El caso de la vestal enamorada
Por Ray Collins y Juan Pablo Alfaro
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Ray Collins
Emeritus Professor Ray Collins was the Agribusiness Group Leader in the School of Agriculture and Food Sciences at the University of Queensland until 2014, and retained an appointment as Professor of Agribusiness until 2016, when he became Emeritus Professor. Professor Collins has 30 years' experience working with new industries with a special interest in linking small independent farmers with markets and consumers. He developed one of the first research programs that adopted an integrated view of the production, marketing and human resource challenges of new industries. Along with Associate Professor Tony Dunne, Professor Collins codeveloped the "Walking the Chain" participatory research and training method. He has applied this method in developing country projects in Pakistan, the Philippines, China and Vietnam. Currently, he is the Course Director of the annual Australia Awards Africa Agribusiness short course, member of the International Advisory Panel to the New Zealand government's Our Land and Water Science Challenge and Chair of the external reference group to a $16m Australian research program investigating innovative technologies for tracking horticultural produce quality through export chains. He has published over 100 refereed papers and book chapters, supervised approximately 20 PhD and 30 Masters students, and has been a recipient of University of Queensland and National Excellence in Teaching Awards.
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El caso de la vestal enamorada - Ray Collins
RAY COLLINS
JUAN PABLO ALFARO
El caso de la vestal enamorada
(Novela policial en el Siglo I d.C.)
Del nuevo extremo
Índice
Portada
Portadilla
Legales
Prólogo Roma, junio 3 de 13 d.C. FLAVIA EMILIA (La virgen en su laberinto)
I / CNEO LUCIO MARÓN
II / SHÁBAKA
III / VALERIA
IV / CNEO LUCIO MARÓN
V / SHÁBAKA
VI / FLAVIA EMILIA
VII / VALERIA
VIII / SHÁBAKA
IX / VALERIA
INTERLUDIO
X / SHÁBAKA
Roma, junio 6 de 13 d.C.
XI / FLAVIA EMILIA
XII / SHÁBAKA
XIII / CNEO LUCIO MARÓN
XIV / SHÁBAKA
XV / JULIANA DEA EXCELSA
XVI / TORCUATO PUBLIO
XVII / SHÁBAKA
XVIII / CNEO LUCIO MARÓN
IX / SHÁBAKA
X / VALERIA
XI / SHÁBAKA
XII / LOS ESPONSALES DE LA MUERTE
XIII / SHÁBAKA
XIV / LA MUERTE VESTIDA DE NOVIA
XV / SHÁBAKA
XVI / FABIO SILVIO
XVII / SHÁBAKA
XVIII / VALERIA
XIX / SHÁBAKA
XX / VISITA AL TEMPLO DE VESTA
XXI / SHÁBAKA
XXII / FLAVIA EMILIA
Junio 7
XXIII / CNEO LUCIO MARÓN
XXIV / SHÁBAKA
XXV / VALERIA
XXVI / SHÁBAKA
XXVII / FLAVIA EMILIA
XXVIII / CNEO LUCIO MARÓN
XXIX / SHÁBAKA
XXX / FLAVIA EMILIA
XXXI / SHÁBAKA
XXXII / VALERIA
XXXIII / FLAVIA EMILIA
XXXIV / SHÁBAKA
XXXV / CNEO LUCIO MARÓN
XXXVI / SHÁBAKA
Epílogo XXXVII / FLAVIA EMILIA (La virgen en su laberinto)
© 2021, Ray Collins - Juan Pablo Alfaro
© 2021, Editorial Del Nuevo Extremo S.A.
Charlone 1351 - CABA
Tel / Fax (54 11) 4552-4115 / 4551-9445
e-mail: info@dnxlibros.com
www.delnuevoextremo.com
Diseño de cubierta:
Correcciones y diseño interior: Dumas Bookmakers
Primera edición: octubre de 2021
Primera edición en formato digital: diciembre de 2021
Versión: 1.0
Digitalización: Proyecto 451
ISBN 978-987-609-805-2
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Prólogo
Roma, junio 3 de 13 d.C.
FLAVIA EMILIA (La virgen en su laberinto)
—Hace diez días con sus noches que no tomas tu cítara para cantarle a la diosa, Flavia.
