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La luna de Gathelic
La luna de Gathelic
La luna de Gathelic
Libro electrónico366 páginas5 horas

La luna de Gathelic

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Los Hilos llevan décadas escondidos, ocultando que saben encontrar los Ecos de la Tierra. La gente dice que están malditos. Pero está escrito en la Luna que esto debe cambiar, y algunos creen que ese momento ha llegado. La corrupción en el consejo de Gathelic es más que evidente y parece que puede desmoronarse de un momento a otro. No obstante, bajo todos ellos se mueve algo mucho más antiguo y peligroso, algo que escapa a su control. Es en este momento en el que Kiru, huyendo de Sertis, llega a Gathelic en busca de la escuela de la Gran Maestra del Eco. Por otro lado, Taras ha sido enviado al consejo de Gathelic para conseguir alianzas en estos tiempos de tensión. Ambos descubrirán que no todo es tan fácil.
IdiomaEspañol
EditorialMalas Artes
Fecha de lanzamiento8 feb 2022
ISBN9788418377976
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    La luna de Gathelic - Inés Galiano

    I

    LA MINA

    Ya no sentía los dedos de las manos. Los de los pies tampoco. Primero vino el cosquilleo, después el picor y los pinchazos, y luego nada, oscuridad absoluta, como si no los tuviera. Lo mismo había ocurrido con los dientes. Las primeras horas le habían castañeteado sin cesar. Ahora no creía que pudiera abrir la boca nunca más. La cabeza le dolía si se movía, aunque fuera para intentar estirar los dedos. Pero ya no sentía el frío.

    Llevaba horas encerrada en aquel frigorífico. Horas sin poder sentarse, con apenas el suficiente espacio para mantenerse en el centro y evitar que su espalda rozara el hielo. Dolía cuando lo rozaba, como si le estuvieran empujando con una antorcha encendida. Las botas no parecían aislar nada; sentía los pies pegados al suelo ardiendo, sentía los latidos del corazón en las plantas. A su alrededor, el cubículo cubierto de hielo, a menos diez grados. No creía que pudiera aguantar mucho más.

    Oyó un fuerte ruido al otro lado de la puerta del frigorífico. Habían venido a la sala. Oyó risas amortiguadas por el recubrimiento de la cámara. Apretó los ojos. No estaba preparada. Pero era ahora o nunca. Con gran esfuerzo intentó mover los dedos y desentumecer las piernas. Dolía, dolía mucho. Un golpe metálico al otro lado, como si hubieran tirado una herramienta metálica al suelo. Más risas amortiguadas. Notó una lágrima cayéndole por la nariz, mientras movía los dedos. Parecía que se le fueran a romper. Las risas se acercaron, ruido de botellas chocando, un brindis. Se preparó, no quedaba mucho. Impaciente, movió un pie y el hielo crujió bajo sus pies. Al otro lado, una voz hizo una pregunta con tono de alarma. La otra persona le contestó algo en un tono mucho más relajado. Ambas rieron. Silencio. Golpes secos de unas botas al caer el suelo. Una botella rompiéndose. Más risas. Parpadeó, intentando mantener la energía y la concentración en lo que tendría que hacer de un momento a otro. Se le estaba haciendo eterno.

    Por fin, el crujido de las bisagras abriéndose, el hielo rompiéndose al ser despegado de la puerta, una rendija de luz cegadora entrando en el frigorífico, el sonido amplificado de las risas, una mano agarrada a la puerta, tatuada con un pequeño escorpión negro. Ahora.

    Con una bocanada de aire que le heló los pulmones, apretó los puños y dio una patada hacia delante lo más fuerte que sus entumecidos músculos le permitieron. Gritó de dolor y se abalanzó hacia delante. La puerta se abrió con fuerza, golpeando directamente en la nariz a la persona que, agachado, en calzoncillos, y con una sonrisa bobalicona, había intentado abrir el frigorífico equivocado para coger otra botella. El golpe lo mandó hacía atrás. Su cabeza se golpeó contra la pared y cayó al suelo, inconsciente. Uno menos del que preocuparse.

