Ben-Hur: Una historia de los tiempos de Cristo
Por Lew Wallace
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Ben-Hur (título original: Ben-Hur: A Tale of the Christ, literalmente Ben-Hur: una historia de Cristo) es una novela del escritor estadounidense Lewis Wallace, publicada por primera vez 12 de noviembre de 1880, que relata la historia de un príncipe judío ficticio, Judá Ben-Hur y sus peripecias en la época de Jesucristo, en un mundo en el que se gestaba una nueva fe.
Se considera que Ben-Hur es el libro cristiano más influyente del siglo XIX. En el año 1900 llegó a ser la novela más vendida en Estados Unidos, superando en ventas a La cabaña del Tio Tom (1852) de Harriet Beecher Stowe. Ben-Hur permaneció siendo la novela más vendida hasta la publicación de Lo que el viento se llevó de Margaret Mitchell en 1936.
Se han hecho versiones teatrales y cinematográficas de la novela, siendo las dos películas más importantes las dirigidas por Fred Niblo en 1925, y William Wyler en 1959.
Lew Wallace
Lew Wallace was an American lawyer, soldier, politician and author. During active duty as a second lieutenant in the Mexican-American War, Wallace met Abraham Lincoln, who would later inspire him to join the Republican Party and fight for the Union in the American Civil War. Following the end of the war, Wallace retired from the army and began writing, completing his most famous work, Ben-Hur: A Tale of the Christ while serving as the governor of New Mexico Territory. Ben-Hur would go on to become the best-selling American novel of the nineteenth century, and is noted as one of the most influential Christian books ever written. Although Ben-Hur is his most famous work, Wallace published continuously throughout his lifetime. Other notable titles include, The Boyhood of Christ, The Prince of India, several biographies and his own autobiography. Wallace died in 1909 at the age of 77, after a lifetime of service in the American army and government.
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Ben-Hur - Lew Wallace
Libro I
Vienen y van llamaradas,
La bóveda celeste se rompe con estrellas
Que derraman sus luces por doquier.
Alfred Tennyson.
Capítulo I
Hacia el desierto
El Jebel-es-Zubleh es una montaña de más de cincuenta millas de longitud y tan estrecha que su dibujo en el mapa se parece a una oruga reptando de sur a norte. De pie sobre sus peñascos pintados de rojo y blanco, sólo se ve el desierto de Arabia, que los vientos del este, tan odiados por los cultivadores de vides, se han reservado como terreno de juego desde el principio de los tiempos. El pie de dichos montes está bien cubierto de arenas arrastradas por el Éufrates y depositadas allí, porque la montaña constituye un muro protector de los campos de Boab y de Ammón, al oeste, que de otro modo formarían parte del desierto.
El árabe ha dejado el sello de su lengua en todo lo que se encuentra al sur y al este de Judea; de modo que, en su idioma, el viejo Jebel es el padre de innumerables wadis que, cortando la vía romana (vaga sombra de lo que fue en otro tiempo, polvoriento sendero recorrido hoy por los peregrinos que van y vienen de La Meca), imprimen sus surcos, profundizando a medida que avanzan, para llevar las avenidas de la estación lluviosa al Jordán, o a su último receptáculo, el mar Muerto. De uno de aquellos barrancos (o, más concretamente, del que corre por el extremo del Jebel y, extendiéndose del este hacia el norte, acaba por constituir el lecho del río Jabbok) salía un viajero que se dirigía hacia las altiplanicies del desierto.
Para este personaje reclamamos en primer lugar la atención del lector.
A juzgar por su aspecto, tenía los cuarenta y cinco años bien cumplidos. Su barba, en otro tiempo del negro más intenso, que caía en ancho raudal sobre el pecho, estaba surcada por hebras blancas. Su cara era negra como un grano de café tostado, y la llevaba tan cubierta por un rojo kufiyeh (como llaman hoy en día los hijos del desierto al pañuelo que les protege la cabeza) que sólo era visible en parte. De vez en cuando levantaba los ojos, unos ojos grandes y negros. Vestía las holgadas prendas que imperan en Oriente; aunque no es posible describir con más detalle su estilo, porque el viajero iba sentado debajo de una minúscula tienda, cabalgando un gran dromedario blanco.
Es dudoso que los hombres de Occidente logren sobreponerse alguna vez a la impresión que produce en ellos la aparición de un camello cargado y equipado para la travesía del desierto. La costumbre, tan fatal para otras novedades, no influye sino muy levemente en ese sentimiento. Al final de largos viajes con las caravanas, después de años de vivir con los beduinos, el hijo de Occidente, esté donde esté, se parará y contemplará el paso del majestuoso bruto. Su encanto no está en la figura, que ni el amor puede embellecer, ni en el movimiento, o en el silencioso caminar, ni en la ancha carnadura.
Como el afecto del mar por un barco, así es el del desierto para su criatura, a la que viste con todos sus misterios, de tal modo que, mientras miramos aquélla, pensamos en éstos: y en eso reside la maravilla.
El animal que salía ahora del vado tenía méritos sobrados para exigir el homenaje de rigor. Su color y su altura; la anchura de su pie; el volumen de su cuerpo, no cargado de grasa sino de músculos; su cuello largo y esbelto, curvado como el de un cisne; su cabeza, ancha a la altura de los ojos y adelgazándose luego hasta un hocico que el brazalete de una dama podía casi aprisionar; su andadura, el paso largo y elástico, el andar seguro y silencioso, todo certificaba su sangre siria, antigua como los tiempos de Ciro, y de un valor incalculable. Llevaba la brida habitual, que cubría su frente con una orla escarlata y adornaba su cuello con pendientes, cadenitas de bronce de cuyos extremos colgaban unas campanillas de plata; pero aquella brida no tenía riendas para el jinete ni ronzal para un conductor. El aparejo colocado sobre el lomo del animal era un artefacto que en cualquier otro pueblo distinto del oriental habría hecho famoso a su inventor. Consistía en dos cajas de madera de apenas cuatro pies de longitud, equilibradas de tal modo que colgaban una a cada lado, y su interior, forrado y alfombrado muellemente, estaba arreglado de forma que el dueño pudiera sentarse o descansar tendido. Y todo ello quedaba cubierto por un toldillo verde. Anchas correas y cinchas en el lomo y el pecho, sujetas y aseguradas mediante innumerables nudos y ataduras, mantenían el ingenio en su sitio. Aquello era lo que habían discurrido los ingeniosos hijos de Cush para hacer más cómodos los agostados caminos del desierto, hacia los que les empujaba el deber tanto como la diversión.
Cuando el dromedario remontaba la última cuchillada del barranco, el viajero había cruzado el límite de el Belka, la antigua Ammón. Era de mañana. Ante sí tenía el sol, medio cubierto por un velo de lanosa neblina; ante sí también se extendía el desierto, no el reino de las movedizas arenas, que estaba mas allá, sino la región en la que las hierbas empiezan a menguar, y cuya superficie aparece salpicada de rocas graníticas y de piedras grises y pardas entremezcladas con raquíticas acacias y trechos de hierba de camello. El roble, las zarzas y el madroño quedaban atrás; como si hubieran llegado a una frontera, miraban hacia las inmensidades desprovistas de manantiales y se acurrucaban de miedo.
