Atenea
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Atenea - Ignacio Manuel Altamirano
Atenea
Atenea
I
…Tas! Esto es lo que siento en torno mío, y también es lo que siento dentro de mí. Ningún asilo podría convenir más a mi espíritu en el que ha cerrado ya la noche de la desesperación. Si hubiese ido para ocultar mis penas y apurar el amargo cáliz de mi dolor, a buscar un abrigo en la soledad de mis bosques americanos, allí no habría encontrado el reflejo de mi alma, porque en ellos rebosa la vida de la virgen naturaleza, porque sobre ellos se mece la Fortuna con las promesas del porvenir, porque el seno de esa tierra parece estremecerse con los ruidos tumultuosos del trabajo y de la lucha, mientras que aquí en Venecia, sólo se siente el aliento de la agonía, y el Destino se ha alejado, hace tiempo, con fatigado vuelo, de la predilecta de sus amores. No: la América no es el desierto en que deseo vivir los negros días de marasmo y de tedio que no me atrevo a abreviar todavía, porque lo creo inútil, convencido de que son ya pocos.
¡Venecia! ¡Venecia es la ruina y el sepulcro! Aquí encuentro los vastos palacios con las apariencias de la vida y que no son más que mausoleos; en ellos puedo meditar y agonizar, reclinando mi frente enferma, en cualquiera de esas ojivas de mármol en las que parece reinar el genio del silencio y de la muerte.
II
Venecia, mayo 16.
…Y sin embargo, ¡cuán hermosa es todavía esta antigua señora del mar! Paréceme una reina destronada, envejecida, triste y pobre, pero que conserva en su desamparo y en su miseria todos los caracteres de su majestad nativa y todos los reflejos de su belleza inmortal.
Pasé la mañana escribiendo y arreglando papeles. Después tomé el excelente almuerzo de este hotel Bernardo, uno de los mejores de Venecia, y dormí algunos minutos arrullado por el rumor de las góndolas, por las pláticas y cantos de los gondoleros y por el cercano ruido de las olas del Adriático. Todo aquí es extraordinario; los sonidos llegan al oído, velados y suaves; el antiguo misterio de la vida veneciana parece conservarse en las conversaciones, en los rumores lejanos, y en el silencio profundo que ellos interrumpen apenas, de momento en momento.
En la tarde, una hermosa tarde, de cielo sin nubes, decidíme a salir, para echar la primera ojeada a la ciudad soñada tanto tiempo y en la que pienso vivir y morir.
Metíme en una bella y ligera góndola y dije al gondolero, inteligente y gallardo joven, que yo era un extranjero que veía por primera vez a Venecia, y que fuera mostrándome, mientras nos dirigíamos al Lido, todo lo que creyera digno de mención.
El gondolero, decidor, como todos, me respondió que en su ciudad todo era notable, todo encerraba recuerdos históricos y gloriosos, y añadió dando un suspiro:
— Señor, en Venecia, todos no son ya más que recuerdos.
— Como en mi corazón, me respondí interiormente.
Preguntóme después, si no prefería ir desde luego a conocer la plaza de San Marcos. Para los venecianos, la Plaza de San Marcos es lo primero.
— No, amigo mío, le repliqué; mañana visitaremos San Marcos.
Hoy deseo ver el Lido.
— Como gustéis, me dijo, y apoyándose apenas en el remo, comenzamos a atravesar las calles monumentales de esta ciudad poética y grandiosa, y empezó a señalarme palacios y templos, mezclando a sus breves descripciones no pocas frases de singular dialecto veneciano poco inteligible para mí, pero que no tenía interés en comprender tampoco. Me había sumergido en una reflexión melancólica y profunda. Veía y no miraba; oía sin comprender, y no escuchaba más que la voz quejosa de mi alma atormentada por implacables recuerdos. ¡Oh, si ella estuviera aquí! Pero ella no vivía ya, y yo cruzaba, solitario y meditabundo, aquellas calles iluminadas por el sol de la tarde, pero en que las sombras de los palacios comenzaban a enlutar las aguas de las lagunas. Pensaba en ella, como siempre… sentía mi soledad, mi hastío; y mi espíritu se enlutaba también.
Pronto llegamos al Lido. Mi objeto no era pasear en él, no era mezclarme en esa lengua de tierra pintoresca y encantadora, gracioso recuerdo de los paseos de las ciudades construidas en tierra firme, sino verlo, conocerlo, forjarme la ilusión de que veía pasar, corriendo el caballo, a Lord Byron, el enamorado de Venecia, y evocar las memorias de los antiguos días de la soberbia República, cuando aquella juventud rica y poderosa se daba allí cita, entre