    Medio cegada por la luz, pero consciente de que tenía muy pocos segundos para actuar, buscó rápidamente algo con lo que atacar. Encontró una pala. Otro chico en ropa interior miraba asombrado la escena desde el suelo, donde estaba sentado con otra botella en la mano. Reaccionó tarde y, cuando lo hizo, tomó una mala decisión: intentar alcanzar sus pantalones. Antes de que pudiera llegar a cogerlos, ella ya le había dado un golpe contundente en la cabeza con la pala.

    Miró hacia el túnel que conectaba esta sala con el resto. No se oía ningún ruido ni había luz. No parecían haber oído los golpes, o al menos no sospechaban que fuera nada diferente a lo habitual. Analizó la sala en busca de cosas útiles. Se puso los pantalones y la capa de uno de los mineros por encima de su ropa. Tiritando, disfrutó por unos segundos del calor de la capa. Fue entonces cuando oyó los golpecitos. Hielo crujiendo. Se volvió hacia el túnel, pero no había nada. Desconcertada, miró hacia el frigorífico, y solo entonces se dio cuenta de que había otros dos junto al que ella había ocupado.

    ¿Habían traído a más gente? No le habían dicho que podría haber nadie más. Volvió a oír el hielo crujiendo en el interior del segundo frigorífico. Debería irse cuanto antes, ahora que estaba a tiempo. Unos golpecitos, unos susurros. Había más de una persona allí dentro. Sintió un pinchazo en los dedos de los pies, que estaban recuperando la circulación, al abrigo del calor de la mina. Con la sangre volvía el dolor. Otro crujido. Pensó en la muerte en el interior del cubículo: lenta y dolorosa. De pie, encerrada, aislada y en la oscuridad. No había nada más horrible que morir en la oscuridad en la cultura de los Sertis. Otro golpe, otro susurro. Se decidió.

    Volvió a coger la pala que había dejado en el suelo y se acercó al primer frigorífico. Probablemente intentarían hacer lo mismo que había hecho ella. Inclinó el cuerpo hacia atrás, estirando el brazo lo más posible y se situó en el lado contrario al que la puerta abriría. Con un golpe rápido le dobló el manillar y abrió la puerta. Esperó el golpe, pero el golpe no llegó. Dentro solo había botellas.

    Cerró la puerta y se dirigió al segundo. Repitió el procedimiento. Se asomó con cuidado a la abertura, esperando ser atacada de un momento a otro. Pero no había nadie dispuesto a atacar. Al otro lado de la puerta, en el cubículo helado, había una joven y un niño. La chica tenía los ojos cerrados y parecía estar hipotérmica. El niño la miraba con ojos expectantes. Levantó el brazo y la señaló con el dedo, cubierto de hielo, con el que había estado rascando la puerta. Estaba bien cubierto con dos capas: la suya y la de la chica.

    Kiru maldijo en un susurro. No podía llevarlos consigo en ese estado y tampoco podía dejarlos donde estaban. Con un movimiento rápido, aprovechó el brazo levantado del niño y tiró de él para sacarlo del cubículo. Después, con más esfuerzo, sacó a la chica casi arrastrándola. Le puso la capa del otro minero inconsciente por encima y empezó a darle golpecitos en la cara. No se despertaba. El niño la miraba sin decir nada. Por el túnel seguía sin escucharse ningún ruido. Podría hacerlo, pero tendría que ser rápido.

