Memorias infantiles
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Así, este niño ve con ojos cristalinos la vida de esta ciudad provinciana en la que juega, sueña, sufre, pero sobre todo se pregunta por las cosas que pasan a su alrededor, como lo hacíamos todos en nuestra infancia.
Este libro es una impresionante muestra de cómo la infancia es la misma en su diversa experiencia: desde los sencillos juegos de niños, pasando por los primeros escarceos amorosos, hasta la comprensión de la pandemia, la injusticia y la violencia que azotó a Colombia a comienzos del siglo XX.
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Memorias infantiles - Eduardo Caballero Calderón
Caballero Calderón, Eduardo, 1910-1993.
Memorias infantiles / Eduardo Caballero Calderón ; prólogo Antonio Caballero. -- Segunda Edición. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2021.
428 páginas ; 21 cm. -- (Letras Latinoamericanas)
ISBN 978-958-30-6203-2
1. Caballero Calderón, Eduardo, 1910-1993 - Autobiografías 2. Autores colombianos - Biografías 3. Memoria autobiográfica Bogotá - Historia - Siglos XIX- XX I. Caballero, Antonio, 1945- , prologuista II. Tít.
920 cd 22 ed.
Segunda edición en Panamericana Editorial Ltda.,
marzo de 2021
Primera edición en Panamericana Editorial Ltda.,
junio de 1994
© Beatriz Caballero Holguín
© Presentación: Antonio Caballero
© 2020 Panamericana Editorial Ltda.
Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 1) 3649000
www.panamericanaeditorial.com
Tienda virtual: www.panamericana.com.co
Bogotá D. C., Colombia
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Presentación
Antonio Caballero
Imágenes de portada
Shutterstock
Diagramación
y diseño de portada
Martha Cadena, Luz Tobar
ISBN 978-958-30-6203-2 (impreso)
ISBN 978-958-30-6427-2 (epub)
Prohibida su reproducción total o parcial
por cualquier medio sin permiso del Editor.
Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A.
Calle 65 No. 95-28, Tels.: (57 1) 4302110 - 4300355. Fax: (57 1) 2763008
Bogotá D. C., Colombia
Quien solo actúa como impresor.
Impreso en Colombia - Printed in Colombia
Presentación
Hace cien años
Eduardo Caballero Calderón se queja en este libro de que en su niñez era incapaz de imaginar cómo sería el cielo de los bienaventurados de que le hablaban los curas y las sirvientas porque él mismo «vivía en un paraíso terrenal», y nada podía ser más celestial que eso. O así lo cuenta. Estas Memorias infantiles suyas son la descripción minuciosa y nostálgica de ese paraíso perdido.
Tenía seis años tal vez, o siete. Era un niño rico. No sólo desde el punto de vista, digamos, socioeconómico en que lo era su familia y que él mismo ignoraba, puesto que vivía inmerso y sin notarlo en la riqueza provinciana de la Colombia de principios del siglo XX; sino desde el punto de vista vital: lo tenía todo.
Una mamá que lo quería sólo a él —o eso creía él, lleno de hermanos que ignora olímpicamente en sus memorias—, y vivía exclusivamente para que él le preguntara cualquier cosa:
«Mamá, ¿por qué…?».
Y además un par de niñeras viejas y sabias, Mamá Toya y Mama Tayo, con quienes en caso extremo podía aclarar los misterios dejados por las preguntas más difíciles:
«¿Por qué mamá dice que…?».
Y una abuela imponente y todopoderosa, caprichosa como la Divina Providencia, que mandaba en todo el universo con mover un solo dedo y le regalaba al niño dulces que sabían a menta. Y a veces, cuando le venía en gana, lo llevaba de paseo por las calles enlajadas de Bogotá, bamboleándose en su silla de manos al pasitrote de los cargadores, para oír misa donde los curas candelarios, o donde los dominicos, o donde los que estuvieran de turno para ella en su personal breviario. Una inmensa casa, la de la abuela rica y tiránica, siempre repleta de gente: sirvientes, cocineras, muchachas de comedor, amas de cría, costureras, cocheros, barrenderos, jardineros, niñeras de los muchos niños, visitantes, aparecidos de ultratumba, amas de llaves, tíos ricos que se mandaban hacer en Londres los paraguas y las escopetas y visitaban a la abuela para pedirle bendiciones y tíos pobres que venían a sacarle plata, señoras vergonzantes convidadas a tomar chocolate, mayordomos de fincas de Boyacá que pedían instrucciones, curas mendicantes, un obispo, otro cura en proceso de canonización, generales de la guerra civil, ministros del Gobierno, médicos y sobanderos, hipnotizadores, poetas, carpinteros, vendedores de frutas, monjas. Y la imagen terrorífica de unas viejas tías abuelas enterradas de por vida en conventos de monjas de clausura, como cadáveres.
