El Maestro de Alcoba
Por Sergio Fosela
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Comentarios para El Maestro de Alcoba
13 clasificaciones2 comentarios
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5¡Me ha encantado! Erótica, instructiva, romántica, auténtica..... Muchas gracias Sergio por escribir así.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Excelente libro sobre las angustias, y el encuentro del amor,
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El Maestro de Alcoba - Sergio Fosela
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
info@Letrame.com
© Sergio Fosela Águila
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN :978-84-1386-337-5
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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Capítulo 1: UN NUEVO CAMINO
—La maestría de alcoba la conocen muy pocos —me dijo, rompiendo el silencio—. Y aún son menos quienes la practican.
Caminábamos por el paseo marítimo de Santa Cruz, una mañana de mayo. Podría ser un lugar agradable, si no fuera por los cientos de contenedores metálicos apilados en largas y enormes hileras a lo largo de toda la orilla de la ciudad que nos separaban del agua más de trescientos metros. Cuando en una de esas conversaciones intrascendentes, después de varias cervezas, algún amigo me decía: «Madrid tendrá muchas cosas, pero no tiene playa», yo siempre me atrevía a replicar: «Tampoco Santa Cruz de Tenerife». Es cierto que la isla tiene playas maravillosas, pero su capital, una ciudad preciosa abierta al cielo, se cerró al mar…
Y en ese pensamiento, mirando a la nada, estaba yo, hasta que mi maestro o quien se iba a convertir en mi maestro a partir de esa mañana, me dijo que había decidido compartir conmigo la maestría de alcoba.
Aparentaba ser de mediana edad por las hebras grises de las sienes y las arrugas alrededor de los ojos, pero su mirada denotaba la sabiduría de alguien mucho mayor. Era más bajito que yo y de piel morena. Y sin traje imponía mucho menos. Tenía los ojos rasgados y una cara muy ancha. Los pómulos eran muy prominentes.
Había permanecido callado hasta entonces. No hablaba. Ni siquiera para contestar a mis preguntas. Habíamos quedado a las puertas del auditorio, después de habernos conocido dos días antes de la manera más rocambolesca. Acudí intrigadísimo, expectante por saber qué podía contarme y cómo podía ayudarme. Y sobre todo, cómo pudo saberlo. Hasta que llegó la hora de la cita, en mi cabeza únicamente resonaba aquella pregunta que me había dejado helado: «¿Qué necesitas?».
Pero estuvimos paseando más de media hora en silencio. Bueno, en silencio real sólo cinco minutos, los otros veinticinco me los pasé intentado hacerle hablar. Pensé que me tomaba el pelo y, sin embargo, en ningún momento se me ocurrió dejarlo plantado y dar media vuelta. Lo más curioso es que, pese a todo, seguí caminando a su lado. Quizás estaba poniendo a prueba mi paciencia.
—¡Vaya! —exclamé, entre sorprendido y aliviado—. Si no te ha comido la lengua el gato. —Él se limitó a sonreír y, temiendo que volviera a callarse por haberme pasado de gracioso, rápidamente le pregunté, porque eso era lo que creía que quería—: ¿Y qué es la maestría de alcoba?
—¿Sabes qué es el karma? —me soltó, ignorando mi pregunta. A pesar de todo me caía bien. No sé por qué, pero me caía bien, el muy cabronazo.
—Sí —le contesté—. Bueno, creo que sí. Es eso que dicen que te vuelve lo que das o cómo lo das, ¿no? —Joder, no supe ni explicarme. Pero cualquiera me hubiera entendido, porque todos hemos oído hablar del karma—. Que todo lo que hagas te lo harán a ti —dije, por fin.
—¿Sabes que existe el karma sexual? —Me miró sonriente, con los ojos entrecerrados. Cuando sonreía, en vez de ojos, parecían dos puñaladas. Aunque dos puñaladas le hubiera dado yo al cabrón por no hacerme ni caso. ¿Para qué me preguntaba, si luego ignoraba mis respuestas?