    Tumbó a la chica en el suelo y colocó las manos sobre ella, en una pierna y en un brazo. Cerró los ojos y se concentró. Necesitaba energía, su cuerpo también estaba débil por el frío y no había comido nada. Empezó a escuchar, buscando su Eco. Oía el silencio de la habitación sin muebles al fondo de la mina. Oía la vibración de los frigoríficos. Oía la respiración automática de los mineros. Estaban inconscientes, débiles e intoxicados por el alcohol. Tardaría demasiado. Escuchó más lejos, por el túnel. Un túnel vacío, excavado en la montaña rica en minerales, pero pobre en vida. No encontraría lo que buscaba si no iba más lejos. Siguió escuchando, ampliando la onda y buscando la vibración. Al fondo del túnel había una sala llena de gente. Los mineros estaban durmiendo. Necesitaba energía, pero de un lugar que no supusiera una amenaza. Si tiraba de la energía de un minero, se despertarían. Escuchó hacia la entrada de la cueva, y lo encontró.

    El pájaro enjaulado que tenían los mineros para avisar cuando se quedaban sin aire estaba adiestrado para permanecer silencioso. Solo piaría si notaba una falta de oxígeno. No tenía otra opción. Focalizó la escucha en el pájaro. Podía oír sus latidos, su respiración. Encontró su Eco. Suspiró. Era necesario. Se concentró en la mente del pájaro y le dio las gracias al estilo de los Sertis. Gracias por una vida de servidumbre, gracias por ayudar tantas noches bajo la montaña. Gracias por su vida. Y entonces lo hizo. El pájaro cayó al suelo de la jaula.

    Y la chica abrió los ojos. Kiru la zarandeó y esta empezó a mover los brazos y las piernas, tratando de sensibilizarlos de nuevo. El niño la señaló.

    ―Levántate. Hay que correr ―le susurró Kiru a la chica.

    Está la miró confusa y miró a su alrededor, buscando al niño. Cuando lo encontró, se calmó. El niño seguía señalando a Kiru.

    ―Levántate, no hay tiempo ―repitió.

    Kiru se levantó y le mostró los mineros inconscientes que aún yacían en el suelo, cerca de los frigoríficos. La chica los vio y pareció recordar por qué estaba allí. Se levantó.

    ―Ponte esta capa ―Kiru le tendió la capa del otro minero― y sígueme.

    No estaba segura de si entendían o hablaban su idioma, pero la siguieron. Avanzaron por el túnel lentamente hacia la salida. Tendrían que pasar por la sala en la que el resto de los mineros dormían.

    Kiru volvió a escuchar, buscando signos de alguna persona despierta que pudiera verlos. No parecía haber ninguna. Avanzaron un poco más, hasta que llegaron a la abertura de la cueva que servía de acceso a la sala dormitorio. Respiraciones, latidos, sudor, olor a humedad, ronquidos. Pasaron por delante sin despertar a nadie. Llegaron a la cueva principal en la que se encontraba la jaula del pájaro. Kiru se acercó.

    ―Gracias.

    La chica le tiró de la capa, y Kiru se volvió, justo a tiempo para ver a un minero en el túnel por el que acaban de pasar darse la vuelta y correr hacia el dormitorio.

    ―¡Corred! ―dijo, mientras hacía gestos hacia la salida de la mina, que quedaba a escasos metros de donde estaban.

    No esperó a comprobar que la seguían y cruzó corriendo la cueva hacia la salida. Llegó hasta ella en unas pocas zancadas para encontrarse con una estructura de madera que la bloqueaba. Una puerta para que ni entraran animales ni curiosos.

    Oyó ruidos a su espalda. Eran las voces de los mineros. Alguien había dado la voz de alarma. La chica y el niño llegaron junto a ella y le miraron expectantes. El niño le señaló de nuevo, como si supiera lo que Kiru podía hacer, y le estuviera pidiendo que lo repitiera.

    Llegó el primero de los mineros, a medio vestir y con una pistola en la mano. Lo siguieron un par de mineros más con palas. Kiru se dio la vuelta.

    ―No quiero haceros nada, solo queremos salir ―dijo Kiru en pargui.

    Desconocía si los mineros eran conscientes de que había estado escondida en su frigorífico durante tanto tiempo y de si estarían tan sorprendidos como ella de encontrarse aquí. Como no respondieron, Kiru señaló hacia la puerta.

    ―Abrid ―les pidió.