Una casa llena de bullicio de adultos en los corredores abiertos y de muebles fantasmales en los salones cerrados y silenciosos, de gatos en los tejados y de gallinas en los patios y de mulas de correo en las pesebreras. Una araucaria en el jardín con sus rectas ramas simétricas, un papayo sabanero y un brevo rebosante de pájaros, unas tapias que en el fondo se asomaban a las culatas de las casas vecinas del viejo barrio de La Candelaria, de las que llegaba el sonido de un piano que desde allá respondía al piano de acá mientras caía la lluvia perpetua del poeta José Asunción Silva:
La luz vaga… opaco el día,
la llovizna cae y moja
con sus hilos penetrantes la ciudad desierta y fría.
Y en torno a la abuela y a la casa, un pueblo grande que se creía la capital del mundo, o al menos la Atenas Suramericana, y estrenaba la novedosa luz eléctrica entre un antiguo tañido de campanas. Un poblachón con pretensiones de ciudad poblado de comerciantes y de políticos, de zapateros que martillaban cuero en el zaguán de la casa y de aguateras que traían múcuras de agua del chorro de los cerros, de parihueleros y de vivanderas de plaza de mercado y de locos como Pomponio y la Loca Margarita y de ancianos presidentes de la República que viajaban ceñidos con la banda presidencial a oír misa en el tranvía de mulas de los niños de un colegio: Bogotá en la segunda década del siglo XX. El niño que lo cuenta tenía varios hermanos y hermanas, pero en estas «memorias» casi no los menciona: se trata de un libro de puro egoísmo de un niño que es el centro del universo. Cuando le preguntaban: «¿Qué vas a ser cuando grande?», Eduardo Caballero Calderón recuerda que hubiera querido contestar: «Yo no quiero ser grande».
No es un niño inventado. Es, ya digo, Eduardo Caballero Calderón: uno de los tres o cuatro grandes escritores colombianos del siglo XX. La casa que describe, la abuela que la gobierna, la familia que la rodea, la infancia que narra —una casa hace tiempos demolida en el prácticamente desaparecido barrio de La Candelaria de la desaparecida Bogotá— son las suyas: existieron en la vida real. Dice en un prólogo el autor que una vez quiso, de hombre adulto, regresar a su barrio: pero había desaparecido sin dejar rastro, como había sido borrada su propia niñez.
A través de este libro sin embargo todo eso existe todavía. La infancia entera del escritor, desde los cinco o seis años hasta los trece o catorce: desde las caricias de la mamá a la hora de acostarse hasta las primeras turbadoras imaginaciones eróticas de la adolescencia. El miedo al dentista, y el colegio con sus clases de aritmética y de historia patria y la suma del cuadrado de los catetos y de la temible hipotenusa, y el descubrimiento del entonces remoto Chapinero en bicicleta, entre chircales de ladrilleras donde los bueyes pisaban el barro rojo de la ciudad que iba creciendo hacia el norte. Las vacaciones en las haciendas de la Sabana, pescando cangrejos con un canasto en las chambas llenas de agua. El terremoto del año 17, la visita que hizo a Bogotá la venerada imagen de la Virgen de Chiquinquirá, con el niño perdido en la muchedumbre como el Niño Jesús en el templo. Entierros. La muerte de la abuela inmortal. Un banquete ofrecido por un general de la guerra —el padre del niño que lo narra— a otro general de la guerra, su antiguo enemigo: «Mamá, ¿por qué no se pegan tiros?». La ciudad lluviosa y fría. Pero también luminosa y azul bajo un cielo surcado de lentas nubes blancas y redondas.
Todo eso se acabó hace cien años. Eduardo Caballero Calderón nació en el año diez, y los hechos que su memoria resucita en este libro ocurrieron entre los años quince y veintidós o veintitrés del siglo XX. Hace un siglo. Hace una eternidad. Bogotá tenía entonces treinta o cuarenta o cincuenta mil habitantes: hoy —en 2017— tiene ocho o diez millones. Por entonces la sobrevoló el primer avión, y el niño que lo cuenta sólo se acuerda de que al verlo pasar se cayó de un árbol, la araucaria del patio de la casa de su abuela, y se abrió una brecha en la frente, que conservó hasta su muerte. Y de aquel aviador olvidado que ya murió, y de aquel niño que de niño lo vio y de viejo lo cuenta y hoy también está muerto, sólo queda lo escrito.