Ahora terminaban todos los caminos y senderos. Más que nunca el camello parecía arrastrado de un modo insensible; alargaba y apresuraba el paso, su cabeza se levantaba dirigida hacia el horizonte y por los anchos ollares engullía el aire a grandes sorbos. La litera se mecía, caía y se levantaba como un bote entre las olas. Las hojas secas, formando montones aquí y allá, crujían bajo las pisadas. A ratos un perfume como de ajenjo endulzaba toda la atmósfera. Alondras, mirlos y golondrinas de las rocas echaban a volar, y las perdices blancas se apartaban corriendo entre silbidos y cloqueos. Muy de vez en cuando, una zorra o una hiena apresuraba el trote para estudiar a los intrusos desde prudencial distancia. Lejos, hacia la derecha, se levantaban los montes del Jebel, y el velo color gris perla que descansaba sobre ellos pasaba en un momento a tomar un color púrpura al cual daría el sol, unos instantes después, un matiz sin par. Sobre los más altos picos navegaba un buitre con sus anchas alas, describiendo círculos que se iban ensanchando. Pero, de todas esas cosas, el ocupante de la verde tienda nada veía o, por lo menos, no manifestaba que se hubiese fijado en ellas. Tenía los ojos fijos, como soñando.
En su comportamiento, tanto el hombre como el animal parecían guiados por otro.
Dos horas siguió avanzando el dromedario, siempre con el mismo trote sostenido y dirigiéndose al este. En todo ese tiempo el viajero no cambió de posición, ni miró a la derecha ni a la izquierda. En el desierto la distancia no se mide por millas o leguas, sino por el saat, u hora, y el manzil, o parada; tres leguas y media forman el primero; quince o veinticinco forman la segunda, y son la media normal del camello común. Un animal de pura estirpe siria puede hacer tres leguas fácilmente. A toda velocidad alcanza a los vientos ordinarios.
Como resultado del rápido avance, el aspecto del panorama sufrió un cambio. El Jebel se extendía por el horizonte occidental como una cinta azul pálido. Aquí y allá se levantaba un tell, o montículo de arcilla y arena cementada. De trecho en trecho las peñas basálticas erguían sus redondas coronas, vigías de la montaña contra las fuerzas de la llanura; pero todo lo demás era arena, a veces llana como la playa barrida, otras plegada en continuadas serranías, aquí formando olas cortadas, allá largas ondulaciones. Del mismo modo cambió también la condición de la atmósfera. El sol, muy alto en el horizonte, se había saciado de rocío y niebla, y caldeaba la brisa que besaba al peregrino bajo el toldo; tanto en la lejanía como más cerca, iba tiñendo la tierra de una blancura lechosa, y encendía el cielo.
Dos horas más continuó avanzando la bestia, sin descansar ni desviarse de su ruta. La vegetación cesó por entero. La arena, formando en la superficie una costra tan consistente que se rompía a cada paso en crujientes fragmentos, gozaba de un imperio que nadie le disputaba. El Jebel había desaparecido de la vista; ningún accidente del terreno llamaba la atención de la mirada. La sombra, que hasta entonces había caído hacia atrás, ahora se inclinaba hacia el norte y sostenía una nivelada carrera con los objetos que la proyectaban.
Y no dando señal alguna de querer detenerse, la conducta del viajero se hizo por momentos más y más extraña.
Nadie, recuérdese bien, busca el desierto como campo de placeres. La vida y la necesidad lo atraviesan por senderos en los que, como otros tantos trofeos, se hallan dispersos los huesos de seres que murieron. Tales son los caminos que van de un pozo a otro, de unos pastos a otros. El corazón del jeque más avezado acelera sus latidos cuando se encuentra solo por aquellas extensiones sin camino. Así, pues, el hombre de quien nos ocupamos no podía ir a la busca de placeres; tampoco se comportaba como un fugitivo: ni una sola vez miró atrás. En tal situación el miedo y la curiosidad son las sensaciones más comunes; sobre él, no tenían ningún imperio. Cuando los hombres se sienten rodeados por la soledad, acogen gustosos cualquier compañía; el perro se convierte en un camarada, el caballo en un amigo, y no es una vergüenza dedicarles un diluvio de caricias y de palabras de afecto. El camello no recibió un regalo tal; ni una palmada, ni una palabra.
A las doce exactamente, y por propia iniciativa, el dromedario se detuvo y profirió ese grito o lamento, singularmente lastimero, con el cual protestan siempre los animales de su especie contra una carga exagerada, o reclaman a veces cuidados y descanso.
Con ello el dueño se movió, despertando como si hubiera estado dormido. Levantó las cortinas del castillo e inspeccionó larga y detenidamente la región hacia todas las direcciones, como si quisiera identificar el lugar de una cita. Satisfecho de la inspección, respiró profundamente y movió la cabeza en sentido afirmativo, como queriendo decir: ¡Por fin, por fin!
.
Un momento después, cruzó las manos sobre el pecho, inclinó la cabeza y oró en silencio. Cumplido el piadoso deber, se dispuso a desmontar. De su garganta salía el sonido que oyeron, sin duda, los camellos favoritos de Job: ¡Ikh! ¡ikh!
, la señal para arrodillarse. El animal obedeció pausadamente, gruñendo todo el rato. Entonces el jinete apoyó el pie sobre el esbelto cuello y saltó a la arena.
Capítulo II
La reunión de los sabios
Como podía verse por fin, aquel hombre estaba admirablemente proporcionado, vigoroso y de mediana estatura. Aflojando el cordón de seda que le sujetaba el kufyeh a la cabeza, empujó hacia atrás los arrugados pliegues hasta dejar al descubierto su cara, una faz enérgica, de color casi negro, pero en la que la frente, ancha y baja, la nariz aquilina, los ángulos externos de los ojos ascendiendo ligeramente, el cabello abundante, áspero y estirado, de reflejos metálicos y cayendo sobre los hombros en varias trenzas, eran signos de un origen que no cabía disimular. El mismo aspecto tenían los faraones y los últimos Ptolomeos; el mismo tenía Hizraim, el padre de la raza egipcia.
Vestía kamis, camisa blanca de algodón, de mangas ceñidas, abierta por delante, que llegaba hasta los tobillos y bordada en el cuello y el pecho, sobre la que llevaba una capa de lana parda, llamada ahora (igual que la llamarían entonces, según todas las probabilidades) el aba, prenda exterior con falda larga y mangas cortas, forrada interiormente de una tela de algodón y seda y ribeteada en todo su contorno por una franja amarillo oscuro. Calzaba unas sandalias sujetas con unas correas de cuero suave. Un cíngulo le ceñía el kamis a la cintura.
Considerando que iba solo y que merodeaban por el desierto leones y leopardos, además de hombres tan salvajes como las fieras, lo que resultaba más notable era que no llevase armas, ni siquiera el palo curvo utilizado para guiar camellos; de donde podemos inferir, cuando menos, que le traía un asunto pacífico y que era un hombre singularmente audaz o colocado bajo una protección extraordinaria.
El viajero tenía los miembros entumecidos, pues la travesía había sido larga y pesada; de ahí que se frotase las manos y golpease el suelo con los pies, y luego diese vueltas alrededor del fiel sirviente cuyos brillantes ojos se cerraban de tranquilo contento con la rumia iniciada ya.
Mientras iba describiendo círculos, se detenía con frecuencia y, protegiéndose los ojos con las manos, examinaba el desierto hasta el límite alcanzado por la vista; aunque siempre, al terminar la inspección, nublaba su cara un desencanto leve, pero bastante para indicar a un observador perspicaz que el viajero esperaba compañía, si es que no estaba allí obedeciendo a una cita. Y al mismo tiempo el observador quizás habría notado en sí mismo un aguijonazo de curiosidad por saber qué clase de negocio podía ser aquel que había de solventar en un lugar tan distante del mundo civilizado.
