El libreto
Por Alejandra Díaz
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«Tarde o temprano? todos estaremos destinados a actuar».
Sara Domínguez huye de Chile en el único acto impulsivo que ha realizado en su vida. Tras sufrir una ruptura amorosa que la devasta, toma ruta hacia España en busca de sus raíces y la necesidad de encontrar un nuevo comienzo. En esta búsqueda conoce a un equipo teatral madrileño que la ayuda a reinsertarse laboralmente y a recuperar la confianza en sí misma. Sin embargo, debe nuevamente retornar a Chile y enfrentarse con sus peores miedos, pero esta vez volverá preparada, con una historia que se mezcla entre la realidad y la ficción.
Alejandra Díaz
Alejandra Díaz nace en la ciudad de Osorno (Chile). Médico de profesión y amante de la literatura. Desde muy joven se dedicó a escribir artículos y relatos basados en experiencias, los cuales logran materializarse en su primera novela titulada El libreto.
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El libreto - Alejandra Díaz
Prólogo
El 18 de julio de 1936, mientras el general Francisco Franco llegaba desde Canarias para tomar el control del ejército del Protectorado, y Santiago Casares Quiroga —incapaz de contener la rebelión ya generalizada— dimitía de su cargo como presidente del Gobierno, Hilda Valladares abrazaba su abultado vientre y le pedía al ser que habitaba en su interior que se mantuviese en silencio y tranquilo durante esta ola amenazante; el mismo silencio que ella mantendría meses más tarde, cuando se llevaran a su propio padre delante de sus narices… y del que nada más sabría después.
A la mañana siguiente, entre el horror y el desconcierto, y con la adrenalina en descenso a causa del agotamiento y el hambre, Hilda sintió la oleada de oxitocina que su cuerpo gravídico necesitaba liberar. Ayudada por su madre, doña Lucía, y por una comadrona de manos grandes y fuertes, apodada doña Cata, que residía en su mismo barrio de la sacudida ciudad de Madrid, dio a luz con dolor y desesperación, mientras España se quebraba para siempre.
Juan Domínguez Albornoz fue uno de los pocos hombres que no estaba en el frente. El trabajo de parto de su mujer lo mantuvo a salvo, a pesar de que siempre quiso salir y defender su pensamiento y sus ideales republicanos. Las calles militarizadas y el ambiente de rebelión exaltaban su espíritu, pero, cuando vio al recién nacido y sintió la esperanza del llanto enérgico de este nuevo ser que dependía de él, decidió que haría lo que fuese necesario para protegerlo de cualquier destino infantil indigno. Sin embargo, esto no se concretaría hasta trece meses después, en Alicante, cuando tuvo la oportunidad de embarcar con destino a Argentina gracias a los contactos políticos de doña Lucía.
—¡Las oportunidades se presentan para tomarlas! —les comentó la mujer, depositando sobre la desgastada mesa de la cocina los papeles que harían posible el viaje hacia América del Sur.
—¡Tengo miedo, madre!
—Hilda, vais a estar bien o, al menos, mejor que acá. ¡Eso os lo aseguro! —la calmó mientras la rodeaba con sus rollizos brazos.
—¡Si viniese con nosotros…! —musitó con la voz entrecortada por el nudo formado en la garganta.
—Una madre nunca abandona a un hijo. Tu hermano no va a descansar hasta saber el paradero de vuestro padre —agregó doña Lucía a la par que daba palmaditas en la espalda a su acongojada hija.
Los meses previos a iniciar la travesía fueron de incertidumbre, y las dudas y los cuestionamientos merodearon los sueños de Hilda. Esta intuía que aquella Guerra Civil anticiparía un cataclismo mundial, y ello le pesaba aún más y alteraba su descanso. No quería dejar a su madre en España, pero la familia que estaba formando merecía una oportunidad para sobrevivir.
—Nos iremos a México. Es la alternativa más sensata en estos momentos. Es el único país que tiene una institución organizada para los españoles —manifestaba Hilda a su esposo mientras exponía con determinación sus opciones.