ANTONIO CABALLERO
Memorias infantiles
(1916-1924)
A Chispa, el paraíso perdido
de mi propia infancia.
E. C. C.
¡Cómo recuerdo aquella casa.
Cómo recuerdo aquel jardín!
La vida pasa, pasa, pasa.
Todas las cosas tienen fin.
ISABEL LLERAS DE OSPINA
Prólogo del autor
Durante muchos años fui un niño inmortal. La vejez y la muerte eran tan ajenas y problemáticas para mí como el infierno y el cielo. Estaba tan arraigado al presente y al mundo circundante que ni lo que quedaba lejos ni lo que había dejado detrás de mí tenían una verdadera existencia. Lo distante y desconocido, las ciudades, los países, los pueblos que hacían la guerra en Europa o morían de hambre en las vegas del río Amarillo, todo eso se deslizaba al margen de seres a quienes conocí y amé apasionadamente cuando era niño y hoy apenas recuerdo.
Recordar la infancia es recordar un sueño. Por ser el mundo del niño un sueño muy largo, las cosas concretas y tal como son apenas le impresionan. De ahí que cueste tanto trabajo recordarlas. Si las viéramos otra vez con nuestros ojos de hombres maduros, seguramente no las reconoceríamos.
¿Podría reconocer hoy en un viejo caserón del barrio de La Candelaria, en una aldea de Colombia sepultada por una fea capital suramericana de millón y medio de habitantes, la casa de mi abuela? Por cierto que al regresar de París, después de varios años de ausencia, a comienzos de 1967 yo quise hacer lo mismo que algunos heroicos compatriotas que abandonaron los barrios residenciales de Chapinero y del norte para radicarse en lo que una vez fuera el corazón de Bogotá: los barrios de La Candelaria, La Catedral, San Agustín y Santa Bárbara. En mi caso se trataba de regresar pues buena parte de mi vida, la mejor, es decir mi infancia, discurrió por aquellas calles y aquellos solares, patios y jardines, cuyos polos magnéticos eran la iglesia de la Candelaria y la casa de mi abuela en la calle 12.
Y era una casa encantada, la única que existía entonces en el mundo, el núcleo magnético en torno del cual giraban en espiral, como una nebulosa, el oratorio del nuncio apostólico con sus vitrales de colores, la biblioteca del escritor Gómez Restrepo con sus estancias llenas de libros, el laboratorio del sabio Lleras con sus olores a fenol y sustancias químicas, la casa del cura Vergara que vivía obsesionado con la gramática, los conventos de monjas donde yacían enterradas en vida dos hermanas de mis abuelos, finalmente la iglesia de la Candelaria adonde mi abuela iba a misa en su silla de manos, con su libro de rezo lleno de estampas de primeras comuniones, su camándula de cuentas de nácar y su perfil orgulloso de ave de presa o de papa del Renacimiento.
En el corto espacio comprendido entre las calles 10 y 14 y las carreras Séptima y Segunda —que entonces no tenían números sino nombres— se encontraba de todo: el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, el de los Hermanos Cristianos con su museo de plantas y animales, el de las Hermanas de la Caridad donde preparaban a los niños para la primera comunión, el Jockey Club, la Farmacia de los Montañas, el Hotel de la Maison Dorée, el Almacén de los Niños, la imprenta de El Diario Nacional, el Salón Samper para conciertos y conferencias, el Cinerama de monseñor Valenzuela, más las residencias de profesionales, hacendados y comerciantes cuyos dueños —los señores de sacolevita y las señoras de mantilla de blonda— así como las sirvientas de pañolón y los artesanos de mandil, confluían los domingos al atrio de la Candelaria. Yo podía patinar tranquilamente en las aceras de lajas, o montar en bicicleta por aquellas calles tranquilas, empedradas con gruesos cantos rodados; y si conocía a todos y cada uno de los habitantes del barrio —los Vergaras, los Samperes, los Bermúdez, los Valenzuelas, los Cárdenas, los Caros, los Mendozas, los Carrizosas, los Moures, los Ortiz, los Silvas, los Brigard, los Torres, los Ayas, los Santamarías, los Montañas, los Ruedas y muchas gentes de mi parentela o amigos de mis padres—, también llamaba por sus nombres a las «señoras vergonzantes», a la boba, el ciego, el tullido y las Hermanitas de los Pobres que para socorrerlos andaban por allí pidiendo limosna.
