Misterio en el camino
Por Rocio Rueda
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Misterio en el camino - Rocio Rueda
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Toledo, 1385
Alisa se acercó a la ventana y contempló la maravillosa vista que tenía desde su habitación. Aunque Toledo era la única ciudad que conocía, estaba segura de que ninguna otra podía superarla en belleza. La imagen de la catedral de Santa María destacaba entre todos los edificios que rodeaban su casa. Aún faltaba mucho para que concluyeran las obras de aquella construcción, pero las dimensiones de la iglesia dejaban claro que se trataba de una obra sin igual. La joven miró a las personas que caminaban por la calle. Desde su ventana, Alisa podía observar todo cuanto sucedía en la plaza de Zocodover donde se celebraba el mercado más importante de Toledo. Su padre, Bernardo, era uno de los comerciantes más ricos de la ciudad y eso les había permitido residir en la mejor zona de la urbe. Ella pasaba horas contemplando todo cuanto sucedía en la plaza, a la espera de que alguno de los clientes de su padre visitara la casa. Cuando eso sucedía, la joven salía de su habitación para dirigirse al despacho de Bernardo, situado en la planta inferior de la vivienda. Si él se lo permitía, ella presenciaba aquellas reuniones con gran interés.
La joven tenía dieciséis años y, como cualquier muchacha de su edad, poseía un espíritu inquieto y curioso que la llevaba a querer acompañar a Bernardo durante sus reuniones de negocios. Su padre trataba con hombres de todo el reino y a ella le fascinaba escuchar las historias que relataban sobre sus viajes. La mayoría de los clientes estaba acostumbrada a la presencia de Alisa y en muchas ocasiones acudían incluso con algún presente para ella. Aunque Bernardo no siempre la permitía acompañarle, estaba complacido del interés de su hija por el negocio familiar, algo que no compartía el hermano menor de Alisa. Juan tenía dos años menos que la joven y su único deseo era armarse caballero. Antes de caer enfermo, pasaba horas jugando en el jardín con una vieja espada de madera. En más de una ocasión, ella misma le había reprendido por descuidar sus obligaciones, ya que prefería soñar con vivir todo tipo de aventuras en vez de estudiar sus lecciones.
Mientras se alejaba de la ventana, la muchacha recordó con tristeza cómo era la vida de su hermano antes de que le atacara la enfermedad. Juan padecía una extraña afección para la que parecía no existir cura. Durante los últimos meses, el estado del muchacho había empeorado. Apenas tenía fuerzas para levantarse de la cama y su mirada, que siempre había estado llena de vida, se apagaba día a día.
Alisa abandonó la habitación con la intención de comprobar cómo se encontraba Juan esa mañana. Cuando no había hecho más que salir al pasillo, observó que Yalí, el médico de la familia, salía de la alcoba de su hermano. Antes de que ella pronunciara una sola palabra, Yalí movió la cabeza de un lado a otro y Alisa no tardó en adivinar lo que ese hombre estaba a punto de decirle.
—No hay nada que pueda hacer —señaló Yalí, confirmando sus sospechas.
—¡No digas eso! —le interrumpió ella—. Tiene que haber un remedio que aún no hayas probado.
—Sabes que he agotado todas las posibilidades —reconoció el médico, mientras Alisa sentía que todo daba vueltas a su alrededor. Aquello no era justo. Juan era un joven noble y bondadoso, y no se merecía nada de lo que le estaba sucediendo.
—¿Cuánto crees que le queda? —preguntó ella a continuación. Aunque no quería oír la respuesta, necesitaba saber de cuánto tiempo disponían.
—Es difícil de precisar —respondió él, abriendo su maletín para extraer un frasco con un líquido amarillento—. Esto aliviará sus dolores y mejorará su estado. Es lo único que puedo ofrecerte —añadió antes de dirigirse a la parte inferior de la casa. Alisa sabía que él también lo estaba pasando mal.
Yalí era uno de los mejores médicos de Toledo, sus servicios se demandaban no solo en aquella ciudad, sino en todo el reino. Siempre había estado muy unido a su madre y, aunque no tenían lazos de sangre, Alisa le consideraba como parte de su familia. Él conocía remedios para casi todas las enfermedades y aun así se había visto obligado a consultar con otros galenos el caso de su hermano. Pero ninguno de ellos había podido ayudarle a encontrar una cura para la afección de Juan. Alisa entró en la habitación de su hermano mientras este dormía. La joven se sentó a su lado y permaneció así el resto de la mañana. Juan tenía solo catorce años, aunque por su aspecto físico parecía algo mayor. Era un muchacho corpulento, guapo, muy despierto y, hasta hacía unos meses, con una salud inmejorable, por eso era tan duro para ella verle así.
Incapaz de aceptar lo que Yalí le había dicho, Alisa abandonó la estancia. Necesitaba encontrar una solución. Pero si nadie parecía conocer el remedio para la enfermedad de Juan, ¿qué podía hacer ella? Alisa salió de la casa y corrió hasta el viejo roble del jardín para refugiarse bajo sus ramas. Ese árbol había sido durante muchos años su lugar preferido. Ella y su hermano habían pasado horas jugando a la sombra de aquel árbol. Cerró los ojos y se tumbó sobre la hierba, como si esperase que la brisa que soplaba le diese la solución a su problema. Al rato, escuchó la voz del señor de la casa.