—Si vamos a emigrar, prefiero que sea a Argentina —le rebatía Juan—. Es un país que ofrece un mayor potencial para mentes inquietas como la mía.
—Pero Argentina no recibe republicanos. Ellos simpatizan con el régimen franquista —discrepó ella, posando una mano en el pecho, en un intento de calmar los nervios que la aquejaban desde hacía varios días.
—Los lazos intelectuales de este país de Sudamérica podrían acallar mi espíritu para salvar a la familia que llevo —aseguró él para convencerla.
Fue así como, en agosto de 1938 y con una pequeña maleta de cuero, los Domínguez Valladares partieron rumbo a América con su hijo Enrique, de tan solo dos años, bien sujeto a su espalda. Pero, lo que en principio se vislumbró como un objetivo anhelado, pronto se transformó en un sentimiento de angustia y desolación.
La travesía por mar duró veintiséis días y finalizó en el puerto de Buenos Aires. Viajaron con otras familias de españoles que lograron convertirse en la suya propia. Junto con ellos, formaron una comunidad de refugiados de la guerra con contactos que daban el apoyo necesario para poder asentarse en las mejores condiciones posibles. A través de estas redes, Juan consiguió su primer trabajo. Y, gracias a sus estudios y conocimientos en el área de la filosofía, logró obtener un cargo como asistente de catedrático en la Universidad Estatal de Buenos Aires. El trabajo completaba la mente de Juan, pero la remuneración resultaba insuficiente para mantener a una familia que anunciaba su crecimiento. Poco tiempo después, se enteró de que en el país vecino existían tierras a la venta que poseían las condiciones necesarias para ser cultivadas; de buena calidad y a un precio mínimo. Todo ello con el objetivo de tratar de poblar ese país tan aislado.
—¿Dónde queda Chile? —preguntó Hilda, desconcertada, tras escuchar las nuevas ideas que emergían de la mente soñadora de su esposo.
Los meses de adaptación ya habían sido un sufrimiento para ella, así que el simple hecho de pensar en la posibilidad de moverse otra vez la descolocó por completo.
—Estamos cerca y la travesía será corta —le aseguró Juan abrazándola para intentar calmarla.
La personalidad soñadora de este español inquieto le otorgaba audacia de sobra para conseguir cualquier objetivo propuesto. Hilda, por el contrario, era una mujer terrenal a la que las situaciones de riesgo o ambivalencia le provocaban ansiedad.
—No… no estoy segura… —titubeó mientras se llevaba ambas manos a la cabeza a la vez que cerraba sus pequeños ojos color miel—. Aquí ya tenemos un trabajo estable —concluyó.
—¡Pero tendremos nuestras propias tierras, Hilda! —soltó él, exasperado. Después se acercó a paso lento a la ventana y miró a través del cristal. Pudo observar la suciedad y la inmundicia que presidían las calles de aquel barrio. Tras un breve instante, agregó—: Tendríamos la posibilidad de criar a nuestros hijos en un lugar que fuese nuestro… Podríamos construir un hogar para ellos.
—¡Nuestro hogar lo perdimos para siempre al dejar España! — expresó ella al sentir que ya habían perdido bastante.
Días después, junto a otras dos familias, partieron rumbo a aquel país ubicado en los confines del mapa del mundo. Con los contactos adecuados, adquirieron las visas chilenas requeridas. Aún resonaban en su mente las recomendaciones de doña Lucía sobre la importancia de llevar efectivo para comprar tierras y poder trabajarlas ellos mismos. Ese fue el argumento que utilizó Juan a su favor para convencer a su mujer.
La travesía duró dos semanas. Lo más difícil fue cruzar la cordillera de los Andes. El frío se calaba en los huesos a través de los fierros del ferrocarril y Juan temió por la vida de su hijo y del pequeño que crecía en el vientre de Hilda; los abrazó y rezó para que pudiesen mantenerse a salvo. En ese momento desesperado, decidió que, si sobrevivían, lo único que haría en esta vida sería ser feliz.