La voz de la Sacerdotisa del Fuego Eterno del templo de Vesta suena como el gorjeo de una mujer en la primavera de la vida, con un arpegio dulce, casi adolescente. No obstante, Eunice, la Virgo Vestalia Máxima de Roma, cumplirá cincuenta años el próximo 13 de junio, cuando lleguen los idus del mes, en plena celebración de Vesta, comenzada, como todos los años, el día siete.
Es una mujer alta y de gestos módicos, tanto que muchas veces Flavia Emilia suele confundirla con la estatua de la diosa que desde hace poco preside el sancta santorum que aísla a las vestales de los ojos del resto del mundo. Pero ella ha conocido, con el paso del tiempo, que debajo de la piel de aquel cuerpo estatuario arden canales subterráneos donde la mujer y la mística han librado combates de difícil resolución. Aún recuerda cuando hablaron del amor y del temor que parecía acometer a los hombres de Roma al mencionar la palabra y la única confesión salida de sus labios:
—El fuego de este templo secará tus entrañas y tus deseos de mujer como lo ha hecho conmigo y con todas las vestales que han vivido reclusas aquí desde el rey Numa. Y sabrás que es mejor no pertenecer a nadie más que a una diosa que no te traicionará si no la traicionas, como los hombres acostumbran, esclavos de sus apetitos obscenos. El amor no existe, Flavia, sino la animalidad de la cópula repugnante, cuando no es procreadora.
La aludida sonríe con una especie de alegría suspendida en sus pupilas, de una rara coloración dorada, sobre un tapiz añil, donde prevalece un remoto azul. Cualquier espejo metálico, al reflejarlas, establecería unas pocas diferencias porque comparten belleza y estatura, el trigo del cabello, apenas recogido sobre la nuca y cubiertas por la infula de lana y en el caso de la mayor por una palla, a modo de breve capa sobre la espalda. En la mirada y en los labios reside lo que las aleja una de otra. En la joven, aquella serenidad dorada y la sonrisa que descendía de los ojos a la boca jugosa, como si su cuerpo estuviera presente en el templo y su espíritu tan lejos como las estrellas.
—Dentro de tres días abriremos el santuario. Muchos acuden a escuchar tu canto y dejan sus ofrendas solo por hacerlo. ¿No volverás a cantar, acompañada de tu cítara?
—He tenido ensoñaciones, Madre.
—¿Entra en ellas un hombre?
La clarividencia de la Sacerdotisa no sorprende a Flavia: toda mujer romana que se precie debe fingir que su inteligencia está muy por debajo de cualquier hombre, pero aflora como una ardilla que salta de rama en rama, en la intimidad.
—Mi padre, que estuvo en Nápoles cuando negociaba el trigo de Egipto con descendientes de los colonos griegos, visitó a la sibila de Cumas.
Eunice detesta a los comerciantes, aunque el padre de su pupila sea un alto dignatario imperial. Del mismo modo, cree que la leyenda de las sibilas ofende a la diosa que sirve como única, porque Vesta guarda el hogar, raíz y esencia de la vida de Roma y, finalmente, se burla de los diez sacerdotes que guardan el Templo de Júpiter Capitolino donde todo el mundo debe creer que se guardan las reliquias de la célebre griega que ofendió la inteligencia del último rey de la ciudad en el legendario caso de los libros de profecías.
—Los griegos vivieron de supersticiones y terminaron sin ser un imperio como el nuestro, ni siquiera un país y las autoras de falsas profecías no les sirvieron para remediarlo… Pero no me hagas caso. Tarquinio el Soberbio debió haberla matado en lugar de comprarle sus malditos tres últimos libros y la peste de los oráculos hubiese terminado para siempre… Decías que tu padre visitó el sitio donde la sibila tenía su caverna para predecir el futuro…
Flavia sonríe porque al regresar de Cumas el entusiasmo de su padre era contagioso, como el de un niño.
—Mira —solía decirle—, los griegos son sabios, tanto que nosotros, sus vencedores, hemos sido vencidos por su inteligencia. Y si creen en los oráculos y en autoras de profecías, lo mismo hicieron conquistadores y grandes hombres que descreían de los dioses… Un buen romano, buen padre y buen marido, necesita salir a la batalla de la vida con la convicción de no hacerlo estéril; debe volver victorioso, no derrotado.
—Mi padre me narró lo inexorable de las profecías de la sibila que los griegos trajeron de su tierra cuando fundaron la colonia de Cumas, cercana a Nápoles. Me advirtió que por el solo hecho de invocarla, tendría visiones de lo que sería mi vida…
Ahora, la Sacerdotisa del Fuego Eterno se permite una juvenil carcajada, en el colmo de la burla.