    Los mineros la miraron y en sus caras pudo ver que entendían lo que les pedía perfectamente. Una carcajada. El minero que sujetaba la pistola se reía, mirando a los demás. Los otros lo imitaron. Kiru permaneció en silencio. Vale, lo había intentado. El minero de la pistola dio un paso hacia delante, manteniendo una sonrisa burlona. Más mineros aparecieron en el túnel atraídos por las risas.

    ―Bueno, vosotros mismos ―Kiru se encogió de hombros.

    El primer minero disparó. Kiru buscó su Eco. Escuchó. La vibración del arma, el viento que la bala producía a su paso, las risas de los mineros, los músculos tensándose, la respiración agitada del niño. La bala estaba a tan solo un metro de su pecho. Habían ido a matar.

    Con un movimiento brusco, Kiru se abalanzó sobre la chica y el niño, obligándolos a retirarse de la puerta. La bala estalló en una llamarada justo antes de impactar contra la puerta de madera. La puerta explotó. Astilla, madera, en todas direcciones. Gritos de los mineros que fueron a cubrirse en el túnel. El dolor de algunas tablas cayendo en su espalda. Humo. Silencio.

    ―¡Vamos! ―gritó a la chica y al niño poniéndose en pie.

    Kiru cogió al niño del brazo y saltó por encima de lo que antes había sido la puerta, pisando rápidamente algunos trozos todavía intactos. El fuego se había extinguido igual de rápidamente que había aparecido. Salieron. Era de noche, pero estaba despejado y la luz rojiza de la luna iluminaba sus pasos. Corrieron.

    Llegaron a un campo de altas espigas de maíz, que las ocultaban si se mantenían agachadas. Kiru se giró y echó un vistazo rápido a la puerta por la que habían salido. Era una pequeña hendidura en la ladera de la montaña, apuntalada con algunas maderas, con aspecto improvisado. La montaña, sin ser muy alta, se extendía en la oscuridad hacia donde se perdía la vista. No era una mina común.

    Vio salir al primer minero, apartando algunas tablas rotas. Había que moverse. La chica y el niño estaban agazapados detrás de ella, esperando instrucciones. Kiru suspiró. No le gustaba depender de nadie. Les hizo señas en una dirección y echó a correr. Tendrían que seguirla a su ritmo.

    Correr entre las espigas no era fácil, sentía como le arañaban la cara y los tobillos al pasar corriendo. Por suerte, los brazos los tenía protegidos bajo la capa. Oyó gritos a su espalda. Las estaban buscando. ¿Sabían acaso los mineros quiénes eran? ¿O tenían instrucciones de no dejar escapar a nadie que hubiera visto la mina? ¿Qué estaban excavando?

    Oía los gritos cada vez más lejos. Sonrió. Giró la cabeza hacia atrás. No vio a los mineros. Frenó en seco. La chica y el niño tampoco la seguían. Había ido demasiado rápida. Probablemente los encontraran, lo que le daría margen a ella para despistarlos. ¿Los matarían? Habían sido bastante agresivos en la mina. De nuevo la duda en su cabeza. Arriesgarse por alguien del que no sabía ni su nombre. Cerró los ojos, y escuchó.

    Las espigas meciéndose en el aire nocturno. La luz rojiza de la luna buscando el camino hasta tocar la tierra. El barro crujiendo, aplastándose bajo las botas de los mineros. Las capas enganchándose en las espigas. Un llanto contenido. Allí estaban. Estaban quietos, agazapados, esperando no ser encontrados. La chica apretaba la boca del niño para que no le oyeran llorar. A escasos metros, los mineros, que avanzaban en silencio. La vibración de una linterna, que de un momento a otro los enfocaría y dejaría al descubierto.

    Se concentró en la linterna. La cubierta de hierro, ardiendo. El movimiento oscilante del asa de metal en la mano del minero. En su interior, el gas, quemándose, iluminando. Los rayos de luz expulsados desde el interior, atravesando el cristal, calentando todo a su alrededor. Demasiado calor. Kiru apretó los puños sin darse cuenta, algo que siempre había intentado no hacer para no delatarse. Nadie la vería ahora. Estaba lejos del objetivo y necesitaba toda la concentración necesaria. Apretó más fuerte. Escuchó su Eco.