Chile les otorgó todo lo que esperaban al dejar España. Las veinte hectáreas adquiridas en el sur fueron más que suficientes para vivir de todas las bondades que proporcionaba la tierra, y mantener a esa gran familia. Pero lo que ese país no pudo lograr fue borrar el resentimiento y el rencor de la mente de Hilda. Ella era una mujer menuda, de contextura media y personalidad fuerte, con facciones marcadas por los gestos expresivos de su rostro. Con solo veintidós años, sus ojos revelaban más historias de las que ella hubiese deseado. A esas alturas, había perdido a su padre y a su único hermano de tan solo dieciséis años. A este último lo detuvieron mientras buscaba información sobre la desaparición de su progenitor y, durante aquella búsqueda, fue fusilado en una cárcel del norte de España.
—¡Dime que mi hermano no está muerto! —le gritó a Juan con la carta arrugada todavía en las manos—. ¡Era solo un niño!
El pensamiento constante de la vida abandonada hacía que la energía ya no le alcanzara, así que, a los veintisiete años, se le notaba la labilidad y el peso del sufrimiento en las líneas de expresión que surcaban su cara. Años más tarde, la llegada de una segunda carta, esta anunciando la muerte de doña Lucía, la única persona que le quedaba en España, acabó por resquebrajarle el alma. Rezó en silencio a los pies de su cama de hierro y maldijo el instante en el que abandonó a los que más quería. Odió la España mutilada que la separó de los suyos y la obligó a dejar sus sueños por la imposición de los otros. Entonces tomó la determinación de que nunca más hablaría de sus raíces, y mucho menos de la guerra.
Hilda cerró el libro de su pasado porque ese dolor le impedía vivir el presente. Se resignó a la suerte y al destino impuesto y envejeció a una velocidad acelerada: primero de espíritu, pues perdió las ganas de seguir, y luego se hizo evidente el desgaste físico. Su cuerpo parecía el de una mujer senil. Ni todas las palabras románticas de Juan ni los besos efusivos y pegajosos de sus hijos pudieron retenerla en esa tierra que no quería. Anhelaba lo perdido y, sin angustia alguna, un día dejó de respirar. A los cuarenta y dos años abandonó este mundo y aquel país americano, y dejó a un esposo destrozado con nueve hijos a sus espaldas.
La vida de Juan Domínguez Albornoz corrió distinta suerte. En España vivían sus padres y sus dos hermanas menores, Inés y Rosario, quienes en el momento en que este había emigrado contaban con doce y seis años de edad respectivamente. Habían sobrevivido a la guerra y a la dictadura. Pese a ello, el rostro de Juan nunca pudo borrar las huellas del llanto por los que se habían quedado en su tierra natal. Para alejar de su mente los pensamientos del recuerdo de sus seres queridos, trabajó la tierra en Chile como si siempre lo hubiese hecho de ese modo; convirtiéndola en el sustento de su descendencia.
Su hijo, Enrique Domínguez Valladares, creció siendo un niño feliz, tal y como anhelaba su padre. Y aunque había nacido en España, dejó este país en el pasado de su memoria. No había nada que recordar, pues toda su vida había transcurrido en Chile. Ahí había aprendido a leer y a escribir gracias a su madre, doña Hilda, puesto que la escolaridad era un lujo que no podían permitirse. Sin embargo, él ayudó a proporcionar a sus hermanos menores el acceso a la escuela y pudo aprender de ellos. Leyó todos los libros que estuvieron a su alcance, se relacionó con la gente más influyente de la época y se convirtió en uno de los hombres más apuestos y refinados, con un gusto innato por el arte.
Se había casado con Matilde de la Fuente, una chilena proveniente de una familia conservadora y acomodada, con quien tuvo cuatro hijos; Fernando fue el nombre elegido para su primogénito. Matilde era una mujer de descendencia alemana, cuyos antepasados también habían llegado al país en un afán colonizador. Era robusta, con el cabello dorado, y tenía hermosas y delicadas facciones.