—¡No me digas que tu curiosidad te hizo repetir el conjuro y se te apareció la bruja que ha muerto hace seiscientos años!
La sonrisa muere en el rostro de la joven vestal.
—Era la noche del primer día del año, Madre. Mientras la familia se aprestaba a recibir a Ianus, el primer mes, hice el conjuro…
—¿Qué edad tenías?
—Nueve años y tres meses —Flavia entrecerró los ojos, como en trance—. Una vieja mujer apareció ante mi vista y extendiendo un brazo hacia mí, dijo simplemente que mi futuro inmediato era venir aquí, para ser una de las guardianas y servidoras de Vesta.
—¡Estás loca! Tu padre lo decidió; no fue tu alucinación de niña.
—Mi padre obedeció a la sibila y aquí estoy.
La joven parece quebrarse como un gajo seco. Mira sus manos como si en ellas anidaran todas las respuestas.
—Hace dos días, sin conjuro alguno, ella ha vuelto…
—Esto es grave y blasfemo, hija… Te he designado mi sucesora, pero tienes algún demonio en el cuerpo que te hace desvariar y envenena tu lengua. Y ya sabes lo que sucede con las vestales que no obedecen a nuestra diosa o dejan de ser vírgenes.
—Les espera la muerte —Flavia lo dice, en voz baja, sin mayor alteración. Eleva la hermosa cabeza como si buscara en medio del atrio la razón de estar viva.
—La sibila me ha dicho que es hora de seguir mi camino. Mi hombre vendrá a buscarme.
—Tu hombre… —Hay desprecio, envidia y resentimiento en la Virgo Máxima, los mismos de la mujer que ningún hombre elige, de la soltera eterna, que se reseca como un grano de uva bajo el inclemente sol de sus deseos.
—¿Cuándo lo has conocido?
—Solo lo he visto en sueños, Madre.
Ahora la mirada áurea parece fija en un punto demasiado alto, más allá de la abertura en el techo del templo donde arde el fuego eterno, encendido en conmemoración de todos los hogares de Roma. La otra parpadea: parece reconocer que en los nueve años que su pupila ha pasado en este encierro, jamás ha sabido mucho de ella. Las otras tres vestales han volcado sus sentimientos y pensamientos en ella, que tiene el fino arte de abrir el corazón de las jóvenes y apoderarse de sus voluntades y secretos hasta hacerlas sus esclavas.
—No puedes enamorarte de quien no conoces.
—No sé qué es el amor, pero cuando apareció el hombre, lo reconocí sin haberlo visto nunca.
—¿Me crees tonta, Flavia? Has confundido un sueño perverso dictado por tu naturaleza de mujer con un presagio mágico.
Flavia gira y su cuerpo estalla luminoso, frente a la otra, pese a la severidad de su atuendo. Es un alarido de desesperación callada, la cumbre de resistirse a la razón de los sentidos antes de caer en los laberintos de la brujería o de la superstición. Eunice ha visto mujeres poseídas por algo interno que las devoraba y recuerda que una de sus pupilas enloqueció al enamorarse carnalmente de Vesta hasta pedir a gritos yacer con ella para copular.
—La aparición me transportó hasta una aldea de Panonia hace un año, para estas fechas. Por eso sé cómo es… Mi hombre estaba muriendo y recibí el mandato de salvarlo… Ahora, la sibila de Cumas dijo que deberé estar lista porque ese hombre vendrá a buscarme para ser mi dueño.
I / CNEO LUCIO MARÓN
—¡Por todos los trabajos de Hércules!
—Si sigues gritando atraerás a los ladrones y asesinos de la Suburra, Ático, pedazo de asno.
—Por no traer una condenada lumbre me he golpeado donde peor duele en un hombre, dómino.
—Mendigos y ladrones se harían un festín, si me alumbraras porque esto está infestado de inicuos... Vamos, sígueme para no tropezar. Conozco esto como la mano que empuña mi espada.
—Todavía no entiendo cómo un hombre de tu clase, amo, conoce tan bien el peor barrio de Roma.