Por más que manifestara desencanto, no cabía dudar de la confianza del viajero en la llegada de la compañía esperada. En prenda de ello, fue hasta la parihuela y, de la camilla o caja opuesta a la que él había ocupado al venir, sacó una esponja y una pequeña alcarraza de agua con las cuales lavó los ojos, cara y narices del camello; hecho lo cual sacó del mismo recipiente un palo recio. Después de algunas manipulaciones, este último resultó un ingenioso artificio formado de piezas menores, una dentro de la otra, las cuales, una vez convenientemente dispuestas, formaban un poste central más alto que su cabeza.
Plantado el poste, y colocadas las estacas a su alrededor, el viajero extendió sobre ellos la tela, y se encontró literalmente en casa, en una casa mucho menor que las habitaciones de un emir o un jeque, pero que en todos los otros aspectos podía compararse a ellas. De las parihuelas sacó todavía una alfombra o estera cuadrada, con la cual cubrió el suelo de la tienda de la parte en que le daba el sol. Hecho esto, salió fuera y, una vez mas, con gran cuidado y mayor anhelo, sus ojos recorrieron todo el círculo del horizonte. Excepto por un chacal distante, que galopaba a través de la llanura, y un águila que volaba hacia la parte del golfo de Akaba, ni la inmensidad de abajo, ni tampoco el azul que la cubría ofrecían signo alguno de vida.
El viajero se volvió hacia el camello, diciendo en voz baja y en una lengua extraña al desierto:
—Estamos lejos de casa, oh corcel que desafías a los vientos más rápidos; estamos lejos de casa, pero Dios está con nosotros. Tengamos paciencia.
Luego sacó unas cuantas habas de un saquito de la silla y las puso en un morral dispuesto de modo que colgara debajo del hocico del dromedario, y cuando hubo visto el deleite con que su fiel servidor devoraba el alimento, se dio la vuelta y escudriñó de nuevo el mundo de arena, borroso a causa del fulgor del sol, que caía verticalmente.
—Llegarán —dijo con calma—. El que me ha guiado a mí los guía a ellos. Cuidaré los preparativos.
De las bolsas que tapizaban el interior de la litera y de un cesto de mimbre que formaba parte del mobiliario de ésta sacó elementos para un ágape: fuentes hechas de un apretado tejido de fibra de palma; vino en pequeños odres de piel; carnero seco y ahumado; shami, es decir, granadas sirias, sin hueso; dátiles de el Shelebi, de maravilloso sabor y criados en nakhil o vergeles de palmeras; un queso similar a las rebanadas de leche de David
, y pan de levadura de la panadería de la ciudad; todo lo cual transportó y distribuyó sobre la estera colocada en el interior de la tienda. Como preparativo final puso junto a las provisiones tres trozos de tela de seda, utilizadas en Oriente por las personas refinadas para cubrir las rodillas de los huéspedes mientras estaban a la mesa, circunstancia que nos indica el número de personas que participarían del refrigerio, el número de personas que esperaba.
Ahora todo estaba preparado. El viajero salió al exterior. ¡Mira, allá al este se veía en la superficie del desierto una manchita negra! Pareció que sus pies habían echado raíces en el suelo; sus ojos se dilataron; por su epidermis corría un escalofrío, como si sintiera un contacto sobrenatural. La manchita crecía; al final tomó unas proporciones bien definidas.
Un poco después apareció perfectamente a la vista una copia de su propio dromedario, un animal alto y blanco, que transportaba una howdah, la litera de viaje del Indostán. El egipcio cruzó las manos sobre el pecho y levantó los ojos al cielo.
—¡Sólo Dios es grande! —exclamó con los ojos llenos de lágrimas y el alma henchida de santo temor.
El extranjero se acercaba; por fin se detuvo. Y también, a su vez, pareció que despertaba de un sueño. Contempló el camello arrodillado, la tienda, y al hombre que estaba de pie en la puerta orando. Entonces cruzó las manos, inclinó la cabeza y rezó calladamente; después de lo cual, transcurrido un corto rato, saltó del cuello de su montura a la arena y se acercó al egipcio al mismo tiempo que éste avanzaba hacia él. Un momento estuvieron mirándose el uno al otro. Luego se abrazaron; es decir, cada uno puso el brazo derecho sobre el hombro del otro mientras el izquierdo le rodeaba parcialmente el talle, apoyando un instante la barbilla primero sobre el lado izquierdo y luego sobre el derecho del pecho.
—¡La paz sea contigo, oh sirviente del verdadero Dios! —le dijo el extranjero.
—¡Y contigo, oh hermano de la verdadera fe! Paz y bendiciones para ti —replicó el egipcio con fervor.
El recién llegado era un hombre alto y flaco, con la cara delgada, los ojos hundidos, el cabello y la barba blancos y un cutis de un color intermedio entre el matiz del cinamomo y el del bronce. También iba sin armas. Vestía a la manera del Indostán: sobre un birrete llevaba un chal atado en grandes pliegues, formando turbante; las ropas que le cubrían eran del mismo estilo que las del egipcio, excepto por el alba, que era más corta, dejando al descubierto unos calzones anchos y caídos atados a los tobillos. En lugar de sandalias calzaban sus pies unas babuchas de cuero rojo y afilada punta. Excepto las babuchas, todo su atuendo, de pies a cabeza, era de tela blanca. Tenía un aire altivo, majestuoso, severo.
Visvamitra, el mayor de los ascéticos, héroe de la Ilíada del Este, tenía en él un representante perfecto. Podrían haberle definido diciendo que era — una vida empapada del saber de Brahma; devoción encarnada. Sólo en sus ojos había una prueba de humanidad; cuando levantó la cara, apartándola del pecho del egipcio, brillaban en ellos las lágrimas.
—¡Sólo Dios es grande! —exclamó, concluido el abrazo.
—¡Y benditos son los que le sirven! —respondió el egipcio, meditando la paráfrasis que había empleado como exclamación—. Pero esperemos —añadió—, esperemos; porque, mira, ¡el otro viene allá!
Ambos dirigieron la mirada hacia el norte, donde, ya bien visible, un tercer camello, de la misma blancura que los anteriores, venía, inclinándose de costado como un barco. Y aguardaron hasta que llegó el tercero, desmontó y avanzó hacia ellos.
—¡Paz a ti, oh hermano mío! —dijo, abrazando al hindú. Y el hindú respondió:
—¡Hágase la voluntad de Dios!
El recién llegado se diferenciaba por completo de sus compañeros; era de constitución más delicada; tenía la piel blanca; una mata de cabello rubio formaba una corona perfecta para su cabeza, pequeña pero hermosa; el fuego de sus ojos azul oscuro certificaba una mente delicada y un temperamento valeroso y afectivo. Llevaba la cabeza descubierta e iba desarmado. Bajo los pliegues del manto tirio que llevaba congracia inconsciente aparecía una túnica de mangas cortas y cuello bajo, recogida a la cintura por una faja y que le llegaba casi hasta las rodillas, dejando desnudos el cuello, los brazos y las piernas. Unas sandalias protegían sus pies. Cincuenta años, y probablemente más, habían pasado sobre él, sin más efecto, en apariencia, que impregnar su comportamiento de gravedad y atemperar sus palabras con la reflexión. El vigor del cuerpo y la brillantez del alma seguían intactos. No era preciso decir a un estudioso de qué estirpe había salido; si no procedía de los bosquecillos de Atenas, sus antecesores habían nacido allí.
Cuando sus brazos se apartaron del egipcio, éste dijo con voz trémula:
—El Espíritu me trajo a mí primero; por eso veo que me ha elegido para que sirva a mis hermanos. La tienda está preparada, y el pan sólo espera que lo partan. Dejad que cumpla mi oficio.
