, quien se convirtió en una verdadera colaboradora de la presente edición, gracias a cuya gestión en La Habana pude recuperar varios de los inéditos que aparecen en este tomo.
INTRODUCCIÓN
Las desdichas del país propio. Ésas que se arrastran durante toda la vida por remotos caminos, exteriores e interiores, en Pedro Henríquez Ureña se expresaron en la renuencia a olvidar el origen —dominicano primero, hispanoamericano en el universo— y en el perpetuo afán por revelar sus singularidades. El español en Santo Domingo, Literatura dominicana, La cultura y las letras coloniales en Santo Domingo, Seis ensayos en busca de nuestra expresión, Historia de la cultura en la América Hispánica, son algunos de los títulos que confirman la vocación por defender un sitio hispanoamericano en el concierto de las naciones: "Nuestra personalidad internacional tiene derecho a afirmarse como original y distintiva", fue la declaración inicial del ejercicio periodístico que produjo un conjunto de textos de especial característica dentro del volumen de la producción del gran humanista. Tal declaración daba sustento no sólo a su labor como corresponsal en Washington, sino a los pilares de su obra mayor.
Una mañana de esas soleadas que nos regala el Caribe, un grupo de alumnos y profesores de las escuelas de Letras y Periodismo de la Universidad de La Habana, se reunió en el pequeño salón donde cada día los juntaban las tazas del café meridiano, después de clases. No éramos muchos, pero la actitud de solemnidad que asumíamos se correspondía con la figura que iba a presidir la conversación, lo que ella nos inspiraba. El tema y la persona invitaban a la atención máxima, que sentíamos como una elemental retribución al privilegio de que Camila Henríquez Ureña estuviera entre nosotros, en un encuentro casi íntimo y por tanto más apreciado, para hablarnos de los suyos, en especial de su hermano Pedro, pero de manera referencial de Salomé Ureña, su madre y destacada poetisa dominicana, y de Max, el hermano intermedio y también reconocido hispanista.
Nuestra profesora de literatura, Nuria Nuiry, quien a la sazón era también directora del Boletín de la Escuela de Letras y Periodismo, había organizado aquella reunión que, al menos para mí, tendría no poca trascendencia. En ella supe de la existencia de una colección de artículos que Pedro había escrito para el diario Heraldo de Cuba durante los cruciales años de 1914 y 1915, desde una corresponsalía en Washington, y de que ellos reflejaban con mayor claridad que ningún otro escrito de Pedro sus ideas acerca de temas cercanos a la vecindad de los Estados Unidos con la América Latina, la vida social y algunas de las personalidades políticas más importantes del momento en ese país.
Aun antes de que terminara el encuentro con Camila ya estaba yo convocada por aquellos textos. Ella, en una entrevista posterior, comenzó a darme pistas sobre esos escritos y, tras su huella, me sumergí en la colección de Heraldo para encontrarlos. Con Camila los fui comentando, hasta que un día me anunció su próximo viaje a Santo Domingo, donde deseaba visitar a familiares que hacía tiempo no veía. De ese viaje no regresó. Camila falleció el 12 de septiembre de 1973 en la ciudad donde había nacido, pero de la cual no tenía mucha noción pues la familia se trasladó a Cuba cuando ella era una niña.[1] Con su muerte en la tierra original, la menor de los Henríquez Ureña cerraba el tema que en su hermano Pedro se ha dado en llamar la pasión dominicana
y que en su último acto tal vez significara morir en la patria. Algo que a Pedro no le fue dado hacer pero Camila, quién sabe si en su nombre y por la devoción que profesaba al ilustre hermano, se permitió decidir.
DE LA HABANA A EL MUNDO
Al llegar a Cuba, en abril de 1914, donde no tenía prevista la corresponsalía de un diario nacional en Washington, Pedro estaba próximo a cumplir los treinta años de edad. En esa ocasión la visita no era más que una escala, de visos familiares, para continuar un viaje de más larga estadía, hacia Francia, donde ya había publicado Horas de estudio,[2] su segundo libro. Varios meses en La Habana le permitirían estrechar vínculos de colaboración con publicaciones cubanas, algunos ya iniciados durante su estancia de tres años en la isla (1903-1906), y tomar un sano alejamiento del escenario caótico que presentaba México, vulnerado por contiendas intestinas y bajo la intervención, siempre amenazadora, de los Estados Unidos.