Apenas una luna indecisa esquiva las nubes del final del otoño, prestando una claridad mortecina a casas miserables que se elevan del suelo como brotes infecciosos en el tejido de la Roma que está del otro lado de este valle que supura durante el día en una sucesión de sucios mercados, viviendas de paso y refugio de bandidos que los Vigiles persiguen y late durante la noche en lenocinios aún más sucios. El arrabal, que se extiende desde la cuesta del Quirinal como un bostezo interminable, es evitado por los ciudadanos, pero no por sus hijos, a quienes la aventura tienta como una droga oriental, así como las sorprendentes heteras griegas y egipcias que fascinan a los rudos y no muy educados jóvenes romanos que se preparan para cumplir el servicio militar en los lejanos confines del imperio.
Los dos hombres llegan al Argiletum que desemboca en el Foro y que a modo de Calle Mayor parte aquel basural en dos mitades asimétricas. Amo y esclavo comienzan a distinguir las enfermizas luces de las pocilgas y Ático murmura:
—No has respondido, mi señor. ¿Cómo conoces esto?
—Conozco muchos lugares.
—Donde la guerra te ha llevado.
—Es la guerra la que nos trae aquí, esta noche, Ático. Y una deuda de gratitud.
—Gratitud… Los griegos no hemos creado esa palabra, todavía —sonríe el esclavo heleno en la oscuridad—. Hay amos y siervos. Los primeros ordenan; los segundos, obedecemos. Ambos no se hacen favores y está bien, dómino. Cuando alguien cree deberte algo se convierte en tu enemigo.
Al cruzar hacia la puerta del Viminal y las murallas que separan el valle del Foro, una antorcha adherida a una alta ventana ilumina al hombre de facciones amables y donde la naturaleza ha sido pródiga: ojos oscuros y firmes, nariz recta y mentón cuadrado, lo que lo hace un digno ejemplar que huele a militar por los cuatro costados, condición apenas desmentida por una educación más oriental que romana. Cneo Lucio Marón, perteneciente a la Legión Romana XV de Panonia, con ropaje de mendigo para no desentonar en la cenagosa Suburra, aclara a su sirviente:
—La gratitud es una moneda más cara que mil denarios, ¿sabes? A este legionario que vamos a visitar le debo la vida. Imagina salir una noche de nuestro campamento en la Germania, luego de un combate, en busca de algún bárbaro con deseos de venganza mientras estábamos en pleno descanso. Yo había escuchado un leve rumor en el bosque, donde abundan los lobos y me alejé dos o tres estadios, sin lumbre alguna, para no espantar a quienquiera que acechase en la oscuridad.
—¿Por qué fuiste solo? ¿No me hartas diciendo que la gloria es la estupidez de los hombres que no ven más allá de sus narices?
—La lucha te embriaga y muchas horas después de manosear la suerte y tu muerte, conservas el hervor de la guerra. Esa noche no puedes conciliar el sueño: tomas los pedazos de tus recuerdos en el combate y te asombras de estar vivo, luego de esquivar el hacha del enemigo que iba directo a seccionar tu cuello como una jugosa cebolla, recuerdas cómo te salvaste de su acero cuando embestiste para clavar al otro como un pavo recién asado, revives el olor de la sangre humana, el estiércol de las bestias y el gemido de los moribundos… Eso te deja la batalla y yo seguía con la sangre tensa y los sentidos afilados, esa noche. Entonces, llegó la flecha que me atravesó el costado izquierdo y quedé tendido, como un jabalí cazado, a merced del tirador.
—Hace dos noches, mientras dormías, te quejabas de dolor, y que solo ella pudo salvarte de la muerte. ¿Quién era ella?
—Espera… Aquel salvaje querusco me había atravesado con una de sus flechas envenenadas y me estaba muriendo como un cretino, sin fuerzas para gritar, para que alguien de la Legión se acercara, por lo que, cuando ante mí apareció la más hermosa mujer que he visto en la vida, sentí que mi sangre dejaba de correr por la hojarasca donde cayera y el asombro mató hasta el dolor de la herida.
—Alucinación pura, mientras agonizabas. Soñaste con una diosa que creó tu imaginación. Por Neptuno, ¿creíste que esa mujer era real?
—Creí que lo era, en mi delirio. Tuvo que ser una diosa porque, envuelta apenas en un chal blanco, se inclinó sobre mi cuerpo y me ordenó que no tenía que morir porque debía ir a buscarla cuando la sibila de Cumas me lo ordenara. Tomó mi mano y su belleza me produjo una herida más profunda que la flecha del germano. No te morirás porque debes vivir para mí
, dijo antes de desaparecer. El contacto de su mano fue real, Ático. Tan real como el fiemo de estas ciénagas que estamos atravesando y tan cierto como que de las sombras brotó el legionario Tulio Adriático para arrancarme la flecha y llevarme sobre su hombro hasta el campamento.