Yo también quise regresar a mi barrio, por el cual vagaba tenazmente, en mi memoria, la sombra de mi abuela perfilada al través de los cristales de su silla de manos. Contra lo que creía y esperaba mi corazón, por allí ya no encontré sino ruinas, descampados, basureros, sucias casas de vecindad, sancocherías, acaso una anciana gris o un Niño triste que al golpear acude a entreabrir el portón, temeroso, pues hoy presiden el barrio en lugar de los conventos de la calle 11 los calabozos de la policía en la calle 12 con carrera Tercera. Por una ventana arrodillada, por un balcón corrido, por un mirador, ¡cuántas mutilaciones!, ¡cuántos lotes en ruinas!, ¡cuántas culatas feas, cuántos áticos en lugar de aleros! Acaso se ven todavía un patio enmarañado y verdinegro, un pozo de humedad rodeado de los ciegos paredones de alguna construcción nueva. Aquello es el cadáver de un barrio del cual desertaron hasta las mirlas, los toches, los tominejos y los copetones que anidaban en los árboles de los jardines. Los gatos soñolientos que enarcando el espinazo y apercibiendo las uñas los miraban desde los caballetes de los tejados, también huyeron. En una ciudad que escapó de sí misma y desertó de sus tradiciones y de su solar, perdiendo su alma y su cuerpo, resulta una solemne mentira la teoría del eterno retorno, que describió un filósofo alemán deschavetado y anacrónico, como Pomponio el cartero —¡Pomponio! ¿Quiere queso?— cuya sombra ya se esfumó y aún vaga por las calles del barrio de La Candelaria, enamorando a las criadas y asustando a los niños.
Sin embargo, yo quería regresar, aunque franquear el resonante zaguán enlajado, adornado con randas de canillas de perro; mirar al través de los vidrios de colores del vestíbulo el patio con sus tiestos llenos de flores, sus cestas de parásitas, y su fuente de piedra coronada por un ángel de bronce; verlo todo de color naranja, de color malva, de color esmeralda, de color granate; entrar en ese patio y en esa casa de mi abuela, más que volver sería resucitar. Un incontenible impulso me levanta la diestra hacia el golpeador de bronce —una mano agarrada a una bola— y voy a golpear en el portón. Tengo un irresistible deseo de golpear. El zaguán vibra sordamente como una caja de resonancias.
¿Y si adentro ya no encontrara nada, sino cenizas? ¿Si nadie acudiera a mis golpes?
Pero no hay que pensarlo dos veces. Sobre todo ya escucho pasos en el zaguán —los de Mama Tayo, desiguales por sus tacones torcidos—:
—¡Un momento!… Ya vaaaaa… ¡Van a tumbar la casa y a despertar a mi señora que todavía está dormida!
El portón se abrió como todos los días, de par en par, para que pasara mi infancia.
1
En 1915 los grandes del cuarto de vidrios hablaban del Viejo Mundo y de la guerra europea, y entre francófilos y germanófilos se trenzaban violentas batallas verbales. Las noticias en aquella época sólo llegaban de tarde en tarde, en los diarios y las revistas que venían de Europa en trasatlántico —en paquebote decían todavía muchas gentes— el cual al cabo de un mes tocaba, de paso, en Santa Marta o en Puerto Colombia. Tardaban esos papeles dos semanas en remontar el río Magdalena a bordo de vapores de rueda que se varaban indefinidamente en los veranos, precisamente cuando las batallas eran más recias en Europa. Y de dos a diez días empleaban en subir a lomo de mula a Bogotá, por el antiguo camino de Honda, que era impracticable en los inviernos.
El cable submarino todavía no se había tendido entre Europa y Suramérica, y Edison y Marconi estaban inventando artefactos que hoy nos parecen naturales.
La guerra europea apasionaba a los comerciantes de la Calle Real, pues un país sin industria, apenas con una rudimentaria artesanía, vivía en su mayor parte de lo que importaba de fuera. La guerra afectaba profundamente el comercio. Los profesionales y los intelectuales dejaban de recibir libros por el conducto de la Librería Colombiana de Camacho Roldán; en materia de modas y novedades las señoras perdían de vista sus puntos de referencia, que eran las revistas francesas; y los ricos ya no podían viajar a Europa.