Y tomando a cada uno por la mano los guió al interior de la tienda, les quitó las sandalias, les lavó los pies, derramó agua sobre sus manos y se las secó con unas servilletas.
Luego de haberse lavado las suyas propias, dijo:
—Cuidémonos, hermanos, para que podamos llevar a cabo nuestra misión, y comamos a fin de tener fuerzas para los deberes que nos quedan por cumplir durante el día.
Mientras comemos, cada uno se enterará de quiénes son los otros dos, de dónde vienen, y de cómo han sido llamados.
E hizo que se acercasen a la estera del banquete, sentados de tal modo que estuvieran cara a cara. Las cabezas de los tres se inclinaron a un tiempo, sus manos se cruzaron sobre los respectivos pechos, y hablando al unísono recitaron en voz alta esta sencilla acción de gracias:
—Padre de todo, ¡Dios!, lo que aquí tenemos de ti viene; acepta nuestro agradecimiento y bendícenos, para que podamos continuar cumpliendo tu voluntad.
Pronunciada la última palabra, los tres levantaron los ojos, y se miraron el uno al otro maravillados. Cada uno había hablado en una lengua jamás oída por sus compañeros; y, sin embargo, cada uno había entendido perfectamente lo que habían dicho los otros. Una divina emoción estremecía sus almas, porque en aquel milagro veían la intervención de la presencia divina.
Capítulo III
Habla el ateniense: fe
Para expresarlo en el estilo de la época, la reunión recién descrita tuvo lugar el año 747 de la fundación de Roma. Era el mes de diciembre; reinaba el invierno en toda la región del este del Mediterráneo. Los que cabalgan por el desierto en dicha estación no recorren mucho terreno sin sentirse atormentados por un vivo apetito. Los reunidos en la tienda no eran una excepción a la regla. Estaban hambrientos y comían con excelente disposición.
Después del vino empezaron a hablar.
—Para el caminante que va por tierras extrañas, nada más dulce que oír su nombre en labios de un amigo —dijo el egipcio, que ocupaba la presidencia—. Nos esperan muchos días de camaradería. Es hora de que nos conozcamos. Por lo tanto, si es de vuestro agrado, el que ha llegado el último que hable primero.
Entonces, muy despacio al principio, como si se reprimiera a sí mismo, el griego empezó:
—Lo que tengo que decir, hermanos, es tan extraño que apenas sé por dónde empezar ni de qué puedo hablar con toda propiedad. Ni yo mismo lo entiendo todavía. De lo que estoy más seguro es de que acato la voluntad de un Amo, sirviendo al cual se vive en un éxtasis constante. Cuando pienso en el objetivo que me han enviado á cumplir, siento en mí un gozo tan inexpresable que conozco, que aquella voluntad es la voluntad de Dios.
El santo varón hizo una pausa, incapaz de proseguir, mientras los otros, por simpatía a sus sentimientos, bajaban la vista.
—Muy al oeste de aquí —empezó de nuevo— hay un país que jamás será olvidado; aunque no fuese sino por la gran deuda que el mundo tiene con él, y porque esta deuda nace de cosas que procuran al hombre sus placeres más puros. No diré nada de las artes, nada de la filosofía ni de la elocuencia, ni de la poesía, ni de la guerra. ¡Oh, hermanos míos, al pueblo que digo le corresponde la gloria de brillar perdurablemente en letras perfectas, por las cuales aquel al cual vamos a buscar y anunciar será conocido en toda la tierra. El país de que hablo es Grecia. Yo soy Gaspar, el hijo de Cleantes, el ateniense.
"Mis antepasados —prosiguió— se entregaban por entero al estudio, y de ellos he heredado yo la misma pasión. Se da el caso de que dos de nuestros filósofos, los más excelsos entre una pléyade de ellos, enseñan, el uno la doctrina de un alma en cada hombre, y de que tal alma es inmortal; el otro, la doctrina de un Dios único, infinitamente justo. De la multitud de temas sobre los cuales disputaban las escuelas, separé estos dos, como únicos dignos del trabajo de buscarles una solución; porque pensé que existía una relación, todavía desconocida, entre Dios y el alma. Sobre este tema la mente puede razonar hasta un punto, hasta un muro macizo, infranqueable; llegando allí, todo lo que puede hacerse ya es detenerse y llamar a voz en grito pidiendo ayuda. Esto hice yo; pero ninguna voz vino del otro lado del muro. Desesperado, me aparté de las ciudades y de las escuelas.
A estas palabras, una grave sonrisa de aprobación iluminó el flaco rostro del hindú.
—En la parte septentrional de mi país, en la Tesalia —siguió diciendo el griego—, hay una montaña conocida como la morada de los dioses, donde Zeus, al cual mis paisanos consideran el mayor de todos, tiene su vivienda; Olimpo es su nombre. Allá me trasladé.
Hallé una cueva en una altura donde la montaña, que viene del oeste, toma la dirección sureste, y allí viví entregado a la meditación… No; me dediqué a esperar aquello que solicitaba con una plegaria en cada aliento, a esperar la revelación. Creyendo en Dios, invisible aunque supremo, creía también posible suplicarle que se apiadase de mí y me enviara una respuesta.
—¡Ah, y la envió! ¡La envió! —exclamó el hindú, levantando la mano, que tenía sobre la tela de seda, en su regazo.
—Escuchadme, hermanos —dijo el griego, calmándose con esfuerzo—. La puerta de mi ermita da sobre un brazo del mar, sobre el golfo de Thermas. Un día vi a un hombre arrojado por encima de la borda de un barco que pasaba. Aquel hombre nadó hacia la playa. Yo lo recibí y lo cuidé. Era un judío muy versado en, la historia y las leyes de su país, y por él vine a saber que el Dios de mis oraciones existía ciertamente y había sido en el curso de las edades su legislador, su gobernante, su rey. ¿Qué era aquello sino una revelación?, me decía yo. Mi fe no había sido estéril, ¡Dios me contestaba!
—Como responde a todos los que le imploran con una fe semejante —dijo el hindú.
—Pero, ¡ay! —continuó el griego—. El hombre que me habían enviado de aquella manera me dijo más. Me habló de los profetas que, en las edades que siguieron a la primera revelación, caminaron y conversaron con Dios, y declaraban que vendría otra vez.
Me dio sus nombres, y citaba sus mismas palabras, sacadas de los libros sagrados. Todavía me dijo más; me dijo que la segunda llegada era inminente, que en Jerusalén la consideraban como un hecho que había de producirse de un momento a otro.
El griego hizo una pausa, y la luminosidad de su cara se desvaneció.
—Es cierto —dijo después de unos instantes—, es cierto que aquel hombre me dijo que Dios y la revelación de que me hablaba habían sido únicamente para los judíos y que otra vez volvería a ocurrir así. El que había de venir sería el rey de los judíos. ¿No traerá nada para el resto del mundo?
, pregunté. No
, fue la orgullosa respuesta. No, nosotros somos el pueblo elegido.