    La linterna metálica se calentó. El calor se extendió por el metal hacia el asa, ardiendo, llegando a la mano del minero. Un grito del minero. Un golpe metálico en el suelo. Una pequeña explosión. La oscuridad de nuevo. Gritos. Mineros corriendo en dirección opuesta.

    ―¡Están armados! ―gritó uno de ellos.

    Mineros reagrupándose hacia la entrada de la cueva, buscando refuerzos, preparando más armas y linternas. La chica y el niño aún agazapados temblando. ¿Es que lo tenía que hacer todo? Corrió hasta ellos, que se sobresaltaron al verla llegar.

    ―¡Vamos! ¿Por qué no os movéis?

    La chica salió de su trance al reconocerla, y con alegría salió corriendo detrás de ella, casi arrastrando al niño. Kiru volvió a seguir su camino, esta vez un poco más despacio, permitiéndoles seguirla. A lo lejos, los mineros disparaban balas al aire para asustarlas, pero sin atreverse a introducirse entre las espigas. No eran soldados y no se arriesgarían contra alguien armado, y esta era la única explicación que sabían dar a la rotura de la linterna.

    Continuaron el camino a trompicones durante lo que pareció una eternidad hasta que por fin lo tuvieron ante sus ojos: la silueta de las torres de los edificios más altos recortada contra la esfera de la luna rojiza en el firmamento. Habían llegado a Gathelic.

    II

    EL ACANTILADO

    Gathelic se erigía a veces majestuoso y a veces decadente, construido sobre una gran masa rocosa junto al gran puerto marítimo. Se decía que lo habían construido con fuerzas tenebrosas, mediante oscuros rituales y sacrificios humanos, ya que ninguno imaginaba que una obra de ingeniería semejante fuese posible hace más de trescientos años.

    «Tal vez, tuvieran razón en parte», pensó Taras, contemplando la silueta recortada de Gathelic contra el cielo, bajo la luz rojiza de la luna de octavo mes. Si la gente común supiera o entendiera los poderes de la tierra que posiblemente hubieran sido utilizados para construir aquella obra maestra, tal vez no querrían vivir en ella.

    La ciudad de Gathelic se erguía en la oscuridad, roja e imponente, observándote y juzgándote desde lo alto de la gran roca cuando te aventurabas a acercarte demasiado. Taras sabía que eran supersticiones. Los Ecos de la tierra no juzgaban ni observaban, simplemente estaban allí, listos para ser tomados o intercambiados.

    Desde el mirador en el acantilado en el que se encontraba podía reconocer las siluetas de algunos pescadores en la orilla. Las olas azotaban sus tobillos y, aunque el atardecer les hubiera encontrado en el mar, regresaban alegres por tener las redes llenas.

    «La luna está llegando cada vez más pronto en los últimos días», pensó Taras, «no es ni la sexta hora todavía».

    Sin embargo, eso no frenaba a los habitantes de Gathelic. La luna roja brillaba con intensidad entre las nubes, iluminando la oscuridad y permitiéndoles continuar con sus tareas. Estaba, por otro lado, el problema del barrio oeste, tan estrecho y laberíntico que apenas llegaba ni la azulada luz del sol ni la rojiza luz de la luna. Había un problema en ese barrio que Taras se había prometido resolver, aunque todavía no sabía cómo.

    Desde los últimos meses en el Consejo, apenas había encontrado el más mínimo interés en el barrio oeste por parte de cada consejero con el que había hablado. Lo había intentado directa e indirectamente, agresiva y diplomáticamente, sin éxito. Nadie quería escucharlo. El barrio no tenía recursos suficientes para resultar un aliciente para el Consejo y reconstruirlo supondría un gasto excesivo.

