La paramera
Por Laura Acero
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La paramera - Laura Acero
SALIR AL AMANECER
Salgo de la casa como huyendo de un enemigo. Son las cuatro de la mañana y la camioneta de don Albeiro me espera a las seis en punto en Santa Librada si quiero llegar a tiempo a San Juan. En la cama revuelta dejo a Félix y al niño de tan solo siete meses y que apenas hace tres semanas empezó a recibir algo diferente a mi leche. El menor ruido que haga puede despertarlo, aunque los ronquidos de su papá nunca lo hacen. Llevo mucho tiempo sin dormir bien, desde antes de que el bebé naciera, cuando la incómoda y pesada panza me hacía doler la espalda y me despertaba para ir al baño, hasta ahora, que con solo oír al bebé agitado en las noches me volteo para darle su teta.
Estuve cinco meses sin aceptar trabajos fuera de casa. Félix es un compañero comprometido con la crianza y juntos planeamos el embarazo. No tenemos mucho dinero, pero sí ahorros, y por ahora el niño no demanda más alimento que el que yo consumo y, desde el mes pasado, unas cuantas frutas exprimidas o una papilla de maíz que el papá sabe preparar. Desde que nació nuestro hijo el más feliz es él: le toma fotos todo el tiempo, se lo lleva amarrado con un fular a la plaza, lo baña, le hace cosquillas, le elige la ropa, lo viste como si vistiera un muñeco y le juega: le mueve las piernas como haciendo bicicletas y le hace sonidos para que se ría. Del hombre rudo del que me enamoré no he visto mucho en estos meses. Dejarlos solos un rato nunca me ha costado, es más, me alivia, aunque nunca, hasta que comencé los talleres, habían sido más de tres horas.
Mis primeras escapadas después de los cuarenta días del posparto fueron a la panadería. Entraba con mi cuaderno y algún libro, pedía un jugo de fresa en leche y me sentaba a escribir. Me quedaba una o dos horas en mi mesa hasta que sentía el dolor en los senos. Se ponían duros, sentía cómo se llenaban de leche. Al final, un pequeño pinchazo y el líquido empezaba a escurrirse, gota tras gota. Cogía una servilleta y me la ponía antes de que la camiseta mojada me delatara. Guardaba mis cosas, corría a pagar la cuenta y directo a la casa. Ahí estaba el niño, llorando en los brazos del papá. La teta era alivio para los tres, pero la escritura se me quedaba cortada, a medias. Siete meses y apenas he podido terminar un texto, y menos mal que está de moda lo fragmentado: así es mi vida, retazos de lo que debo hacer y otros más, propios o ajenos, que son lo que voy juntando de cualquier modo.
Hace dos meses comencé a dictar el taller de escritura en Sumapaz. No pensé mucho la propuesta que me hicieron: si hay quienes tuvieron que huir a las montañas más altas para vivir en paz, quizás escapándome una vez a la semana al páramo tenga suficiente soledad y cabeza para escribir lo que quiero. Incluso me estoy acostumbrando a madrugar todos los fines de semana.
Hoy, de nuevo huyendo de mi maternidad, llego quince minutos tarde y ya don Albeiro me espera en la camioneta junto con Adriana, la profesora de la escuela, porque para entrar al Sumapaz no se puede sin un funcionario y sin tarjetas de acreditación para pasar los dos retenes del Ejército. La semana pasada estuve buscando en internet mapas sobre el páramo porque quiero hacer un taller con nombres de lugares que las participantes conozcan, pero no encontré suficiente información. En los mapas que encontré no pueden saberse los nombres de los corregimientos, no se ven caminos, nombres de ríos, quebradas; ni siquiera puede distinguirse la carretera. Lo único que encontré fueron nombres de municipios cercanos: Sibaté, Pandi, Cabrera, La Uribe, San Bernardo, Venecia, Pasca. Al nororiente, Choachí, donde pienso irme a vivir algún día. Al sur, el municipio de Colombia, en el Huila. Ni siquiera sabía que Bogotá limitara con el Huila.
