El cuarto mundo
Por Diamela Eltit
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Tal y como acostumbra, sirviéndose de un lenguaje lírico que desafía y cautiva, Eltit explora los límites de la narración para abordar con espíritu crítico el universo familiar y la maternidad, la construcción del género, los roles socialmente asignados a hombres y mujeres o la materialidad del cuerpo femenino como centro de las relaciones de poder.
La novela se publicó en 1988, todavía en el contexto de la represión dictatorial chilena. Eltit describe en estos términos lo que era hacer literatura en aquel período aciago: «Escribí en ese entorno, casi diría obsesivamente, no porque creyera que lo que hacía era una contribución material a nada, sino porque era la única manera en la que podía salvar mi propio honor. Cuando mi libertad –no lo digo en sentido literal, sino en toda su amplitud simbólica– estaba amenazada, me tomé la libertad de escribir con libertad. Pero eso tampoco reparó ni las humillaciones, ni el miedo, ni la pena, ni la impotencia por las víctimas del sistema: escribir en ese espacio fue algo pasional y personal. Mi resistencia política secreta. Cuando se vive en un entorno que se derrumba, construir un libro puede ser quizá uno de los escasos gestos de sobrevivencia».
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El cuarto mundo - Diamela Eltit
LARGO RECORRIDO, 179
Diamela Eltit
EL CUARTO MUNDO
EDITORIAL PERIFÉRICA
PRIMERA EDICIÓN: septiembre 2022
DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez
© Diamela Eltit, 1988, 2022
© de esta edición, Editorial Periférica, 2022. Cáceres
info@editorialperiferica.com
www.editorialperiferica.com
ISBN: 978-84-18838-50-7
La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.
Agradecimientos en los tiempos de este libro:
a la amistad de Ronal Christ;
a los escritores Gonzalo Muñoz y Eugenia Brito.
I
SERÁ IRREVOCABLE LA DERROTA
Un 7 de abril mi madre amaneció afiebrada. Sudorosa y extenuada entre las sábanas, se acercó penosamente hasta mi padre esperando de él algún tipo de asistencia. Mi padre, de manera inexplicable y sin el menor escrúpulo, la tomó, obligándola a secundarlo en sus caprichos. Se mostró torpe y dilatado, parecía a punto de desistir, pero luego recomenzaba atacado por un fuerte impulso pasional.
La fiebre volvía extraordinariamente ingrávida a mi madre. Su cuerpo estaba librado al cansancio y a una laxitud exasperante. No hubo palabras. Mi padre la dominaba con sus movimientos, que ella se limitaba a seguir de modo instintivo y desmañado.
Después, cuando todo terminó, mi madre se distendió entre las sábanas y se durmió casi de inmediato. Tuvo un sueño plagado de terrores femeninos.
Ese 7 de abril fui engendrado en medio de la fiebre de mi madre y tuve que compartir su sueño. Sufrí la terrible acometida de los terrores femeninos.
Al día siguiente, el 8 de abril, el estado de mi madre había empeorado notoriamente. Sus ojos hundidos y el matiz de incoherencia en sus palabras indicaban que la fiebre seguía elevando su curso. Sus movimientos eran sumamente dificultosos, aquejada por fuertes dolores en todas las articulaciones. La sed la consumía, pero la ingestión de líquido la obligaba a un esfuerzo que era incapaz de hacer. El sudor había empapado totalmente su camisa de hilo, y el pelo, también empapado, se le pegaba a los costados de la cara provocándole erupciones. Mantenía los ojos semicerrados, evitando la luz que empezaba a iluminar la pieza. Su cuerpo afiebrado temblaba convulso.
Mi padre la contemplaba con profunda desesperación. Sin duda por terror, la tomó al amanecer sin mayores exigencias y de modo fugaz e insatisfactorio. Ella aparentó no darse cuenta de nada, aunque se quejó de fuertes dolores en las piernas que mi padre quiso despejar frotándola para desentumecerla.
Al igual que el día anterior, se durmió rápidamente y volvió a soñar, pero su sueño contenía imágenes distantes y sutiles, algo así como la eclosión de un volcán y la caída de la lava.
Recibí el sueño de mi madre de manera intermitente. El color rojo de la lava me causó espanto y, a la vez, me llenó de júbilo como ante una gloriosa ceremonia.
Llegué a entender muy pronto mis dos sensaciones contrapuestas. Era, después de todo, simple y previsible: ese 8 de abril mi padre había engendrado en ella a mi hermana melliza.
Fui invadido esa mañana por un perturbado y caótico estado emocional. La intromisión en mi espacio se me hizo insoportable, pero debí ceñirme a la irreversibilidad del hecho.