—El karma sexual —continuó— comienza a existir en el mismo momento en que se piensa o se siente una cosa y se dice o se hace otra. En ese instante, la energía cambia.
Eso tenía sentido. Y cobró más sentido cuando me lo explicó y entendí el verdadero significado del karma, que se puede resumir en «toda acción tiene su reacción». El karma es la energía que se deriva de tus actos. Cuando las acciones no están alineadas o no son consecuentes con tus pensamientos, lo que expresas, lo que haces, tu forma de vida, todo estará también desalineado, por decirlo de alguna manera. Eso es lo que te espera en el futuro si no le pones remedio.
—Así que el karma sexual se pondría en funcionamiento cuando, por ejemplo, alguien no desea tener relaciones sexuales pero accede sólo para no escuchar a su pareja insistir una y otra vez —dije después de un largo debate sobre el tema.
El maestro asintió.
—¿Y cuál sería la consecuencia? —replicó sonriente. Siempre sonreía.
Me quedé pensativo unos segundos. Elevé la barbilla al cielo para permitir que la brisa que acababa de levantarse aliviara la piel ardiente de mi cara. Ese día el sol no pegaba demasiado, pero cualquier guiri que se hubiera paseado sin crema protectora se habría quemado. Menos mal que el sol aún no lucía muy alto y caminábamos a la sombra de los árboles. Si hubiéramos seguido recto hacia Las Teresitas en lugar de subir por la Rambla, cuyo paseo está flanqueado de grandes árboles, nos habríamos derretido.
—Pues que la falta de deseo sexual dominaría su vida. Que sentiría cada vez más rechazo —contesté—. Pero supongo que eso podría pasar con casi cualquier cosa. La energía sexual se bloquea al romperse la armonía provocando distintas dificultades sexuales y eróticas.
—Por eso debes tener presente la influencia del karma sexual cuando trabajes con una mujer —dijo—. Hacerle entender la importancia del equilibrio entre pensamiento, sentimiento y acción. Encontrar dónde está la desarmonía.
Habían pasado un par de horas, pero parecían minutos. Me empapaba con cada lección que salía por la boca de aquel hombre que, según me contaría después, había nacido en un poblado indígena del Amazonas peruano. Me dijo a qué familia pertenecía, pero olvidé su nombre por su rareza. También supe tiempo después que era chamán, pero que, en uno de sus viajes de ayahuasca, comprendió que debía nutrirse de otras magias y recorrer el mundo recopilándolas y guiando a quien lo necesitara. También había ido a la universidad. Por lo que decía, parecía que hubiera vivido varias vidas. Me parecía imposible todo lo que sabía para su edad, aunque nunca pude sonsacarle cuántos años tenía en realidad. Si soy sincero, a veces pienso que no existía. Que era un ser que sólo podía ver yo… Ya, lo sé, de locos.
Y desde el momento en que le dije: «Déjeme aprender de usted, por favor, lo necesito», ya no dejó de hablar y de contestar a mis preguntas. Era como si, antes de nada, tuviéramos que firmar una especie de contrato emocional. «El maestro aparece cuando el alumno está preparado. Si el alumno no lo lleva dentro, la guía de un maestro no sirve de nada». Esa fue su contestación.
Aprender de él durante los años siguientes fue muy desesperante en algunas ocasiones. Era inflexible la mayoría de las veces, misterioso, insistente... Pero era buena persona y la base de mi conocimiento actual y mi visión de la sexualidad se las debo a él.
Y así quedó la cosa. Siempre nos veríamos delante del auditorio, a las diez de la mañana, los domingos. Supongo que era por la tranquilidad y la soledad de Santa Cruz, ya que ese día todos los comercios y bares estaban cerrados y casi nadie andaba por la zona. Todos se iban a la playa o se reunían para comer en familia.