Los niños ignorábamos todas estas cosas y nuestra visión de una guerra lejana era menos clara y real que la de los judíos de David con los filisteos de Goliath. Para mí, la Historia Sagrada era sin lugar a dudas más importante que la historia de Europa.
Nuestros vecinos por la calle 13, situada a espaldas de mi casa y el jardín de mi abuela, eran francófilos y germanófilos simultáneamente.
—¿Por qué, mamá? ¿Se puede ser germanófilo y francófilo al mismo tiempo? ¿No es un absurdo?
La señora alta y hermosa, de trenzas anudadas en forma de melcocha sobre la cabeza, era alemana, mejor dicho «boche», blanca dentro de mi concepción del mundo internacional, en tanto que su marido era «negro», francófilo, emparentado con un francés concuñado suyo. Mis padres eran amigos de las dos parejas, y por cierto que uno de los hijos del francés y de la alemana era mi hermano de leche por parte de mamá quien nos había criado a los dos. Ese niño se llamaba José Antonio, y más tarde, con su primo el hijo de nuestra vecina alemana, fueron mis condiscípulos en el Gimnasio Moderno.
—¿Cómo puede ser eso mamá? ¿Por qué un hijo de un francés y de una alemana puede ser hermano de leche de un niño colombiano?
Cuando pasaba a jugar a casa de los vecinos, o estos venían a jugar con nosotros al jardín de la abuela, me costaba trabajo concebir que hubiera una casa francófila y germanófila a la vez, y un niño blanco y negro simultáneamente, pues esto se salía del esquema intelectual que tenía el universo para mí. El mundo se dividía en cosas negras y blancas: las teclas negras y blancas del piano en que tocaba mamá, las fichas blancas y negras del juego de damas que los padres candelarios jugaban con mis tíos, las banderitas negras y blancas que señalaban en el mapa que los alemanes de la Calle Real exhibían en los escaparates, el movimiento de los ejércitos franceses y alemanes.
—¿Y por qué tú eres germanófilo? Todos en el barrio, o casi todos menos la señora alemana de trenzas doradas, somos francófilos. Papá dice… —explicaba alguno de los amigos que venían al jardín.
Yo era germanófilo sencillamente porque me gustaban más las teclas blancas del piano de mamá, y las fichas blancas del juego de damas, y las banderitas que señalaban en el mapa el incontenible avance de los alemanes. Oía decir en el cuarto de vidrios que estos les estaban dando a los franceses una paliza imponente, luego tenían razón. Con sus grandes bigotes y montado en un brioso corcel —yo lo había visto en la carátula de una revista ilustrada— el Káiser era el rey de los blancos mientras que los negros, es decir los franceses, no tenían rey. A mí me gustaban más los reyes de la baraja española y los de los cuentos que contaba Mamá Toya, que los señores vestidos de levita y botas de botones, como Briand o como Clemenceau.
En los medios cultos y letrados, en los periódicos y en el Congreso, los grandes se repartían entre francófilos y germanófilos por otras razones. Había los amigos de los gobiernos fuertes y despóticos, que habían sido en Colombia partidarios de la dictadura del general Reyes, y los francófilos que veían en Francia la cuna de la revolución y de la democracia. El problema se complicaba para los primeros, pues Alemania y concretamente su gobierno eran protestantes; y en cambio Francia, el país regicida, racionalista y revolucionario, era la hija preferida de la Iglesia Católica. Los periódicos tomaban la cosa tan a pecho, y lo mismo algunos exaltados educados en Francia o en Alemania, que se producían incidentes personales en los clubes y aun profundas escisiones dentro de las familias. Se hablaba de las trincheras, de los grandes cañones Berta que apuntaban sobre París, de los aeroplanos y de los zepelines, y las señoras organizaban comités de ayuda para los heridos de la guerra, colocadas en un plano neutral.
Todo eso en realidad era ajeno a mí y se deslizaba en una zona vaga de mi conciencia, en la periferia de los tres círculos encantados cuyo centro ideal era mi abuela, sentada en su sillón del cuarto de vidrios, bordando manteles para las iglesias pobres o sacando de una sábana vieja hilas para los leprosos. Con la guerra se habían acabado el algodón hidrófilo y la gasa esterilizada, y era necesario utilizar estos sucedáneos.