—¿Quién era ella para ordenarte que no murieras y fueras en su busca? ¿Te dijo de dónde venía y por qué te quería?
—Mi debilidad era tanta que apenas veía. Apenas pude divisar que en su hombro desnudo llevaba una marca. La marca de Ptah, el viejo dios creador de todas las cosas de los pueblos del Norte.
—La marca de Ptah, el Creador, también adaptado como dios egipcio. —La voz del siervo se adelgaza, casi con conmiseración. —La misma que tienes en tu brazo derecho, dómino, y que jamás me has dicho por qué luces ese tatuaje más digno de un bárbaro que de un hombre perteneciente a tu ilustre familia.
—No es un tatuaje; nací con él. Curiosamente, mis padres no lo tenían…
No hubo tiempo para proseguir. Desde el lado sur, en el preciso instante en que las nubes triunfaban sobre la luna, a la incierta luz de algunas antorchas que iluminaban las inmundas viviendas de la Suburra, el trío de sombras llegó como a lomos del viento, y Ático fue el primero en caer de cara al pantano fétido que son las calles de los suburbios miserables de Roma.
Dos de ellos llevaban garrotes de madera y solo el más ágil y flaco, un afilado pugio que relumbra en el aire para degollar al desprevenido Marón, presa fácil de la sorpresa con que el ataque se lleva a cabo.
Alguien silba, en la oscuridad y cuando las nubes dejan desnuda la luz de la luna, un golpe seco parece abrir una calabaza madura, cae un cuerpo y los dueños de los garrotes huyen como si los despegaran súbitamente del paisaje de un manotazo.
El dueño del silbido sostiene un hacha ensangrentada con la que ha partido la cabeza del atacante que empuñaba el puñal y muestra una espejada dentadura en una sonrisa que pide perdón por la intromisión.
—Pasaba por aquí y descubrí a estos tres siguiéndolos a ustedes. —La voz es cálida y educada, no romana, pero perfecta en la dicción, mientras indica al caído. —¿Quién es?
—Mi siervo Ático. —Marón se inclina para descubrir que el griego abre los ojos con una mirada turbia.
—¿Qué ha pasado? —balbucea, atontado por el garrotazo.
—Tres desgraciados quisieron matarlos para robarles las ropas y lo que tengan de valor —explica con sobriedad el hombre del hacha—. A propósito, mi nombre es Shábaka y me ocupo de averiguaciones discretas. Los dioses les deparen buenas noches.
—¡Espera! —tercia Marón—. Eres extranjero, ¿verdad?
—Nacido en Egipto, cuando mi patria era libre.
El romano echa mano de la faltriquera de cuero, que lleva sujeta en uno de los pliegues de su toga.
—Déjame recompensarte, al menos. Nos has salvado de morir esta noche.
Pero ya el hombre del hacha se alejaba con pasos de danza, para evitar el cieno de las charcas. Resignado, Marón decreta:
—Es tiempo de visitar a Tulio Adriático, el legionario a quien también debo la vida, para quitarme la espina. Si él pudo ver a aquella mujer, sabré que no fue la pesadilla de un moribundo.
—A propósito de la sibila de Cumas…
—Cuentos de viejas, Ático, y a propósito de ese hombre que permitió que sigamos vivos ¿qué habrá querido decir que se dedica a averiguaciones discretas?
—Que es un sicofante. Un delator. Un alcahuete, mi señor.
***
Tulio Adriático, el veterano legionario, ilumina su semblante al estrechar los brazos de su comandante en la arisca Panonia. Ha nacido en Vetulonia, en la vieja tierra etrusca donde los llamaban tirrenos y siente el orgullo de su raza ante la Roma conquistadora, aunque se empeñe en llamarla su patria chica. Por lo tanto, gasta ojos verdes y buena planta y tiene la edad de mil batallas, pues lleva guerreando desde los quince años y solo respeta a los que demuestran tener más valor que él.
—¿Qué viento lo ha traído hasta este mundo sucio, mi señor?
—¿Olvidas que vives en él? —Cneo Lucio Marón sacude la mano de su soldado, sin deseos de perder más tiempo—. Oye: cuando me salvaste de morir en las afueras de nuestro campamento, ¿dónde estabas, si yo había salido solo?