Los primeros meses me hizo trabajar mucho sobre mí mismo. Antes de enseñarme ninguna técnica de alcoba, como él lo llamaba, primero necesitaba conocer mi propia energía sexual, sentirla, manejarla y entender su funcionamiento. Pasábamos muchos momentos sentados, yo con los ojos cerrados concentrado en sus palabras y él guiándome con paciencia y explicándome cada paso. Cada charla iba precedida de un ejercicio. «El movimiento se demuestra andando», me dijo. Todo lo que me explicaba requería de un momento de pausa, de análisis, de debate y, finalmente, de práctica. Según iba integrando sus enseñanzas, mi capacidad de observación de lo que sucedía a mi alrededor crecía. Aprendí a ver el universo desde un punto de vista fascinante. El binarismo desapareció, dejando paso a la dualidad. Desde ahí, todo cobraba más sentido.
Los comienzos fueron duros, cuando más le discutí y cuestioné, pero era debido a que estaba derrumbando todo mi sistema de creencias, mi forma de ver y entender la vida. Me di cuenta de mi ignorancia sobre la sexualidad —aunque algo sospechaba— y descubrí el fantástico mundo de la energía sexual. Pero la suya no era una visión mística o espiritual. Era terrenal. Palpable. Con su respuesta y demostración. No hacía falta tener fe: era algo que experimentabas directamente.
Las charlas y los paseos cambiaron su dinámica cuando pasamos a las técnicas de alcoba y tuve que comenzar a practicar sus lecciones sobre el placer, el deseo, el orgasmo, la excitación, la sexualidad en cada etapa de la vida, los distintos bloqueos que nos impiden disfrutar con plenitud y un montón de cosas orientales, más relacionadas con la erótica. Me decía lo que tenía que practicar. Sin más. Ni consejos, ni indicaciones de ningún tipo. Ni siquiera podía hacer preguntas. Nos volveríamos a ver cuando hubiera podido experimentar y averiguar todo lo necesario sobre el tema. Y la siguiente vez que nos veíamos yo le relataba mi experiencia, cómo lo había hecho, qué había sentido, qué había conseguido, qué me había dicho ella, las dudas que me habían surgido. Sólo entonces me explicaba cómo funcionaba la energía sexual. «Si no lo vives, no lo entiendes». Y era cierto, pero aunque después la lección cobrara sentido, me desesperaba estar tan perdido a la hora de practicar.
De todos modos, ese primer encuentro me provocó tanta curiosidad y me dejó tan hambriento de conocimientos sobre la energía sexual que, a pesar de que muchas veces me pregunté cómo me había dejado liar así, nunca pensé en tirar la toalla.
Capítulo 2: MI PRIMERA VEZ
Allí estaba yo: muerto de miedo y rezando para que no me temblara la voz, mientras le explicaba a esa mujer el protocolo que íbamos a seguir —y que ella parecía conocer de sobra— antes de iniciar el masaje erótico. Aunque creo que mi ansiedad era evidente por la torpeza con la que me movía por la habitación buscando las velas, las toallas y el aceite.
Como masajista había tocado cientos de cuerpos, pero nunca antes había entrado en la intimidad de los genitales de forma profesional. Las prácticas de la maestría de alcoba, que eran como un juego y siempre tenían un objetivo claro, habían quedado atrás. Esto era muy distinto. O al menos en ese momento yo lo veía de manera distinta: era un masaje por puro placer, y me daba mucho apuro. Pero tenía que hacerlo.
En ocasiones, mi trabajo había sido objeto de bromas por parte de mis amigos, que se imaginaban que dar un masaje erótico sería muy morboso, y construían fantasías sexuales sobre el tema. Pero en ese preciso instante, real, mientras esperaba a que una mujer desnuda se tumbase para que mis manos recorriesen cada rincón de su cuerpo, morbo era lo último que sentía.
Estaba muy nervioso y azorado, pero sobre todo sentía una gran responsabilidad. Responsabilidad por hacer un buen masaje y satisfacer a esa mujer que estaba pagando por ello. Y responsabilidad por conseguir el trabajo. Quizás esto último era lo que más me pesaba y me impedía relajarme.