    «Si tan solo la gente de Gathelic supiera lo que los poderes de la tierra podrían hacer», pensó. «Podrían reconstruirlo en cuestión de días, sin marchitar más que algunos árboles de la lejanía. Merecería la pena. Si los Ecos de la tierra no tuvieran que ocultarse…».

    Nora le había pedido paciencia, especialmente tras el problema que hubo con el consejero que ocupó su lugar anteriormente, y Taras sabía que era lo correcto, pero le estaba costando mucho. Cansado, buscó el lugar donde reposaba la luz rojiza en el reloj de piedra del mirador. Había pasado media hora y todavía no había aparecido. Sethor siempre llegaba tarde, haciéndole esperar, como si él no tuviera cosas que hacer y no le fueran a echar de menos en el Consejo.

    En ese momento oyó un ruido a su espalda. Taras se dio la vuelta, para ver una mano aparecer y agarrarse al borde de piedra del mirador. Preocupado, se apresuró hacia el acantilado. Una chica colgaba del borde, a muchísimos metros de altura, con un fondo rocoso que haría marearse a cualquiera.

    ―¡¿Pero qué haces?! ―gritó Taras, sobresaltado―. Rápido, ¡dame la mano!

    La chica soltó su otra mano de la roca para hacerle un ademán relajado, indicándole que estaba perfectamente. Enseguida trepó el trozo que le faltaba y subió al mirador, junto a Taras, que estaba completamente pálido. Ella recuperó un poco la respiración, se alisó la túnica, y lo miró. Taras seguía con la boca abierta.

    ―¿Qué pasa? ¿Nunca has visto a alguien escalar?

    Taras se dio cuenta de que no estaba tragando saliva y cerró la boca.

    ―Sí, la escalada es un deporte muy noble, pero es preferible practicarlo a menos altura y con una cuerda de seguridad…

    ―Uf, en serio, ya sé que ahora estás en el Consejo y tal, pero no hace falta que me sueltes el discurso aquí.

    Taras se recompuso y se acordó de lo que había venido a hacer.

    ―Eh, bien, ¿vienes en lugar de Sethor? ¿Por qué no ha venido él? ¿Te han seguido?

    La chica se encogió de hombros.

    ―A ver, a la primera pregunta: sí, obviamente vengo en lugar de Sethor. Sería muy raro encontrarse a alguien de casualidad en este mirador tan alejado, en la oscuridad y encima a la hora acordada.

    ―No es la hora acordada, llegas media hora tarde, Vila.

    Ella lo miró con fastidio.

    ―Oye, no es culpa mía que hayáis elegido veros en un despeñadero. ¿Te crees que es fácil subir por ahí?

    ―Lo eligió Sethor. Además, ¡hay un camino que lleva desde Gathelic hasta aquí! ―se defendió Taras.

    ―Nah, demasiado aburrido y seguro que me siguen o algo ―sonrió al ver la expresión de pánico de Taras―. ¡Tranquilo, que me he asegurado antes y no hay nadie! Bueno, a ver, Taras, ya conoces a Sethor y sabes que vengo yo en su lugar porque él está ocupado, y obviamente no te voy a decir lo que está haciendo. Esto, ¿contesta, o no a tus siguientes preguntas?

    Vila se encogió de hombros y añadió:

    ―En el Consejo, ¿también eres tan preguntón?

    ―Eh, no. Quiero decir, tal vez… ―respondió Taras, confuso.

    ―Ya, eso lo explica ―dijo Vila.

    ―¿El qué explica?

    ―Nada, nada. Vamos, siéntate. ―Vila se sentó de piernas cruzadas en el suelo de piedra del mirador, doblando la túnica y la capa, como si no las llevara―. Venga, siéntate aquí. ―Vila hizo unos golpes en la piedra, delante de ella.

    ―Uhm, prefiero estar de pie.

    ―¿En serio? Estoy un poco cansada y vas a hacer que me rompa el cuello.