—¿No se lo he dicho? Alguien vino a buscarme y me condujo hasta donde la flecha enemiga lo estaba matando.
—¿Alguien? ¿Una mujer, acaso?
—Creo que escuché una voz; estaba muy oscuro. —Al legionario le cuesta recordar, pero finalmente, habla casi a los gritos.
—¡Era una voz delgada, que bien pudo ser como de mujer, y que dijo algo así como Sígueme
y fue tal vez el vino o acaso alguien que se estaba burlando de mí, porque todo era fiesta, ¿recuerda?! Habíamos aplastado a los bárbaros y limpiado el bosque de enemigos, por lo que bien merecíamos un asueto. Y la voz que hablaba muy cerca, me recordó a mi mujer y las veces que rogaba para que regresara de las guerras.
—Y la seguiste.
—Hasta encontrarlo, dómino. Con la flecha en su costado y aparentemente sin vida.
Marón lo suelta, con desaliento.
—Entonces, no viste a la mujer.
—Estaba borracho, seguramente, mi señor.
—Yo no lo estaba y he sabido cómo era, Tulio.
—¿Está seguro? Usted se estaba muriendo y he escuchado que todo se altera en ese último camino hacia la nada, ¿no sería el sueño de la muerte?
—No solo la he visto, sino que debo encontrarla, porque ella será mi esposa. ¿Comprendes por qué he venido, Tulio?
Por detrás de ambos hombres, surge la figura de una mujer robusta, muy joven y de sonrisa abierta, que lleva un notorio embarazo con el orgullo de una patricia romana.
—He escuchado sin desearlo lo que hablaban y recuerdo los consejos de mi abuela. Uno de ellos decía que si se sueña con una persona que jamás se ha visto, hay un remedio.
—Esta es Sunil, mi mujer, mi señor.
Marón pasa de la decepción a una chispa de esperanza en su mirada encendida.
—¿Cuál es ese remedio?
—Esperar el 7 de junio de cada año para visitar a la diosa Vesta en su templo y de rodillas rogar que esa persona que jamás se ha visto se haga presente. Mi abuela halló esposo de esa manera y no hubo forma en desmentirla, ni de convencerla de lo contrario.
—Faltan tres días para esa fecha. —Sonríe el legionario, que abomina de esos cuentos, brujerías y leyendas. —¿Por qué no hacer caso a tu abuela?
Cneo Lucio Marón abrazó nuevamente a su soldado de la suerte. La noche había sido pródiga en presagios de la diosa Fatum, dueña del destino: salvó por segunda vez su vida y podía pedir a la diosa Vesta que su sueño se haga realidad.
II / SHÁBAKA
Quienes afirmen que soy un mago o poseedor de dones, debido a la ingesta de pócimas mágicas, miente.
Roma está habitada por un pueblo consumidor de leyendas y no repara solamente en las propias: se apodera de todas cuando sojuzga un país, y en el botín, entran la mentira y el engaño para mejorar el ritual propio. Ergo, no dispongo de poderes extrasensoriales que me habiliten para tratar cara a cara con los dioses cósmicos, pero funcionarios del emperador Augusto han decretado que los poseo y que serán útiles para ellos.
¿Para qué desengañarlos?
—Has prestado un gran servicio al Prefecto interino de Egipto cuando lo acusaron de corromper el comercio del trigo, exigiendo dádivas —me dice el encargado de los Vigiles—. Pese a no ser de los nuestros, cierras la boca como un buen romano que entierra los secretos que no le pertenecen. En tu país hallaste a los conspiradores, que fueron ejecutados, no bien probaste que eran culpables. El Prefecto salvó su cuello y eso ha llegado a nuestros oídos.
Aulio Domicio Nasón hace honor a su nombre desde un rostro caballuno donde la enorme nariz lo divide en dos mitades como el monte Aventino a sus vertientes. Solo sabe de Egipto que Cleopatra enloqueció a Marco Antonio para solaz y placer del emperador Augusto, y que las mujeres romanas tienen mejores carnes en los sitios adecuados.
—También has predicho tormentas y desastres y el triunfo del César en la Germania.
El Prefecto de los Vigiles me ha confesado que lo vuelven loco las mujeres rubias como las germanas, al punto que cuando vuelve a su villa, su esposa debe recibirlo con el cabello teñido del color del trigo. Es un hombre fornido y pese a ello, de modales suaves,