—¡Padre! —exclamó Alisa, mientras iba a su encuentro—. ¡Yalí dice que no hay nada que hacer! —le explicó entre lágrimas.
Su padre la apretó contra su pecho para consolarla.
—No debes preocuparte —aseguró Bernardo—. Encontraremos la forma de que Juan mejore —añadió después, tratando de animar a la joven. Ella le miró dubitativa. Aunque su padre trataba de mantener la compostura, Alisa sabía que la enfermedad de su hermano también había debilitado a su progenitor.
La joven observó el rostro de su padre: su pelo canoso, su espesa barba… Aunque era mayor que su madre, nunca lo había parecido, pero su aspecto había desmejorado mucho y parecía haber envejecido varios años en unos poco meses. Alisa también había observado que se fatigaba con facilidad y que había tenido que recurrir a la ayuda de un bastón para caminar. La ausencia de su madre, Jazmina, había hecho más dura la situación. Al igual que ella, esta se negaba a aceptar que no existiera una cura para su hijo, por lo que había viajado a su ciudad natal para encontrarla.
Su madre había nacido en Córdoba y fue allí donde conoció a Bernardo, quien visitaba habitualmente la ciudad para comprar telas. En cuanto este la vio, quedó prendado de ella, lo que hizo que sus viajes fueran cada vez más frecuentes. La familia de Jazmina era mudéjar, se habían convertido al cristianismo después de que la ciudad fuera tomada por los reyes castellanos; tras el matrimonio, establecieron su residencia en Toledo. Aun así, ella se esforzó para que sus dos hijos conocieran las costumbres de su pueblo, ya que vivir en Córdoba le había permitido aprender muchas de sus tradiciones; y eso hacía de ella una de las mujeres más brillantes que Bernardo había conocido, pues los musulmanes poseían conocimientos muy avanzados en casi todas las materias. Por esa razón, Jazmina había decidido regresar a su ciudad, con la esperanza de encontrar allí un remedio para Juan. Pero las últimas noticias recibidas de Córdoba no eran nada tranquilizadoras. Su madre emprendía el regreso a Toledo sin hallar ninguna cura.
Alisa sintió que le faltaba el aliento. Juan era su único hermano, y a pesar de que era dos años más pequeño que ella, se había convertido en su confidente y compañero de juegos. Nunca se habían separado, así que no estaba dispuesta a resignarse mientras él empeoraba.
—Conseguiré que Juan se recupere —aseguró ella, después de soltarse de los brazos de su padre—. Demostraré a Yalí que está equivocado —gritó antes de echar a correr y salir de la casa.
Bernardo sabía que no podía hacer nada para consolarla, así que se limitó a ver cómo se alejaba. La joven comenzó a caminar por las estrechas y empedradas calles de Toledo, que siempre estaban repletas de gente. Aquella era, sin duda, la ciudad del reino donde la mezcla de culturas, razas, religiones y formas de pensamiento era más intensa. Pero todos mantenían un respeto mutuo entre sí, lo que convertía a la urbe en uno de los lugares más prósperos y brillantes de la Península. Alisa no paró de correr hasta llegar a la catedral, cuya construcción seguía desde su ventana. A la joven le parecía fascinante cómo la mente humana, a partir de unas simples piedras, era capaz de crear algo tan bello como aquello. Pero, a la vez, eso conseguía enfadarla. A pesar de que podían levantar edificios tan impresionantes como aquel, nadie era capaz de encontrar un remedio para la enfermedad de Juan.
Antes de continuar avanzando, fijó su mirada en unos motivos esculpidos en la fachada, entre los que aparecía una pequeña concha. La joven trató de recordar dónde había visto anteriormente aquel símbolo, ya que estaba segura de que esa misma forma había llamado su atención en el pasado. Y fue entonces cuando su mente reprodujo una conversación que había escuchado en el despacho de su padre, en la que uno de los clientes de Bernardo, que portaba una concha a modo de colgante, les había hablado sobre uno de sus viajes. Alisa recordó que lo más asombroso de aquel relato no fueron las aventuras vividas durante el trayecto, sino lo que aquel hombre había obtenido de aquella travesía, curarse de la enfermedad que le estaba dejando ciego.
El recuerdo de aquellas palabras hizo que los ojos de Alisa brillaran. La joven echó a correr hasta la ermita del Cristo de la Luz, donde su padre acudía a rezar todos los domingos. Aquella era una iglesia muy pequeña, construida ya en el siglo x como mezquita, porque, como ella sabía, desde la entrada de los musulmanes en la península, en el 711, y hasta el año 1085, en que la ciudad fue liberada por Alfonso VI, Toledo formó parte de al-Ándalus. Alisa recordó que cuando este rey entró por primera vez con sus tropas en la ciudad, pasó por delante de aquella mezquita, y que justo delante de la puerta, su caballo