Esta contestación no destruyó mi confianza. ¿Cómo había de limitar semejante dios su amor y sus generosidades a un país y, como sucedía en este caso, a una sola familia? Y empeñé mi corazón en saberlo. Al final penetré a través del orgullo de aquel hombre, descubriendo que sus antepasados habían sido unos meros servidores elegidos para mantener viva la verdad, a fin de que el mundo acabara por conocerla y así se salvase. Cuando el judío se fue y me quedé solo otra vez, sosegué mi alma con una nueva oración: la de que se me permitiese ver y adorar al Rey cuando viniese. Una noche estaba sentado en la puerta de mi cueva, tratando de dilucidar los misterios de mi existencia, sabiendo cuán grande es el de conocer a Dios; y he aquí que, de pronto, allá abajo en el mar, o, mejor aún, en la oscuridad que cubría su superficie, vi que empezaba a inflamarse una estrella. Levantóse lentamente, se acercó y se puso encima de la altura y sobre mi puerta, de modo que su luz caía de lleno sobre mí. Yo me vine al suelo, y en sueños oí una voz que decía: —¡Oh, Gaspar! ¡Tu fe ha triunfado! ¡Bendito eres! Con otros dos, venidos de las partes mas distantes de la tierra, tú veras al Prometido y serás testigo de su presencia y servirás de ocasión para dar testimonio de Él. Por la mañana levántate y ve a reunirte con ellos. Ten confianza en el Espíritu que te guiará
.
"Y por la mañana me desperté con el Espíritu, como una luz interior que aventajaba a la del sol. Arrojé el atuendo de ermitaño y me vestí como antiguamente. Cogí de un escondite el tesoro que me había traído de la ciudad. Pasó un barco de vela. Lo llamé, me admitieron a bordo y desembarqué en Antioquía. Allí compré el camello y sus arreos. Por los jardines y vergeles que esmaltan las márgenes del Orontes, viajé hasta Emesa, Damasco, Bostra y Filadelfia; y de allí he venido aquí. Ya habéis oído mi historia. Permitid que ahora escuche yo la vuestra.
Capítulo IV
Discurso del hindú: amor
El egipcio y el hindú se miraron; el primero hizo un ademán; el segundo se inclinó, y comenzó:
—Nuestro hermano ha hablado bien. Ojalá mis palabras sean tan sabias.
Se detuvo, reflexionó un momento, y luego prosiguió:
—Podéis conocerme, hermanos, por el nombre de Melchor. Os hablo en un idioma que, si no es el más antiguo del mundo, fue al menos el primero reducido a letras. Me refiero al sánscrito de la India. Por mi nacimiento, soy hindú. Mis antepasados fueron los primeros en caminar por los campos del conocimiento, los primeros en clasificarlo, los primeros en embellecerlo. Suceda lo que suceda de ahora en adelante, los cuatro Vedas vivirán, porque ellos son las fuentes primeras de la religión y de la inteligencia provechosa. De ellos se derivaron los Upa-Vedas, entregados por Brahma, los cuales tratan de medicina, ballestería, arquitectura, música y las sesenta y cuatro artes mecánicas; los Ved-Angas, revelados por santos inspirados y dedicados a la astronomía, la gramática, la prosodia, la pronunciación, los embrujos y sortilegios, ritos religiosos y ceremonias; los Up-Angas, escritos por el sabio Vyasa, dedicados a la cosmogonía, cronología y geografía; de ellos forman parte también el Ramayana y el Mahabharata, destinados a la perpetuación de nuestros dioses y semidioses. Al igual, oh, hermano, que los Grandes Shastras, o libros de las ordenanzas sagradas.
"Para mí son ahora cosa muerta; sin embargo, a través de las edades servirán para dar testimonio del genio en ciernes de mi raza. Eran promesas de un rápido perfeccionamiento. ¿Preguntáis por qué las promesas fallaron? ¡Ay! Esos mismos libros cerraron todas las puertas del progreso. Bajo el pretexto de cuidar de la criatura, sus autores impusieron el principio de que un hombre no debe dedicarse a los descubrimientos ni a la invención, pues el cielo ha procurado ya todo lo necesario. Cuando este mandato se convirtió en una ley sagrada, la lámpara del genio hindú se hundió a lo más profundo de un pozo, donde, desde entonces, ha iluminado muros estrechos y aguas amargas.
"Estas alusiones, hermanos, no nacen del orgullo, como comprenderéis cuando os diga que los Shastras hablan de un Dios supremo llamado Brahm, y, además, que los Puranas, o poemas sagrados de los Up-Angas, nos hablan de la virtud de las buenas obras y del alma. De modo que, si mi hermano me permite la frase —el hindú se inclinó con deferencia hacia el griego—, siglos antes de que su pueblo fuese conocido, las dos grandes ideas, Dios y el alma, habían absorbido ya todas las energías de la mente hindú.
Ampliando mi explicación, permitid que os diga que los libros citados presentan a Brahm como una Tríada: Brahma, Visnú y Shiva. De entre los tres, se dice que Brahma ha sido el autor de nuestra raza, la cual, en el curso de la creación, se dividió en cuatro castas.
Primero pobló los mundos, abajo, y los cielos, arriba; después hizo la tierra para los espíritus terrenos; luego sacó de su boca la casta de los brahmanes, la más próxima a él en semejanza, la más alta y más noble, los únicos que enseñan los Vedas, los cuales fluyeron en sus labios completos, perfectos, conteniendo todos los conocimientos útiles. Luego hizo brotar de sus brazos los Kshatriya, o guerreros; de su pecho, asiento de la vida, surgieron los Visya, o productores (pastores, labriegos, mercaderes); de sus pies, en señal de degradación, saltaron los Sudras, o siervos, condenados a realizar trabajos corporales para las otras clases (criados, domésticos, peones, artesanos). Tomad nota, además, de que la ley, nacida junto con estas castas, prohibía que el perteneciente a una casta pasase a formar parte de otra; el brahman no podría entrar en un rango inferior; si violaba las leyes de su propia esfera se convertía en un proscrito, repudiado por todos, menos por los proscritos como él.
En este punto la imaginación del griego, percibiendo en un instante todas las consecuencias de tal degradación, se sobrepuso a la profunda atención que prestaba, y le hizo exclamar:
—Oh hermanos; en semejante estado, ¡qué tremenda necesidad de un Dios amoroso!
—Sí —corroboró el egipcio—, de un Dios amoroso como el nuestro.
Las cejas del hindú se juntaron con pesar; una vez consumida aquella emoción, prosiguió con dulcificado acento:
— Yo nací brahmán. En consecuencia, mi vida estaba ordenada hasta el menor de mis actos, hasta la última de mis horas. El primer trago de alimento, el acto de darme mi primer nombre, el de sacarme por vez primera a ver el sol, el de investirme con la triple hebra por la cual me convertía en uno de los nacidos dos veces, mi consagración a la primera orden, todo se celebró según unos textos sagrados y unas ceremonias meticulosas.
Yo no podía andar, comer, beber o dormir sin correr el peligro de violar una regla. Y el castigo, oh hermanos, ¡el castigo lo recibiría mi alma! Según el grado de las omisiones, mi alma iría a uno de los diversos cielos, de los cuales el de Indra es el más bajo, y el de Brahma es el más alto; o sería degradada convirtiéndose en la vida de un gusano, un insecto, un pez o un bruto. La recompensa por observar perfectamente todas las normas sería la beatitud, o absorción en el ser de Brahm, que más que una verdadera existencia es un reposo absoluto.
El hindú se concedió un momento para pensar. Luego, siguió diciendo:
—La parte de la vida de un brahmán llamada Orden Primera es la dedicada al estudio.
Cuando estuve preparado para entrar en la Segunda Orden, es decir, cuando estuve en disposición de casarme y tener un hogar, lo puse todo en tela de juicio, incluso a Brahm; me volví hereje. Desde las profundidades del pozo había descubierto, arriba, una luz, y anhelaba subir para ver sobre qué derramaba su claridad. Al fin (¡después de unos cuantos años de tarea, ay de mí!), llegué al día perfecto y contemplé el principio de la vida, el elemento fundamental de la religión, el eslabón entre el alma y Dios; ¡el amor!