Mucho más cerca está Fusa. Se ve un río: el recorrido del río Sumapaz es muy complicado, sobre todo en el páramo: tiene muchas afluentes y marca la frontera entre Bogotá, Cundinamarca y el Tolima, pero parece que termina en Melgar. Un poco más al norte está el río Bogotá, que llega hasta Girardot; de ese sí he visto fotos: una mancha negra entrando en el Magdalena. Vuelvo a Sumapaz: antes de comenzar los talleres yo solo sabía del páramo por lo que se decía en los periódicos. Que era un lugar helado, saliendo por Usme, y que cerca de allí había estado Casa Verde, uno de los centros de operación de la guerrilla. Que era un territorio peligroso. Que cuando Jaime Garzón estaba vivo había dicho que las únicas putas que había en Sumapaz eran las putas FARC. Pero, bueno, han pasado quince años ya; mal o bien ahora se puede hacer un taller de escritura en una zona donde antes se me hubiera prohibido la entrada.
Nos demoramos casi dos horas hasta el pueblo de Usme, donde paramos a desayunar caldo de costilla con tinto y aprovecho para hacer una última llamada a Félix. Todo en orden, acabamos de despertarnos, un abrazo, disfruta tu día. Desde allí, una hora más de carretera destapada, pasando por las veredas de Usme y sus cultivos de papa, alverja y fresa, todo en subida hasta la entrada al páramo.
Acá los celulares dejan de tener señal. Le envío un mensaje de texto a Félix por si acaso logra salir y me distraigo con el paisaje. Para no aburrirnos don Albeiro siempre está contando historias por el camino. Esta vez, cuando cruzamos el letrero que marca la frontera de la localidad, «Bienvenidos al páramo más grande del mundo», me cuenta que ahí donde la veo por esa valla cobraron cien millones de pesos. Hay diez metros de asfalto y luego la destapada continúa. El frío se hace cada vez más intenso, pero, para aclimatarnos, vamos con las ventanas abiertas. Poco a poco, el verde vivo de los cultivos de Usme se transforma en un verde militar, cada vez más apagado y grisáceo. Si uno no hubiera pisado el páramo antes, al verlo por la ventana pensaría que se trata de una tierra reseca, rocosa y sin árboles altos, desértica; hasta que, más adentro, siguiendo por el camino, empiezan a aparecer los frailejones plateados, los arbustos con sus flores amarillas, las puyas asomadas, como buscando altura, y, a ras del piso, las flores moradas, violetas y azules. Es un paisaje que no se parece a nada que uno haya visto antes.
En Chisacá, Adriana pide que nos detengamos para saludar a Los Tunjos, como también llaman a la primera laguna del camino. No es la primera vez que lo hacemos y para mí se ha vuelto casi un ritual: bajo hasta la entrada a pedirle permiso y buen resto de viaje atravesando el páramo, así no suela creer mucho en esas cosas. En el fondo, me da temor no saludar con suficiente respeto el lugar sagrado y que en alguna curva la camioneta se vuelque, como contó don Albeiro que le pasó hace un tiempo al carro de unos amigos suyos. Las dos nos quedamos de pie a la orilla del camino, mirando hasta donde la neblina permite ver la laguna, y yo cierro los ojos para sentir el aire frío en el rostro.
Esta vez, sin embargo, ocurre algo diferente en nuestro saludo de siempre. Adriana entra por un deshecho distinto al usual, y yo la sigo. Avanzamos hasta llegar a una orilla de la laguna que no había visitado antes. El piso de musgo nos hace hundir las botas entre el agua y busco una piedra donde apoyarme. Sentada en la piedra, puedo verla quitarse las botas, las medias, la ropa, que va poniendo cuidadosamente sobre un romero de páramo. Adriana suele usar vestidos enteros, encima un saco, un pañolón en el cuello y una ruana. Verla despojarse de tantos trapos —yo también cargo ruana, además de la bufanda y el gorro— me da escalofríos, pero ella se ve tranquila en su desnudez, como si el frío no existiera.
Primero mete los pies, luego las rodillas y finalmente el cuerpo entero. No hay una sola expresión en su rostro, tampoco estremecimiento en su piel. Así, empieza a nadar. Quizás yo también podría desnudarme y entrar al agua. Debe ser el llamado de la laguna, pero cuando me