    ―Ehm, bueno, no pretendía…

    ―Siempre tan estirado, Taras…

    Vila siempre conseguía sacarlo de sus casillas. La chica volvió a hacer un gesto impaciente hacia el espacio enfrente de ella y Taras se agachó. Resignado, pasó una mano por la piedra del suelo para limpiarlo un poco, se arrodilló hasta quedar en una postura extraña, intentando no arrugarse la capa demasiado, y la miró expectante. Vila reprimió una sonrisa e intentó concentrarse en lo que había venido a decir.

    ―Vale, ya estoy sentando ―dijo Taras.

    ―Ya lo veo… más o menos ―respondió Vila.

    Taras intentó disimular lo incómodo que se sentía delante de Vila. Había pasado demasiado tiempo sin verla.

    ―Bueno, entonces, ¿no puedes decirme por qué no ha venido Sethor? ―dijo, incómodo.

    ―¿Otra vez? ―preguntó Vila, aburrida―. Si tanto te molesta que venga yo, me podrías haber empujado perfectamente por el precipicio. Un golpecito y adiós, mensajera. Seguro que después viene Sethor, aunque no sé con qué intenciones.

    ―No, yo no te haría…

    ―Ya, ya, pero eso no se lo diremos a nuestros enemigos, mejor que piensen que eres temible y valeroso.

    ―¿Qué enemigos? ―Taras enseguida se ponía nervioso, pensando que algunos miembros del Consejo lo sabían todo sobre él y que estaban esperando el momento exacto para atacar.

    ―¡Qué es una broma! ―dijo Vila riéndose―. A ver, en serio, que sepamos no tenemos ningún motivo para preocuparnos por ahora. No hemos recibido ningún indicio de que nadie de Gathelic sospeche de ti, ni siquiera los de los gremios, que están siempre metiendo las narices en todo. Y, aunque sospecharan, ya sabes, no tienes nada que ocultar.

    Taras sintió el pinchazo de dolor, pero prefirió ignorar el tema. Inspiró profundamente y trató de relajarse,

    ―Vale, eso es bueno.

    ―¡Claro que sí! Nadie quiere matarte todavía.

    ―¿Todavía?

    Vila lo miró incrédula, y le dijo:

    ―Bueno en algún momento se destapará, ¿no? No podemos continuar en la sombra para siempre, ¿no crees? La profecía dice que un día podremos, ya sabes…

    Taras reconoció la emoción de Vila y suspiró. Vila, como tantos otros, eran de los que odiaban esconderse y ocultarse y creían ciegamente en la profecía. Esta decía que llegaría un día en la era roja en el que los conocedores de los Ecos de la Tierra dejarían de ocultarse y retomarían su lugar en el mundo. Taras no recordaba las palabras exactas, pero algo así era.

    Desde luego, nada decía la profecía acerca de cuál era el supuesto lugar que les pertenecía y cada uno tenía una idea y una versión. Los maestros traspasaban esa y otras muchas historias a sus alumnos y dejaban que cada uno interpretase lo que quisiera. Por otro lado, era imposible saber qué quería decir la profecía cuando mencionaba la Era Roja. Podía tener muchos significados, aunque la mayoría argumentaba que se trataba de una referencia a la época de la luz rojiza de la luna. Esa teoría tenía muchos adeptos, ya que la luna rojiza brillaba con intensidad desde hacía años.

    Taras, en cambio, no creía en ninguna profecía. Conocía las leyendas y de niño había pedido a su abuela que se las contara una y otra vez, como hacían todos los otros niños, atraídos por el misterio. Sin embargo, poco a poco había ido dándose cuenta de que esperar destinos y profecías no llevaba a ningún sitio. Se había vuelto mucho más práctico. Le gustaba tener objetivos tangibles y realistas y poder solucionar cosas, paso a paso. En este momento su objetivo era mejorar las condiciones de vida en el barrio oeste. Allí se escondían la mayoría de los exiliados que poseían conexión con los Ecos de la Tierra y que habían tenido que huir de otras ciudades menos tolerantes y Taras deseaba poder acogerlos en

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