El primer tiempo fue relativamente plácido, a pesar del vago malestar que me envolvía y que nunca logré abandonar del todo. Éramos apenas larvas llevadas por las aguas, manejadas por dos cordones que conseguían mantenernos en espacios casi autónomos.
Sin embargo, los sueños de mi madre, que se producían con gran frecuencia, rompían la ilusión. Sus sueños estaban formados por dos figuras simétricas que terminaban por fundirse como dos torres, dos panteras, dos ancianos, dos caminos.
Esos sueños me despertaban una gran ansiedad que después empezaba lentamente a diluirse. Mi ansiedad se traslucía en un hambre infernal que me obligaba a saciarla, abriendo compuertas somáticas que aún no estaban preparadas para realizar ese trabajo.
Luego me dejaba llevar por una modorra que podía confundirse con la calma. En ese estado semiabúlico dejaba mis sentidos fluir hacia el afuera.
Mi madre, una vez repuesta, seguía con su vida rutinaria, mostrando una sorprendente inclinación a lo común. Era más frecuente en ella la risa que el llanto, la actividad que el descanso, el actuar que el pensar.
A decir verdad, mi madre tenía escasas ideas y, lo más irritante, una carencia absoluta de originalidad. Se limitaba a realizar las ideas que mi padre le imponía, diluyendo todas sus dudas por temor a incomodarlo.
Curiosamente, demostraba gran interés y preocupación por su cuerpo. Constantemente afloraban sus deseos de obtener algún vestido, un perfume exclusivo e incluso un adorno demasiado audaz.
Mi madre poseía un gran cuerpo amplio y elástico. Su caminar era rítmico y transmitía la impresión de salud y fortaleza. Fue, tal vez, lo inusual de su enfermedad lo que enardeció genitalmente a mi padre cuando la vio, por primera vez, indefensa y disminuida, ya no como cuerpo enemigo, sino como una masa cautiva y dócil.
Toda esa rutina constituía para mí una falta radical de estímulos que no me permitían sustraerme de mi hermana melliza, quien me rondaba. Aun sin quererlo, se me hacían ineludibles su presencia y el orden de sus movimientos e intenciones. Pude percibir muy precozmente su verdadera índole y, lo más importante, sus sentimientos hacia mí. Mientras yo batallaba en la ansiedad, ella se debatía en la obsesión. Ante cada centímetro o milímetro que ganaba se le desataban incontables pulsiones francamente obsesivas.
Su temor obsesivo se inició en el momento de su llegada, cuando percibió angustiada la real dimensión y el sentido exacto de mi presencia. Buscó de inmediato el encuentro, que yo, por supuesto, evadí guardando con ella la mayor distancia posible.
Durante el primer tiempo fue relativamente fácil. Estaba atento al devenir de las aguas: cuando se agitaban, yo iniciaba el viaje en dirección inversa.
Mi hermana era más débil que yo. Desde luego, esto se debía al tiempo de gestación que nos separaba; pero aun así era desproporcionada la diferencia entre nosotros. Parecía como si la enfermedad agravada de mi madre y el poco énfasis desplegado por mi padre en el curso del acto hubieran construido su debilidad.
En cuanto a mí, su fragilidad me era favorable, pues ella, en su búsqueda, se agotaba enseguida, lo que le daba un radio de acción muy limitado.
Pronto empezó a usar trucos para atraparme. Cada vez que me movía, ella aprovechaba el impulso de las aguas y se dejaba llevar por la corriente. En dos oportunidades consiguió estrellarme. Recuerdo el hecho como algo vulgar, incluso amenazante.
Fue apenas un instante; sin embargo, extraordinariamente íntimo, puesto que debí enfrentarme de modo directo a su obsesión, que hasta ese momento me era indiferente. Pero a partir de esos dos encuentros entendí la extraña complicidad que ella había establecido con mi madre.
Ejercí la estricta dimensión del pensar. Antes sólo me debatía entre impresiones que luego transformaba en certezas, sin que nada llegara verdaderamente a sorprenderme.
Así, el conocimiento de que mi madre era cómplice de mi hermana me demandó grandes energías, pues me era imperioso desentrañar la naturaleza y el significado de tal alianza.
Sólo contaba con el hecho de que las dos veces en que mi hermana me estrelló portaba la clave de dos sueños de mi madre que yo no poseía. Por cierto, esas claves me eran insoportables y excluyentes. A partir de esa peligrosa exclusión, empezó el acecho hacia mi madre.
Mi madre, después de unos días, mostró cambios tan sutiles y ambiguos que yo llegué a pensarlos como producto de mi interpretación ansiosa. Pero en realidad ella estaba cambiando.
De modo misterioso había levantado una barrera