Al trasponer el portalón de la calle 12 y luego la puerta de cristales de colores, se abría en redondo el mundo de los grandes. La galería de vidrios y un ancho corredor de ladrillos que la prolongaban, volaban sobre un segundo patio más grande que el primero. Tenía una palmera de tronco barbado y grueso, y una alberca de piedra, y una barda de ladrillo que lo separaba del jardín; y a veces se cubría de una espesa capa de blancura de nieve imaginaria, cuando las lavadoras tendían las sabanas a secar al sol. Del corredor hacia las dependencias del servicio, y la huerta, y la pesebrera, y los lavaderos, se abría el complicado mundo de los criados. Era el reino de las costureras como Mama Tayo y Carmelita Díaz; la cocinera Felipa, Emilia Arce la dulcera, el cochero Salvador, José Fuentes el jardinero, Ismael el muchacho de los mandados, sin contar las amas y las sirvientas de la plancha, del comedor, de adentro y otras que no recuerdo. Ese mundo estaba sujeto a una inflexible jerarquía y al través de Mamá Toya, que era su oficial de órdenes, mi abuela se comunicaba con los patios de atrás. Mamá Toya había nacido en Tipacoque y sin pena, sin remordimiento, ni nostalgia, abandonó su familia por la nuestra y pasó a gobernar indiscutiblemente sobre todo el servicio, el de planta y el que trabajaba por días, como Estefanía la colchonera, Bernarda la modista y las lavapisos que bajaban del Chorro de Padilla a hacer la limpieza cada semana. Un momento…
Bernarda tenía una hija tan linda como la Cenicienta, rubia, espigada, con un rostro ovalado y unos ojazos negros de pestañas crespas. Tenía una mirada vaga y estúpida, pues «la niña es un poco caída del zarzo». Todos mis primos mayores de quince años giraban en torno de Isabela, que bajaba al jardín a jugar con nosotros los días en que Bernarda cosía en el comedor para las hijas de mi tía Lucilita. Cuando mamá le decía a Bernarda:
—¡Cómo se está poniendo de linda Isabela! ¡Parece una princesita!
Ella con una voz desapacible y monótona, pues no la tenía de otra manera, replicaba:
—Isabela es tan bonita como fui yo, pero Dios permita que no resulte tan boba. ¡Ay! ¡Es que lo que he sufrido en esta vida por ser tan boba!
Luego venían las proveedoras de colación, bocadillos de cidra y brevas cubiertas de almíbar; los correístas de Tipacoque que pernoctaban en la casa cuando traían correo de las provincias del norte; y los monaguillos que llevaban los padres candelarios cuando decían misa en el oratorio porque mi abuela estaba enferma y no podía asistir a la iglesia.
Por el conducto de Mama Tayo, quien vivía en el cuarto del zaguán, mi abuela establecía comunicación con los clientes de la cocina: don Eduardo Sarmiento, antiguo portero del Palacio Presidencial, y su perro Capi; el señor Santamaría, que tenía la cabeza blanca y caminaba arrastrando los pies; la loca Valentina, antigua amante de un ministro alemán que murió de congestión en sus brazos; la loca Baracaldo, a quien mi tío Manuel Antonio Cuéllar le había puesto un ojo de vidrio; misiá Andrea Barón de Montoya, que tenía una caja de dientes, que le había regalado mi abuela, y sus perros Bloque y Temblor, y don Rafael Arévalo quien desempeñaba vagos oficios en la casa.
—¿Por qué este perrito se llama Temblor, misiá Andrea?
El perrito me miraba con sus ojos tristes y amarillos de perro pobre.
—Está cundido de pulgas, y cuando se atarea a rascarse hace temblar toda la casa.
Finalmente venía, como la más desvalida y más desgraciada de todos, la pobre Heráclita. En la casa, todo el mundo hasta nosotros, la llamaban Heráclita la Pobre. Su marido, Justo, era borracho y epiléptico perdido y a cuanto cuartillo conseguía Heráclita le ponía la mano, por lo cual la pobre se veía negra para pagar el arriendo de un cuarto en el Dividivi, donde solían vivir las señoras vergonzantes que no habían descendido el último escalón hasta caer en el asilo de las Hermanitas de los Pobres. Heráclita sostenía a pulso, quitándose el pan de la boca, dos hijos que le había dado Justo: Jorge, que era loco de remate, y su hermana María, demente e inofensiva. Jorge se creía sastre, como fue Justo cuando aún no se había casado con Heráclita ni se había dejado arrastrar por el demonio de la bebida. Cuando Heráclita la pobre llegaba los jueves a almorzar y recibir su limosna, Jorge abordaba a la primera persona que se encontraba en el corredor y le pedía trabajo. Ofrecía «voltear» los trajes de los señores y achicarlos para