El estallido de la primera Guerra Mundial, en agosto de ese año, no sólo cambió el rumbo del proyectado itinerario de Pedro, sino muy posiblemente la trayectoria inmediata de su vida intelectual, que se habría desarrollado en esos años en los círculos europeos hacia los cuales miraba la inteligencia hispanoamericana.
Al aceptar la corresponsalía que le ofreció Manuel Márquez Sterling, director y propietario de Heraldo de Cuba, Pedro Henríquez Ureña dio un giro inusitado a sus planes, tal vez impelido por circunstancias económicas personales. Lo cierto es que, desde el importante mirador de los acontecimientos mundiales que era entonces la capital norteamericana, le fue posible profundizar en la vida urbana, en las universidades, en el pensamiento, en el ejercicio político, en el concepto de nación y en la idea que allí se tenía acerca de lo que eran nuestros pueblos. En Washington pudo contemplar desde una óptica más abarcadora, más universal, los sucesos y a los hombres que los protagonizaban; los movimientos artísticos y a los creadores que los originaban. Un ejercicio que no sólo le aportó reconocimiento en instituciones y publicaciones estadunidenses, sino que, a la manera en que lo había hecho José Martí apenas dos décadas antes, le permitió conocer la práctica social, política y cultural de Norteamérica y, junto a ella, los signos reveladores de una escabrosa vecindad con los países al sur del Río Bravo.
Para entonces el joven Henríquez Ureña ya era reconocido en el mundo hispano como un agudo crítico, filólogo, hispanista. Además de Horas de estudio, había reunido sus primeros escritos en un título inicial publicado en La Habana en 1905: Ensayos críticos. Pero su prestigio le llegaba también por la vía de la abundante colaboración en periódicos y revistas literarias de México, República Dominicana y Cuba, las que no dejaban de dar cuenta de su obra como investigador del lenguaje y la cultura literaria y artística y de su labor como crítico y periodista.
De igual manera, su papel protagónico en la fundación y el desarrollo de instituciones promotoras de cultura lo vinculó a importantes personalidades de México, país donde se había establecido por ocho años (1906-1914). Al partir a Washington, Pedro Henríquez Ureña llevaba como patrimonio espiritual la amistad de jóvenes intelectuales mexicanos, ya eruditos, entre ellos Alfonso Reyes, Alfonso Cravioto, Rafael López. Esa amistad había nacido al calor de las lecturas de los clásicos griegos en la Sociedad de Conferencias (1907) y de las apasionadas discusiones del Ateneo de la Juventud (1909), nombre que tomó aquélla y de la que Pedro se convirtió en el alma, además de ocupar el puesto de secretario, mientras que Antonio Caso se hizo cargo de la Presidencia.
Su segundo tránsito por La Habana le proveyó también del afecto fraternal de escritores que ya se situaban entre los mayores representantes de las letras cubanas, como el poeta Mariano Brull, el narrador Jesús Castellanos y el ensayista José María Chacón y Calvo, a la sazón director de la Sociedad de Conferencias, con los cuales integró, en 1914, un grupo de estudio, si no tan trascendente como los que contribuyó a fundar en México, sí muy constante y erudito.
EL CAMINO CUBANO
La Cuba que encontró Pedro Henríquez Ureña en 1914 tenía doce años de ejercicio independiente, matizado por tres intervenciones militares estadunidenses[3] y, sobre todo, por el apéndice constitucional conocido como Enmienda Platt, que reprimía cualquier pretensión nacional sobre el destino propio y subordinaba las decisiones de gobierno al Congreso de los Estados Unidos.
El pensamiento y la acción más relevantes de las primeras décadas republicanas se dirigían, por tanto, a la lucha por la abolición de la Enmienda Platt, lo que no ocurrió hasta 1934, y en la escena política predominaban, como en otros países del área, dos fuerzas: las liberales y las conservadoras. Junto a ellas habían aparecido, desde el siglo anterior, los signos de una gestión obrera y socialista que culminó como movimiento en 1906, con la fundación del Partido Obrero Socialista.
