La rosa de cristal
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Ana Isabel Conejo Alonso
Ana Alonso va néixer el 1970 a Terrassa (Vallès occidental), però ha passat la major part de la seva vida a Lleó. Es va llicenciar en Ciències biològiques i va completar els seus estudis a Escòcia i París. Durant dotze anys va exercir com a professora de Biologia d'Educació Secundària i Batxillerat, però fa ja temps que es dedica en exclusiva a l'escriptura. Ha obtingut premis de poesia com l'Hiperión (2005), l'Ojo Crítico (2006), l'Antonio Machado (2007) o l'Alfons el Magnànim (2008), i té publicats nombrosos títols infantils. Junts, Ana i Javier Pelegrín han publicat més de vint llibres juvenils, molts dels quals s'han traduït a nombrosos idiomes, des de l'anglès, el francès i l'alemany fins al japonès i el coreà.
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La rosa de cristal - Ana Isabel Conejo Alonso
Capítulo 1
Siempre que llega a la tienda una pieza muy antigua o con un valor especial me pongo un poco nerviosa, porque sé lo que significa: normalmente, esas piezas no vienen solas. Alguien las acompaña. Y cuando digo «alguien» me refiero a un incorpóreo, a una de esas criaturas impredecibles que se empeñan en meterse en mi vida aunque yo no quiera.
A ver, no es que ellos me obliguen a nada. Aunque quisieran hacerlo, no podrían. Después de todo, los incorpóreos pertenecen al mundo de lo inmaterial; no pueden empujarte ni darte un puñetazo o disparar un arma. A veces intentan meterte miedo, pero conmigo eso no les funciona. ¡Estoy tan acostumbrada a verlos! Tampoco es que me dejen indiferente, porque siempre resultan inquietantes. Cuando aparecen, suelo sentir algún escalofrío, y me asaltan unas ganas enormes de cerrar los ojos o salir corriendo. Pero en el fondo sé que no tengo nada que temer. Ellos no hacen otra cosa que pasearse delante de mí con sus rostros demacrados y tristísimos (casi siempre medio transparentes).
Supongo que, si quisiera, podría ignorarlos y seguir con mi vida como si tal cosa. A lo mejor, si actuara de esa forma, poco a poco dejarían de aparecer… El caso es que no soy capaz. Son personas, al fin y al cabo. Personas sin cuerpo, pero personas. Personas que vienen de muy lejos en el espacio y en el tiempo, y que se sienten totalmente perdidas. Necesitan ayuda. Yo los veo como… como una especie de refugiados. No estaría bien mirar para otro lado, aunque resulte duro verlos sufrir y no poder ayudarlos. Al menos hay que intentarlo, digo yo…
Y eso es lo que hago: lo intento. No siempre de buena gana, lo admito. Pero si llega un nuevo incorpóreo a la tienda, intento acogerlo lo mejor posible.
Ayer, cuando llegó la rosa de cristal que mi padre lleva esperando todo el mes, yo me encontraba sobre aviso, por si acaso. Mi familia está como loca con esa vidriera. Por lo visto, ha estado durante siglos oculta en un palacio de una familia noble, y nunca ha sido estudiada con detalle. Mi padre y mi abuelo la llaman «la vidriera de la duquesa». No he preguntado a qué duquesa se refieren; aunque preguntase, seguramente no me lo dirían. Mi abuelo siempre me explica que una de las claves de su negocio como anticuario es la discreción. Para conseguir piezas realmente valiosas, hay que saber ganarse la confianza de los que quieren venderlas y comprometerse a guardar sus secretos.
Lo que sí me ha contado mi abuelo es que esa vidriera tiene un valor incalculable, porque se fabricó en el siglo xiii. Eso lo saben por los colores y el tamaño de los vidrios que la componen, por la forma en la que están cortados y por el estilo de la composición. La vidriera es una representación de la Virgen María bastante extraña, porque se la ve sin el niño y rezando, con las dos manos juntas. Sin embargo, en la escena no aparece ningún ángel, como en las representaciones de la Anunciación. Otra curiosidad de la pieza es que incluye detalles muy trabajados y realistas, como el colgante en forma de cruz dorada con perlas y rubíes que lleva la Virgen, o el pequeño escudo con un jabalí y un ciprés que se ve en los pequeños círculos que rodean la imagen central (como si fueran los pétalos de la rosa).
Mi padre tiene una sospecha con la rosa de cristal. Lleva semanas dándole vueltas, estudiando las fotografías que le enviaron los propietarios (la familia de la misteriosa duquesa), y ha llegado a una conclusión: piensa que la rosa formaba parte del conjunto original de vidrieras de la catedral de León, el más importante de España. Ha estado haciendo comparaciones con otras piezas que aún se conservan en la catedral y está completamente convencido de que la rosa procede de allí. Pero ¿cómo y cuándo fue a parar a la colección privada de una familia noble? Eso, según él, es algo que probablemente no llegaremos a saber nunca.
Reconozco que, cuando entré en el laboratorio de mi padre para ver la vidriera, el corazón me latía tan fuerte que casi me dolía. Estaba convencida de que una pieza tan importante vendría con… regalito. Creo que le contagié a Yago una parte de mi nerviosismo. Entró conmigo y los dos nos quedamos mirando la rosa de cristal quietos como estatuas, esperando a que algo ocurriera.
Mi padre no puede ver a Yago, claro; pero sí notó que a mí me pasaba algo raro.
—¿Qué pasa, Luna? —preguntó extrañado—. Te has quedado como petrificada.
—Es que… me da miedo acercarme a la vidriera, por si la rompo —improvisé—. ¡Como es tan valiosa!
No me gusta decirle mentiras a mi padre. Pero ¿qué alternativa tenía? No podía contarle la verdad: que estaba esperando a que de la vidriera saliese algún incorpóreo atormentado. Y, además, tampoco le mentí del todo, porque era verdad que la posibilidad de romper involuntariamente la vidriera me daba pánico.
—No hay nadie —me susurró Yago al oído mientras mi padre me explicaba algo sobre los tintes que utilizaban para teñir de rojo los vidrios en el siglo xiii—. Yo no detecto nada.
Suspiré aliviada. Si la rosa de cristal no traía ningún visitante, mejor que mejor. Aunque, por otro lado, también me dio cierta pena. Me había hecho a la idea de que aquella pieza tan valiosa vendría acompañada de un incorpóreo medieval, y nunca había conocido a ninguno de esa época. Lo reconozco: sentí una pequeña