Enrique y Matilde fueron un matrimonio pleno y dichoso; tanto fue así que el día que Enrique abandonó este mundo, Matilde decidió que no aceptaría que la muerte los separase y, simplemente, dejó de comer. Intentaron alimentarla de mil maneras, con caldo de avena, sustancia de cogote de gallo y compota con harina tostada, pero ella solo quería morir. Era de fuertes convicciones católicas, por lo que se tornaba impensable realizar una autolisis directa, así que dejó que su cuerpo se apagase despacio por la inanición. Treinta y cinco días después, y en soledad, acompañó para siempre a su español inmigrante.
Felipe Domínguez Abarzúa, cuarto en la línea sucesoria, e hijo de Fernando y Victoria, afloró con su espíritu inquieto y artístico, y quiso recuperar el pasado español de su linaje.
—¡Recuperemos la nacionalidad española, papá!
—¿Para qué la quieres? No tenemos nada allá —afirmó Fernando, convencido de que aquel esfuerzo no acarrearía ningún beneficio.
—Me gustaría irme a vivir a Europa —explicó.
Pese a los esfuerzos de ultratumba de Hilda Valladares, los genes no se pueden cubrir con tierra; el instinto por subsistir de las generaciones futuras dibujó la historia. De este modo, las búsquedas y los recuerdos borrados salieron de nuevo a la luz, y lograron descifrar el árbol cortado, sus enlaces y su descendencia. Fue así como Sara se enteró de que la hermana de su bisabuelo Juan, Rosario Domínguez Albornoz, estaba viva… y residía en Madrid.
PRIMERA PARTE
Cambio de ruta
«Y a veces me he guardado mis sentimientos, porque no pude encontrar un lenguaje
para describirlos».
Jane Austen
1
La fría tarde del 24 de mayo de 1978, en las afueras de Santiago de Chile, Victoria Abarzúa daba a luz en el interior de una camioneta. Este era su tercer embarazo y la ola de adrenalina que sintió al confirmar la infidelidad de Fernando Domínguez había iniciado el trabajo de parto. Acababa de asumir que el castillo de naipes que había creado se desmoronaba, y que las cartas quedaban al descubierto.
Fue una sola contracción, larga y potente, que endureció por completo su vientre e hizo visible la red marcada de estrías y venas tras la delgada y clara capa de piel. Se dobló a causa del dolor y cayó de rodillas sobre el suelo de madera de aquel oscuro despacho. Se tocó el abdomen con las manos y notó cómo cedía la intensidad. Después cogió aire con fuerza y, con las piernas entreabiertas y en la posición que le obligaba a adoptar su abultado cuerpo gravídico, observó con horror que se deslizaba por ellas un hilo líquido, cálido y transparente, que asomaba por debajo de su floreado vestido. El tiempo de espera había terminado.
—¡Fernando! —gritó con voz desgarradora cuando sintió la segunda contracción.
No pudo mantenerse sentada. La necesidad de dejar que la naturaleza siguiera su curso se hacía imperiosa. Por esta razón, improvisó una camilla de mantas en la parte trasera de aquella vieja camioneta para poder recostarse. Luego rezó entre lamentos y sollozos, con toda la fe que profesaba desde muchos años atrás, y se armó de coraje para evitar como fuese el fatídico desenlace que acarrearía su escape. Quiso retenerla dentro de sí. Intentó respirar lento y pausado, pero cada contracción traía consigo el deseo inevitable de empujar. Con la mano derecha bloqueó la única salida que tenía ese ser que residía dentro de ella y sintió la humedad cálida en la ropa interior. En un acto reflejo, retiró la prenda mojada para anticiparse a la fatiga que estaba por venir.
Sin poder asumir lo que ocurría, y con más susto que dolor, tocó la cabeza de su hija, suave y moldeable, que asomaba por entre el canal del parto. Guiada por el instinto, la cogió con la punta de los dedos y la giró en el sentido contrario a las agujas del reloj hasta lograr el encaje perfecto. Después pudo sentir que salía, como si fuera jabón deslizándose.
La vio sobre las mantas. Bocarriba, pequeña y frágil, con los ojos cerrados y sin intención de respirar, como si ella no se hubiese dado cuenta de que había nacido. El frío de la tarde le robó el calor a la recién nacida y Victoria distinguió que el vapor de su pequeño cuerpo se elevaba hacia el techo de lata. En ese momento pensó que