La crisis económica que había comenzado en el 2008 se encontraba en su punto máximo y, desde que había vuelto de Tenerife, llevaba demasiado tiempo sin empleo ni dinero suficiente para subsistir. Así que, respondiendo a un anuncio de «Se necesita masajista erótico masculino», me encontré dando mi primer masaje, de cuyo resultado dependía entrar o no en nómina y conseguir por fin un poco de estabilidad económica. Era mi primera oportunidad de verdad en más de dos años. Desde luego, los nervios y la ansiedad no me ayudaban.
Se trataba de un centro de masajes tántricos bien situado en el centro de Madrid, que llevaba varios años en funcionamiento y tenía mucha clientela de ambos sexos. Un lugar elegante y distinguido, con mucha clase, decorado al estilo balinés, con puertas de madera oscura, columnas talladas con formas de animales, grandes esculturas y bustos de Buda, Ganesha y otros dioses hindúes, gasas de colores colgando de las paredes y luces tenues indirectas que creaban un ambiente muy relajado e íntimo.
A lo largo del pasillo había varias puertas que conducían a las habitaciones de masaje. En un par había dos futones para realizar masajes en pareja, una habitación disponía de jacuzzi, en otra había una especie de bañera enorme con barras en los laterales para hacer masajes cuerpo a cuerpo y después había dos cuartos más pequeños, en uno de los cuales estaba yo, que simplemente tenían un futón en el suelo. Cada habitación estaba decorada de un modo diferente. Por último, había una sala de espera, donde fui a recoger a mi clienta. Se levantó del sillón nada más verme y fue directa a saludarme. Me dio dos besos y me sonrió. «Raquel», se presentó. Su voz sonaba firme y su seguridad contrastaba con mi creciente nerviosismo. Era morena, y el pelo largo y ondulado le caía sobre el hombro izquierdo. Su ropa ajustada dejaba adivinar un cuerpo con muchas curvas. Le calculé mi edad: unos treinta y cinco años.
Con excesiva timidez, le pedí que me acompañara. Mientras Raquel se duchaba, yo preparaba el futón para el masaje, ponía el aceite a calentar y encendía velas por todo el cuarto. Entre vela y vela, miraba de reojo cómo se enjabonaba. No podía evitarlo. La ducha era norma obligatoria del centro por cuestiones de higiene, pero en lugar de darse una ducha rápida, esa mujer se tomaba su tiempo, como si supiera que la espiaba. Se acariciaba sensualmente a la vez que sonreía con picardía. Eso me puso aún más nervioso y me impidió disfrutar de lo que estaba viendo.
Al cabo de un rato terminó de ducharse, se secó y se tumbó en el futón, frente al que había un espejo para poder observar el masaje, si así se deseaba, y dar un toque más sensual al momento. Me arrodillé a su derecha. Había repasado el masaje en mi cabeza cientos de veces, pero allí, a su lado, justo antes de empezar, me quedé en blanco. Mis manos temblaron al coger el cuenco de aceite caliente y di gracias por que la mujer estuviera bocabajo con los ojos cerrados. Respiré hondo durante unos segundos para tratar de calmarme, invoqué a mi maestro, en quien no había vuelto a pensar hasta ese momento, y comencé a verter un hilo de aceite sobre su espalda, desde el nacimiento del pelo, a lo largo de la columna, hasta justo el comienzo de la línea del culo, donde me detuve unos segundos, para finalmente dejar caer más aceite línea abajo, empapando su ano y sus genitales. Sentí cómo se estremecía. Sin pensar, posé mi mano libre sobre su espalda y extendí el aceite muy despacio, presionando con delicadeza y dejando que mi mano se llenara de su piel. Era suave y tersa y aún estaba un poco húmeda por la ducha. Deslicé mi mano por su columna hacia abajo, dejando que mis dedos fueran por delante al llegar al culo. Justo entonces, abrió sus piernas para que mi mano entrara con facilidad y pudiera extenderle el aceite acumulado entre sus muslos. Aproveché esa abertura para colocarme entre sus piernas y terminar de echarle aceite por todo el cuerpo.
Aunque nunca