La arrugada faz del santo varón se enterneció visiblemente sus manos se estrecharon una a la otra con fuerza. Se hizo un silencio, durante el que los demás le estuvieron mirando; el griego, a través de las lágrimas.
Al final, prosiguió:
—El amor halla su felicidad en la acción; la prueba del amor la da lo que uno esté dispuesto a hacer por otros. Brahm había llenado el mundo con demasiadas miserias. Los sudras me daban lástima. También me la daban los innumerables devotos y víctimas. La isla de Ganga Lagor se hallaba allí donde las aguas del Ganges desaparecen en el océano Pacífico. Allá me trasladé. A la sombra del templo erigido al sabio Kapila, uniendo mis rezos a los de los discípulos que la memoria santa de aquel hombre sagrado mantiene reunidos alrededor de su casa, pensé hallar reposo. Sólo dos veces al año van allá peregrinaciones de hindúes buscando la purificación del agua. Su miseria enardecía mi amor. Pero tenía que cerrar la boca con fuerza, resistiendo el impulso de este amor por manifestarse, porque una sencilla palabra contra Brahm o la Tríada o los Shastras habría significado mi condenación. Un gesto de afecto para los brahmanes proscritos que de vez en cuando se arrastraban para ir a morir sobre la ardiente arena (una bendición recitada, el acto de darle un vaso de agua) me habría convertido en uno de ellos, arrebatándome a mi familia, mi país, mis privilegios, mi casta.
"¡Pero el amor venció! Hablé a los discípulos en el templo, y me expulsaron. Hablé a los peregrinos, y desde la isla me apedrearon. Por las carreteras intenté predicar: los oyentes huyeron de mí, o atentaron contra mi vida. Al final, en toda la India no había lugar en donde pudiese encontrar paz ni seguridad, ni aun entre los proscritos, porque, caídos incluso, seguían creyendo en Brahm. En tan extrema situación, busqué una soledad en la que esconderme de todos, menos de Dios. Recorrí el Ganges hasta sus fuentes, arriba, en las entrañas del Himalaya. Cuando entré por el paso de Hurdwar, donde el río, de inmaculada pureza, salta hacia el curso que le espera por las tierras bajas y fangosas, rogué por mi raza y me consideré separado de ella para siempre. Por cañadas y peñas, cruzando glaciares, trepando hasta la cima de picos que parecían tan altos como las estrellas, seguí mi camino hasta el Lang Tso, un lago de maravillosa belleza, dormido a los pies del Tise Gangri, el Gurla y el Kailas Parbot, gigantes que ostentan sus coronas de nieves perpetuas a las miradas del sol. Allí, en el centro de la tierra, donde el Indo, el Ganges y el Brahmaputra surgen para precipitarse hacia sus diferentes cursos, donde la humanidad tuvo su primera morada y de donde se dispersó para llenar el mundo, dejando a Balk, la madre de las ciudades, como testigo del gran acontecimiento, donde la naturaleza, retornada a su condición primaveral y segura en sus inmensidades, invita al sabio y al exilado, prometiéndole a éste seguridad y soledad al primero, allí fui a morar a solas con Dios, rezando, ayunando y esperando la muerte.
Una vez más, se apagó su voz, y las descarnadas manos se unieron en una ferviente plegaria.
— Una noche caminaba por las orillas del lago, hablando al silencio, que me escuchaba:
¿Cuándo vendrá Dios a reclamar lo que le pertenece? ¿Acaso no habrá redención?
. De súbito, empezó a formarse una luz trémula en el agua; pronto se levantó una estrella, vino hacia mí y se quedó arriba, sobre mi cabeza.. Su esplendor me dejó atónito. Y mientras estaba tendido sobre el suelo, oí una voz de infinita dulzura, diciendo: Tu amor ha vencido. Bendito eres tú, ¡oh hijo de la India! La redención está al alcance de la mano. Con otros dos, venidos de rincones distantes de la tierra, tú verás al Redentor, y serás testigo de su llegada. Levántate por la mañana, ve al encuentro de tus compañeros, y pon toda tu confianza en el Espíritu que te guiará
. Y desde aquel momento, la luz ha continuado conmigo, de forma que yo conocía que era la presencia visible del Espíritu. Por la mañana emprendí el regreso hacia el mundo por el mismo camino que había seguido al dejarlo. En una quiebra del monte encontré una piedra de gran valor, que vendí en Hurswar. Por Lahore, Kabul y Yedz fui a Ispahán. Allí compré el camello, y de allí fui guiado hasta Bagdad, sin esperar las caravanas. Viajaba solo, sin miedo, porque el Espíritu estaba conmigo, y está todavía. ¡Qué gloria la nuestra, oh hermanos! ¡Nosotros hemos de ver al Redentor, le hablaremos, le adoraremos! He terminado.
Capítulo V
El relato del egipcio: buenas obras
El animado griego estalló en un torrente de expresiones de gozo y de felicitaciones, después de lo cual, el egipcio dijo, con característica gravedad:
—Yo te saludo, hermano mío. Has sufrido mucho, y yo gozo con tu triunfo. Si los dos me habéis de escuchar con gusto, voy a deciros quién soy yo y cómo fue que me llamasen.
Esperadme un momento.
El egipcio salió, atendió a los camellos, volvió a entrar y ocupó nuevamente su asiento.
—Vuestras palabras, hermanos, venían del Espíritu —dijo como comienzo—, y el Espíritu me ha dado el don de entenderlas. Cada uno de vosotros ha hablado particularmente de su país, en lo cual se encerraba un gran designio, que yo explicaré.
Pero para que la interpretación resulte completa, permitid que hable primero de mí mismo y de mi pueblo. Yo soy Baltasar, el egipcio.
Las últimas palabras fueron pronunciadas en tono sosegado, pero con tanta dignidad, que los dos oyentes se inclinaron reverentemente ante el que hablaba.
—Muchas distinciones puedo reclamar para mi raza —prosiguió éste—, pero me contentaré con una. Nosotros fuimos los primeros en perpetuar los hechos dejando noticia de ellos. De ahí que no tengamos tradiciones, y en lugar de poesía os ofrezcamos certidumbre. En las fachadas de palacios y templos, en los obeliscos, en las paredes interiores de las tumbas, escribimos los nombres de nuestros reyes y los relatos de sus hazañas. Y al delicado papiro le confiamos la sabiduría de nuestros filósofos y los secretos de nuestra religión. Todos los secretos menos uno, del cual hablaré dentro de un momento. Más antiguos que los Vedas de Para-Braham o los Up-Angas de Vyasa, ¡oh Melchor!; más viejos que los cantos de Hornero o la metafísica de Platón, ¡oh mi Gaspar!; anteriores a los libros sagrados y a los reyes de la China, o los de Sidhartha, hijo de la hermosa Maya; anteriores al Génesis del Moisés de los hebreos, los escritos humanos más antiguos son los de Menes, nuestro primer rey —haciendo una pequeña pausa, fijó una mirada cariñosa en el griego y dijo—: En la juventud de la Hélade, ¿quiénes fueron, oh Gaspar, los maestros de sus maestros?
El griego se inclinó con una sonrisa.