La dependencia de la economía al país del Norte era creciente. En 1914, cuarenta centrales azucareras, que producían 35% de la zafra, pertenecían a estadunidenses. En 1916 serían ya cincuenta y cuatro. La llegada de Pedro a La Habana coincidió con la aprobación de una moneda nacional, que comenzó a circular en 1915, durante el periodo conocido como Danza de los Millones
, ilusión inflacionista provocada por el alza del precio del azúcar en el mercado mundial. Hasta entonces el dólar había presidido el intercambio mercantil, seguido por los billetes y monedas españolas, aún con vigencia en la circulación.
El surgimiento de una cultura con características cubanas se fue haciendo visible a partir de la segunda década del siglo XIX, y en 1868 se acrisoló, fundida al ideal de nación expresado en las guerras independentistas. José Martí era el mayor exponente de ese ideal, pero en los primeros años republicanos todavía su obra no trascendía como lo hizo a partir de 1923. Los intelectuales aún vivos que participaran en la fundación nacional criticaban ácidamente la subordinación con que había nacido el nuevo estado y, entre ellos, las voces más altas eran las del filósofo Enrique José Varona, del orador y ensayista Manuel Sanguily y del periodista Juan Gualberto Gómez.
En la narrativa, Carlos Loveira, Miguel de Carrión y Alfonso Hernández Catá, entre otros, se encargaban con crudo realismo de los temas urbanos y rurales; mientras que la poesía respiraba aún aires modernistas, aunque ya renovadores en la lírica de los orientales Regino Boti y José Manuel Poveda y el matancero Agustín Acosta. Estos tres poetas protagonizaban lo que Max Henríquez Ureña llamó el movimiento de renovación poética
, y que coincidía con el inicio de la primera Guerra Mundial, acontecimiento que tuvo una repercusión inversa en los miembros de esa generación. Lejos de adentrarse en los temas inherentes al conflicto de la época, se refugiaron en el yo interior y dieron paso a un verso intimista, de aliento melancólico, a veces desgarrado, pero que hablaba del deseo de alejarse de la tragedia universal para asumir sólo la personal, como quien anhela, frente a los horrores del mundo circunstante, recluirse dentro de sí mismo
.[4]
En el campo de la crítica y el ensayo los nombres más sobresalientes eran Manuel Márquez Sterling, José María Chacón y Calvo, Emilio Roig de Leuchsenring y Ramiro Guerra, y fue en ese periodo cuando Fernando Ortiz publicó sus estudios iniciales sobre la integración cultural y étnica de la nación cubana.
No obstante los marcados límites con los que había surgido la República, la posibilidad de expresión del pensamiento era muy superior a la vivida en el siglo XIX. En este sentido Max Henríquez Ureña ha explicado que el ejercicio de la opinión hubo de reflejarse necesariamente en todos los aspectos de la vida del país, pero su ascendiente se manifestó, ante todo, en el periodismo y la oratoria, que alcanzaron inusitado esplendor
.
En La Habana —continúa Max— se concentraba la mayor actividad intelectual, y a través de sus publicaciones y de sus instituciones de cultura se difundía la producción literaria de toda la isla, pero al despertar el siglo XX no escaseaban, en cada una de las provincias, las revistas consagradas a las letras y en torno a ellas escritores y poetas que representaban las nuevas tendencias literarias.
La capital editaba cuatro importantes diarios de dimensión nacional: La Discusión, fundado en 1879, y La Lucha, de 1885, de un modo u otro reflejaban las expectativas de los cubanos; pero Diario de la Marina, de 1844, desde su surgimiento reflejó los intereses de los españoles, primero, y a la llegada de la República, los de los estadunidenses. El cuarto diario era el novel El Mundo, que comenzó a salir en 1902 y desde cuyas páginas alcanzó notoriedad Manuel Márquez Sterling, como su primer jefe de redacción y titular de una escueta columna, de agudo comentario, a la que llamó La nota política del día
.
A las nuevas revistas literarias aparecidas en el panorama intelectual cubano, Cuba y América, Azul y Rojo, Letras y la significativa Revista Bimestre Cubana, que resurgió en 1910, se unieron los suplementos culturales que, aunque con antecedentes en el siglo XIX, no alcanzaron su forma definitiva hasta el XX. El pionero y más importante entre ellos fue el dominical El Mundo Ilustrado, cuyo primer número salió el 20 de mayo de 1904, y desempeñó un importante papel en el conocimiento y promoción de la obra de escritores en los tiempos iniciales de la República. Sólo años más tarde, avanzada la década de 1920, Diario de la Marina