Los relatos de Juana
Por Matías Olivera
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Carne se harán cada una de las palabras, te enseñará el doblé escondido, de aquello que pasa de ser percibido por el simple hecho de que el azar de la vida nos ha favorecido. Cada historia, cada personaje buscará sembrar psicosis, no te soltará y te darás cuenta que no escapan demasiado a la realidad, y que la delgada línea, entre la fantasía, oscila.
"Caminaba sin mirar atrás, no quería ver, no quería encontrar ni encontrarse. El dolor de su cuerpo no era más fuerte que el de su alma"…
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Los relatos de Juana - Matías Olivera
Sin final
Antes
¿Qué es "eso" que se despierta en nuestro interior; esa voz que se enrosca cada vez más, metiéndose como un gusano que escarba para llegar a lo más profundo y proliferar ahí los más repugnante y desquiciados pensamientos? Omnipotente hace y deshace la vida de los demás.
Cada vez que tomo mi cuaderno, afilo el lápiz, las arritmias me invaden, el pulso se vuelve temblor y las venas empiezan a hincharse. Necesito descargarlo, vomitar todo lo que hay dentro.
Aquí, el gusano enquistado, devorando la cordura; oscilando entre lo que es fantasía y realidad. A partir de hoy saldrá a la vida misma, verán como mis relatos se transforman en carne; cobran vida tal y como el dibujo de mis palabras.
I
Juana
Tiempo después de la muerte de la abuela y mamá las pesadillas no me dejaban. Había noches que mi pecho quería expulsar la abominación, sentía como empujaba desde adentro. Me aferraba a las sábanas, mi cuerpo arqueado a punto de romperse. El reflejo desgastado del espejo contorneaba mis extremidades esqueléticas. Me perdía durante horas mirando aquello que podía ser yo. Desnuda; pálida la piel que dejaba traslucir en mi torso la sangre violácea, ramificada con cada bombeo. Los alquitranados ojos se perdían, sin retorno alguno.
En la cama; los fríos y húmedos paños intentaban anestesiar las altas temperaturas, pero poco podían hacer. Crónico se había vuelto mi estado. La sed resecaba mi garganta, por más agua que tomara aún no lograba saciarme.
Pasaron los días y el cuadro empeoró, la fiebre se perpetuó, el cuerpo estaba invadido de espeso fluido, pequeños hilos de aire entraban a mis pulmones sin saber si sería la última vez. Cada día, hora, minuto era infinito. Papá entró.
Estaba parado en el umbral de la puerta, tieso con los puños apretados mirándome fijo, esperaba algo de mí; se acercó estiró los brazos y solo me dejé entrelazar. Ese olor en su ropa, no tenía el mismo perfume de siempre, olía igual que en los sueños, en sus dedos, debajo de las uñas puede ver mugre oscura.
De tiempos inmemorables traigo esta desdicha, abuela y mamá también quedaron sumergidas en estas oscuridades abismales. Solía verlas en días festivos en que todos nos preparábamos para recibir la navidad; se encerraban durante días.
Al pasar los años mi curiosidad se tornaba cada vez más insistente. Busqué averiguar qué es lo que ocurría dentro de esa habitación. Papá nunca hizo mención alguna, creí en todos esos años que sabía, que era cómplice.
Todas las mañanas les dejaba el desayuno en la puerta sobre una bandeja de plata. Los pasos acelerados en el parqué se aproximaban retumbando por toda la casa; la mano rugosa de la abuela se asomaba por un lado, arrebatando la comida, y tras engullir, quedaba en la oscuridad de la habitación, la puerta gigante de madera golpeaba en seco; el sonido de la cerradura daba la señal de cerrado.
Recuerdo haber escuchado el rechinar de las bisagras, corrí desesperada a abrazarlas, lo único que me esperaba era un balde lleno de excrementos, me detuve por miedo a tropezarme y desparramar todo. Por detrás papá agarrándome de los hombros para alejarme de la repugnancia, lo levantó sin hacer ningún gesto y lo vació en el inodoro, volvió a dejarlo nuevamente, golpeó tres veces y se retiró, antes me alzó y me llevó. Mientras nos alejábamos miré sobre su hombro, la silueta en la oscuridad de la habitación me miraba con ojos brillosos y una sonrisa desencajada que iba y venía de oreja a oreja.
En la noche de mi cumpleaños número trece me tomaron por sorpresa. El aliento caliente y fétido en mi rostro estremeció mi sueño profundo. Los ojos negros y enormes de la abuela estaban pegados sobre mí. Sus labios, los podía sentir rozándome, compartíamos la respiración; el aire caliente y amargo que emanaba de sus pulmones, recorrían mi interior. Quise moverme pero algo me retenía, busque torcerme con mayor fuerza pero imposible. A lo lejos vi a mamá en el gran escritorio. No era mi habitación, supuse que era el lugar prohibido. Las velas encendidas dejaban ver con suficiente claridad las paredes dibujadas con lo que parecían ser muñecos palitos. Un reguero de sangre la cubría, en su mano un cuchillo; en su vientre desnudo deslizaba frenéticamente la hoja afilada, no emitía grito de dolor, solo se miraba y con más firmeza hendía para cortar un retazo de su piel. Lo despegó con suma pasividad colocándolo en un viejo libro; lo cosía con un hilo grueso.
Palabras empezaron a emerger de la boca de la abuela, su mirada penetraba profundamente mis ojos como buscando dentro de la oscuridad. Más aliento emanaba, y con ella un vómito oscuro. Me agarró por el lado de las mandíbulas, introdujo sus dedos en mi boca abriéndola al máximo; se acercó lo suficiente y largó toda la masa oscura que tenía dentro. Sentí que el pecho se me hinchaba hasta el punto de reventar. Segundos después todo se ralentizaba, pesaba mi cuerpo hundiéndose entre las sábanas, los pelos sucios y blancos que cubrían su rostro y la sonrisa macabra se desdibujaban. La luz desapareció, después de ahí, solo oscuridad asedió mi ser.
Desperté en mi habitación sin saber cuánto tiempo llevaba ahí, días, meses, semanas, cuanto tiempo en coma o fue una simple y horrorosa pesadilla. Mi padre en los pies de la cama, mientras me acariciaba cariñosamente. Sus ojos vidriosos desbordados de lágrimas. Solo dijo, lo siento mucho. Era la primera vez que lo veía tan angustiado.
Ellas murieron, salté de la cama, corrí a la habitación prohibida, solo me encontré