—Según aquellos escritos —continuó Baltasar—, sabemos que cuando los padres vinieron del lejano Oriente, de la región donde nacen los tres ríos, del centro del mundo (el viejo Irán, del cual hablabas tú, oh Melchor), vinieron trayendo con ellos la historia del mundo antes del Diluvio, y la del Diluvio mismo, tal como la enseñaron a los arios los hijos de Noé, y enseñaban la existencia de Dios, Creador y Principio de todo, y del alma, inmortal como Dios. Cuando hayamos terminado felizmente la misión que nos está encomendada ahora, si queréis acompañarme, os enseñaré la biblioteca sagrada de los sacerdotes egipcios; os mostraré, entre otros, el Libro de los Muertos, que contiene el ritual que debe observar el alma después de que la muerte la ha enviado de viaje para acudir a su juicio. Las ideas (Dios y alma inmortal) nacieron en la mente de Mizraim allá en el desierto, y por obra de Mizraim se propagaron por ambas orillas del Nilo. Entonces reinaban en toda su pureza, fáciles de comprender, como es siempre todo lo que Dios nos brinda para nuestra felicidad; parecido era también el primer culto: una canción y un rezo naturales en un alma gozosa, esperanzada y enamorada de su Creador.
Aquí el griego levantó las manos al cielo, exclamando:
—¡Oh, la luz penetra más profundamente en mi interior!
—¡Y en el mío! —dijo el hindú, con la misma devoción.
El egipcio los miró benignamente. Luego, continuó diciendo:
—La religión es, meramente, la ley que une al hombre con su Creador: en puridad no consta de otros elementos que éstos: Dios, el alma y su mutuo reconocimiento, del cual, una vez puesto en práctica, nacen la adoración, el amor y la recompensa. Esta ley, como todas las demás de origen divino (como, por ejemplo, la que ata la Tierra al Sol), fue impuesta en el comienzo por su Autor. Tal era, hermanos míos, la religión de la primera familia; tal era la religión de nuestro padre Mizraim, quien no pudo quedar ciego ante la fórmula de la creación, en ninguna parte tan discernible como en la primera fe y en el culto más antiguo. La perfección es Dios; la simplicidad es perfección. La maldición de las maldiciones está en que los hombres no sepan respetar verdades como éstas.
Baltasar se detuvo, como si considerase de qué manera había de continuar.
—Muchas naciones han amado las dulces aguas del Nilo —dijo luego—: Los etíopes, los pali-putra, los hebreos, los asirios, los persas, los macedonios, los romanos… Y todos, excepto los hebreos, han sido dueños de ellas en uno u otro momento. Tanto ir y venir de pueblos corrompió la antigua fe mizraímica. El Valle de las Palmeras se convirtió en un Valle de los Dioses. El Ser Supremo fue dividido en ocho, cada uno de éstos personificando un principio creador de la naturaleza, con Amón Ra en cabeza, de todos.
Luego fueron inventados Isis y Osiris, y su círculo, representando el agua, el fuego, el aire y otras fuerzas. Y las multiplicaciones siguieron todavía hasta que tuvimos otro orden, sugerido por las cualidades humanas, tales como la fuerza, el conocimiento, el amor y otras parecidas.
—¡En todo lo cual se manifestaba la vieja locura! —gritó impulsivamente el griego—.
Sólo las cosas que están fuera de nuestro alcance continúan tal como llegaron a nosotros.
El egipcio se inclinó y prosiguió:
—Todavía un poco más, ¡oh hermanos míos!, un poco más, antes de llegar a mí mismo.
Aquello a cuyo encuentro vamos parecerá todavía más sagrado en comparación con lo que existe ahora y lo que ha existido en el pasado. Las historias demuestran que Mizraim encontró el Nilo en posesión de los etíopes que se extendieron de allí por el desierto africano, un pueblo de genio fecundo y fantástico entregado por completo a adorar la naturaleza. El poético persa ofrecía sacrificios al sol, como la imagen más completa de Ormuz, su dios. Los hijos devotos del lejano Este esculpían sus deidades en madera y en marfil, pero los etíopes, sin escritura, sin libros, sin facultades mecánicas de ninguna clase, sosegaban sus almas adorando animales, pájaros, insectos, dedicando el gato sagrado a Ra, el toro a Isis, el escarabajo a Ptah. Una larga lucha contra su ruda fe terminó adoptándola como religión del nuevo imperio. Entonces se levantaron los poderosos monumentos que llenan la orilla del río y el desierto: obeliscos, laberintos, pirámides, y la tumba del rey combinada con la del cocodrilo. ¡Hasta tal bajeza llegaron, oh hermanos, los hijos del ario!
Aquí, por primera vez, abandonó al egipcio su notable calma. Aunque su fisonomía continuase impasible, se le quebró la voz.
—No despreciéis demasiado a mis compatriotas —empezó de nuevo—. No todos olvidaron a Dios. Recordaréis que he dicho hace unos momentos que confiaron al papiro todos los secretos de nuestra religión, menos uno. De éste quiero hablaros ahora.
Teníamos en cierto tiempo por rey a un determinado faraón que se entregó a toda suerte de cambios e innovaciones. A fin de asentar el nuevo sistema, puso todo su empeño en desterrar el antiguo de la memoria de las gentes. Entonces los hebreos vivían entre nosotros como esclavos. Ellos seguían fieles a su Dios, y cuando la persecución se hizo intolerable, fueron libertados de una manera que nunca se olvidará. Ahora hablo según cuentan las crónicas: Moisés, que también era hebreo, fue a palacio a pedir autorización para que los esclavos, en número de diez millones, pudieran salir del país. Hizo la petición en nombre del Señor Dios de Israel. El faraón se negó. Oíd lo que pasó luego. Primero toda el agua, lo mismo la de los lagos y los ríos que la de los pozos y depósitos, se convirtió en sangre. Pero el monarca siguió negándose. Luego vino una plaga de ranas que cubrió todo el terreno. Y el rey continuó firme. Entonces, Moisés arrojó unas cenizas al aire, y una epidemia atacó a los egipcios. A continuación murió todo el ganado, excepto el de los hebreos. Los saltamontes devoraron todo lo verde que había en el valle. Al mediodía, la oscuridad se hizo tan negra que las lámparas no querían arder. Finalmente, por la noche, todos los primogénitos de los egipcios murieron. No se libró ni el del faraón. Entonces éste cedió. Pero enseguida que los hebreos hubieron partido, los siguió con su ejército. En el último momento se separaron las aguas del mar, a fin de que los fugitivos pudieran pasarlo a pie enjuto. Cuando los perseguidores se lanzaron dentro, tras los perseguidos, las aguas volvieron a juntarse y ahogaron jinetes, infantes, conductores de carrozas y al mismo rey. Tú hablabas de revelación, mi Gaspar…
Los azules ojos del griego centelleaban.
Yo escuché esa historia de labios del judío —exclamó—. Tú la confirmas, ¡oh Baltasar!
—Sí, pero por mis labios habla Egipto, no Moisés. Yo interpreto los mármoles. Los sacerdotes de aquel tiempo escribieron a su manera lo que habían presenciado, y la revelación ha pervivido. Y ahora llego al no anotado secreto. Desde los días del desdichado faraón, en mi país hemos tenido siempre dos religiones: una privada, otra pública. Una de muchos dioses, practicada por el pueblo. La otra, de un solo Dios, cultivada únicamente por la clase sacerdotal. ¡Alegraos conmigo, hermanos! El paso asolador de las diversas naciones, todo el gradeo realizado por los reyes, todas las invenciones de los enemigos, todos los cambios del tiempo han sido en vano. Como una semilla debajo de las montañas esperando su hora, la verdad gloriosa ha vivido. Y éste, ¡éste es su día!
La descarnada armazón del hindú temblaba de dicha. El griego gritó con fuerza:
—¡A mí me parece que el mismo desierto está cantando!
De un odre de agua que tenía a su alcance, el egipcio bebió un trago y continuó: Yo nací en Alejandría, nací príncipe y sacerdote, y recibí la educación propia de los de mi clase. Pero muy pronto hizo presa en mí el descontento. Una de las creencias que imponía aquella fe era que, después de la muerte, una vez destruido el cuerpo, el alma comenzaba al momento su primera progresión, desde lo más bajo hasta llegar al hombre, última y más elevada forma de existencia. Y esto sin relación alguna con la conducta seguida durante la vida mortal. Cuando oí hablar del Reino de la Luz, de los persas, de su paraíso al otro lado del puente Chinevat, al cual sólo van los buenos, su recuerdo me obsesionó de tal modo que durante el día, lo mismo que durante la noche, reflexionaba sobre las dos ideas comparativas. Transmigración eterna y vida eterna en el cielo. Si, de acuerdo con lo que enseñaba mi maestro, Dios era justo, ¿por qué no había distinción entre los buenos y los malos? Al final vi con toda claridad (fue para mí una certidumbre, un corolario de la ley al cual reduje la religión pura) que la muerte no era sino el punto de separación en el cual los perversos quedan abandonados o perdidos, y los fieles ascienden a una vida superior. No el nirvana de Buda, ni el descanso negativo de Brahma, oh Melchor, no la mejor situación en el infierno, que es todo el cielo que concede la fe olímpica, oh Gaspar, sino la vida, la vida activa, gozosa, perdurable, ¡la vida con Dios!
"Ese descubrimiento me llevó a otra indagación. ¿Por qué había que seguir conservando la verdad como un secreto reservado para el egoísta solaz del sacerdote? La razón para callarlo había desaparecido. La filosofía nos había enseñado, por lo menos, a ser tolerantes. En Egipto teníamos a Roma en lugar de a Ramsés. Un día en el Brucheium, el barrio más espléndido y populoso de Alejandría, me puse en pie y prediqué. El este y el oeste aportaron el auditorio. Estudiantes que iban a la biblioteca, sacerdotes del Serapeium, ociosos del museo, patronos de las carreras, labriegos del Rhacotis, toda una multitud se detuvo para escucharme. Yo les hablé de Dios, del alma, del bien y del mal, del cielo, de la recompensa a una vida virtuosa. A ti, oh Melchor, te apedrearon. Mis oyentes, primero se quedaron pasmados, después se rieron. Probé otra vez y me llenaron de epigramas, cubrieron a mi Dios de irrisión, y oscurecieron mi cielo con sus burlas. Para no extenderme en exceso: fracasé ante aquella gente.
El hindú exhaló aquí un profundo suspiro, al mismo tiempo que decía:
—El enemigo del hombre es el hombre, hermano mío.
Baltasar se hundió en el silencio.
Yo medité mucho con objeto de descubrir la causa de mi fracaso, y por fin lo conseguí dijo, comenzando de nuevo—. Río arriba, a un día de camino de la ciudad, hay una población de pastores y hortelanos. Cogí un bote y me fui allá. Por la noche convoqué al pueblo, hombres y mujeres, los más pobres entre los pobres. Y prediqué ante ellos lo mismo exactamente que había predicado en el Brucheium. Ellos no se rieron. La noche siguiente hablé otra vez, y ellos me creyeron y se alborozaron, y extendieron la noticia por todas partes. En la tercera reunión se constituyó una sociedad dedicada a la plegaria.
Entonces regresé a la ciudad. Bajando río abajo, a la luz de las estrellas, que nunca me habían parecido tan brillantes y cercanas, saqué la siguiente lección: para empezar una reforma, no vayas allá donde están los grandes y los ricos; ve más bien en busca de aquellos cuya copa de dicha continúa vacía, busca a los pobres y a los humildes. Y entonces me tracé un plan y fijé un objetivo en mi vida. Como primer paso, dispuse de mis extensos bienes de forma que percibiera una renta segura y siempre al alcance de la mano para el alivio de los que sufriesen. Desde aquel día, ¡oh hermanos!, viajé arriba y abajo del Nilo, predicando en las poblaciones y ante las tribus, hablando del Dios único, de una vida virtuosa y de la recompensa del cielo. He hecho el bien, no he de ser yo quien diga en qué medida. Sé, asimismo, que aquella porción del mundo está madura para recibir a quien nosotros vamos a buscar.
Un rubor sonrojó la mejilla morena del que hablaba, pero sobreponiéndose a la emoción, continuó:
—Durante los años vividos así, oh hermanos míos, me atormentó continuamente un pensamiento: cuando yo hubiese desaparecido, ¿qué sería de la causa que había iniciado?
¿Terminaría conmigo? Muchas veces había soñado que la organización sería la mejor corona para mi trabajo. Para no esconderos nada, intenté montarla, pero fracasé.
Hermanos, el mundo se encuentra actualmente en una situación tal que, para reinstaurar la antigua fe de Mizraim, el reformador habría de contar con algo más que la sanción humana. No le bastaría venir en nombre de Dios; debería dar pruebas que acreditasen sus palabras, debería demostrar todo lo que dijese, debería incluso dar testimonio seguro de Dios. Tan preocupada está la mente de mitos y sistemas, de tal modo lo llenan todo las falsas deidades: el aire, la tierra, el cielo, de tal modo han venido a formar parte de todo, que el retorno a la primera religión no se conseguirá sino por caminos de sangre, cruzando campos de persecución. Es decir, los que se conviertan habrán de estar dispuestos a morir antes que abjurar. Y en estos tiempos, ¿quién puede inflamar la fe de los hombres hasta este punto si no es el mismo Dios? Para redimir a la raza (no digo para destruirla), para redimir al género humano, Dios debe manifestarse una vez más: ha de venir Él mismo en persona.
Una intensa emoción se apoderó de los tres.
—¿Acaso no vamos nosotros a su encuentro? —exclamó el griego.
Vosotros comprendéis ya por qué fracasé en mi intento de formar una organización — continuó el egipcio, pasado aquel momento de arrobo—. Yo no tenía la sanción divina. El saber que mi labor podía perderse me hacía terriblemente desdichado. Yo creía en la oración y, para que mis súplicas fuesen más puras y fuertes, lo mismo que vosotros, hermanos, me salí de los caminos trillados, me fui a donde no habían estado nunca los hombres, a donde sólo estaba Dios. Más arriba de la quinta catarata, más arriba de la confluencia de los ríos en Sennar, allá en Bahr el Abiad, el corazón lejano y desconocido del África, allá me fui. Allí, por la mañana, una montaña azul como el cielo proyecta una sombra refrescante sobre el desierto occidental, y con sus cascadas de nieve fundida alimenta un ancho lago adosado a su base oriental. El lago es la madre del gran río.
Durante un año o más, la montaña fue mi hogar. El fruto de la palmera alimentó mi cuerpo; la oración, mi espíritu. Una noche salí al vergel que había junto a aquel pequeño mar. El mundo está muriendo. ¿Cuándo vendrás? ¿Por qué no puedo presenciar la redención, oh Dios?
Así rezaba yo. El cristal del agua centelleaba de estrellas. Una de ellas pareció abandonar su sitio y subir a la superficie, donde adquirió un fulgor que quemaba la vista. Luego se movió hacia mí posándose sobre mi cabeza, en apariencia al alcance de la mano. Y me postré y escondí el rostro. Una voz no terrena me dijo: "Tus buenas obras han triunfado. ¡Bendito eres tú, oh hijo de Mizraim! La redención llega. Con otros dos, venidos de lo más remoto del mundo, verás al Salvador y darás testimonio de él. Por la mañana levántate y ve a reunirte con tus compañeros. Y cuando hayáis llegado los tres a la santa ciudad de Jerusalén, pregunta a